Siempre era el muchacho el que descubría y denunciaba el peligro de las malas mujeres, tal vez porque su origen modesto le ayudaba a conocer a la gente a primera vista. A este respecto, Alcázar aparece como una persona más ingenua, se fía de las féminas por el simple hecho de que lo son y sólo desconfía cuando ya es demasiado tarde. En cuanto a aquellas más bondadosas, aparecen habitualmente como víctimas, suelen tener el pelo claro y se ofenden con facilidad. Eran hijas de millonarios raptadas por una peligrosa banda, jovencitas casaderas preocupadas por el mal camino de sus futuros esposos o familiares de sabios despistados, que avisaban al protagonista de turno de la cercanía de alguna desgracia. La mujer era un simple instrumento al que “no se le permitía tener una visión complicada de la vida, tenía la obligación de ofrecer una imagen dulce, estable y sonriente”[3]. Su hermosura no parecía interesar a Alcázar, quien ni siquiera se dignaba dirigirles la palabra y cuando lo hacía era en un tono paternalista realmente molesto, ante lo cual era nuevamente Pedrín quien no parecía tener problemas en piropearlas y en destacar ante su tutor las virtudes de algunas de ellas, sin duda fruto de complejos procesos hormonales, típicos de la adolescencia:
«Cómpreme orquídeas caballero. Mire qué lindas son”; ante tal proposición, Alcázar contesta: “¿Quién se resiste a tanta simpatía?”, y Pedrín apunta: “Déle una buena propina. Se la merece por guapa”. Una vez la florista se ha ido, el detective recrimina a su ayudante: “Pedrín, a tu edad no está bien piropear a las mujeres”. “No me riña. Usted empezó. Y como yo procuro imitarle en todo...»[4].
|
Roberto Alcázar y Pedrín nº 125, los protagonistas son maestros del piropo. |
Ese distanciamiento del héroe es pura misoginia, discriminación del sexo contrario como potencial amenaza y como posible ayuda, por considerarlo más débil y con menos recursos, y por fijarse tan sólo en su belleza física sin reparar en cualquier otro atributo. Ahora bien, eso no significa que se sienta atraído por ellas sexualmente hablando, en todo momento sigue mostrando su imagen fría y condescendiente. El hecho de que no se les conozca a los dos personajes principales ningún affaire (“el amor queda para su vida privada, que es una faceta que no les dejaron desarrollar a sus autores”[5]) no debe ser entendido como velada homosexualidad, ni tiene ahora importancia, ya que era la norma habitual en estos tebeos, pero no se puede negar que la ausencia de amoríos arrincona el protagonismo de las mujeres en las páginas de Roberto Alcázar y Pedrín, que al mismo tiempo es tremendamente similar al que sufrían en la España de los cuarenta y cincuenta. Las cualidades más apreciadas en la condición femenina eran, como recoge Carme Molinero a partir de los preceptos de la Sección Femenina de Falange, el silencio y la invisibilidad, que se corresponden al cien por cien con su lugar en las historietas de Vañó. “El modelo femenino ideal era una mujer asexuada y abnegada dispuesta a todos los sacrificios, una mujer discreta, una mujer silenciosa”[6], cuya función, como ser inferior que desconocía el don de la elocuencia y el talento creador, era servir de apoyo y de complemento al hombre. El modelo social burgués que el franquismo hereda ya asumía la desigualdad social de los sexos, prefijados los espacios correspondientes para cada género, donde el papel reservado para las esposas y madres era el de permanecer sumisas y siempre amables en la sombra, “tenían que procrear, tener hijos, cuidarlos y educarlos en los valores de la patria”[7]. En este punto, la coincidencia entre los grupos de poder, y entre ellos Falange y la Iglesia, era total, concibiendo la célula familiar, símil del Estado, como la partícula básica de la construcción nacional.
