LAS MÁSCARAS DE TINTÍN
ANTONIO ALTARRIBA

Resumen / Abstract:
Análisis de las aventuras de Tintín desde la perspectiva de las máscaras, disfraces y atuendos utilizados por los distintos personajes de la obra cumbre de Hérgé. / Analysis of the Adventures of Tintin from the perspective of the masks, costumes and outfits used by the various characters of Herge's masterpiece.
Palabras clave / Keywords:
Historieta franco-belga/ French-Belgian Comics
Notas:
Ensayo publicado previamente en "El loto rosa", libro publicado por De Ponent en 2007 como homenaje al centenario de Hergé, que sufrió una implacable persecución legal por parte de Moulinsart, la sociedad gestora de los derechos del autor, que finalmente obligó al editor a renunciar a las futuras reediciones del libro. El texto se acompaña con algunas de las ilustraciones de Ricard Castells y Javier Hernández Landazábal que se incluyeron en dicha obra.

LAS MÁSCARAS DE TINTÍN

  

 

El atuendo del héroe

 

La máscara desempeña un papel primordial en la historieta. Para muchos personajes constituye un rasgo esencial, definitorio tanto física como psicológicamente. En algunas ocasiones funciona como indicio de una clandestinidad provisional, en cuyo caso el personaje se la quita y se la pone en función de las circunstancias, en otras se presenta como rasgo definitivo, formando parte de su fisonomía, incluso totalmente integrada en su anatomía. Adherida al rostro o extendiéndose cual vistoso uniforme por todo el cuerpo, sirve de proclama visual de sus poderes o de realce erótico de su musculatura. La máscara puede obedecer a un diseño sencillo, sobrio antifaz que se limita a sombrear el contorno de los ojos, o, por el contrario, exhibir las formas y colores más delirantes. En todo caso, su peso gráfico es tal que se convierte en signo distintivo, provocando un efecto paradójico pues, lejos de contribuir a la ocultación, permite la identificación. Spirit, Batman, Felina, el Guerrero del Antifaz, el Fantasma y muchos otros nos plantan cara –o máscara–, misteriosos y al mismo tiempo reconocibles. A menudo ignoramos su identidad y los secretos que la rodean, pero sabemos que se trata de nuestro héroe porque porta su máscara, espléndida o sombría, aterrorizadora o atractiva, pero siempre característica. Nada más personal que la negación de la personalidad.

 

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Cuadro de Javier Hernández Landazábal titulado "La comunión del Grumete Haddock" (1995).  

Pero la máscara no es sólo esa parte del uniforme del héroe que lo esconde identificándolo o, mejor, lo identifica escondiéndolo. Tampoco estamos ante un mero adorno gráfico destinado a demostrar la creatividad del dibujante. La máscara incide en la intriga y condiciona su desarrollo. El hecho de que un personaje se sirva, circunstancial o permanentemente, de una máscara implica una dinámica de desdoblamientos de gran potencial narrativo. ¿Cómo se las arregla el protagonista para diferenciar sus personalidades? ¿Cómo se explica su tendencia al travestismo? ¿Qué trauma del pasado o qué proyecto de futuro justifica su pertinaz anonimato? ¿Logrará mantener a los seres queridos al margen de su secreto...? Fuente inagotable de confusiones, suplantaciones, situaciones humorísticas o desarrollos trágicos, base para explicaciones psicológicas con tintes esquizoides, prueba de exhibicionismo más o menos enfermizo o drama de la imposible coincidencia, la máscara ofrece numerosas y muy ricas posibilidades narrativas.

 

Habrá que recordar además que la máscara, el disfraz, el camuflaje y las falsas apariencias en general poseen una especial relevancia en el terreno de la confrontación maniquea en la que transcurren buena parte de las historietas. Los malos se ven obligados a simular constantemente para encubrir la naturaleza ilegal de sus actividades. El traficante deberá ocultar su mercancía bajo un inocuo envoltorio, el ladrón tendrá que encontrar el más inverosímil escondite para su botín, el asesino hará desaparecer a la víctima sin levantar sospechas, todos necesitan pasar desapercibidos ante la vigilante mirada de las fuerzas del bien... Y para llevar a cabo esta ocultación masiva de actividades e identidades habrá que poner a punto toda suerte de espacios trucados donde disimuladas trampillas, pasadizos secretos y húmedos subterráneos quedarán camuflados bajo un paisaje en principio impecable. Es el reino de la máscara en todo su esplendor. Allí las cosas no son lo que parecen porque han sido convenientemente maquilladas. Y el héroe, en medio de ese mundo tramposo, debe mantenerse avizor pero también subrepticio. A fin de cuentas –no lo olvidemos– su objetivo es desenmascarar al criminal.

 

Podría pensarse que la máscara y sus múltiples avatares no aportan una perspectiva especialmente rentable para analizar las aventuras de Tintín. Al fin y al cabo se trata de una obra en la que la nitidez del trazo, la definición de los contornos, la claridad de la línea y, en definitiva, la transparencia parecen imponerse como rasgos dominantes. Tintín, de hecho, ha sido definido como el personaje-signo cuya fisonomía, sencilla hasta rozar la inexpresividad, permite un reconocimiento fácil. Ese rostro, formado por un círculo que se abre en un característico tupé, resulta identificable a primera vista y podría pensarse que es inasequible al disfraz. Nada más falso[1] .

