Nacido en Blanca, el 25 de Noviembre de 1933, Luis Molina
destacó desde su más tierna infancia en dibujo, cuando en una pizarra
pequeña y provisto de un pizarrín les hacía dibujos a sus compañeros que
le demandaban con entusiasmo. Fue en el colegio donde creo su primer
cuadernillo, una serie de tres números con el título La Selva Negra,
que pasaba a sus compañeros posteriormente para su disfrute con la
consiguiente demanda de más. Todo esto ocurría a la edad de 16 ó 17
años, en una época en la que los amigos y conocidos se iban de paseo
mientras Luis se quedaba dibujando en casa, algo que le hacía disfrutar
plenamente.
Molina cursó Magisterio en Murcia. Durante todo este
tiempo se dedicó a su gran pasión, pintar y dibujar, teniendo como
referente la máxima del profesor Jarre, catedrático de la Escuela de San
Alfonso de Barcelona: «poco hay del dibujo pintado a pintura dibujada».
En el campo pictórico, siguió investigando en las diferentes disciplinas
(acuarela, guache...) y consultando todos los referentes más
interesantes que caían en su poder y, en cuanto al cómic, Molina se
define en aquel tiempo como un entusiasta de los tebeos. Su máxima
pasión era ser dibujante de historietas, ya que admiraba a los grandes
autores americanos y españoles del momento. Estuvo tentando a toda
editorial de tebeos que conocía, desde Barcelona pasando por Valencia
hasta Andalucía. Se da la anécdota que en 1952, en Bruguera, el director
técnico procedía de Águilas, ciudad costera murciana, e intentó
introducirlo en la editorial, pero no pudo ser porque su estilo no llegó
a interesarles.
Con la murciana Gráficas Belkrom, de la que conocía a su
responsable José Geromo, hizo ilustraciones para etiquetas y también
estuvo a punto de colaborar en una colección de cuadernillos de los que
ya había realizado algunos guiones, pero el propio y prematuro cierre
editorial le dejó con la miel en los labios. Molina mantuvo contactos de
interés con Maga, dónde le atendió personalmente Manuel Gago que, aunque
se quedó con un primer cuadernillo de la serie Puño de Bronce y
le pidió otras muestras periódicamente para mantener el contacto, no
llegaron más allá. Otro intento fallido fue con la editorial Rollán de
Madrid que le pidió ilustraciones para una novela; allí, aunque le
ofrecieron total libertad para la realización, el trabajo efectuado a
plumilla fue rechazado por problemas técnicos para su impresión. Molina
tuvo que rehacer las ilustraciones haciéndolas más sueltas y sin tantas
masas de negros, lo que ya no interesó a la editora, malográndose la
idea. También para esta editora creó una novela de suspense: El
asesino anda cerca, su única semilla en el mundo de la narrativa
que, igualmente, quedo truncada, cuando no pasó la censura de la época.
Fue en 1962 cuando la Editorial Andaluza con sede en
Sevilla la que, interesada por el estilo tan acabado y ágil del autor,
le invitó a trabajar con ellos, publicando inicialmente la mencionada
serie de completa autoría Puño de Bronce. Esta colección narraba
las peripecias de un valeroso egipcio enfrentado a los “reyes pastores”
de las montañas de Siria que pretendían imponer su dominio en los
territorios del protagonista y, además, esclavizar a su amada. A la par,
vistos los buenos resultados, le cederían la colección Torg, Hijo de
León que hasta entonces venía dibujando un autor más mediocre
llamado Arturo Roldán. Molina, para hacerlo más suyo y no considerarse
como un continuador del trabajo de otro, cambiaría el titulo por
Príncipe
Torg
de León. Todo ello le llevó a resentirse en su dibujo, ya que él
dibujaba más por ilusión y placer y el verse sometido a la creación
íntegra semanal, guión, dibujo y portada, le supuso mucho stress y una
bajada en la calidad gráfica entre los primeros y los sucesivos
ejemplares. Problema que se incrementaba cuando debía realizar, a final
de año, los almanaques de las colecciones bajo su dominio.
