La posmodernidad
frustrada.
Fermín Solís es el que mejor parado sale de este repaso, al menos tras
la lectura de su reciente libro de historietas con aires a comedia
romática clásica No te quiero, pero… (Astiberri: lecturas
compulsivas). En lo que aparenta ser un referente al Buddy Bradley de
Peter Bagge, Solís nos presenta a un conjunto de personajes que se
desenvuelven en el tejido de lo cotidiano pero con un seductor
planteamiento de partida: los caracteres están definidos y las líneas de
relato se adivinan interesantes. Para lograrlo, el extremeño juega con
el diálogo punzante sobre las relaciones de la pareja mediante
comentarios a pie de estante de singular ironía y que entroncan con una
autocrítica de esta historieta slice of life que venimos
padeciendo en España en los últimos años: «¿Cómo puede venderse
esto?!... Fíjate, no tiene estructura alguna, es totalmente lineal»,
dice uno de ellos.
No es esta ironía, este saber qué se está cocinando, lo único que hace
destacar a Solís por encima de los demás creadores de historieta
intimista y con flecos de autobiografía. Este tebeo, como otros del
autor, al menos plantea una historia interesante, dotada de frescura,
sorprendente a cada página, y que intercala otras historias paralelas y
curiosas (como la del “Chico gaseosa”, aunque un poco traída por los
pelos…). Solís, además, se esfuerza por estructurar algo sólido, crear
vínculos y emociones, retratar aspectos de la vida actual que reflejan
frustraciones pero también acciones, empresas, vivencias. Además, de
cuando en cuando, salpimenta el discurso con momentos divertidos («¡¡el
filete!!»), bien alternados y justos. Por ejemplo, el apunte tonto de la
fijación de los chicos por unos turgentes pechos femeninos queda
resuelto con simpatía mediante la viñeta tercera de la página 51, donde
el “inmortal” aparece mosqueado por desatención.
Sutileza y humor. Bien combinados.
Los personajes están escasamente acartonados (Martín es el asentado;
Julia, la zorrona; Marco, el perdedor; Isa, la vitalista; los padres de
Isa, angustiantes y amargados, acaso resulten los más turbadores del
conjunto), se juega con la temporalidad (las tres edades de Isa, algo
confusas en su seguimiento, problema que Solís solventa hábilmente con
la gama de grises) y hay frases célebres. «No me enfado, pero me duele
que no me comprendas». El autor juega con la combinación de silencios
(excelente el ensayado en la pág. 35), aunque ocasionalmente esta
estrategia resulte forzada. Y encontramos algunas páginas realmente
malas (como la 41), donde se evidencia que dibujar planos abiertos no es
el fuerte de Solís y que está más cómodo y obtiene mejor resultados con
los encuadres cerrados y en corto.
Es interesante el tratamiento de los sexos que hace Solís. Ellos no
saben lo que quieren, dudan, acusan falta de carácter y madurez,
mientras que ellas sí saben qué pedir a la vida y actúan en
consecuencia, resolutivas, seguras. En este sentido, es Julia el
personaje más fuerte, junto a Isa. Y, finalmente, hay una digresión
interesante a la altura de la página 42 sobre Raymond Carver, autor
fetiche de las posmodernidad literaria (más conocido por haberse llevado
al cine su obra Vidas cruzadas) y que se propone como ejemplo del
valor de una obra que nada narra.
A
Carver, recordemos, le interesaba ante todo la perturbación de lo
cotidiano, escribir sobre cosas corrientes empleando un lenguaje
accesible pero consiguiendo que esos objetos adquieran gran fuerza y
presencia en el relato, de modo que la cotidianidad inerte interactúe.
Se ha querido ver posmodernista la literatura de este autor (también
tenido por minimalista) pero quizá no se deba trasponer su filosofía
literaria a las obras de historietas que han medrado a su sombra. Quizá
tendríamos que revisar nuestro paquete limitado de -ismos y atender a
Todorov cuando distinguía entre posmodernismo y ultramodernismo, pues
estas obras realmente no implican un abandono radical de la modernidad o
la renuncia a la representación de las formas concretas del mundo y su
carácter sistemático. El posmodernismo no aspira a la ilusión realista,
renuncia a la composición sistemática y racional y enlaza con las
tradiciones pero no se somete a ellas, juega con las formas que
provienen de la cultura popular sin por ello confundirse con ellas… Y en
el caso de las historietas no hacen sino refocilarse en la cultura
popular de la que provienen, en un ejercicio de autofagia insistente.
