Durante los años sesenta, Luis García pertenecía a
una generación de dibujantes españoles que se
ganaban la vida trabajando para el extranjero,
dotados de gran mano para el dibujo y excelente
técnica, tan apreciados por sus colegas como
desconocidos para los demás.
El dibujo de Luis García era preciosista y
progresivamente dependiente de la documentación
fotográfica en que se basaba, atemperando todo ello
una secuenciación inteligente que recordaba, y
recuerda, la del Príncipe Valiente de Harold
Foster (tanto que los bocadillos parecían
intromisiones en la página). El momento cumbre de
esa primera etapa fue Las crónicas del Sin Nombre,
puñado de historias realizadas con guión de Víctor
Mora donde un personaje indefinido vagaba por épocas
y personas, presentándonos diversas historias. Era
una obra bastante personal que hasta incluía un
capítulo donde su “protagonista” se encarnaba en un
dibujante de tebeos y los autores manifestaban
mediante él su deseo de contar algo más comprometido
y valiente, social y políticamente hablando.
Porque esta obra es de principios de los setenta,
años de difícil situación política en España (y en
el mundo, con la guerra del Vietnam en pleno apogeo)
y de creciente asunción de la historieta como medio
de comunicación válido. Ambas cosas se conjuntaron
en algunos nombres de esta generación de dibujantes
que se consideraba comprometida con el país y con la
legitimidad del medio en que se expresaban. La
paulatina aparición de historietas de tinte
“combativo” en revistas y publicaciones de difusión
general contribuía a que los autores se sintieran
todavía más ideológicamente insatisfechos con su
trabajo.
Al menos ese parece ser el caso de Luis García, que
empezó a realizar una serie de historias cortas que,
posteriormente vendería a publicaciones europeas
como Pilote, Scop o Linus, que ya le
habían publicado Las crónicas del Sin Nombre.
Eran historias donde se alejaba de la ficción para
ahondar en el documento, tanto personal como
político, empleando una estructura de guión
completamente alejada de la fotonovela a la que
parecía ir derivando con su tratamiento fotográfico
de la viñeta. Historias que hablaban de indios
exterminados por la cultura norteamericana, de
desertores castigados por tener honor, de regresos
nostálgicos al hogar…
Inspirándose en el trabajo del Equipo Crónica y,
sobre todo en el de El Cubri, Luis García definió
una gramática para el documental en viñetas de forma
tan concisa e inteligente que desde entonces se
asocia indisolublemente a él, pese a nacer de forma
clarísima en los trabajos del citado El Cubri. Casi
podría decirse que es una clase de historieta que si
bien fue iniciada por otros autores, nunca fue tan
efectiva como en sus manos.
Lo que en manos de otro podría parecer un collage de
imágenes independientes, con dibujos propios o
reciclados de pinturas de Charles M. Russell o Frank
McCarthy, partiendo de fotos de películas o de
amigos, aquí se ordenan con inteligencia sobre el
papel, estableciendo una continuidad narrativa al
compartir página, utilizando las palabras del texto
para dotarlas de hilo narrativo. El resultado es una
narración distante, fría, que acaba teniendo una
gran fuerza merced a un distanciamiento que,
paradójicamente, te hace partícipe de la historia
gracias a convertir a esas viñetas en iconos
perfectamente reconocibles.
Resulta imposible no sentirse conmovido ante
cualquier retrato de indio en Etnocidio, ante
esos rostros llenos de dignidad y cansancio.
Porque
pese a ser rostros dibujados a partir de una foto, o
de una pintura ajena, su reinterpretación gráfica y
su situación junto a otros rostros, otras imágenes,
otras viñetas, dentro de un diseño preciso de
página, y enmarcado en un texto medido y cuidado,
los convierten en palabras de un discurso y un
mensaje tan evidente como insoslayable. Y todo
porque esa imagen es siempre modificada y adaptada a
cada momento, sirviendo la foto de base como apoyo
al dibujo, sin dejar que se apodere de él y altere
la puesta en escena desvirtuándola (error muy
habitual en los autores que dependen en exceso de la
documentación fotográfica), hasta el punto de que se
permite repetir foto en diferentes historietas,
sirviendo su carácter de icono para transmitir el
mismo mensaje en esas dos narraciones diferentes, y
funcionar con tal eficacia que no importa su
reiteración. Porque es estilo.
El álbum de Etnocidio está compuesto de
algunas de estas historias (que se publicarían en la
revista Trocha / Troya) y podría parecer una
serie de relatos dispersos e inconexos: una versión
muy libre de un cuento de Ambrose Bierce, un guión
del francés Jean Ollivier, dos guiones de Felipe
Hernández Cava (a la sazón miembro del citado equipo
El Cubri, además de escribir los textos de la
versión de Bierce). Pero todos ellos adquieren una
notable unidad gráfica y temática gracias al trabajo
de García, hasta el punto de que la historia “Batallón
de San Patricio” queda perfectamente integrada en el
conjunto pese a no contener un solo indio. Sólo la
misma ideología, las mismas imágenes llenas de
fuerza, el mismo mensaje…
Porque Etnocidio no sólo es posiblemente el
mejor trabajo de su carrera (en mi modesta opinión,
al menos), sino una de esas extrañas obras que
marcan el momento culminante de un autor, al tiempo
que definen una forma de hacer, una gramática.
Tras abundar en esta línea con la interesante
Argelia y dispersarse con Nova-2, Luis
García derivaría al campo de la pintura, abandonando
la historieta. Dejó atrás un puñado de obras
notables, siendo estas las joyas de su corona. |