Aquel que (...) no palpitara vivamente
en presencia de un maestro, carecerá siempre de
una cuerda en su corazón. Balzac
No puedo precisar el momento exacto de
mi encuentro con la obra de Luis García.
Durante mi infancia, eso puedo asegurarlo, sus
álbumes estuvieron ausentes. Para acceder a ellos
habría tenido que viajar hasta el corazón de
Salamanca, a la biblioteca pública Gabriel y Galán.
El problema consistía en que, para llegar allí,
tenía que cruzar la carretera de Madrid y ésa era
una frontera que mis padres nunca me dejaron
traspasar solo.
Supongo que el encuentro tuvo lugar años
después, en el ecuador de la adolescencia, cuando
empecé a moverme en el mundo de la historieta y los
historietistas. A principios de la década de los
noventa, un grupo de autores (entre los que
destacaban Tomás Sánchez, Máximo Hierro
y el hoy célebre dibujante de superhéroes Manuel
García) intentábamos poner en pie un fanzine.
Aparte de encontrarnos en algunos bares, las
reuniones del colectivo se celebraban los sábados
por la mañana en una amplia sala de la iglesia del
Arrabal, espacio que nos había brindado un amigo
vinculado al escultismo católico. Acicateados por el
frío que se respiraba entre aquellos muros,
hablábamos de lo divino y lo humano; y también de
los profesionales españoles de los años setenta y
ochenta, cuya obra yo desconocía en absoluto y,
fruto de esa ignorancia, desdeñaba en su totalidad.
En aquella época sí recuerdo haber
pasado mañanas enteras en el último piso de la
biblioteca Gabriel y Galán, leyendo y releyendo los
espléndidos álbumes de Ediciones de la Torre que
recogían parte de la producción de aquella
generación. Puede que, por entonces, Tomás o
Máximo se hubieran anticipado prestándome
alguna historieta suelta publicada en Totem o
Cimoc; o que mi primo, el también dibujante
Víctor Gómez, me hubiera traído de Barcelona
algún ejemplar de la revista Troya adquirido
en el mercado de San Antonio; sobre este punto, no
puedo ser categórico. Pero debió ser en la
biblioteca, al calor de la calefacción, donde
descubrí de forma sistemática el talento de
Carlos Giménez, Adolfo Usero, Ventura
y Nieto, Alfonso Font... y, por
supuesto, Luis García.
Faltaría a la verdad si dijese que esas
primeras imágenes (pertenecientes al libro
Etnocidio) quedaron grabadas en mi retina con
tinta indeleble. Como buen adolescente, yo cultivaba
el hábito de ignorar el esfuerzo de mis mayores. Los
dibujos de Luis, formalmente impecables, me
resultaron fríos e, incluso, “fáciles”. Yo tenía tal
inocencia y tal confianza en la valía de mis amigos
dibujantes que pensaba que cualquiera de ellos,
pertrechado de la oportuna documentación gráfica,
podría haber elaborado aquel álbum mucho mejor que
su propio creador. La vida se ha encargado de
curarme esa candidez, aunque no haya conseguido
arrebatarme la fe inquebrantable en los autores con
quienes trabajo.
Volviendo al tema que nos ocupa, a la vista de
aquellas planchas, yo no podía dejar de concederle a
su autor “cierta habilidad” para el dibujo (el
encuadre, la composición y la iluminación eran
excelentes); pero eso carecía de importancia para el
adolescente que yo era entonces. Por añadidura, mis
opiniones estaban contaminadas por ciertas
“reflexiones” que entonces ocupaban las páginas de
algunas publicaciones sobre historieta. Para bien o
para mal, toda la teoría del medio que podía
conseguirse en Salamanca se reducía a la revista
Krazy Komics. Desde esa tribuna, un
indocumentado apostrofó a Luis (tildándolo de
“Calquitos” García) para, acto seguido,
deshacerse en elogios hacia las propuestas
pictóricas, mucho más efímeras, de cierto dibujante
estadounidense. Por desgracia, la mezquindad y la
ignorancia abundan (y suelen ir de la mano) entre
quienes juzgan los tebeos.
Poco a poco fui aprendiendo algo más
(nunca demasiado) sobre este medio; y ese
conocimiento adquirido debió dulcificar mi dictamen
sobre la obra de Luis. Para que este cambio
de parecer fuera definitivo, resultó necesario el
concurso de Felipe Hernández Cava. En nuestro
primer encuentro (en el que también participó mi
amigo Álvaro Pérez, excelente comisario que
fue de la muestra sobre Mafalda que se celebró en
Salamanca en marzo de 2004), Felipe habló de
Luis con cariño y hondura, y me vacunó, sin
ser él demasiado consciente de ello, contra las
ideas preconcebidas.
De aquel tiempo a esta parte, he
conocido y disfrutado otras obras de Luis.
Habrá quien admire el alarde técnico de que hace
gala en todas ellas, pero, a mi juicio, lo esencial
de su trabajo reside en la capacidad que demuestra
para comunicarnos el sufrimiento ajeno, disposición
de ánimo muy infrecuente en esta profesión. Desde
ese punto de vista, sea en el ámbito de los tebeos o
en el de la pintura, Luis ha demostrado ser
un digno hijo de Dostoievski. Por eso, cuando
Joan Navarro se decidió a editar Nova-2,
a Manuel Barrero y a mí nos pareció el
momento oportuno para entrevistar a su autor y
rendirle un pequeño homenaje.
Por otra parte, hablar con él, y quienes
lo conocen pueden atestiguarlo, es toda una
experiencia. Es un conversador nato, perspicaz y
apasionado, y está en posesión de una memoria
envidiable. En nuestras charlas sentí, desde muy
pronto, ese palpitar del que hablaba Balzac
en la cita que encabeza estas líneas; la cuerda de
mi corazón, supongo, debía estar bien afinada (o el
maestro Luis supo tocarla con delicadeza,
quién sabe). Guiados por esa incierta luz de
mediados de septiembre, nuestra relación fue
derivando hacia el ámbito de la complicidad desde el
primer contacto telefónico, propiciando un diálogo
que, sospecho, va a durar años.
Este modesto homenaje puede tener un interés
histórico para el crítico y, en general, el público
lector, pero la Historia, decía Francisco
González Ledesma, es «una mujer que se va con el
último que habla». Así las cosas, inmersos como
estamos en el mar de información que anega las
costas de internet, dentro de unos meses acaso nadie
recuerde nuestro pequeño tributo. Pero en mi ánimo
aún perdurará un recuerdo imborrable: el de haber
descubierto a un amigo.
Insisto, desconozco la fecha exacta en
que me topé con la obra de Luis García, pero
ahora estoy bien seguro de que el 2004 ha sido el
verdadero año del descubrimiento. |