 

El apego de Tintín por su atuendo también parece en principio incuestionable. Como buena parte de los personajes de historieta, se presenta fijado en una vestimenta que se convierte por su durabilidad en una especie de uniforme, casi una segunda piel. Los bombachos son la prenda que de manera más decidida le define. El jersey azul aparece relativamente tarde, al final de El secreto del unicornio, y nunca alcanzará la popularidad y la función caracterizadora de los pantalones. Sabemos la enorme repercusión que tuvo la sustitución de los bombachos por los vaqueros en Tintín y los pícaros. Producto de una época en la que simbolizaban el espíritu deportivo y aventurero, han permanecido ajustados a la cintura de nuestro personaje de manera anacrónica hasta convertirse, ellos también, en signo. Los bombachos son Tintín, como lo es su rostro redondo o su hopo.

 

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Versión de Ricard Castells de una viñeta de La estrella misteriosa.

Pero no debe interpretarse su persistencia en el vestuario como un rechazo a otra ropa o a la ropa de los otros. Al contrario. De hecho, basta leer cualquiera de sus aventuras para comprobar que, a la primera de cambio, Tintín se cambia. En cuanto llega a un nuevo país, adopta su traje típico. Es algo así como un reflejo mimético que muestra no sólo su voluntad de integración, sino también la necesidad de ser eficaz sobre el terreno. Tintín no es un turista cualquiera, sino un aventurero con una misión concreta que le obliga a adoptar los hábitos, incluidos los indumentarios, de sus anfitriones. La primera de sus aventuras, Tintín en el país de los sóviets, resulta ya muy significativa al respecto. En cuanto sale de Bruselas, y por culpa de una serie de incidentes, su espantoso traje a cuadros empieza a romperse, no le queda más remedio que ir procurándose la vestimenta según las circunstancias y las costumbres del entorno. Así lo veremos vestido de soldado alemán en Berlín y más adelante de representante de los sóviets, de soldado ruso, de cosaco, de piloto de aviones e incluso de bloque de hielo... Hasta trece avatares de la máscara van a afectar la figura de Tintín en un álbum en el que los distintos trajes típicos constituirán algo así como su atavío oficial. La mejor prueba de la importancia de esta sumisión al guardarropa del país visitado la proporciona una anécdota que se sitúa hacia el final de la aventura. Cuando se encuentra en Berlín a punto de emprender el viaje de regreso a Bruselas, Tintín se da cuenta de que ya no lleva el traje típico ruso. Entonces baja precipitadamente del coche y compra uno. Su retorno debe revestir visos convenientes o, mejor dicho, verosímiles. ¿Quién iba a creer sus extraordinarias aventuras en el país de los sóviets si las narrara compuesto como un occidental cualquiera?

 

Y en las aventuras siguientes las cosas suceden de forma similar. Veremos, por ejemplo, a Tintín vestido de cazador –con casco colonial y pantalones cortos– en el Congo, de cowboy durante su estancia en América, con traje de chino en El loto azul, con el tocado árabe de los hombres del desierto en Los cigarros del faraón, con la falda y la gorra escocesas en La isla negra y, puesto que la revolución y los golpes de Estado se presentan casi como actividades folclóricas del país, de oficial del ejército de San Teodoros en La oreja rota. Pero, evidentemente, todos esos atuendos no son sino adopciones de trámite, y en cuanto la aventura llega a su fin, Tintín recupera sus bombachos. Se diría que para que el vaivén indumentario alcance todo su efecto debe partir de una vestimenta muy definida. De esa manera el contraste se hace más marcado y el hecho de cambiarse deviene acontecimiento.

 

 

 

Avanzo enmascarado

 

Esta tendencia tintinesca al travestismo no implica, en sentido estricto, la adopción de la máscara. Ciertamente recubre el cuerpo con toda suerte de hábitos permitiendo una diversidad escenográfica siempre gratificante en un medio visual como la historieta. Además, consigue que el héroe se funda con el paisaje y, sobre todo, con el paisanaje. En este sentido podría hablarse de una operación más de camuflaje que de enmascaramiento. Se trata de acepciones a todas luces vecinas, pero el hecho de enmascararse responde a motivaciones distintas, en cierta medida más aviesas, de las que llevan a adoptar el traje típico de un país. El camuflaje surge de una pulsión camaleónica que busca la integración y la operatividad en la zona. El enmascaramiento, por el contrario, obedece a una estrategia de ataque o de defensa. La máscara se concibe en función de una situación generalmente arriesgada, se prepara con los elementos precarios o sofisticados de los que el personaje dispone en el momento y persigue un fin muy concreto. Hay intención de engañar, de ofrecer lo uno por lo otro. A diferencia del camuflaje, que surge de un espíritu colaborador, la máscara surge de un espíritu engañador.

