“Su” Batman : entre el de Adams y el de
Miller.
Tras su particular década prodigiosa, nuestro
narrador, dotado de una envidiable madurez, decide probar con la
competencia. Al filo de los 80 se hace cargo de las aventuras del
personaje más sugestivo de DC que, sin embargo, por aquella época,
había visto tiempos mejores y todavía le quedaban algunos añitos
para reverdecer laureles: el hombre-murciélago. La huella impresa
por Denny O’Neil y Neal Adams todavía marcaba al señor de la
noche. Así, por ejemplo, en el estilo del principal dibujante que
va a narrar las historias de Conway, el artesano Don Newton,
con el que se podrían establecer paralelismos con la labor
desarrollada por Andru en Spider-Man, en el sentido de
tratarse de dos veteranos quizá poco brillantes, pero seguramente
demasiado injustamente olvidados.
Nos estamos adentrando en unos tiempos cada vez más
sombríos, finales de los setenta y principios de los ochenta, y
posiblemente tal circunstancia se refleje en el tono que el
guionista de Queens quiere conferir a la serie. Aunque no van a
dejar de hacerse incursiones en lo fantástico, el centro de
gravedad de la colección va a girar en torno a la corrupción y al
manejo de títeres políticos desde la sombra. El “malo” de la
película no es un supervillano ni un estrambótico demente, sino un
hombre de negocios que controla los resortes de la vida pública de
Gotham, interviniendo en la designación de alcaldes, concejales y
comisarios...
Usa para ello diversos métodos: materiales
(campañas de propaganda), personales (a veces tipos con
superpoderes) y financieros (dinero a espuertas). Se trata del
“boss” Rupert Thorne, cuya actividad no sólo se erige en el hilo
conductor de la actividad justiciera del hombre-murciélago sino
que va a afectar a la mayoría de subtramas que se desarrollan
durante esta etapa. Efectivamente, los secundarios de Batman
van a verse inevitablemente inmersos en estos hechos. Si el
comisario Gordon, por ejemplo, en su condición de tal, depende de
la autoridad gubernativa local, no es casual que sea relevado de
su cargo, y lo que es peor, que eso le conduzca a un estado
semidepresivo
que va a dotar de gran realismo al tono de la serie. Su esfera
pública repercute en la privada, en sus relaciones con su hija
Bárbara y en su, por supuesto, secreta colaboración con Batman.
Otra persona allegada al hombre-murciélago atrapada por la espiral
de acontecimientos que se desarrollan es su novia de la época,
Vicki Vale, en su calidad de reportera. Pero incluso los
personajes que no se ven afectados directamente por estos hechos,
protagonizan a su vez tramas que les sumen en un estado de cierta
alineación, como le sucede a Robin. Tan sólo el flemático Alfred,
el mayordomo, aparece tan imperturbable como siempre, aunque, en
realidad jugará un papel de cierta importancia en la resolución de
un caso que llevará al hombre-murciélago al borde de la locura,
como ahora veremos.
Una última nota caracteriza a estos números: la
consideración de Batman como un forajido, un hombre que actúa al
margen de la ley, corriente sostenida por los nuevos hombres en el
poder local, las marionetas de Thorne, pero que, al menos, invita
a la reflexión del lector acerca del extraño status de
Batman en la lucha contra el crimen.
Como hemos referido líneas arriba, el
fantastique nunca se aleja del todo del mundo del señor de la
noche y así, coincidiendo con la presencia de uno de los pesos
pesados de la industria, Gene Colan, vamos a asistir al
conjunto de aventuras de mayor interés artístico de la etapa
Conway. El dibujante de The Tomb of Dracula se encuentra
como pez en el agua en el episodio en que Batman y compañía
vuelven a la Batcueva, “Regreso a Wayne Mansion”, puesto que allí
toparán con un inquilino inesperado: Man-bat, que ha ocupado el
lugar durante su ausencia. La alucinante persecución de éste por
las insondables galerías de la inmensa caverna recibe el adecuado
tratamiento gráfico mediante el atmosférico dibujo de un Colan
que, en nuestra opinión, realiza el mejor trabajo de su carrera
junto con su aclamado Drácula. ¿Y quién mejor para ilustrar la
saga del monje, aventura en varios episodios en la que Batman va a
sufrir su más temida transfiguración? La subtrama iniciada por
Robin se complica hasta alcanzar a todos los residentes de Wayne
Manor. Seducido por una esquiva chica que resulta ser la vampírica
hermana del monje, monstruoso ser surgido del pasado, el ayudante
de Batman se ve atrapado en una madeja a la que,
involuntariamente, conducirá a su jefe, cuyo clímax alcanzará en
la memorable secuencia en que el hombre-murciélago, tras una
confusa noche en la mansión de los siniestros hermanos, contemple
su imagen reflejada en el espejo y no pueda reprimir un grito de
terror ante el par de colmillos que delatan su conversión en
vampiro. La lucha del protagonista por escapar de este impío
destino cuenta con una realización gráfica vibrante en la que los
lápices de Colan se ven realzados por, posiblemente, los dos
mejores entintadores filipinos de la legión de artistas de las
islas: Alfredo Alcalá y especialmente, Tony de Zúñiga.
Por supuesto, el hombre-murciélago regresará a su
estado natural, pero este interesante precedente del Lluvia
Roja, de Doug Moench y Kelley Jones, merecía ser rescatado del
olvido.
