El estreno de la película La gran aventura de Mortadelo y
Filemón el día 7 de febrero de 2003 en 325 salas de nuestro
país simultáneamente supone todo un acontecimiento para el mundo
de la historieta en España. Son los personajes más conocidos de
nuestros tebeos, los más internacionales de nuestra historieta (se
publican en 12 países), los más queridos (se han estimado 150
millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, correspondiendo
la tercera parte de esas ventas solamente a Alemania; en España
las tiradas no bajan de 5000 ejemplares, y a veces alcanzan los
30.000), y también de los más veteranos: nacieron el 20 de enero
de 1958, o sea que hace tres semanas celebraron su cuadragésimo
quinto cumpleaños.
Con su aspecto a caballo de dos épocas, la decimonónica y
conservadora de Mortadelo, al lado de la desenfadada y pop de
Filemón, han traspasado la viñeta para ofertarse en todos los
formatos: libros ilustrados, álbumes de cromos, juguetes,
billetes, sellos, envoltorios, videojuegos, dibujos animados,
tebeos... Ahora llegan a la gran pantalla, y hemos de
congratularnos de que haya sido Javier “El milagro de P. Tinto”
Fesser quien transponga a los personajes de un medio a otro, dada
la evidente dificultad que entraña llevar a las tres dimensiones a
estos personajes de dos, que a veces parecen moverse en un mundo
de cuatro (si tenemos por dimensiones el tiempo desarticulado y el
absurdo omnipresente). Ayudan, claro, los 260 efectos especiales y
los siete millones de euros de presupuesto, pero era
imprescindible también la presencia de un apasionado de los tebeos
protagonizados por los alocados agentes de la TIA, la
participación de un director que comprendiese su humor y, también,
la faceta mítica que los personajes tienen dentro de la cultura
popular española. Esto último ha querido demostrar Fesser, a mi
parecer, con el cartel de película, que constituye homenaje al
álbum en cartoné clásico de Mortadelo y Filemón, con sus
lomos restaurados, con su especial color, y olor...
Recordemos que un tebeo es un objeto. Ergo, fetiche. Pasto de
mitómanos. Poblador electo para la estantería del coleccionista.
Síntoma del enfermo, diagnóstico del obseso, motor de ilusión para
muchos... Los tebeos, que son el producto de un proceso industrial
dirigido a divertir a los jóvenes, principalmente, se benefician
de su calidad de objeto por razón de que deben atraer sobre sí la
avidez consumidora de un público. De ahí que los tebeos porten
títulos acrósticos, mascotas adorables, colores chillones en sus
cubiertas; de ahí que los tebeos apaisados de aventuras y los
comic books lleven en su portada el momento climático de la
aventura que, en el interior, se ofrecía en mezquino blanco y
negro. Para el caso de los personajes que nos ocupan, durante los
años setenta saltaron de las páginas de Pulgarcito y otras
cabeceras hacia sus propias publicaciones: Mortadelo, Súper
Mortadelo, Mortadelo Especial, Mortadelo Extra, Mortadelo Gigante,
llegando a coincidir a la vez en la segunda mitad de la década de
los años setenta cinco tebeos distintos con Mortadelo en el
titular. En los años ochenta ocurrió el declive de Bruguera como
editorial y tan sólo sobrevivió una segunda etapa de la revista
Mortadelo hasta que Ediciones B se hico cargo del fondo
editorial de Bruguera para volver a sostener tres títulos en el
mercado hasta mediados de los años noventa. Hoy, siguen
apareciendo periódicamente rediciones, más una revista con formato
álbum y los libros de cómics en cartoné (luego, en rústica) con
que Francisco Ibáñez nos sorprende cada año, inasequible al
agotamiento creativo.