III. El Guerrero del Antifaz
| |
| El Guerrero del Antifaz nº 6, portada y varias páginas con torsos desnudos y velos sugerentes. |
| |
| |
| |
En la principal serie de Manuel Gago, iniciada en 1943, la relación entre los componentes del elenco de personajes fijos crea un microcosmos de situaciones mucho más rico que el presentado por Eduardo Vañó en su obra. Para empezar, Vañó y los guionistas que colaboraron con él descartan que sus protagonistas lleven a cabo cualquier tipo de galanteo que les pueda distraer de su verdadera misión justiciera, el romance no tiene cabida en esos tebeos. Renuncian de ese modo a un género muy apreciado y con numerosos recursos dramáticos, que arrastra a todo un sector de público, el femenino, que sí encontrará interés en las desventuras de Adolfo de Moncada –verdadera identidad del Guerrero–, tanto por la constante presencia de mujeres como por el sabio estiramiento de la relación sentimental entre el héroe y Ana María.
Las damas encuentran pronto su lugar en las historietas de Gago. Recordemos que la propia Ana María, la novia eterna que esperará, como Penélope, el regreso de su pareja todo el tiempo que haga falta, hace acto de aparición en la primera viñeta del primer cuaderno, siendo el único personaje, junto con el propio Guerrero del Antifaz que estará presente en todos y cada uno de los fascículos, bien físicamente, bien en los pensamientos del héroe y tras sus acciones. Pero además, en El asalto a la fortaleza, la sexta entrega de la saga, ya conoceremos a Zoraida, que de formar parte del harén de Alí Kan pasará a ser la principal aliada, y en ocasiones el principal lastre, de Adolfo en su ir y venir. Atraída por él desde que le conoció encadenado, con el torso desnudo, en la mazmorra de su señor, no duda en arriesgar vida y bienestar con tal de conseguir su cariño. Mujer valiente, brava, incansable, es la que mejor le comprende, y la que sabe que la vida con el Guerrero no será sencilla, y así se lo hace saber a la propia Ana María:
«Ya habréis visto que los vuestros le odian pese a su nobleza. Yo sabía que no le harían ningún favor”. “Si yo pudiera”, susurra Ana María. “Vos no podéis hacer nada por él… ni siquiera acompañarle en su destierro”. “¿Qué queréis decir?”. “Que no le amáis lo suficiente para abandonar a los vuestros y marcharos con él lejos de España”, le aclara Zoraida. “¡Oh! Eso es imposible”, se lamenta la doncella. “¿Lo veis? Renunciad a su amor pues yo probaré a ganarlo»[8].
| |
El Guerrero del Antifaz nº 129, portada. Bajo estas líneas, el nº 186, con el fin de la Mujer Pirata. | |
| |
Su constante aparición las sitúa como coprotagonistas al mismo nivel que el joven Fernando y por encima del resto de mujeres, a las que tampoco se las puede considerar extras de una sola frase. Aun siendo secundarias, la longevidad de la colección las hace crecer y ganar entidad, en ocasiones de forma independiente y en otras a la sombra de algún otro personaje, normalmente masculino. En el primer grupo destacaríamos a la Mujer Pirata (“otro personaje insólito en el tebeo español”)[9], descendiente de un corsario caído en combate contra los cristianos que se debatirá entre el enfrentamiento natural con el Guerrero y una evidente atracción hacia él, y cuya trágica muerte acontecerá cien números después de su debut[10]. En la misma línea se situaría Sarita, una dulce muchacha musulmana que se convertirá con el paso de los años (y sin que se nos diga si ha cambiado de religión) en fiel sirvienta y confidente de Ana María. Pero, como decimos, habrá otras muchas que se mantendrán en un segundo plano: Moraima, Déope, Aixa, Beatriz, etcétera.
