El arquetipo del periodista en
la cultura popular es ambivalente: por una parte, representa una
especie de antihéroe, por bohemio y descreído, que busca la verdad
por curiosidad y por un sueldo escaso con el que pagar su alcohol
y su soledad; por otra, en cambio, es un aventurero quijotesco
que, ausentes los problemas cotidianos, dedica su vida a hacer el
bien rodeado de mujeres enamoradas y/o de fieles amigos que lo
admiran. Y como entre ambas caras cabe de todo, no es extraño que
el periodismo haya servido como profesión para numerosos héroes de
historieta. Desde los tebeos de la posguerra civil española –el
Periodista Pérez, de Pena, en el Chicos de los años 40-
al italo argentino
Lucas Amato,
coprotagonista y novio
de Cyber,
la heroína de Cybersix,
cómic
de los argentinos Carlos Meglia y Carlos Trillo (1992), hay una
pequeña legión de periodistas variopintos en la historia del cómic
y de los tebeos de todos los países. Y si a ello se une que los
primeros pasos profesionales de Georges Rémi (Hergé) fueran en una
Redacción, no es extraño que disfrazara a su personaje Tintín de,
efectivamente, periodista.
Los profesionales
de la información abundan entre los superhéroes del cómic
norteamericano:
Supermán,
que apareció en los cuarenta, es periodista en la vida civil y trabaja,
como Clark Kent, en The Daily Planet de Metrópolis;
Spiderman,
de los años 60, es el fotógrafo en The Daily Bugle
neoyorkino Peter Parker; The Question, la creación de Steve
Ditko en vísperas de los 70, no es sino
Vic Sage, reportero de investigación del canal
KBEL-TV de Hub
City; en los 80 aparece
un aliado de Batman, The Creeper, que, de persona, es el
periodista Jack Ryder, conductor del programa de televisión
Gotham Insider, de una de las cadenas de Ciudad Gótica...
Y, en fin,
uno de los guionistas más reconocidos, Warren Ellis, es el
autor de la reciente Transmetropolitan, una fábula sobre el
futuro inminente y deprimente que protagoniza por un periodista
desequilibrado, Spider Jerusalem, un crítico feroz del sistema de
la cruz a la raya, desde la religión a los propios medios de
información.
Y en otras
culturas, lo mismo: el italiano Hugo Pratt, autor de culto, es el
creador de Asso di
pícche (1945) con
guión de Alberto Ongaro –quien con Dino Battaglia y Mario
Faustinelli conformaban el Grupo de Venecia-, un superhéroe
a la americana disfrazado bajo la personalidad de Gary Peters,
periodista. Y una de sus grandes creaciones fue dibujar las
aventuras de un personaje creado por uno de los grandes escritores
de cómics, el argentino de origen alemán Héctor
Oesterheld, quien se inspiró para su personaje en un periodista
real, el corresponsal norteamericano de guerra Ernie Pile, ganador
del Pulitzer y que murió en una acción bélica poco antes de que
terminara la guerra. Pile escribió: «Aquel día había visto matar
fríamente a un hombre, a un soldado. Eso me indujo a escribir para
desahogarme de tanta muerte... Sé que ni Life ni Time
ni ninguna otra publicación que se respete compraría este relato.
Quizá sea un relato amargo, pero creo que así es el verdadero
heroísmo. El relato que mira a la realidad de frente sin falsos
pudores... Con sus porquerías, sin buenos ni malos...». De modo
que Ernie Pike, el corresponsal de guerra de papel, recogía esa
realidad: con la guerra pierden todos e incluso los que ganan,
lloran, sufren y mueren... Como el propio Oesterheld, secuestrado
por los sicarios de la dictadura militar argentina de los años
1970 y asesinado junto a la mayor parte de su familia. En el
tenebroso Buenos Aires de los setenta y en el superviviente de los
ochenta vive El Loco Chávez, un periodista “muy piola”
creado por el citado Carlos Trillo y dibujado por Horacio Altuna.
La “canallesca” española.