 

Tintín se revestirá de máscaras con notable maestría. Nunca lo vemos en el trance de maquillarse o de confeccionar las piezas de su máscara. El lector sólo es testigo de los sorprendentes resultados, participando así, durante unas cuantas viñetas, de la misma incertidumbre que las víctimas del artificio. ¿Es él o no es él? A veces llegamos a preguntarnos cómo se las ha arreglado en tan poco tiempo –en general, las mutaciones de Tintín son muy rápidas– para procurarse las gafas, la peluca o el uniforme que le sientan como un guante y han producido el milagro de la perfecta transformación. De momento no tenemos acceso a los secretos de su arte. Sólo después nos será revelado el sencillo pero ingenioso bricolaje. Una vez que la máscara ha producido los efectos deseados, se nos muestra el montaje –o más bien el desmontaje– en todos sus detalles. Contemplamos entonces el secreto de esa falsa barriga, de esa barba o de ese peinado, prueba, más que del travestismo de Tintín, de la maestría de Hergé. Porque no podemos olvidar que someter una figura al proceso de enmascaramiento supone cierta dosis de virtuosismo gráfico. Hay que encastrar sobre un patrón de base, sobre una silueta siempre idéntica, las piezas de un disfraz al mismo tiempo inesperado y verosímil. Se trata, en definitiva, de declinar el personaje en la amplia escala de sus posibilidades formales.

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Cuadro de Javier Hernández Landazábal titulado "Europa, voyeur de Oriente" (1991).

La cara y el cuerpo de Tintín cumplen un papel esencial en la eficacia de sus máscaras. La neutralidad fisonómica a la que ya hemos aludido, la ambigüedad de su anatomía adolescente, permiten una fácil adaptación a un catálogo casi infinito de personajes. Lo veremos así adoptar el aspecto de un hombre gordo o de uno flaco, de un viejo o de un chaval, de un militar disciplinado o de un loco, de un gánster sin escrúpulos o de una encantadora damisela... En la medida en la que su aspecto resulta anodino, sin rasgos ni marcas específicas, puede convertirse en todo el mundo. Y nada mejor que un buen disfraz para evadirse de prisión, despistar al perseguidor, acceder a un recinto fuertemente vigilado, pasar desapercibido entre el enemigo, abandonar una ciudad sitiada, transmitir una falsa información al bando rival, escuchar sin levantar sospechas... La frecuencia y la relevancia de este recurso muestran que se trata de una situación dramática esencial en la serie. La máscara es la gran baza de Tintín, clave fundamental de su éxito. Casi podría decirse que a cada peligro corresponde la máscara que permite superarlo.

 

Resultaría complejo y sin duda aburrido enumerar los diferentes usos de la máscara en la serie. Hemos contabilizado un total de cincuenta y dos Tintines travestidos en los veintitrés álbumes que componen la serie. Algunos tienen una función resolutiva o, al menos, hacen avanzar la intriga, otros juegan un papel más secundario. En todo caso, su peso resulta decisivo en el conjunto de la obra, sobre todo si se tiene en cuenta su desarrollo en varias viñetas y las intrigas derivadas. La utilización de la máscara funciona, pues, como elemento recurrente que, al final, no engaña al lector. Conocemos la debilidad de nuestro personaje por el disfraz y recorremos las viñetas al acecho de ese Tintín que puede andar oculto bajo las vestiduras más insospechadas. Y Hergé es consciente de ello. De hecho, juega a menudo con nosotros decepcionando nuestras expectativas. En distintos episodios dibuja lo que podríamos denominar ‘falsas máscaras’. Es el caso del hombrecillo barbudo que se introduce en el fumadero de opio de El loto azul. Por su aspecto estamos convencidos de que es uno de los múltiples embozos de Tintín; sus enemigos también lo creen así e intentan desenmascararlo, descubriendo con estupor que se trata de un verdadero fumador de opio. Pero la más notoria de las ‘falsas máscaras’ se encuentra en La oreja rota. A bordo del Ciudad de Lyon, Alonso Pérez y Ramón, los malhechores que buscan el fetiche arumbaya, creen adivinar la presencia de Tintín tras la estrafalaria silueta de varios pasajeros. Compartimos sus sospechas y estamos convencidos de que se esconde bajo el aspecto de un orondo turista con perilla o de un anciano cheposo. Para sorpresa de los delincuentes y también nuestra, descubrimos que no es ninguno de ellos, sino el criado negro que servía las bebidas. Hay que confesar en nuestro descargo que es uno de los disfraces más logrados de Tintín.

Pero Tintín no es el único personaje con inclinaciones por el travestismo. A Hernández y Fernández también les encanta. Al igual que Tintín, parecen haber entendido que, para visitar un país, sobre todo cuando se lleva a cabo una misión secreta, más vale pasar desapercibido y adoptar la indumentaria autóctona. Pero ahí donde Tintín triunfa, ellos fracasan. Víctimas del estereotipo, sus ropajes, lejos de procurarles el deseado anonimato, les ponen en evidencia. Siempre desfasados con respecto a las modas dominantes, son precisamente sus camuflajes los que los hacen identificables. Utilizan trajes extraídos de un imaginario anacrónico que les colocan en situaciones ridículas de las que nunca son conscientes. Porque ninguno de estos fracasos cuestiona su inquebrantable confianza en sus habilidades transformistas. Así que caen en el mismo error una y otra vez. Recordemos la muy citada viñeta de El loto azul donde les vemos seguidos por una multitud de chinos que se burlan de su disfraz. Y también podemos contemplarlos en chilaba en El cangrejo de las pinzas de oro, ataviados cual marineros de agua dulce –según la terminología haddockiana– en El tesoro de Rackham el Rojo y en Tintín en el país del oro negro. Los descubrimos con traje típico griego en Objetivo: la Luna y vestidos de suizos en El asunto Tornasol... Siempre con idénticos y divertidos resultados. Sólo en Los cigarros del faraón las relaciones de Hernández y Fernández con los disfraces parecen más satisfactorias o, al menos, resultan más eficaces. Vestidos de mujeres árabes consiguen liberar a Tintín. Pero no olvidemos que es el álbum de su primera aparición y los personajes aún no se hallan asentados en su humorístico papel.