De los tebeos / objeto yo destacaría preferentemente dos como
epítome de la calidad de las historietas protagonizadas por estos
locos agentes y también como modelo editorial que ha logrado
trascender a la categoría de mito: la revista primera Mortadelo
(1970-1983; 365 números) y los libros de cómics de
Mortadelo y Filemón (casi 200 hoy). El primero de los
mencionados, fue ejemplo de la buena marcha económica de una
Editorial Bruguera diversificadísima a la vez que de la mala
marcha creativa de una Editorial Bruguera amiga del refrito
constante, del cojo, corto, pego y pongo y no pago. Mortadelo,
desde noviembre de 1970 se exhibía en el quiosco con una portada
característica en cuyo logotipo, en la primera "o" de Mortadelo,
mostraba a este personaje con un disfraz diferente, y en la misma
portada se desarrollaba una historieta de escasas viñetas. Fueron
recuperadas, entre 1990 y 1992, 430 de estas portadas en los
álbumes Las mejores portadas de Francisco Ibáñez (Ediciones
B: Olé, 362, M.159, Barcelona), 2º L.P. (locas portadas) de
Francisco Ibáñez (363, M.160), Más portadas rechifladas de
Francisco Ibáñez (383, M.197), ¡A la rica portadita, para
el nene y la abuelita! (384, M.198), Para gozarla no hay
nada como una portada de Francisco Ibáñez (385, M.199), Las
juergas desmadejadas con burbujas y portadas de Francisco Ibáñez
(399, M.262) y Más portadas sandungueras con las charangas
salseras de Francisco Ibáñez (400, M.263). Aquellas cubiertas
convertían en fetiche al tebeo. Lo hacían deseable, admirable,
devorable. Ibáñez se permitió experimentar durante la década de
los años setenta con su narrativa allí, agilizándola más si cabe.
Ibáñez estragaba la estructura de la página, domeñaba las viñetas
huyendo de las rectangulares, presionaba su lápiz y lograba un
dibujo más espectacular que el de sus páginas interiores (jugando
con la necesidad de que, por portada, aquello tenía que ser más
resultón), y estiraba los pedúnculos de los bocadillos, los
doblaba hasta el punto de que se convertían en un personaje más, y
conducía la mirada del lector de viñeta en viñeta con diligencia
agotadora. Ibáñez mezclaba impacto con gag y con narración en una
misma plataforma, siendo esa una de las razones que le han
convertido en uno de los más grandes creadores de nuestra
historieta.
Todos coincidimos en señalar que son las “aventuras largas” han
sido las que realmente han hecho popular a Ibáñez y a sus
personajes, por ser un modelo narrativo y un formato cómodos, a
imagen y semejanza de los que triunfaban en otros mercados
europeos y que en nuestro país devino marca editorial y modelo de
publicación de humor juvenil. Escoger una de esas aventuras de
Mortadelo y Filemón como alícuota del resto de la producción de
Ibáñez es difícil, porque la obra de este hombre es vastísima por
su calidad de rutinaria dentro de lo genial, de homóloga dentro de
lo gráfico, de homónima dentro de lo narrativo, de homótona dentro
del episodio industrial a que se ve sometida la columna vertebral
de Ibáñez desde los años cincuenta. Su saga de Mortadelo y Filemón
ha de contemplarse, por consiguiente, como un todo que ha
evolucionado en singladuras frente a la mesa de dibujo, día tras
día, hora tras hora, de sol a sol. Ibáñez ha sido el labriego de
la industria del entretenimiento.
De ahí que extraer del conjunto de su obra un ejemplo de
originalidad sea un ejercicio de azar: coja cualquiera. No coja el
del Sulfato ni el del Toro, no, que son calcos de Franquin, no
coja las aventurillas de una página (cuando Mortadelo y Filemón
tenían una Agencia de Información) y que todas terminaban en un
gag en el que concursaban significado y significante, el equívoco.
Más tarde, cuando lo de la TIA., el autor se cebaba en el absurdo.