Muy distintos a
los periodistas de los tebeos españoles. Aquí,
El Reporter Tribulete, que en todas partes se mete, la
creación de Guillem Cifré para el Pulgarcito de Editorial
Bruguera de los primeros cincuenta es un retrato bastante
aproximado de la consideración social del periodista en la
posguerra: trabaja en El Chafardero Indomable, sufre la
tiranía laboral de su jefe, un individuo aficionado al maltrato a
quien el
mobbing
le parecería sinónimo de hacer el amor, y de sueldo tan escaso ha
de mudarse de su humilde piso de alquiler en la calle del Pez a
una miserable pensión piojosa... Pero a la competencia no le va
mejor: los periódicos que aparecen en las historietas de posguerra
se llaman como se merecían: La Bola, La Trola..., lo
que eran. Luego hay
quejas de los pocos periódicos que se leen en España...
Es decir,
que lo que en otras culturas era arquetipo de aventurero, noble y
generoso, en la España de la misma época era gente apenas común,
superviviente en el franquismo... En fin, lo que eran: para
el director general de
prensa Tomás Cerro Corrochano: «Un periodista digno de este nombre
no puede tener otros señores que la verdad, la patria y el
servicio a ella», como para otros fascistas de la misma calaña:
Gabriel Arias Salgado: «Toda la libertad para la verdad,
ninguna para el error», o García Venero: «Un periodismo
técnico y políticamente al servicio absoluto de la patria (...) El
periodismo no será un negocio económico ni un arma política contra
el Estado(...). El periódico y el periodista servirán al Estado».
Ya lo había dicho el partido único de
la dictadura, Falange
Española: «Para una tarea de siglos como lo es el
nacionalsindicalismo necesitamos armas inéditas que jamás se hayan
empleado. A un Estado fuerte corresponde una prensa fuerte. No
puede existir fortaleza en la prensa si ésta obedece a otros
móviles, políticos o particulares, diferentes a los que inspira el
mismo Estado», siguiendo el dictado de Franco: «El periodismo es
una actividad al servicio del Estado; el periodista, un trabajador
de la Administración y la Prensa, un instrumento de acción
política». O sea, eso, El Repórter Tribulete, La Bola,
La Trola...
Aunque aquí
también tuvimos un héroe periodista de historieta, eso sí,
repeinado, replanchado y con corbata, en cuyo rostro Terenci Moix
creyó adivinar los rasgos del Ausente por antonomasia –el que no
está ni se lo espera-, José Antonio Primo. Se llamó Roberto
Alcázar –ojo al apellido y a Toledo- y se debió a las plumas del
dibujante –si así puede llamarse a todo el que dibuje- Eduardo Vañó y del guionista Juan Bautista Puerto, fundador de Editorial
Valenciana en el año 1940, que publicó sus aventuras en cuadernos
apaisados con el título Roberto Alcázar y Pedrín. El
protagonista es presentado en el primer cuaderno de la serie como
“un periodista e intrépido aventurero” que, en viaje trasatlántico
a Argentina para hacerse cargo de una cuantiosa fortuna, se topa
con un polizón, Pedrín, muchacho al que se aficiona -según Terenci
Moix, que de eso entiende- y al que hace su ayudante. El tal
Alcázar debía ser un periodista de ocasión, porque a pesar de la
riqueza, en vez de escribir terceritas de ABC, se
enrola de agente de la Interpol y, misógino y violento, se dedica
a difundir el nombre de “¡Eh-pa-ña!” por la rosa de los
vientos, al tiempo que su protegido prefiere el más racial
«¡Ostras, Pedrín!», versión edulcorada del radical
«¡Hostias,
Pedrín! ».
Las “malas compañías” ideológicas.