El freakie de
la historieta de Solís denunciaba que no pasaba nada en las novelas de
Carver, como en los cómics de Michel Rabagliati, Seth o Adrian Tomine.
Amén de que en los tebeos de Seth sí “pasa”, estos nuevos tebeos ¿buscan
la vacuidad troncal del relato en función de gozar de entidad propia?
¿Se opera un refugio en la cotidianidad en contraposición al escapismo
fantástico? No lo creemos, porque en la historieta no todo es argumento.
No se trata tanto de los temas elegidos como del ritmo narrativo y de la
puesta en escena.
El desarrollo de este
libro de Solís discurre espléndido pero se interrumpe en la página 60, y
no parece que la historia continúe o siga. Desconocemos el destino de
cada uno de los personajes. La pregunta que surge es, entonces, si el
tebeo como objeto y su puesta en página han gustado… ¿Importa el
coitus interruptus? Realmente, creemos que sí, aunque al menos en
este tebeo el conjunto está bien narrado y se lee con gusto.
No ocurre igual con El vecino, tebeo de Santiago García y Pepo
Pérez que ha gozado de edición lujosa (buen papel, buen color,
encuadernación en cartoné) y que ha gozado de buena crítica. Acaso
porque los autores también son críticos de historieta, amigos de los
críticos que les han hecho las mejores reseñas posibles, y bien
relacionados autores que difícilmente podrán recibir juicios negativos
salvo que provengan de los nichos de la crítica levantisca que se lanza
en foros de Internet con respaldo argumentativo nulo.
El vecino
es a la vista
un buen tebeo, bien dibujado y editado, un estupendo producto. La
historia no se sale de los márgenes de la slice of life, cuyo
interés reside en explorar los sentimientos cotidianos de personajes
antes que en desatar la acción. Logran una aparente sensación de
realidad sus autores con un relato muy retenido, transmitiendo así la
verosímil atmósfera de cotidianidad mediante grupos de viñetas
abundantes que endentecen el relato. Y se comprueba que Pérez, que es un
buen dibujante, ha trabajado mucho el escenario por donde se mueven los
personajes, en una labor de script admirable que dota de realismo
las escenas de la historia. Los estilemas de Pérez son toscos pero
funcionales; su color narra y es muy correcto y con él obtiene ambientes
definidos. En realidad, el mejor personaje de la historia es la ciudad
que Pepo dibuja, con sus luces y sus fachadas, sus obras a pie de calle,
sus inmigrantes, sus esquinas… Lo mejor del tebeo son los planos
generales de esta ciudad, este escenario de la comedia de la vida
urbanita en el que todo queda amortiguado por su vastedad y nada ocurre
en realidad.
Porque El vecino
es como una historia de superhéroes pero sin superhéroes, sin
acción, sólo una ración de cotidianidad. Las secuencias urdidas por
García, bien montadas por Pérez, por lo común resultan forzadas dando
como resultado un relato estirado. Todo se ralentiza en la historia y
conduce hacia un momento álgido que nunca llega. La “aventura” podría
haber sido contada en la mitad de páginas, en suma.
Además, los
personajes están bien construidos pero resultan acartonados: la
periodista inteligente (que deja de serlo cuando no es capaz de ver lo
obvio), el hombre apocado y de baja autoestima incapaz de decir que no
(pero que adquiere revistas eróticas en el único establecimiento y en la
única caja donde no debería hacerlo), el tipo seguro y atractivo que
oficia de superhéroe (y que no acaba de convencer), la chica de
supermercado, decente y mona (que parece salida de una fotonovela). Los
dos personajes centrales, los vecinos, son las caras opuestas de la
misma moneda, el uno admira lo que tiene el otro y ambos se sienten
excluidos (por sus complejos, por su responsabilidad y dependencia).
Aparte de este contraste, que es el que da juego a esta historieta, lo
demás apenas aporta nada.
De acuerdo con que
se vertebran dos identidades que sufren cambios. Javier / Titán y
desarrolla una adicción que le anula y le excluye. José Ramón, por su
parte, observa una tímida evolución de carácter que lo hace madurar,
pero es tan leve… Y a uno le asalta la pregunta, a la luz del final
truncado: ¿existe la pretensión de que compremos otro álbum para ver
cómo evolucionan estos dos tristes personajes? ¿Y por qué esas
secuencias tan largas para narrar tan poco?
