CUANDO LOS TEBEOS FUERON PROGRES.
Si lo contamos en viñetas, el franquismo empieza con Flechas y Pelayos (1938) y termina con El Víbora (1979). Ambas cabeceras delimitan, tanto cronológica como ideológicamente, los cuarenta años de dictadura y dan testimonio del lento debilitamiento que lleva de un caudillismo triunfante hasta uno en completa descomposición. Es más, desde esta perspectiva, el especial “El golpe”, publicado por El Víbora a las pocas semanas del 23-F, puede considerarse como el final historietístico de la transición. El teniente coronel Tejero y todo el benemérito cuerpo presentados con la más delirante distorsión caricatural vienen a demostrar la ya por entonces irrenunciable conquista de la libertad de prensa y el importante papel que cómic y humor gráfico tuvieron en ella.
La impregnación ideológica del medio y su alineamiento con las posiciones más contestatarias se produce de manera, si no natural, ciertamente espontánea a partir de los primeros años setenta. Como si no pudiera ser de otra manera, las nuevas orientaciones de la historieta, sus reivindicaciones artísticas o, al menos, autoriales conllevan una actitud ácrata más que izquierdista, rebelde más que revolucionaria. Tras treinta años de tebeos en apariencia despolitizados o, en todo caso, comprometidos con los valores del régimen, lectores y autores establecen una nueva sintonía basada, más allá de géneros o de obras concretas, en una complicidad crítica con el poder, el sistema capitalista y el conformismo social. En pocos años leer tebeos deja de ser cosa de niños para convertirse en cosa de progres.La Caricature y Punch, dos publicaciones satíricas en las que medró la historita de corte comprometido.
Este giro, tan rápido como inexplicado, tiene sus razones históricas. Basta con mirar al cómic desde una cierta perspectiva para comprobar la estrecha vinculación de la narración gráfica con la denuncia política, incluso la agitación social. A lo largo del siglo XIX el medio se desarrolla fundamentalmente en las revistas de humor satírico, inconformistas, a menudo virulentas en su manera de dar cuenta de los vicios políticos o de la estupidez humana. Ya desde 1830 los profesionales europeos del dibujo se acostumbran a vivir bajo la amenaza de la censura, las multas o el cierre y títulos como Le Charivari, La Caricature o Punch no sólo atacan a los poderes públicos y hacen frente a costosos litigios sino que ofrecen a sus colaboradores entrenamiento, con florete y pistola, para defenderse en los numerosos duelos a los que son desafiados por personas ofendidas en sus páginas.
A finales del XIX y a lo largo de la primera mitad del XX, impulsado por la fuerte corriente moralizante que atraviesa occidente, el medio se desliza hacia una explotación mayoritariamente infantil. Podría decirse por lo tanto que, cuando, a partir de los años sesenta, Europa conecta viñeta y subversión sólo cierra un largo paréntesis de seis o siete décadas en las que el cómic se vio invadido por contenidos ejemplares o de simple entretenimiento, apreciado por sus ventajas didácticas y la facilidad de acceso que la imagen dibujada supone para los niños.
Zap Comix o Bijou Funnies fueron títulos representativos de la corriente underground norteamericana. Tanto en Estados Unidos, donde la infantilización de la historieta había sido amortiguada por su aparición en la prensa diaria, como en Europa, los años sesenta suponen un giro radical en esta orientación. El underground norteamericano - God Nose (1963), Chicago Mirror (1967), Zap (1967), Yellow dog (1968), Bijou funnies (1968), Snatch comics (1969)...- prueba la eficacia de la imagen a la hora de escenificar los abusos del “establishment”, la liberación sexual en sus más chorreantes manifestaciones o los delirios sicodélicos de las drogas. Y en Francia la revista Hara-Kiri (1960) y sus derivadas editoriales (Éditions du Square), Hara-Kiri Hebdo (1969), Charlie (1969), Charlie Hebdo (1971), y otras igualmente demoledoras en su denuncias como Siné Massacre (1962) preparan el caldo de cultivo de un inconformismo irreverente que desembocará en los acontecimientos de mayo del 68. Las consignas y graffitis sesentaiochistas deben más a estas publicaciones que al marxismo, al existencialismo o al situacionismo. La tradición satírica francesa encontró eco en publicaciones de los sesenta irreverentes y posicionadas.