La entidad gemelar que les afecta desde el bombín hasta el bastón, el indistinguible parecido que marca el ritmo de sus movimientos y de su lenguaje, parece exigir la irrupción del rasgo distintivo, la ruptura por uno u otro medio de esa identidad desdoblada. Quizá por ello parezcan destinados a una mutación constante y siempre accidentada. Es como si, para compensar la repetición gráfica que los constituye, el dibujante sometiera sus anatomías a constantes alteraciones, iguales entre sí pero ajenos al entorno, totalmente extemporáneos. Así, Hernández y Fernández son carne de chichones, desgarros, escayolas, moratones, ennegrecimientos y toda suerte de transformaciones que no son sino desarrollos catastróficos –alteraciones accidentales o metamorfosis precarias– de una simetría esencial. Encontramos la prueba fundamental de esta condena a mutación perpetua en Tintín en el país del oro negro, un álbum donde, después de la ingestión de las píldoras utilizadas para el sabotaje del petróleo, les crece el pelo de manera incontrolada, fenómeno que se repite en Aterrizaje en la Luna. Como peleles arrastrados por el delirio gráfico, la pareja de detectives, siempre idénticos, cambian de aspecto en cada viñeta. Sus siluetas son la sede de una inestable duplicidad.

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Versión de una viñeta de la página 59 de El tesoro de Rackham el Rojo, por Ricard Castells.

El resto de los personajes parece menos sensible al arte de la máscara. Ciertamente, el capitán Haddock, en la medida en que acompaña a Tintín, deberá compartir disfraces con él. Así, le veremos disfrazado de mujer árabe para salir de la ciudad de Wadesdah en Stock de coque o como extraño enviado del coronel Sponz en El asunto Tornasol. Por lo demás, no parece demasiado proclive al disfraz. Una vez que se convierte en propietario de Moulinsart, adopta la vestimenta aristocrática del castellano, monóculo incluido, en Las siete bolas de cristal. También exhibe un guardarropa distinguido en El asunto Tornasol o en Las joyas de la Castafiore... Y eso es prácticamente todo. Las demás máscaras son fruto del azar y le caen literalmente del cielo, como la cabeza de vaca que le hace montar un escándalo en Las siete bolas de cristal. O las que adopta con la clara intención de provocar la risa –soldado de la guardia real británica o fantasma– y hacer reaccionar a un Tornasol que ha caído en el mutismo en Objetivo: la Luna.

El profesor Tornasol es, sin duda, el personaje más estable en lo que a indumentaria se refiere. Fiel a su uniforme de científico, sólo cambia de ropa cuando sus funciones lo exigen. Por ello lo vemos a veces en mono de trabajo, sobre todo en ese episodio del que es protagonista indiscutible, Objetivo: la Luna ¿Y qué decir de Bianca Castafiore sino que ya posee como prima donna un disfraz oficial? En escena, uno de los espacios donde aparece más a menudo, es la Margarita –otra casta flor– del Fausto de Gounod, la única ópera que le vemos interpretar con irritante insistencia, y como tal va vestida en numerosas viñetas.

Y no podemos olvidar a Milú. Su naturaleza animal lo sitúa en una posición diferente al resto de los personajes. La adopción de cualquier tipo de indumentaria refuerza su antropomorfización y provoca, sólo por este medio, un efecto risible. Así sucede en Objetivo: la Luna, donde se pasea primero en mono antirradiactivo y posteriormente con un traje de astronauta. O en Las siete bolas de cristal, donde le cae encima un yelmo que lo transforma en una especie de monstruo grotesco con cuerpo de perro y cabeza de guerrero medieval. Comparte con su amo la sábana que les hace aparecer como fantasmas a los ojos de sus enemigos en Tintín en el país de los sóviets. Se cubre con la piel de la serpiente que acaba de tragárselo en Tintín en el Congo. Podría, por lo tanto, afirmarse que para Milú la máscara o bien viene impuesta por los humanos o bien es fruto del azar. En una sola ocasión toma la iniciativa y, siguiendo su propio plan, se disfraza de tigre para liberar a Tintín de la prisión. Pero este episodio aparece en el primer álbum, Tintín en el país de los sóviets, donde Milú adopta comportamientos tan excesivamente humanos que Hergé se verá obligado a matizarlos en los álbumes posteriores.