El vecino
superhéroe es cutre y triste. Parte del atractivo de la obra descansa en
ver cómo se desenvuelve un personaje de esta índole en la “vida real” y
cómo lo vería un ciudadano medio. Una entelequia que era el eje de los
cómics de DC de los sesenta y que Marvel supo renovar pero que, hoy,
aburre mortalmente o al menos no parece precisar una revisión. Las
ficciones superheroicas se aguantan sobre su propia estructura de
suspensión de la credulidad, y como lo que se pretende aquí es socavar
esa suspensión, el objetivo fracasa estrepitosamente y la historia “qué
sería de un superhéroe si…” no deja de ser un what if…? lastrado
por su obviedad.
Es cierto que las
palabras que el guionista ha empleado resultan muy medidas, ajustadas,
bien escritas. Pero el guión de García, por pulcro, resulta agobiante.
Todo está encajado y todo contribuye a construir el relato falso y sin
desenlace y el carácter de los secundarios resulta mecánico (véase la
secuencia en el metro, la charla circunstancial de las chicas del
ascensor del Cosmos). A la altura de la página 26, el tebeo se va
cayendo de las manos, y más aún se precipita cuando los personajes
siguen reaccionando con antinaturalidad. Se trasluce que se trata de una
historia germinada en la mente de aficionados a los cómics de los
setenta y primeros ochenta, imbuida por el deseo de hacer historieta
posmoderna a la Seth pero que se queda en algo banal, y que apenas
divertirá a un no aficionado a los superhéroes.
La aparición del
antipersonaje Víctor da el tono patético al final de la obra, donde todo
deja de sostenerse para entrar en un plano en el que o bien permaneces
en el mundo de ficción superheroica o te plantas en el mundo cotidiano
del obeso tímido e inadaptado donde los planos secuencia exagerados
parecen indicar que esta última relación triangular es lo realmente
relevante de la obra. Y claro, al cerrar el tebeo queda la duda de saber
a quién le interesa esta reflexión sobre los sueños de adolescente friki
o sobre la juventud frustrada por el aspecto físico y el carácter
pazguato. ¿Tanto atractivo tiene un desapasionado encuentro entre
personajes fracasados?
Paradójicamente,
resulta chocante que uno de los autores implicados en El vecino
emitiera el siguiente comentario sobre Blankets, otra obra que
editó el mismo sello Astiberri: «Unos cuantos episodios bastante
vulgares de la infancia del autor, un primer y casto amor adolescente,
poco más. Las cuitas religiosas y los problemas de integración de
Thompson no consiguen interesarnos, hay secuencias bochornosamente
obvias y una sensiblería general que roza lo pueril.» (Rock de Lux,
núm. 219).
El vecino
no merece tanta
invectiva. El calificativo se queda en “banal”.
Otros tebeos en los
que hemos creído ver insustancialidad recientemente también han sido
editados por Astiberri.
Uno es el trabajo
de Sergio Córdoba malas tierras, cuyo número 1 apareció en
febrero de 2004. Este cómic de Córdoba, en el que también participa
Santiago García, trata de historietas cercanas que discurren de
universos urbanos, identificables por el público comprador (vinculado a
esos espacios y vidas), que viene a pertenecer más o menos a la
generación desorientada de los setenta (crecidos en los ochenta). El
tebeo podría representar a cualquier da los otros tebeos posmodernos de
este tipo, de entre 20 y 30 páginas, de dibujos hechos con pulso tierno
e historias por lo común ligeras.
Astiberri se porta
con la edición, de nuevo. Córdoba coincide con el resto de los
representantes de esta modalidad de cómics en relatar la frustración,
donde lo urbano es un contexto ineludible y no ha lugar a la aventura,
ni siquiera a la aventura interior. No parece ser que este autor siga
esta tendencia como un rechazo a la fantasía, sólo parece responder a un
período pendular en nuestra historieta en el que se augura algo mejor,
un esperar. Para ello nos sirve de ejemplo claro la primera historieta
de este tebeo, que queda en suspenso con una floja excusa y una muy
tímida promesa.