En parecido
potaje ideológico nació, diez años antes, el periodista Tintín. Un
joven Georges Remí, que desde joven firmaba sus dibujos con el
sonido de sus iniciales cambiadas, Hergé (Er-yé), que venía
de pasar infancia y adolescencia en un colegio y en el escutismo
católicos,
entró a los
veinte años a trabajar en el departamento de suscripciones del
diario también católico y de extrema derecha Le Siécle XX,
de Bruselas. Su afición al dibujo y su talento lo condujo a ser
aprendiz de fotógrafo e ilustrador en el periódico y en 1928, el
director del periódico, el abate Norbert Wallez
–un cura trabucaire, y tan
furibundo admirador de Mussolini como antisemita y anticomunista-,
le encargó crear un suplemento infantil, Le Petit Vingtiéme,
donde el 10 de Enero de 1929 apareció por primera vez
Tintín. Hergé
tomó como modelo a Totor, el personaje que dibujaba para la
revista scout, lo repeinó con un tupé de la época, le dio
como compañero a un fox terrier llamado Milú, como su primera
novia, y, siguiendo las instrucciones del extremista cura Wallez,
lo hizo periodista y lo mandó como enviado especial de Le Petit
Vingtiéme a la Rusia soviética. La historieta se titulaba
Tintín
en el País de los Soviets
y que se sepa es la única ocasión en que Tintín hizo de
periodista. O, dicen otros, de libelista, pues para trazar su
apocalíptica visión de la Unión Soviética Hergé se sirvió de un
panfleto llamado
Moscou sans voiles.
Por aquellos
años, la Rusia soviética era, naturalmente, el imperio terrestre
de Satán para una Iglesia católica asustada porque la URSS se
convertía en el faro de los proletarios de todo el mundo y en la
bienaventuranza de obreros y pobres en el reino de este mundo, y
la antigua esperanza y consuelo de los marginados para mejorar su
estatus en el más allá, la Iglesia se quedaba reducida al brutal
epítome de opio del pueblo.
Aunque Hergé no
necesitaba argumentos que su estricta educación y observancia
cristianas ya le había imbuido. Y, por si faltara algo, de
compañero de mesa en el periódico tenía a un impulsivo periodista
llamado León Degrelle, que luego aspiraría a convertirse en el
führer belga con su partido nazi Rex
y llegaría a ser colaborador de Hitler, quien le otorgó uno de sus
ridículos grados paramilitares, el de sturmbannführer,
de las tétricas SS. Un sujeto despreciable que, tras la derrota
del nazismo, vivió el resto de su vida escondido bajo las faldas
dictatoriales de Franco en España, pero que no sólo no renunció a
su vieja amistad con Hergé sino que en 1992 publicó un libro,
rápidamente prohibido, secuestrado e incluso quemado –siguiendo la
tradición nazi, quizá universal...- que se titulaba
Tintin, mon
copain! Y en el que no sólo reivindicaba que Hergé se inspiró
en él para su personaje sino la ideología fascista de Hergé y de
su héroe; para probarla publicó cartas, fotos, testimonios y,
¡horror!, dibujos inéditos de Tintín con el uniforme del ejército
belga
colaboracionista
con los invasores alemanes. Los tintinólogos y administradores de
su fundación y obra, que no pueden negar las raíces ultras de su
ídolo, achacan aquella etapa a “errores de juventud” y rechazan la
mayor parte de las afirmaciones del nazi Degrelle con la juiciosa
observación de que los muertos no pueden declarar pero en su boca
se le puede poner cualquier clase de declaraciones. En todo caso,
Hergé dijo en vida que se inspiró en las
características físicas de su hermano menor, Paul, para su
personaje.
Sin embargo, lo
cierto es que, el país bajo dominación alemana, y cerrados
Le Siécle XX
y su suplemento Le Petit Vingtiéme por las restricciones de
guerra, Hergé pasó a trabajar en el diario colaboracionista de los
nazis Le Soir. Tan cierto como que las aventuras que
escribió y dibujó de Tintín antes de la guerra, después de la
contienda las sometió a una profunda censura para reeditarlas,
podarlas e incluso talarlas de secuencias y expresiones con las
que, en los dulces años de la juventud, había proclamado su
ideología fascista, racista y autoritaria.
De hecho,
siguiendo la lógica del vencedor, Hergé sufrió la depuración que
siguió a la liberación de los países invadidos por los alemanes.
En pequeña medida, pero si un pájaro nazi como Alfred Krupp, el
magnate de la industria pesada alemana que armó a Hitler no sólo
con interés sino con amor y convicción, era excarcelado antes de
que cumpliera su pequeña condena y devueltos todos sus bienes
incautados, como a tantos, ¿a qué se podía castigar a un dibujante
de historietas cuyo fascismo era producto de su educación católica
integrista y de las “malas compañías”? Su mayor error fue ilustrar
un panfleto de Degrelle, su Histoire de la guerre scolaire,
pero nunca se había implicado ni en la estructura ni en la
violencia de los invasores y de sus correligionarios belgas.