El otro punto de interés para las lectoras femeninas del El Guerrero del Antifaz era el cortejo entre Adolfo y Ana María, hija del conde de Torres, una conexión amorosa plena de malentendidos y de deseos que no se consuman. Están sinceramente enamorados el uno de la otra, pero mientras ella lo confiesa abiertamente, él tiene más problemas para hacer lo mismo, y le insiste para que le olvide –su amor es imposible y él ha de cumplir su “misión de justicia”– y se case con el conde de los Picos. Con el tiempo, esa atracción mutua se consolidará como uno de los mayores aciertos, en suma, de la saga, cuya duración hay que entenderla a modo de hábil recurso dramático. Las interpretaciones que tachan contrariamente ese trato como muestra de una enfermiza represión sexual ignoran por completo las herramientas del novelón (“trama compleja en la que se entremezclan aventuras complicadas, melodramáticas y emocionantes, con el objeto de mantener el suspense entre una publicación y otra”)[11], dedicadas a prolongar la historia de amor lo más posible para enganchar de ese modo al lector el máximo de entregas. Al mantener en vilo al aficionado se aseguran su interés para el número siguiente. Curiosamente, las relaciones de pareja en la sociedad española de la inmediata posguerra se regían por principios sociales muy similares a los impuestos a Adolfo y a Ana María: | |
| El Guerrero del Antifaz nº 216, portada. |
discreción, respeto mutuo, matrimonio religioso y relaciones carnales una vez ya casados y con el único fin de la procreación. Pero en el caso de los protagonistas de El Guerrero del Antifaz se les gravará imponiéndoles determinados obstáculos que funcionan muy bien narrativamente. El más importante, sin duda, será el entremetimiento amoroso de terceras personas, otra clara muestra de la herencia folletinesca. En pos del amor del Guerrero correrán, por ejemplo, Zoraida, Aixa, la Mujer Pirata y Déope, favorita de Kaher Raik (todas ellas musulmanas); tras el de Ana María, el conde de los Picos, el capitán Rodolfo y Olián, entre otros. E incluso Alí Kan, el villano por antonomasia, estará a punto de desposarla en un cruel acto de revancha que no se llevará a cabo por la intervención del Guerrero y sus aliados en el último instante (la emoción se alarga entre el cuaderno 216 y el 220). Posibilidades, como vemos, tendrán ambos de traicionarse; aun así, se mantendrán fieles, castos y puros.
Existe, por lo tanto, una tensión sexual entre los diferentes personajes, una pasión no resuelta, muy efectiva en lo que respecta al desarrollo argumental, que carga de sensualidad muchas de las miradas y de los gestos. Sin embargo, mientras los personajes cristianos se resisten a ceder ante sus instintos, los seguidores de la fe islámica parecen tener menos prejuicios, y a las primeras de cambio manifiestan abiertamente sus pretensiones, sin miedo a ser rechazados. Optando, los más violentos, por forzar la situación y agredir a aquellas que no se sometan a sus deseos. También en este mismo sentido las mujeres musulmanas visten ropajes algo más atrevidos, mostrando tal vez los brazos o los tobillos, o adornando su pelo con diademas de flores, tocados o algún otro elemento decorativo, no así Ana María o Beatriz, que se cubren con largos vestidos desde el cuello hasta los pies. No obstante, era preciso que toda esa carga erótica explotara en algún momento, y así lo hará en Las nuevas aventuras del Guerrero del Antifaz, editadas ya en plena transición hacia la democracia, donde, según palabras de Pedro Porcel, “las pasiones de la primera serie se convierten en obsesión sexual”[12].
IV. Otras lecturas
| |
El Pequeño Luchador nº 57.
| |
Esa relevancia del sujeto femíneo es una de las características de los cuadernos realizados por Manuel Gago a lo largo de su carrera (bien solo o en colaboración con sus hermanos Luis y Pablo o con el guionista Pedro Quesada), básicamente porque elige el romance como uno de los motores del relato (junto con la venganza y la supervivencia). En otros títulos de Valenciana, igualmente exitosos, caso de El pequeño luchador (1945) o Purk, el hombre de piedra (1950), también es clave la presencia de las mujeres. El primer ejemplo es un tebeo de vaqueros protagonizado por el joven Fred Hood, quien, tras quedar huérfano por un ataque de los indios, se refugia en un asentamiento de hombres blancos donde conoce a Margarita Jefries. Ese sencillo punto de inicio va trastocándose poco a poco con la irrupción de nuevos personajes, principalmente de Carolina y de Flor Blanca, con lo que sumarán tres pretendientes diferentes para un solo héroe. Con el tiempo, y al no verse correspondida, Margarita se casará con otro, también Flor Blanca se desposará con Ciervo Corredor, y todo debido al interés de Fred en Carolina (algo ya de por sí innovador si tenemos en cuenta que los galanes se mantenían siempre fieles al primero de sus amores), una persona más fuerte, decidida y valiente, una heroína, en suma. Además, el caso de Carolina es ciertamente peculiar dentro del panorama historietístico de posguerra. Ella vestía normalmente ropa de hombre, actuaba como el más valiente de los jinetes, no se arredraba ante nadie y tenía iniciativa propia. Por si dichas características no fueran suficientes para destacar su figura, decidió vengar la muerte de su padre a manos de los apaches (al igual que Fred, circunstancia que los unió más todavía) disfrazándose de pistolero enmascarado, el temible Furia de Manitú, enriqueciendo una personalidad ya de por sí suficientemente compleja para los estándares habituales.