El cómic español de primeros de los setenta, ignorante, quizá avergonzado de sus antecedentes, prefiere entroncar con estas tendencias internacionales. Aunque puede que aquí la rápida adscripción a las posiciones más contestatarias venga reforzada por la bochornosa explotación sufrida por los autores. No olvidemos su estatus de subproletariado cultural, con bajísimas tarifas de producción y a menudo desposeídos hasta de sus propios originales. De hecho, una de las reclamaciones claves de aquellos años fue el reconocimiento de los derechos de autor que Carlos Giménez o Víctor Mora, entre otros, exigieron con insistencia, embarcándose para ello en largos procesos judiciales. Esta hermandad ideológica desempeña un papel de primer orden a la hora de explicar la creación historietística en los setenta, incluso en los ochenta, y también las estrategias editoriales que la difundieron. De alguna manera la denuncia social de Carlos Giménez, la exhibición sexual de Nazario o la aventura intergaláctica de Alfonso Font, por poner tres ejemplos significativos del momento, se encuentran, a pesar de las diferencias genéricas, ideológicamente muy próximas. Todos participan en un combate común contra la dictadura política, los prejuicios morales y las miserias sociales. Lo de menos es que se sirvan del testimonio personal, de la crónica costumbrista o de la fábula de ciencia ficción para decirlo. Más allá o, mejor, más acá de la peculiaridad de cada autor, antes de ponerse a dibujar, existe una coincidencia de base que permite un entendimiento global, incluso la participación en una misma plataforma sin que la diversidad de estilos se antoje discordante. Paracuellos de Carlos Giménez en la edición de Amaika de 1977. Dcha: El capital de Karl Marx adaptado al cómic por Max y Paco Mir (1977).
Se ha discurrido mucho últimamente sobre las diferencias entre el ciclo historietístico de los setenta-ochenta y el que transcurre en la actualidad. Los modelos editoriales son muy diferentes y, en cierta medida, se viene caracterizando al primero como el ciclo de “las revistas” y al segundo como el de “las novelas gráficas”. Una clasificación indiscutible porque, sin entrar en cifras ni en contenidos, se limita a comprobar formatos. Hay quien se atreve a ir más lejos y plantea la superioridad del momento actual puesto que el de hace veinte años obedecería a un estadio primario del cómic de autor en el que el público se adhiere incondicional y globalmente al medio. Fanático de todo lo que le echen, el consumidor de la transición, al adquirir revistas, tragaría con muestrarios de historietas dispares entre sí, adicto, más que a un autor, al estímulo global de la viñeta. Por el contrario el lector actual sería más selectivo y, siguiendo patrones propios de formas de expresión nobles como la literatura, lee sólo a sus autores preferidos que publican en volúmenes diseñados expresamente para cada obra.
Y puede que algo de eso haya. Pero no podemos olvidar que, independientemente de la línea editorial de cada publicación, el lector de revistas se encontraba siempre en terreno conocido. Sus personajes favoritos podían luchar contra enemigos extraterrestres o reírse de situaciones cotidianas pero siempre venían a denunciar lo mismo. Una argamasa ideológica, fundamentalmente antisistema, se encargaba de dar cohesión a revistas con muy distintos contenidos. El cómic estaba contra todos los poderes –políticos, económicos, mediáticos, machistas...- y a favor de todas las libertades. Y lo expresaba desde la fantasía o desde el testimonio. Hasta las apuestas más estéticas, adscritas a una naciente y todavía mal asumida posmodernidad como Cairo o Madriz, dejaban clara su ubicación ideológica.
No cabe duda de que editorialmente la revista supone una inversión menos arriesgada y, en cierta medida, permite apuestas provisionales que minimizan pérdidas en caso de fracaso. La principal recomendación de los editores a los autores era hacer historias autoconclusivas de 6 u 8 páginas a la espera del desarrollo que su aceptación permitiera. Pero no hay que despreciar ese sedimento solidario, esa generalizada adscripción al régimen de denuncias e infracciones que, además, suele ir reforzado por los contenidos de editoriales, secciones de crítica o agendas culturales. Y ese espíritu común, esos principios compartidos cristalizan operativamente en una fórmula asociativa con evocaciones revolucionarias, el colectivo.
Número 1 de Trocha editada por "El colectivo de la historieta" en 1977. El que parte y reparte se queda con la mejor parte, de El Cubri (1974).