 
La máscara de los enemigos

Tintín y los suyos no son los únicos en utilizar máscaras. Sus enemigos recurren al mismo procedimiento. Naturalmente, con menor éxito que nuestro héroe. Los malos, como todo el mundo sabe, tienen muchas cosas que ocultar. La primera de ellas, la identidad. Por eso se presentan a menudo con el rostro cubierto. Los gánsteres de Tintín en América aparecen embozados con pañuelos negros; los conspiradores de Los cigarros del faraón, cubiertos por una inquietante capucha; los conjurados de La oreja rota llevan antifaz y sombrero mejicano; el intruso sorprendido en el laboratorio del profesor Tornasol en El asunto Tornasol también porta antifaz... Y no sólo camuflan su identidad, sino que a veces se disfrazan. Así descubrimos a un agente soviético bajo el aspecto de un mendigo en Tintín en el país de los sóviets o a un traficante bajo la sotana de un misionero en Tintín en el Congo... Suelen adoptar un aspecto tranquilizador para ganar la confianza de Tintín y sorprenderle, pero también pueden presentar un rostro feroz, como el mago de Tintín en el Congo, encubierto bajo una terrible máscara de leopardo. En todo caso, para esconderse de Tintín, para engañarle o para atacarle más fácilmente, la máscara constituye una de las más eficaces estrategias.

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Cuadro de Javier Hernández Landazábal titulado "Historia póstuma de una nécora" (1991).

Las actividades de estos malvados exigen la puesta en práctica de sofisticadas técnicas de camuflaje. Por ello, el decorado de las aventuras de Tintín parece trucado con tanta frecuencia. Los contenedores de galletas, caramelos o paraguas dan cobertura al comercio de armas en Los cigarros del faraón. El embalaje de un servicio de mesa sirve para disimular el cuerpo de Tintín que acaba de ser secuestrado ante las mismísimas narices del capitán Haddock en El secreto del unicornio. Y, tras la lectura de El cangrejo de las pinzas de oro, nadie ignora que una lata de cangrejo nunca contiene sabrosa carne de crustáceo, sino opio. La capacidad manipuladora de los oponentes de Tintín no tiene límites. Subvierten las relaciones entre continente y contenido para garantizar el tráfico de productos ilegales, pero también para otros fines inconfesables. Una cámara fotográfica puede ocultar una pistola (El loto azul) o un dispositivo capaz de catapultar el cetro de Ottokar a través de una ventana. Aunque los objetos escondidos no siempre dan sorpresas desagradables. No olvidemos que un globo terráqueo esculpido en piedra contiene el tesoro de Rackham el Rojo... Y, si nos referimos a las múltiples máscaras que siembran de dudas el camino de nuestro aventurero, no podemos pasar por alto los pasadizos secretos. Las entradas de esos subterráneos –refugios de delincuentes, accesos a lo más recóndito del enigma o vías de fuga de última hora– deben estar disimuladas de tal forma que resulten difíciles de encontrar: una palmera en Los cigarros del faraón, un tonel en El cangrejo de las pinzas de oro, una cascada en El templo del sol, una chimenea en Tintín en el país del oro negro o una gran cabeza de piedra con los rasgos de un cosmonauta extraterrestre en Vuelo 714 para Sidney.

Así pues, los efectos transformadores de la máscara afectan no sólo a los personajes sino a todo el espacio figurativo, impregnando el relato de una turbadora incertidumbre. Gracias a ello, la figuración adquiere una especie de espesor. Es como si la conformaran una serie de capas superpuestas, siendo la más superficial, la que se presenta a primera vista, una mera apariencia que hay que desenmascarar. El lector de Tintín debe estar siempre alerta. Sabe que las apariencias suelen ser engañosas. Como hemos visto, un personaje puede ocultar otro y un decorado puede contener otro. Así que el lector, receloso, recorre las viñetas con una mirada atenta, intentando desvelar las múltiples trampas del dibujo. Aquí, más que nunca, leer equivale a descubrir.

Pero la ocultación no concierne sólo a las imágenes. También el lenguaje se presenta sometido a diversas formas de camuflaje. Por ejemplo, en los mensajes codificados o en los documentos deteriorados... Entonces hay que descifrar, bajo las falsas o precarias apariencias del escrito, su verdadero sentido. De la misma forma que la máscara impide la identificación de las figuras, la codificación impide la interpretación de las palabras. Afrontamos así las diferentes máscaras del signo lingüístico. El loto azul comienza con un mensaje cifrado que Tintín recibe en su receptor de onda corta. En La oreja rota, la matrícula del coche que casi atropella a Tintín ha de leerse al revés si se quiere identificar la dirección de los culpables. En La isla negra, Tintín encuentra en la cazadora de un piloto unos trozos de papel que, convenientemente juntados, le permitirán descubrir la posición de los faros de aterrizaje utilizados por la red de falsificadores de moneda. ¿Y qué decir de El secreto del unicornio? El álbum no cuenta sino las peripecias necesarias para lograr la superposición de los tres pergaminos que contienen las coordenadas del lugar donde se encuentra enterrado el tesoro de Rackham el Rojo. En Stock de coque, Rastapopoulos consulta un libro de claves para descifrar ante nosotros el contenido del mensaje que acaba de recibir...

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Versión de una viñeta de la página 40 de El tesoro de Rackham el Rojo, por Ricard Castells.

Pero la historieta, como todo aficionado sabe, es una forma de expresión donde prima la oralidad. Por eso las máscaras del lenguaje se dejarán sentir especialmente en los discursos hablados. La tecnología permite grabar voces y sonidos y, por medio de un simple fonógrafo o de un magnetófono, hacernos creer en la presencia de alguien o, peor aún, poner en boca de un personaje palabras que nunca ha pronunciado. Tintín conoce las posibilidades manipuladoras del sonido desde el principio de la serie, un periodo en que los aparatos electrónicos presentan un aspecto primitivo. En Tintín en el país de los sóviets, nuestro protagonista se halla encerrado en una cabaña preparada para torturar a los disidentes del régimen. Uno de los suplicios es una voz ubicua y fantasmal que insulta al cautivo. Tintín no se deja intimidar y descubre bajo el suelo de la cabaña el origen de todas las amenazas: un fonógrafo. Más de treinta años y veinte álbumes después, Hergé recuperará la misma idea para explicar las falsas gamas de Wagner en Las joyas de la Castafiore. Aquí se trata de un magnetófono, pero el principio sigue siendo el mismo. El sonido grabado lleva a creer en una presencia en realidad inexistente.

