Según
los postulados de Michel Foucault, a lo largo de los siglos XVIII y XIX
el delito se fue convirtiendo en patrimonio ideológico de la elite,
hecho reflejado en el vasto universo literario de la literatura
policíaca, donde los crímenes fueron siempre objeto de cálculo, gozosa
esgrima mental para intelectuales. Algo de esto aún pervive en la
fascinación que despiertan siniestros personajes como el doctor Hannibal
Lecter o este Grendel, creación del historietista Matt Wagner.
En
1982 estaba en curso una tímida renovación del género de superhéroes
cuyas convenciones fueron progresivamente reventadas en Marvelman
y Daredevil, series hoy clásicas firmadas, respectivamente, por
los británicos Alan Moore y Garry Leach, y el estadounidense Frank
Miller. Aún careciendo de la repercusión de sus compañeros de oficio,
Matt Wagner, apenas un adolescente en aquel momento, puso su talento
como narrador al servicio de tal movimiento haciendo de un arrogante
villano el protagonista de sus primeros trabajos profesionales.
Adscrito a la tradición de los célebres malvados del folletín y las
historietas de terror italianas (caso de Diabolik), y tomando el
nombre de las sagas nórdicas, Grendel mantuvo la tradicional doble
identidad y, por supuesto, el consabido disfraz, pero su creador lo
distinguió con una ética nihilista y amoral, inusitada en el entorno
maniqueo de los superhéroes y, para hacerlo aún más perversamente
atractivo, lo dotó de una personalidad agradable y carismático,
engalanándolo con el simbólico nombre de Hunter, el cazador.
A
lo largo de los veinte años transcurridos desde entonces, de los que
Norman Fernández realizó un extenso repaso en el catálogo de la
exposición El año que fuimos Grendel, el creador de Mage
ha mantenido una relación intermitente con el personaje, cediendo el
concepto para que lo desarrollen otros autores, dando pie a excelentes
seriales como Guerra de clanes de Darko Macan y Edvin Biuckovic,
y haciéndolo objeto de sucesivas encarnaciones, apostando por la
coralidad a la hora de estructurar sus propias historias, en las que fue
ganando importancia, progresivamente, el reparto de secundarios, sumando
nuevos matices de perversidad a los del propio protagonista.
Bajo el título de Grendel: Negro, Blanco y Rojo aparece ahora en
España el penúltimo fruto de esta esquiva relación gracias a la modesta
editorial vasca Astiberri. Los tres volúmenes de que consta la serie
compilan un puñado de truculentas ficciones escritas por Wagner para un
irregular elenco de dibujantes (les confieso, por cierto, mi debilidad
por la meticulosa y elegante puesta en escena de Tim Sale) en las que el
bitono –como ya ocurría en Devil’s Vagary, historieta dibujada
por Dean Motter en 1987 y recogida posteriormente en uno de estos
volúmenes- actúa como un recurso narrativo más.
Por
encima del interés que puedan suscitar los irregulares argumentos, es en
el capítulo narrativo donde esta obra revela toda su riqueza: sabia
distribución del montaje paralelo, hábil uso de la elipsis,
multiplicidad de voces en off, textos periodísticos usados para hacer
avanzar la acción, prosa ilustrada, flashbacks e, incluso, la
sinopsis de una biografía novelada, todo ello contribuye a construir esa
atmósfera amenazante en la que parece que nadie, ni siquiera el propio
Hunter Rose, escapa a las distintas categorías de la agresión.
Las
aristas de esa misma atmósfera, acentuadas por la sabia dosificación de
unos claustrofóbicos contrapicados, también se perciben en Grendel:
la hija del diablo, una narración de Diana Schutz (a la sazón,
editora y cuñada de Wagner) y el dibujante Tim Sale (eficazmente apoyado
por el colorista Teddy Kristiansen) que cuenta la historia de uno de
esos secundarios a cuya importancia hemos aludido líneas arriba y que
tan cruciales suelen resultar en la resolución de las distintas tramas.
Sirviéndose del recurso a la voz en off y un interesante mecanismo de
elipsis y retrospecciones estilizadas por una composición en la que el
diseño incorpora un valor añadido a la puesta en escena, volvemos a
toparnos con ese universo tan particular que tanto éxito ha tenido entre
cierto sector de la crítica.
Acaso la violencia que puebla el mundo de Grendel tenga alguna
finalidad, tal vez ayude a conjurar nuestras propias pulsiones agresivas
y a afirmarnos como comunidad frente a la intrusión del “Maligno”, como
proponen Jordi Balló y Xavier Pérez en su ensayo La semilla inmortal.
Sin embargo, en pleno siglo XXI, cuando parecíamos haber superado una
concepción aristocrática de la sociedad, debería sorprender el interés
por obras que deben tanto a una tradición elitista.
Para bien o para mal, Thomas de Quincey cabalga de nuevo. |