“El colectivo de la historieta” que en 1977 lanza la revista Trocha como extra de la teórica Bang! se explica así en el editorial de su primer número: “porque el lector español ha sido engañado durante cuarenta años por los mercaderes de papel impreso. Porque la censura le ha impedido utilizar su inteligencia y su juicio crítico para elegir. Porque la comodidad y el miedo han hecho que la prudencia de los profesionales creciera hasta taparles la boca. Porque el sistema de producción-consumo ha engendrado una industria de las diversiones perversamente estúpidas... por todo ello y por cien cosas más que se han ido acumulando durante cuarenta años tenemos ahora una historieta mediocre, unos dibujos sin contenido, unos tebeos infantiloides.” Y, a continuación, para poner remedio, le siguen trabajos de autores temática y estilísticamente tan dispares como Ventura y Nieto, El Cubri, Alfons López, Mariel Soria, Luis García, Perich o Breccia.
Incluso una revista como El Víbora, que no funciona de manera cooperativa, se presenta en el editorial del primer número como “el cómic que atenta contra el muermo y las pirañas, el apalanque de los supervivientes de esta aburrida, autoritaria y, lo que es peor, descangallada y estúpida sociedad”. Por si fuera poco, en la portada aseguran que “es goma-3 para el coco”, denominación (la de goma-3) que, al parecer, estuvo a punto de servir como título de la revista. De manera más o menos explícita, la mayor parte de las publicaciones periódicas de aquellos años desprenden un tufillo programático, una declaración de intenciones que se manifiesta insistentemente “contra la autoritaria mediocridad del mundo y a favor del cómic de calidad”. En aquella época todos fuimos militantes de la viñeta y, por su mediación, de la libertad y la justicia. Butifarra!, boletín de humor de la Asociación Nacional de Comunicación Humana y Ecología (1976). Dcha.: Número 1 de la segunda época de Butifarra! (1977)
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Con un componente claramente obrerista surge en 1975 el colectivo Butifarra! que con ese mismo título publica entre 1975 y 1977 una serie de cuadernillos donde se abordan cuestiones sociales, críticas políticas y hasta problemas urbanísticos centrados fundamentalmente en Barcelona y su área metropolitana. En realidad la publicación se presentaba como boletín de humor de la Asociación Nacional de la Comunicación Humana y Ecología (ANCHE) y contaba con la colaboración de Asociaciones de Vecinos y Centros Sociales de Barcelona, Santa Coloma, L’Hospitalet y Cornellá. Fue, sin duda, el proyecto más pegado a la realidad y proclive a la intervención, al menos a la denuncia directa. En su segunda época, más profesional pero igualmente militante, se aleja de su conexión con los barrios para adoptar una posición global de clase. El asociacionismo, tanto tiempo prohibido, incluso demonizado como forma de “conspiración” o “contubernio”, se vive casi como panacea. Hasta la creación parece más abordable, puede que hasta más rentable, si se realiza colectivamente. Surgen así equipos como El Cubri, integrado por Saturio Alonso, Pedro Arjona, Felipe Hernández Cava y en ocasiones Adolfo Usero, o el grupo Premiá, con Carlos Giménez, Alfonso Font y también Adolfo Usero. Y otros en aquellos momentos menos profesionales como Zero o Bustrófedon. Pero donde el espíritu cooperativo se manifestó con mayor energía fue en la gestión -¿habría que decir autogestión?- de algunas empresas editoriales. En 1981 los dibujantes Luis García y Josep María Beá, al principio con el apoyo de la editorial Distrinovel y luego por sus propios medios, dan a la luz la revista Rambla, que se propone como objetivo la publicación exclusiva de material nacional. Casi treinta años después el principal problema del cómic hispano sigue siendo el asentamiento de una industria basada en la producción propia y en el incentivo a los autores autóctonos. El empeño de Rambla, en sus últimos meses de vida (1985) convertido en resistencia heroica -casi paranoica-, prueba hasta qué punto fue extremo el compromiso de algunos autores con el medio.
Metropol y KO, otro modelo de asociación de autores para editar tebeos que no prosperó.
En 1983 otro colectivo de autores formado por Leopoldo Sánchez, Mariano Hispano, Antonio Segura y Manfred Sommer funda la editorial Metropol (Metropol y K.O comics) con un espíritu similar al de Rambla, aunque quizá con menos obcecación. Y en 1984, bajo la dirección de Felipe Hernández Cava y con el apoyo del Ayuntamiento de Madrid, aparece Madriz, también comprometida, tanto estética como éticamente, con el cómic nacional. Así que, de alguna manera, la confianza en cambiar el mundo fue acompañada de la confianza en cambiar los tebeos. Podría decirse que en este terreno la ideología no jugó sólo un papel testimonial sino estructural e, independientemente de sus consecuencias editoriales, la revista fue privilegiada como forma –o formato- de producción colectiva.