| |
| El Hombre de Piedra nº almanaque para 1952. |
Purk, por su parte, es miembro de una tribu prehistórica, los catak, y está perdidamente enamorado de Lila, hija de Urulu, jefe de uno de los clanes rivales. Por desgracia, éste va a entregar a su hija a Tugor, el más fuerte de entre los suyos, que ha vencido en combate a los otros pretendientes. Lila, como no podía ser de otra manera, también desea a Purk, y no es la única, pues tras él están, sólo en los primeros episodios, Dahe y la reina Suri, matriarca de otra de las familias de la región. A esa avalancha de sentimientos hay que añadir la situación de Tula, hermana de Purk, joven y hermosa, que es a su vez objeto de deseo de Mamok, líder de un cuarto linaje. Todo ese torrente pasional –mucho más intrincado a medida que avanza la historia– se desarrolla en medio de selvas frondosas y paisajes inhóspitos, repletos de criaturas antediluvianas, de temibles fieras salvajes (un escenario que Gago retomará en una posterior serie para Maga, la editorial fundada junto con sus hermanos: Castor, aparecida en 1962). Se repiten, pues, las premisas romántico eróticas de El Guerrero de Antifaz, con similar carga dramática, pero ahora con mujeres más ligeras de ropa, como es obvio. Esa peculiaridad (con la que se cebó la censura del momento) permitirá jugar algo con las siluetas, con las formas, y poco más, pues aunque los machos más brutos estarán dispuestos a raptar a sus amadas por cualquier medio, siempre hablan de desposarse, de formalizar la relación.
Bien diferente es el equilibrio entre los sexos en las revistas humorísticas del sello Valenciana. Tanto en la primigenia Jaimito (1945) como en la posterior Pumby (1955), destinadas principalmente al público infantil masculino, es muy complicado rastrear signos de feminidad, y más todavía de erotismo latente. En la primera cabecera no existe ni una sola serie protagonizada por mujeres, entre otras cosas, porque, a diferencia de las publicaciones de Bruguera, su contenido se dividía casi al cincuenta por ciento entre los personajes fijos (los de mayor peso eran precisamente Jaimito y su grupo de amigos; Bartolo, el as de los vagos; El Conde Pepe, y el niño millonario Robertín) y las páginas de variedades (chistes, textos, etcétera). Las únicas mujeres que aparecen con cierta regularidad son Rosquilleta, miembro de la pandilla de Jaimito, y Doña Tere (en Doña Tere, Don Panchito y su hijo Teresito), creación del historietista madrileño Serafín, posterior colaborador de La Codorniz. A Rosquilleta pocas cosas la diferencian de sus compañeros de juegos; sí, es una chica, pero hace más o menos las mismas cosas que ellos. En alguna que otra viñeta se repara en ese detalle (como en “Todos en Méjico”, cuando ella, al bajar del barco, pregunta sonriente: “¿No ha venido Jorge Negrete a esperarme?”, a lo que Tejeringo responde: “¡Cómo se ve que eres mujer!”[13]), pero en la mayoría de episodios su actitud es la misma que la de los niños, su personalidad se evapora dentro del conjunto.