Vuelve a plantearse
la cuestión ¿a quién le interesan estas historias y qué cuentan en
realidad? Transmiten emociones comunes, sentimientos fugaces que acaso
no se ven representados en otros medios de comunicación abundados en la
artificiosidad y el todo vale en función del mercado… No hay
trascendencia de ningún tipo, sólo un retrato; aparentemente una
identidad. Más, si en estos cómics no se consolida un reflexión sólida
sobre la pérdida de la libertad de los treintañeros en la sociedad
globalizada y cruel, o no se manifiesta de manera vibrante la añoranza
de una felicidad intuida en los ochenta que se quedó en invasión
cultural foránea, estos cómics acaban siendo refugio de reflexiones casi
por lo general anecdóticas y vacías.
Repasemos las
historietas que componen este tebeo para percatarnos de ello: “Quique”
es la representación de una insatisfacción. “Rocky Ericson, coño”, con
guión de García, es una historieta rígida en su diagramación y montaje
(el juego plano-contraplano contribuye a lo anodino aquí, que sólo sirve
para observar como el guionista da rienda suelta a su pasión por la
música). “Felicidad” es la obra más interesante de esta primera entrega
de malas tierras, por su visión subjetiva y por un dibujo
estupendo. Y retrata muy bien una juventud sin objetivos, sin ideales, y
no muestra un desenlace claro, porque a la postre es la historia de una
borrachera cuya resolución es el vómito.
Los desenlaces de
este conjunto de historias se ordenan así: frustración, beso,
adocenamiento, insatisfacción, vómito. La resultante es el vacío. En
suma, trivialidad.
Algo parecido
sentimos tras la lectura de Siempre la misma historia, tebeo que
Astiberri le ha editado recientemente a Juan Berrio, para el cual pidió
colaboración a L. Gómez, M. Hidalgo, M.B. Núñez, S. Sequeiros, F. Solís
y S. Uve.
Berrio,
aparentemente interesado más en los juegos con la imagen que en el
desarrollo de personajes, obtiene gran favor por parte del prologuista,
Entrialgo, quien habla de la serenidad en los personajes de Berrio, una
dejadez vital (indeterminación) que él ve “meditada” añadiendo que si
bien hay resignación en los personajes al final, éstos intentarán
alcanzar sus objetivos en siguientes aventuras sin desánimo.
Pero este tebeo no
es otra cosa que doce historietas cortas, donde se habla de cosas chicas
y grandes de la vida, que de entrada parece otro canto a la frustración.
La primera de las historias, “Ese día”, es una composición simple de
dibujo pasable que nos habla de la frustración resignada. “El náufrago”,
con dibujo de Manolo Hidalgo, resulta muy interesante gráficamente, pero
la historia es una suerte de frustración cíclica. “El señor imbécil”, la
tercera historia, consiste en una atractiva creación de un espacio
paralelo (el autobús de los atracos) y una realidad otra y goza de un
desenlace imprevisto y sorprendente que resulta ser lo mejor del tebeo.
La cuarta, “La prueba”, con Sequeiros, muestra un grafismo
extraordinario que sirve de vehículo a un contenido vacuo para insistir
en la frustrada vida del conductor urbanita. En “La hora” se admite con
desenfadado conformismo la llegada del fin del mundo. “Historia de C y
M” también resulta muy interesante en su estructura, con viñetas nexo
planeadas escrupulosamente por Berrio, aunque el final es tópico. Sin
embargo, “La verdadera historia de C y M” no interesa en absoluto pese a
ser de F. Solís, porque desestructura el encuentro y lo vuelve
fracasado, un desencuentro.
La séptima
historieta, “Un hombre”, es un ejercicio sobre la condena cíclica que
carece de interés. “Miedoso”, de Sandra Uve, refleja el miedo como
frustración de toda comunicación. “La cita de su vida”, novena
historieta del álbum, tiene un desenlace falto de originalidad aunque
lleva deliciosos dibujos de Berrio y mensajes interesantes: «(…) y
encima me devora esta ciudad», en los que se había fijado Entrialgo para
escribir su prólogo. La décima historieta, “Palabras”, de M.B. Núñez,
que no deja de dibujar infiernos, trabaja con desarrollos francamente
fascinantes para narrar otra frustración, la del intelecto, por causa de
sus esperanzas vanas. Se cierra el volumen con “Qué asco morirse”, una
bobada consistente en un finado que se siente frustrado porque otro le
roba protagonismo.
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