Luego, narra una secuencia de absurdos, de tropezones. Finalmente,
supera la clímax del absurdo con la incursión del gag oculto,
disimulado, soslayado: la lagartija tras el cuadro, el serrucho
olvidado sobre el calefactor, el gusano fumando... y que no deja
de ser una forma de agotar el vacío de la viñeta, antes con
telarañas en las esquina o con cuadros de líneas verticales.
Ibáñez, superado por su propia producción y su propio éxito,
incorpora el gag sencillo y fugaz, casi recatado, de 13 Rue del
Percebe (quizá la mejor obra de su vida, aunque no afirmo con
ello que la idea fuera realmente suya) a sus álbumes de Mortadelo.
Para comentar las bondades de Ibáñez en esta ocasión se escoge
La Estatua de la Libertad, obra de 1984 (Bruguera, col. Olé,
290) que es modelo de una producción característica de la labor de
su autor durante los últimos 20 años, una línea de trabajo con la
que ha obtenido el aplauso común y con la que no comulga la
palabra "cambio". No importa el planteamiento argumental; ¿qué más
da? Ibáñez, en el interior de cuya calva todo son aciertos
inteligentes, es capaz de sacarle punta a una bola de billar:
introducción pseudohistórica, dos páginas; en las dos siguientes,
Mortadelo y Filemón sufriendo el mal estado de las entradas
secretas a la TIA o bien padeciendo / infligiendo burradas mil a
Ofelia / Súper / Bacterio. El planteamiento de la misión es lo
siguiente, y a buscar el primer indicio para agotar las ocho
páginas que suele tener el primer bloque de la historieta (antes,
recordemos, cuando se implantó la continuidad de sus desaguisados
seriados en Pulgarcito, eran cuatro páginas por bloque).
Luego hay que completar otros dos bloques de ocho páginas y varios
de seis, en los cuales se inicia cada paso de la investigación con
un suceso similar, se entra en sazón aglutinando pistas,
pesquisas, despistes, meteduras de pata, con el asunto por
resolver, y con alguien siempre corriendo delante de alguien. Esto
cambia en el final de la historieta, en el que el asunto se
solventa, mayormente por sí solo, pero también corren unos tras
otros, inexcusablemente.
¿Qué hace, pues, tan satisfactorio leer una y otra vez la misma
historia con el mismo esquema organizativo y narrativo? Eso mismo,
la familiaridad. La creación de un espacio cognitivo asimilado
cómodamente por nuestro cerebro que asocia laxitud, beatitud,
diversión, alborozo y algazara general con el culebrón en viñetas
más divertido de la historia. Es satisfactorio, por supuesto. Por
su autor, un señor calvo y con gafas que mantiene colas de tres
horas y media en todos los festivales de cómic. Un señor, Ibáñez,
que pese a su particular galera (su estudio en Barcelona, y su
mesa es su remo), exhibe una inagotable socarronería.
Es
su línea, curva y densa, su cinética en la viñeta (siempre,
siempre, hay movimiento en sus viñetas), es su dominio de la
gestualidad, es su capacidad de mostrar iconos (cualquier niño ve
un ladrillo, un pimiento o un pez donde Ibáñez dibuja un ladrillo,
un pimiento o un pez), es la constante angulación que se da en el
espacio de la viñeta, es su trepidante montaje... Se podría decir
que Ibáñez inventó la historieta con steady-cam.
En La Estatua de la Libertad, además,
acierta con la caricatura, acierta con la maleabilidad de los
prejuicios, acierta y agota los tópicos (nunca he dejado de reírme
cuando Filemón descubre que donde comienza Harlem comienza el
peligro), acierta con Ofelia, un personaje con el que nos costó
familiarizarnos. Acierta. Una y mil veces. Ibáñez siempre acierta.
Con un producto similar, con un estilo que no cambia, con un
sentido del humor incombustible. Es el conservadurismo convertido
en triunfo. Pero es, sobre todo, el producto de un trabajo que
agota todas las posibilidades de esta profesión tan dolorosa, la
historieta. Y algunos historietistas, como Ibáñez, son los moldes
con los que se deberían hacer las estatuas para los parques. |