Molina recibía 1.500 pesetas por número y semana, lo que
hacía al cabo del mes una sustanciosa cantidad. El trabajo lo realizaba
en su domicilio y lo enviaba por correo a Sevilla, a pesar de que Diego
Siménez de Cabo, el editor, pretendía ponerle un estudio en el taller
(cuyo personal de plantilla estaba compuesto por el maquinista, el
contable, un primo de Diego, y cuatro plegadoras; el resto, los
dibujantes, eran colaboradores) de la capital andaluza para tenerlo más
cerca y con comodidad a lo que Molina se negó. Diego tenía a su tío
Enrique, apoderado del Banco Urquijo, como principal aval para llevar
adelante el negocio editorial, pero como era un hombre muy joven,
atraído por la buena vida y el gasto generoso, hacía que los ingresos
fueran inferiores a los gastos, lo que le fue llevando paulatinamente a
la bancarrota dejando a Molina con impago de los últimos números de
ambas colecciones (que, además, quedaron inéditos), las colecciones
inacabadas y todos los originales, perdidos, ya que el autor nunca pidió
devolución de los mismos. En 1964, Molina puso fin no sólo a esta
relación sino a todo contacto futuro con el cómic.
Posteriormente, en 1966, viajaría a París donde intentó
realizarse como pintor de manera autodidacta, y en los tres o cuatro
meses que duró su residencia incluso realizó alguna exposición. Como no
sacaba nada en claro, regresó a Murcia en 1967 dedicándose al oficio de
pintor. Igual pintaba cuadros que pintaba una casa y fue, en este
momento, cuando decidió casarse con la novia que tenía desde hacía
algunos años y con la que «me hablaba desde hacía tiempo», tras lo cual
marchó a Barcelona con la idea de dedicarse al cómic o a la ilustración.
El campo editorial barcelonés era muy extenso, pero tras
un mes de estancia, Molina entendió que la humedad ambiental y el
problema de reuma que padecía no eran compatibles y su salud se agravó
un tanto, por lo que cambió su residencia a Madrid, viviendo de precaria
manera. En este momento de su vida decidió ir por lo seguro y usando su
titulación de magisterio, logró dar clases de dibujo en diversos
colegios: Torrelodón, Pozuelo y en el Liceo escolar, aunque las actas de
clase las firmaba el titular de la materia, un licenciado, y él la
impartía. Mientras desempeñaba esta actividad, realizó cuadros por
encargo y algunas exposiciones.
Cursó estudios de Artes y Oficios en Madrid para poder
conseguir firmar por sí mismo esas actas y progresar en su trabajo como
le recomendaban los directores de cada centro. Molina aclara que lo
único que consiguió allí fue la titulación, pero pocos conocimientos:
«La experiencia y las técnicas se aprenden con el trabajo y la
investigación diaria».
Con la licenciatura en el bolsillo empieza a ejercer la
docencia en el colegio de San Rafael en Cuatro Caminos pero,
desgraciadamente, al director no le concedieron una subvención y tuvo
que prescindir de sus servicios. Un poco cansado de la docencia, probó
suerte en el ramo comercial e instaló una tienda de ropa infantil. Pero
el negocio no fue prospero y hubo de cerrar sus puertas. Tras 20 años de
vida en la capital donde tuvo la suerte de gestar a su hijo Fidel,
volvió a la tierra de sus orígenes, Blanca, donde comenzó otro aspecto
de su dedicación, pintar e ilustrar las iglesias de la localidad de
Abarán, a la que seguirían frescos para la ermita y la iglesia de la
Ñora, entre otras.
Su azarosa vida personal, separación incluida, le hizo
apartarse un tanto de su dedicación pictórica, a la que por fortuna,
pasado un tiempo y enderezado su equilibrio emocional, volvió para
continuar con la pintura en forma de encargos y exposiciones. Poco ha
hecho desde entonces fuera de esto, alguna ilustración para el diario
La Verdad en 1990 o para revistas locales como Alboraña, así
como ilustraciones para etiquetas y catálogos de diversas empresas
murcianas.
Aún
hoy, aunque apartado del mundo del cómic, atesora mucha información
sobre el medio y sus autores como el gran aficionado que fue y que sigue
siendo desde su retiro. |