¿Héroe, canalla, ciudadano del montón?
Ésos son los
hechos, las interpretaciones son libres y tan idiotas como la
capacidad de los intérpretes. Así, mientras que el actual
movimiento neonazi europeo reclama al primer Tintín casi como un
nuevo Mein Kampf y la Iglesia más conservadora lo reclama
como «un dibujante de Acción Católica de fama internacional» (en
la Revista Arbil, tengamos en cuenta que el partido nazi
belga, Rex, se llamó Christus Rex), los del extremo de enfrente
siguen viendo en el Tintín evolucionado las raíces extremistas del
primero: en Milú, a un perro racista que desprecia mezclarse con
“perros piel roja” (En Tintín en América); en la dipsomanía
del capitán Haddock, un homenaje al abstemio Hitler; en los dos
detectives idiotas Dupont y Dumond (Hernández y Fernández), una
crítica de la debilidad de los cuerpos de seguridad de las
democracias; en el profesor Tornasol, tópico de sabio loco, cuyas
locuras ambicionan potencias extranjeras casualmente comunistas y,
por último, pero no la menor acusación, en la ausencia de
relaciones heterosexuales la homosexualidad de Tintín, o por lo
menos su misoginia, dada la ausencia de mujeres en sus historietas
-peor, la cruel caricatura de la mujer en la figura de la cantante
de ópera Bianca Castafiore-, sin entrar en que algunos, quizá
definitivamente obnubilado por los efluvios dopamínicos de su
pensamiento, lo tachan de zoófilo por su relación con el de todas
formas manejable, e imagino que adorable, Milú...
Los tintinólogos,
especie de Legionarios de Cristo si Hergé fuera el Mesías,
devuelven argumentos como quien da reveses a una pelota de tenis.
Y concluyen lo que concluiría cualquiera: Como gran parte de los
dibujantes de historietas, Hergé es un artista venido a
menos, y si los artistas adolecen del vicio de la cultura,
los dibujantes de historietas suelen ser autodidactas, de manera
que recogen en sus historias los tópicos corrientes en la
sociedad, los que refleja la cultura popular. En la que, por
ejemplo, la idiotez policial es moneda corriente –desde Charlot al
chiste: la policía no es tonta: ve colillas con marcas de lápiz de
labios y dice: ha fumado una mujer-; el alcohol es un grave
problema social y un drama en muchas familias y círculos
restringidos; la liberación de la mujer empezó en los años setenta
(¡En Suiza no pudieron votar hasta 1953!) y anteayer, como quien
dice, fue la marcha por los derechos civiles de los negros de
Martin Luther King... Hemos avanzado mucho desde 1968, pero no se
puede pedir que lo asuman de la misma manera el nacido en 1907,
Hergé, que al nacido en 1947 ni mucho menos a quien vivía antes de
la II Gran Guerra que a finales del siglo XX.
Un tal
Alex Tornasol,
un tintinólogo que escribe en una de las numerosas páginas
de la Red dedicadas a Hergé-Tintín (la
chilena
http://www.ergocomics.cl), define el
raro atractivo del personaje con lúcida sencillez:
«¿Y juzga? ¡Jamás!
Tintín es un liberal. No entra
nunca en los defectos ajenos. Con similar paciencia tolera el
carácter dipsómano de Haddock, que la ineptitud de Hernández y
Fernández, como los desvaríos vocales de la Castafiore. Sólo
cuando se pone en peligro la situación del grupo es cuando
denuncia la actitud improcedente de alguien. Pero es un pronto, un
instante, un ajuste de la acción. Entonces, si
Tintín es tan sencillo, si su
personaje aporta tan poco, ¿cuál es su papel, cómo ha llegado a
protagonista? Pues precisamente gracias a su modo de ser».
Es verdad que no
se refiere al primer Tintín, el que militó contra los
revolucionarios soviéticos y el que enseñó a los
negritos del Congo que su patria era Bélgica y el putero
compulsivo Leopoldo II, su monarca “por la gracia de Dios”, pero
sí es el que, convenientemente pasado por el tinte de los modales
democráticos vencedores de la II Guerra Mundial, se ha fijado en
la retina de la memoria histórica universal.
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