Pero a veces el truco de la falsa voz no pasa por tan complejas tecnologías. Basta con ser ventrílocuo para provocar toda una serie de efectos trucados. Como Ridgewell, que en La oreja rota hace hablar al tótem de los bíbaros y provoca el pánico entre los miembros de la tribu. Sin embargo, el instrumento de confusión sonora más característico de la serie es, sin lugar a dudas, el loro. Se trata, a todas luces, de la reencarnación emplumada y coloreada de la palabra enmascarada. Tintín en el Congo, el álbum más ‘bestial’ de la serie, ofrece en sus primeras viñetas un modelo de funcionamiento retomado con insistencia en los siguientes. Una voz anuncia el próximo naufragio del barco que se dirige hacia el Congo. Milú, asustado, se prepara para abandonar el navío... Falsa alarma. Se trata de un loro. En las primeras páginas de La oreja rota, el loro del falsificador Baltasar será el responsable de toda una serie de malentendidos. El tesoro de Rackham el Rojo es el álbum donde se revela la familiaridad del capitán Haddock con los loros. De generación en generación, las aves se han transmitido el vocabulario altamente expresivo del caballero de Hadoque, antepasado del capitán y náufrago en esa isla del tesoro. Tres siglos después, los loros todavía repiten sus palabrotas, probando así que constituyen un patrimonio familiar exclusivo y característico. Y no podemos cerrar el capítulo de los loros sin mencionar a Coco, el incomparable regalo de la Castafiore al capitán Haddock en Las joyas de la Castafiore. Más allá de los numerosos gags puntuales, Coco sirve para demostrar la posibilidad de una transferencia –aunque sólo sea lingüística– entre Haddock y la Castafiore, personajes más cercanos de lo que ellos mismos creen, las dos grandes voces de la serie.

 
 
El descubrimiento
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  Cuadro de Javier Hernández Landazábal titulado "Hergé es su dios y Tintín su profeta" (1990)..

Así pues, la máscara sirve, más que para complicar la intriga, para construirla. Podría incluso afirmarse que la tarea de los oponentes consiste en esconder, simular, disfrazar, en definitiva en cubrir(se) de máscaras. Así es como intentan mantener el anonimato, evitar que los reconozcan, ocultar sus crímenes, confundir las pistas, dar una apariencia inofensiva a sus infames tráficos, preparar trampas o codificar la información concerniente a sus actividades. La máscara es, en suma, el obstáculo. Pero la máscara sirve también para resolver la intriga, veneno y antídoto al mismo tiempo. Frente a estos camaleónicos malhechores se encuentra Tintín. Y, como bien sabemos, él es el verdadero maestro de la máscara. Combate a sus enemigos con sus propias armas: camuflaje, travestismo, simulación... De hecho, en la serie no existe diferencia entre los medios utilizados por los buenos y por los malos. Todos hacen trampas. Sólo los fines marcan la diferencia. La máscara puede estar al servicio del bien o del mal. La línea que traza la frontera entre unos y otros viene de las relaciones que mantienen con su máscara. Si al final Tintín acaba triunfando, es porque se enmascara más y mejor que sus rivales y porque consigue desenmascarar sin ser desenmascarado. En esa confrontación de máscara contra máscara que se libra en el interior del relato, los malos están condenados a ser desvelados por la clara luz de la justicia.

Pero la relación con la máscara no sólo permite distinguir a los buenos de los malos. La máscara puede ser descubierta al primer golpe de vista, en cuyo caso nos encontramos no ante la máscara de los malos sino ante una mala máscara. De factura burda, fácilmente reconocible y casi siempre ridícula, no es producto de la astucia, sino de la ignorancia o de la casualidad. En tales ocasiones, la máscara es mascarada y cumple un papel secundario en la intriga. No complica la acción, no la hace avanzar. Funciona como gag complementario que introduce algo de humor en la tensión de la aventura. Salvo Tintín y sus adversarios, los demás personajes –los F- Hernández, el capitán, Milú...– quedan adscritos y en cierta medida definidos por este tipo de máscaras. De hecho, la relación que cada uno mantiene con la máscara permite establecer una clasificación de los personajes situándolos del lado de la resolución, del lado del obstáculo o del lado del ridículo. Nos encontramos, por lo tanto, ante una función clave, puesto que no sólo determina los engranajes del relato y caracteriza a los personajes, sino que alimenta las dos fuentes que irrigan la serie: la aventura y el humor.