| |
Doña Tere, don Panchito y su hijo Teresito, de Serafín. | |
Doña Tere, al igual que Doña Benita, la esposa de Don Pío, el personaje de Peñarroya, es una dama de clase media muy preocupada por las apariencias, casada con un marido mediocre y despistado. Pese a lo que pudiera aparentar, estas historietas no son en absoluto corrosivas, sino que siguen la línea de humor blanco común en toda la revista. Además, el peso real lo lleva normalmente Don Panchito, empeñado en llevar la contraria a su esposa y en enderezar al pequeño Teresito, más interesado en darle al balón que en estudiar. De hecho, podemos afirmar que Doña Tere formaba parte del grueso de mujeres presentes en Jaimito: amas de casa, suegras, sirvientas y porteras. La mayoría orondas, entradas en años, de busto generoso y mal genio, cuando no mandonas, entrometidas y desagradables. En este sentido, el aroma general era más bien machista, presentando el matrimonio como una institución perjudicial para el hombre, que veía limitada su libertad natural. Sin embargo, ellos seguían empeñados en hallar a su media naranja. Así, los únicos rastros de sensualidad los podemos encontrar en las jovencitas casaderas que poblaban algunas planchas sueltas del propio Serafín (“Cirilo Fú se enamora”), de Ayné (“Los amores de D. Paco”), de Karpa (“La nochecita de San Juan”), de Palop (“El atraco”) o de Cartus (“Celos”). En ellas, hombres más bien pusilánimes y enamoradizos eran capaces de cualquier cosa con tal de encontrar pareja (desde viajar a la Luna para conocer a una selenita hasta ligar en un funeral, pasando por esperas interminables o atracos a mano armada), mientras que las muchachas, esbeltas, de proporciones perfectas y cintura de avispa, permanecían en silencio, atónitas ante los desaguisados que aquéllos acababan provocando. No cabe duda que en esos casos eran ellas las que tenían la sartén por el mango, eran ellas las que poseían lo que ellos pretendían, que no era precisamente pasar por el altar o formar una gran familia. Sus reacciones al verlas no dan a entender eso; esos saltos sobre sí mismos, esas bocazas bien abiertas, los ojos como platos, los corazoncitos rondando sobre sus cabezas, las exclamaciones (“¡Mi mare! ¡Vaya presiosiá! ¡Justito lo que necesito!”[14]); parecen hablar más bien de pura atracción física.
| | |
Viñeta de Karpa, de Jaimito nº 46. | Viñeta de Ayné, de Jaimito nº 74. | Mujer de Serafín, Jaimito nº 102. |
| |
| Álbum de Caperucita Encarnada. |
Más adelante, en el número 260 de Jaimito, haría acto de aparición, de la mano de José Sanchis, un nuevo personaje, el gato Pumby, quien unos pocos meses después, en abril de 1955, daría nombre a una revista. En ella, además de material de procedencia extranjera, colaborarían algunas de las firmas de la casa (Karpa, Nin, Frejo, Liceras o Palop), aunque con el tiempo el peso lo llevaría Sanchis con las fantásticas aventuras de Pumby, que podían continuar de un número a otro. El gato alegre, como se le conocía, residente en Villa Rabitos, viajaba a mundos reales e imaginarios, algunos realmente surrealistas, conociendo a criaturas de todo pelaje y condición. Sus compañeros de andanzas eran el profesor Chivete y Blanquita, que en ocasiones llegó a alcanzar cierta relevancia. El grueso de Pumby lo conformaban los animales antropomórficos, muy influidos por las películas y los cómics Disney, y por los cuentos clásicos con moraleja. En ese contexto debemos destacar a Caperucita Encarnada, una serie que aparecía en la contraportada, a todo color, dibujada y escrita por Edgar. Las andanzas de esta Caperucita moderna seguían siempre las mismas pautas: un paseo por el campo o un día de fiesta estaban a punto de irse al traste por culpa del villano de turno, en este caso un particular lobo feroz; sin embargo, la astucia de la pequeña acababa escarmentando al tramposo y dejándolo todo arreglado para la semana siguiente.