La obra maestra de estos años es, sin lugar a dudas, Paracuellos de Carlos Giménez (1976). Tres décadas después de su aparición se confirma su importancia y puede considerarse como nuestro primer clásico de la historieta contemporánea. Consiguió, con un mismo impulso temático, abrir las puertas del cómic autobiográfico y las del cómic político. Pero no fue el único. El guionista Felipe Hernández Cava, con el equipo El Cubri o por medio de otras colaboraciones, también desarrolla una importante y prolífica actividad, siempre en una línea de compromiso político. El que parte y reparte se queda con la mejor parte (El Cubri, 1974) constituye una referencia clave y quizá haya que destacar también Argelia (con Luis García-Adolfo Usero 1981), donde denuncia la represión ejercida por Francia contra su colonia siguiendo la estela de otros alegatos como el film de Gillo Pontecorvo La batalla de Argel (1966). También hay que destacar como hito especialmente significativo Los forrenta años de Forges (1977) que constituye la primera crónica del franquismo en clave de humor y revela, tanto por las referencias utilizadas como por el éxito obtenido, la alegre celebración de una libertad todavía precaria pero ya preñada de ingenio. Hasta los hay que, como Max y Paco Mir, se animan a poner en viñetas El capital de Karl Marx, una auténtica demostración de divulgación ideológica al alcance del proletario. Argelia de Hernández Cava, Luis García y Adolfo Usero, a partir de un testimonio de Omar (1981). Dcha.: Primera página de Los forrenta años de Forges (1977).
Resultaría difícil y seguramente tedioso enumerar las obras marcadas por el compromiso político. Ya hemos dicho que hasta el cómic de aventuras o el por entonces conocido como “underground” encierran una importante carga ideológica que se diversifica entre el testimonio y la provocación, entre la liberación política y la sexual, luchando contra la tiranía y contra el prejuicio moral. Hubo editoriales que sufrieron constantes problemas de secuestro y persecución. Producciones Editoriales, editora de la revista Star y promotora de las nuevas tendencias contraculturales, conoció muy sonados secuestros (en especial el de su número 13). Ediciones de la Torre se caracterizó por un activismo más decididamente político - España Una, España Grande, España Libre de Carlos Giménez (1978), Etnocidio de Luis García (1979), Octubre 34 de Rodri (1981), 17 días de julio de Justo Jimeno (1982)...-. El Jueves, presente ya por entonces en los quioscos (1977), también sufrió numerosas dificultades. Ni siquiera los fanzines se libraron. El caso del colectivo Zeta de Zaragoza alcanzó cierta notoriedad y logró una importante movilización ciudadana. Acusados de “escándalo público y escarnio a la religión católica”, sus miembros estuvieron a punto de ingresar en prisión. Se salvaron en el último momento por la intervención de Fernández Ordóñez, entonces ministro de justicia en el gobierno de UCD (1978). Última página de 17 días de julio de Justo Jimeno (1982). Dcha: Sumario del nº 3 de Zeta secuestrado y condenado por "escándalo público y escarnio a la religión católica".
Pero la demostración más evidente de hasta dónde alcanzaba el compromiso y hasta qué punto entrañaba riesgos la constituye el atentado al local de la revista El Papus que acabó con la vida de Juan Peñalver, el portero de la finca (1977). Las muestras de solidaridad aglutinaron a la profesión al completo poniendo en evidencia hasta qué punto había fraguado ese cemento –o ese cimiento- de la conciencia social en el que todavía se apoya una buena parte de la historieta actual. Publicación de solidaridad con la revista El Papus tras el atentado que costó la vida a Juan Peñalver (1978). Dcha: Colaboración de Onliyú y Martí en El Víbora especial "El golpe" (1981).
Puede que algunos de los más jóvenes autores, autobiográficos y gozosa, algunos gloriosamente individualistas lo hayan olvidado. Pero hubo un tiempo en el que la historieta, con minúsculas y sufijo diminutivo-despectivo tuvo la osadía de desafiar a la Historia con mayúsculas imperiales y, viñeta tras viñeta, acabó cambiándola.