Aquí no se agotan los avatares de la máscara en las aventuras de Tintín. Aún no hemos hablado de las máscaras que se presentan como simulacros. No ocultan, simplemente aparecen como presencia inquietante, remedo de peligro cuyo carácter facticio se descubrirá más adelante. En la penumbra del pasadizo que lleva al templo del sol, Tintín se encuentra frente a un rostro de expresión fiera que lo mira fijamente. Intenta escabullirse hablándole amablemente. No hay respuesta. Tarda un tiempo en entender que se trata de una máscara inca. Y en el Tíbet se reproduce una situación similar. Haddock se despierta en el monasterio de los lamas. Ante él y para su espanto, una figura amenazante enarbola un puñal. No es más que una estatua. Apenas recuperado de la impresión, el capitán se asoma a la ventana. Una cara horrible lo mira fijamente. Sólo es una cometa tibetana. Y también podríamos incluir en esta categoría el submarino inventado por Tornasol en El tesoro de Rackham el Rojo. Su aspecto de tiburón confunde a los miembros de la expedición que le disparan como si de un peligroso escualo se tratara.

Y al menos deberíamos mencionar ese mundo donde la máscara impone por completo sus leyes: el mundo de los sueños. Es bien conocida la relevancia de los sueños en la obra de Hergé y, sin entrar en las claves psicoanalíticas que los explican, una evidencia salta a la vista, los personajes siempre adoptan aspectos inusitados o exhiben extraños atavíos. Si se quiere ver a nuestro héroe transformado en botella de vino de Borgoña, no hay más que consultar la pesadilla de Tintín en El cangrejo de las pinzas de oro. Y en El templo del sol otro sueño de Tintín nos permite contemplar al capitán Haddock en traje de inca. En cuanto al profesor Tornasol, aparece como un niño vestido de marinero en Tintín en el Tíbet. Y aún podríamos seguir con otros ejemplos...

Más de ciento setenta avatares de la máscara –exactamente ciento setenta y tres– pueblan las aventuras de Tintín y crean en la serie una tensión trufada de acechos, sorpresas, desvelaciones, desciframientos, desconfianzas, confusiones y, por supuesto, carcajadas. No obstante, todos los álbumes no recurren a ella de la misma manera y en idéntica proporción. En La estrella misteriosa, por ejemplo, no aparece ninguna. Al contrario, en los primeros títulos, sobre todo de Tintín en el país de los sóviets a La oreja rota, proliferan. En este sentido, podríamos pensar que se trata de un recurso fácil, propio de principiante, y que con la experiencia ha sido sustituido por otras formas más sutiles de dinamización del relato. Pero se trata de una falsa impresión porque, aunque la frecuencia disminuya, la máscara sigue ahí, quizá menos evidente, pero igual de importante y siempre trabajando la trama en profundidad. Por lo tanto, más que de recurso fácil, habría que hablar de recurso fundador de la narración hergeana que encontrará mayor y, sobre todo mejor, desarrollo en el futuro.

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Versión de una viñeta de la página 12 de Los cigarros del faraón, por Ricard Castells.

Hay que reconocer que en el primer álbum, Tintín en el país de los sóviets, el recurso a la máscara casi se hace excesivo. Las diecinueve ocurrencias contabilizadas –trece de ellas protagonizadas por Tintín– hacen que cada diez páginas se desencadene una situación dramática provocada por una máscara. Pero la cantidad no es lo más significativo. Todo el álbum se sitúa bajo el signo de la máscara. No olvidemos que la obra está inspirada en el libro de Joseph Douillet Moscú sin velos. Se trata de desvelar la miserable realidad ocultada tras la utopía comunista. Y a ello se consagra Hergé a lo largo de todo el álbum. Las viñetas que nos muestran cómo las fábricas no son sino fachadas tras las que se encienden fogatas y se agita chatarra para convencer a los visitantes del milagro de la industrialización soviética resumen la tesis del libro: Rusia no es más que una inmensa máscara.

Los cigarros del faraón se sitúa igualmente bajo el principio de la ocultación. El signo de Kih-Oskh, omnipresente en todo el episodio, coloca al lector en la posición del descifrador ¿De qué se trata? ¿Del logotipo de una marca de cigarros? ¿De un jeroglífico del antiguo Egipto? ¿Del símbolo de una peligrosa secta? ¿O, como algunos han creído ver, del retrato diagramatizado de Tintín? Y ello sin olvidar la famosa secuencia de los encapuchados que permite el desenlace de la historia y que juega a fondo con las ambivalencias propias de la máscara. La oreja rota también ofrece una historia fuertemente dependiente de los resortes propios de la máscara. La intriga se construye a partir de esa oreja rota que permite distinguir al auténtico fetiche arumbaya de la réplica por la que ha sido sustituido. Estamos ante una búsqueda de lo verdadero ocultado por lo falso. Se trata una vez más de desenmascarar. Y en cuanto el detalle que permite reconocer al verdadero fetiche del falso se divulga, Baltasar, el falsificador, se encarga de saturar el mercado de fetiches con la oreja rota. La máscara se apodera del mundo.