V. La revista Mariló
Ya hemos indicado más de una vez que todos esos títulos reseñados buscaban principalmente un público masculino, con la única variación posible de la edad (las revistas para los más pequeños, los cuadernos para los adolescentes). La estrategia empezó a variar con los excelentes resultados de Florita (1949), una publicación quincenal de Ediciones Clíper, que rompía en cierta medida con los tebeos para niñas conocidos hasta el momento. Florita buscará reflejar parte del mundo que la rodea, y por ende de sus lectoras; no con afán testimonial o de denuncia, sino intentando dar forma a las ilusiones y esperanzas de las jóvenes. Con la vista puesta en ese objetivo debutaría en 1950 Mariló, el ensayo de Valenciana por subirse a ese carro de las historietas femeninas modernas. La primera etapa, que abarcaría, según Pedro Porcel, hasta el número 150 aproximadamente, estaba dirigida a una audiencia de entre diez y trece años[15]. Abundaban las páginas cómicas de los dibujantes habituales de Jaimito, que trasladaban su humor neutro con la única variación de cambiar el sexo del protagonista. Combinadas a su vez con relatos algo más extensos de grafismo realista (de José Grau, Emilio Frejo o José Luis Macías), algunos de corte folletinesco, muy melodramáticos, y otros en una línea despreocupada, de comedia ligera.
| |
Mariló nº 52. El traje de baño de Mariló cubre más que un vestido de calle. Bajo estas líneas, portada de Mariló nº 149. | |
| |
Estos últimos bebían mucho de la estética y la temática del cine norteamericano de la época, presentando situaciones muy alejadas de la cotidianidad de las lectoras: alto nivel de vida, consumismo, fiestas, y una confianza con los chicos de su edad totalmente irreal. Hemos de recordar que todavía en 1950 el 18,3% de las mujeres españolas eran analfabetas, y dos años más tarde tan sólo el 12% de la población femenina tenía un trabajo remunerado[16]. La mujer seguía manteniendo una posición de segunda clase dentro de la sociedad, y las posibles transformaciones se desarrollaban muy lentamente. Las protagonistas de esas historietas (Marujita, Katy o Rudy Pecas) eran muchachas desenfadadas, que no tenían cortapisas sociales y que cambiaban de modelito de un capítulo a otro, con una vida social muy rica, llena de citas y de guateques, pero siempre manteniendo la decencia y el respeto. Atractivas, delgadas, de bonita figura, no les faltaban pretendientes, también ellos muy correctos y formales. No había insinuaciones, ni dobles sentidos, ni demostraciones parciales, ni siquiera manifestaciones de cariño. Todo muy higiénico, muy aséptico.
El mismo tono se mantendrá en la segunda etapa de Mariló, cuando se transforme, según su propio subtítulo, en “revista juvenil femenina”. Se arrinconará a los humoristas, las historietas de portada desaparecerán para dar entrada a las ilustraciones de Macías, y las contracubiertas se llenarán de estrellas de cine. El interior lo irán tomando poco a poco las secciones de texto como promoción de largometrajes de estreno, así como entrevistas a famosos, y también un mayor número de narraciones serias (de Pilar Mir o de J. Guinnot), de final feliz, que acercaron esta publicación a series de la competencia como Azucena o Ardillita, precisamente la tendencia con la que había roto en el momento de su aparición. Ese giro se confirmará hacia 1960 cuando deje de ser una publicación variada, de contenidos diversos, para pasar a ser un cuaderno romántico más.
VI. Conclusiones
Si, de acuerdo con las palabras de Carlos Sampayo, entendemos el erotismo más como un estado de ánimo que como un género[17], no cabe duda que lo podremos encontrar, de una u otra forma, en los rincones más insospechados, incluidos los tebeos de la España nacionalcatólica. En cambio, si trabajamos con una definición cerrada, que hable de exhibición, de provocación, de sexo, estaremos de acuerdo que durante cuatro décadas nuestro país fue, en este sentido, un erial, un mundo aparte. Afortunadamente, en el equilibrio reside la virtud, y las viñetas para niños de Valenciana abarcaron desde el desinterés total hacia el mundo femenino, al considerarlo ajeno a los mecanismos de la aventura (Roberto Alcázar y Pedrín), hasta su inclusión como útil herramienta dramática (El Guerrero del Antifaz, El pequeño luchador o Purk, el hombre de piedra). Desde el uso estereotipado del icono femenil (Jaimito) hasta la parcial renovación de las estampas infantiles más clásicas (Caperucita Encarnada). Y todo en función de la habilidad de los autores encargados y de los objetivos narrativos marcados.