Estos ingredientes y otro como el que ahora vamos a
comentar, definen un trabajo que, estilísticamente, muestra una
cierta consonancia con su mentor Roy Thomas: la utilización de
cartuchos de texto descriptivos, pero nunca redundantes, en un
registro sombrío adecuado a la narración, es uno de los recursos
usados por un Conway que, por supuesto, no se olvida de los
clásicos villanos de la serie: Dos Caras, Joker... protagonizan
episodios autoconclusivos que enganchan al lector con la habilidad
de siempre. El dedicado al payaso del crimen contará con los
lápices de José Luis García López, el gallego
emigrado a Argentina y residente en Estados Unidos, con quien el
guionista formará un tándem perfecto en Zinder & Ashe.
Su obra más personal: Cinder y Ashe.
Ella es Cinder. Él es Ashe. Con este juego de
palabras cuyo significado tiene que ver con el fuego, Conway
cambia de registro para introducirnos en la cálida Louisiana,
teatro de operaciones de esta singular pareja de ¿detectives?
marcados por fantasmas del pasado procedentes de otro caluroso
lugar, Vietnam. Con semejantes ingredientes, la historia no puede
ser más que realista, acerca de la vileza humana, con político de
por medio, pero también acerca de los sentimientos y la inocencia
perdida.
Tales contenidos necesitan una narrativa a su
altura y he aquí que nuestro hombre se ciñe a la historia con un
lenguaje más metafórico. Los cartuchos de texto complementan la
imagen y crean un contrapunto dinámico que nos conduce por la
narración. Generalmente incluyen los pensamientos de los
protagonistas mientras corren, pelean o acechan a su enemigo, con
lo cual se crea un binomio acción-reflexión en la misma viñeta,
los diálogos son ágiles y ajustados y hay un recurso gráfico que
puntúa toda la historieta: la disposición de dos viñetas que
muestran al personaje en acción similar, pero en distinto
escenario: Vietnam-Louisiana, generalmente, y que sirven para unir
el presente con el pasado en la mente de los protagonistas en los
momentos de máxima tensión, física y emocional. Ese fantasma del
pasado aludido anteriormente es el que está detrás de estos
recuerdos y el peligro al que ahora se enfrentan: un matón yanqui
que se dedicó a sacar tajada de la guerra y al que creían muerto
por el disparo del M-16 con el que el soldado
Ashe sacó a Cinder, la ladrona vietnamita, de sus
garras.
Seguramente tampoco es ajeno a este storytelling
el impacto causado por Miller y Moore a mediados de la década.
Nos encontramos en 1988 y la narrativa clásica de Conway se ha
modernizado, como también le ocurre al elegante dibujo de García
López, cuyo grafismo a lo Raymond deviene actual y efectivo.
Posiblemente la mayor sintonía con esa forma de narrar la
encontremos en otro recurso que actúa como leit motiv
de la historieta, pero esta vez de carácter textual: la repetición
de determinadas metáforas en momentos decisivos de la acción, y
dispuestas en pequeños cartuchos que marcan un poético ritmo: “Soy
el viento”. “El león ruge”. “Soy el viento”.
Cajón de sastre: de alienígenas, vampiros y
bárbaros.
A pesar del carácter eminentemente superheroico de
las dos grandes editoriales para las que ha trabajado Conway, ello
no le ha impedido tocar géneros diversos.
Acabamos de ver que una de las más felices
colaboraciones de su carrera es la que tuvo con el citado García
López. Anteriormente a Cinder y Ashe, ambos llevaron al
papel las aventuras de un grupo de personajes siderales surgidos
de un videojuego: Atari Force, en una de las primeras
operaciones de este tipo. En contra de lo que tan comercial
maniobra podía hacer suponer respecto a sus resultados artísticos,
se trata de una de las creaciones más recordadas de la pareja.
Esta space opera con evidente regusto a Star Wars
acaba leyéndose con agrado, en parte merced al inteligente uso de
los cartuchos de texto y a prometedoras ideas como la del
multiuniverso.
En el polo opuesto de la fantasía, el guionista fue
el encargado de poner en marcha la adaptación del vampiro de Bram
Stoker al universo Marvel. En la unánimemente considerada
realización cumbre de Gene Colan, Dracula, Conway construye
unos atmosféricos textos que emulan el efecto del sombreado de
Colan. Sin embargo, tras un par de números, cede el testigo a uno
de sus maestros, Archie Goodwin, que será relevado por Gardner F.
Fox, hasta que Marv Wolfman tome definitivamente las riendas.
Algo parecido ocurre con su aproximación a la
espada y brujería. Aunque durante bastante tiempo su única
relación con el cimmerio
fue
la realización del guión del segundo film de Conan junto con Roy
Thomas, a principios de los setenta había continuado la serie que
éste inició sobre el otro famoso bárbaro howardiano,
Kull
el conquistador, para el que Conway entregó un puñado
de brillantes episodios que igualan en fuerza a los dos o tres
primeros números realizados por el guionista de Conan el
bárbaro.
Y como colofón a su época dorada en Marvel, en 1976
fue el hombre elegido para un magno acontecimiento comercial: el
primer crossover DC-Marvel en la persona de los dos héroes
más representativos de cada casa: Superman vs. Spider-Man.
El resultado, sin llegar a lo colosal de su formato, es tan
espectacular como era de esperar. Ross Andru se luce (seguramente
uno de los mejores trabajos de su carrera) en vertiginosas
secuencias de rascacielos aprovechando los generosos centímetros
de la edición, en una historia narrado con nervio aunque de lo más
intrascendente.
Quizá haya sido esto último, junto con el hecho de
no haber sido un gran renovador del lenguaje del comic, lo que le
haya impedido a Gerry Conway entrar en el olimpo de los genios del
guión. Pero posiblemente no haya pretendido otra cosa que ser un
buen contador de historias, sin alardes, sin complicaciones,
sencillas historias... ¡casi nada! |