En El cetro de Ottokar se encuentran sólo dos situaciones marcadas por la máscara, pero una de ellas contiene la clave de todo el enigma. El profesor Alambique tiene un hermano gemelo. Él ha sido quien ha robado el cetro después de secuestrar a su hermano y haberlo despojado de sus papeles. La gemelidad es tratada aquí como la máscara perfecta. Porque ¿cómo distinguir al verdadero del falso cuando ambos son absolutamente idénticos? Y en El cangrejo de las pinzas de oro la clave de la intriga reside, como ya se ha dicho, en descubrir que detrás del cangrejo se esconde el opio. Y en El secreto del unicornio se trata de entender que el caballero de Hadoque es el capitán Haddock. La viñeta en la que el retrato del antepasado coincide a la perfección con la cabeza del heredero empotrada en el lienzo resulta extremadamente significativa. El marinero borracho que gobernaba el Karaboudjan adquiere la identidad del héroe noble, vasallo ejemplar de Luis XIV. Haddock se redime ante nuestros ojos y recupera una honorabilidad a través de la cual seguirán aflorando, no obstante, las pulsiones, diluidas en el gag humorístico, del alcohólico.

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Versión de una viñeta de la página 6 de El secreto del unicornio, por Ricard Castells.

Tintín en el país del oro negro es el álbum de la máscara delirante. No sólo Hernández y Fernández nos presentan un recital de mutaciones a cada cual más extravagante sino que el desierto, fuente permanente de espejismos, nos mantiene constantemente en la duda ¿Dónde estoy? ¿En el espacio ilusorio de mis deseos, es decir en el dominio de la máscara, o en pleno desierto? En Stock de coque, el episodio central transcurre a bordo del Sherezade, donde se celebra un baile de disfraces presidido por el marqués de Gorgonzola, que no es otro que Rastapopoulos, travestido para la ocasión en diablo del Fausto de Gounod. ¿Y Las joyas de la Castafiore no constituye una gran mascarada donde los falsos indicios de la aventura se encargan de esconder la ausencia de amenazas, en definitiva la vida cotidiana en su aburrimiento más insustancial? El último álbum de la serie, Tintín y los pícaros, reserva también un espacio revelador a la máscara. El golpe de estado contra Tapioca y la toma del poder por el general Alcázar se llevan a cabo gracias al disfraz. Aprovechándose del carnaval, los pícaros se visten con la indumentaria de los Alegres Turlurones diseñada por Serafín Latón. Y no conocemos la versión definitiva de Tintín y el arte Alfa, pero la intriga gira en torno a las falsificaciones artísticas. En definitiva, otra inmersión en la falsas apariencias.

La primera conclusión que podemos extraer de la insistente presencia de la máscara sería tan sencilla como que en las aventuras de Tintín la inteligencia juega un papel más decisivo que la fuerza. Las confrontaciones físicas existen, pero obedecen normalmente a la iniciativa de los malos. Cuando Tintín se decide a pasar a la acción, es casi siempre como consecuencia, en cierta medida remate, de su trabajo de desenmascaramiento. Una vez identificados los culpables, hay que neutralizarlos. Pero las peleas se desarrollan en general en tono humorístico, en todo caso nunca son crueles: es como si tuvieran una importancia secundaria, porque la acción auténticamente resolutiva se ha producido ya gracias a las dotes interpretativas de Tintín. De hecho, resulta curioso constatar cómo las amenazas son vividas de manera angustiosa mientras sus responsables permanecen enmascarados y en cuanto son descubiertos parecen patéticos y hasta risibles.

Terminaremos con una segunda y, si no sencilla, al menos provisional conclusión. En el mundo tintinesco, para triunfar, basta con mirar atentamente, actitud siempre rentable, habida cuenta de la dimensión visual de la historieta. En la viñeta hergeana, donde las formas se definen con claridad, donde la figuración se resuelve en signo, la aventura no es tanto la del trampantojo como la del ojo en la trampa. De hecho, sólo se trata de trasladar al nivel gráfico ciertos mecanismos muy comunes en la construcción de una intriga. Lo que en otros universos más literarios es “mal-entendido” aquí es “mal-mirado”. Y para convertir ese “mal-mirado” en un “bien- visto” hay que movilizar ciertas capacidades intelectuales, de suerte que la aventura tintinesca mantiene relación con la aventura del conocimiento. A fin de cuentas, para sobrevivir, Tintín precisa ver más allá de las apariencias. Y, con tal motivo, se permite ciertas argucias. Cuando las condiciones le son desfavorables, avanza enmascarado –“larvatus prodeo” fue el lema de los hombres de ciencia del siglo XVII amenazados por la Inquisición– El orgullo y la aclamación heroica no importan. Tintín no busca los laureles de la victoria ni la humillación del rival sino la verdad que se esconde bajo una capa superficial de falsedad. La recompensa se halla en la resolución del enigma, que supone por sí misma una fuente inagotable de placer. Y es que, cuando el obstáculo se presenta como máscara, el triunfo es siempre descubrimiento.

 

 

 

 

 
NOTAS

[1] Para calibrar la función de la máscara en la serie se han tenido en cuenta las versiones originales de los primeros episodios (nueve hasta El cangrejo de las pinzas de oro, 1940), dibujados en blanco y negro y con una extensión variable pero que, en cualquier caso, superaba las cien páginas por álbum.

Creación de la ficha (2014): Antonio Altarriba. Edición de Félix López. · Ilustraciones de Ricard Castells y Javier Hernández Landazábal obtenidas de un ejemplar original de "El loto rosa" y del blog hernandezlandazabal.blogspot.com.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Antonio Altarriba (2014): "Las máscaras de Tintín", en COLECCIÓN PAPERS GRISOS, 20 (1-VIII-2014). Asociación Cultural Tebeosfera, Onil. Disponible en línea el 01/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/las_mascaras_de_tintin.html