| |
| Deliciosa historieta de Rudy 'Pecas', de J. Grau, publicada en Mariló nº 191. |
Valenciana fue, sin duda, una de las principales editoriales de tebeos en España a lo largo de más de treinta años. Produjo y distribuyó algunas de las colecciones más populares de nuestra historia, que marcaron sentimentalmente a varias generaciones de lectores. Pese a sus indudables logros artísticos e industriales, alcanzados en gran medida gracias a una valiosa nómina de colaboradores, explotó hasta la saciedad unos modelos que funcionaron durante mucho tiempo, pero a los que no supo encontrar relevo. La gran mayoría de sus tebeos fueron productos que sólo se explican en el contexto de la posguerra: por su presentación, su formato, su temática, tuvieron su momento, ajenos en gran medida a la evolución del cómic en otras latitudes. Paradójicamente, fueron los humoristas y los dibujantes realistas de tebeos para niñas los que dotaron a las revistas del sello de determinados síntomas de modernidad, mientras que los historietistas encargados de aquellos títulos más conocidos, aunque evolucionaron estilísticamente (Vañó o Gago), siguieron atrapados por una estética obsoleta. Aun así, es justo reconocer que esa modernización no fue real ni profunda, sino mera apariencia, a rebufo del cine y, posteriormente, de la televisión.
No hay que olvidar en ningún momento cuáles eran las condiciones de vida de las mujeres españolas desde 1939 hasta los años sesenta del siglo pasado, la enorme presión ejercida por las autoridades (civiles, militares y eclesiásticas) hacia la prensa o hacia cualquier tipo de expresión artística, las características del sistema educativo instaurado tras la contienda (separación por sexos, educación religiosa), y otros muchos condicionantes que han de ser tenidos en cuenta a la hora de abordar un análisis como el aquí expuesto. Las españolas fueron durante demasiado tiempo ciudadanas de segunda dentro del ya de por sí discriminatorio sistema social, y eso tuvo su inevitable impacto en nuestros tebeos.
NOTAS
[2] Núm. 3,
El misterio del Expreso Azul.
[3] Martín Gaite, Carmen:
Usos amorosos de la posguerra española. Barcelona, Anagrama, 1987, pág. 40.
[4] Núm. 200,
Los hermanos de las sombras. [5] Tadeo Juan, Francisco: “Roberto Alcázar y Pedrín”, en
Krazy cómics 8. Barcelona, Complot, 1990, págs. 24-25.
[6] Molinero, Carme: “Silencio e invisibilidad: La mujer durante el primer franquismo”, en
Revista de Occidente 223. Madrid, Fundación Ortega y Gasset, 1999, págs 63-82.
[8] Núm. 129,
Buscando al fugitivo.
[9] Tadeo Juan, Francisco:
Análisis de una obra maldita: El Guerrero sin antifaz. Valencia, Ediciones FTJ, 2002, pág. 24.
[10] Núm. 186,
Trágica muerte.
[11] González de Gambier, Emma:
Diccionario de terminología literaria. Madrid, Síntesis, 2002, pág. 281.
[12] Pons, Álvaro; Porcel, Pedro, y Sorní, Vicente:
Viñetas a la luna de Valencia: la historia del tebeo valenciano: 1965-2006. Onil, Edicions de Ponent, 2007, pág. 63.
[13] Núm. 46.
[14] El extracto proviene de una historieta de Karpa reproducida en la portada del número 67 de
Jaimito.
[15] Porcel, Pedro:
Clásicos en Jauja: La historia del tebeo valenciano. Onil, Edicions de Ponent, 2002, pág. 327.
[16] Roig Castellanos, Mercedes:
La mujer en la historia: Francia, Italia, España, s. XVIII-XX: A través de la prensa. Madrid, Instituto de la Mujer, 1986, págs. 378-380.
[17] Sampayo, Carlos: “Un estado de ánimo”, en Coma, Javier (dir.):
Comics: Clásicos y modernos. Madrid, El País, 1988, pág. 307.