Entrevistado por Jorge García, Luis García
confirma que “Chicharras” (Bang!, nº 12,
1977, pp. 53-60) es una historieta autobiográfica.
Tal confesión puede parecer de entrada
imprescindible para etiquetar esas ocho páginas,
pero una lectura reposada muestra que resulta
redundante, si no innecesaria.
“Chicharras” es una historieta de estructura
argumental simple: un personaje anónimo viaja en su
Mini matrícula de Barcelona a un pueblo llamado
Santa Cruz de Almagro, donde pasea por calles y
rincones, y recuerda la infancia pasada en ellos.
Pero es también un experimento formal notable, sobre
todo si uno lo sitúa en el momento de su gestación.
La firmó el dibujante en 1975, aunque al publicarla
hizo constar la colaboración de Felipe Hernández
Cava en los diálogos. Éstos, en sentido
estricto, sólo figuran formalizados como tales,
inscritos en sus bocadillos preceptivos, en la
penúltima de las ocho planchas de que consta la
historieta, cuando el protagonista intercambia unas
pocas frases banales con un lugareño. Pero las voces
abundan en los cuadros de texto que acompañan a casi
cada una de las viñetas, rememorando, evocando.
Tales voces dan acaso razón del título de la
historieta, que, de otro modo, resulta bastante
enigmático. Luis García cuenta en la citada
entrevista que un día volvió a su pueblo de
Santa Cruz de Mudela, del que llevaba ausente casi
dos décadas, y recuerda el calor de agosto y el
chirriar de las chicharras, que lo llevó a su
infancia. Pero dicho chirrido no asoma a sus
viñetas, desprovistas por completo de onomatopeyas,
y los ruidosos insectos de ese verano manchego sólo
constan en el título. A qué alude éste es uno de los
acertijos que la obra propone al lector. Para
descifrarlo, hará bien en escuchar las voces que
resuenan en las evocaciones de ese protagonista,
voces locuaces, de chicharra, que cuentan historias
bien sabidas, aun sin contarlas. Además, la
chicharrera abruma ese pueblo hundido en el sopor
del estiaje, explícita en todo momento: en los
contrastes broncos de luces y sombras; en el
discurso interior del protagonista, que alude desde
la página 2 al “calor sofocante”; en la mencionada
conversación con el pueblerino, que menciona el
agobio de la solanera. Diríase, pues, que el título
inserta en el relato una metáfora discreta que
resume las sensaciones del protagonista de regreso
por un rato a su pueblo: voces pasadas que no callan
y calor que no amaina.
Lo demás se explica por sí solo y con tanta más
elocuencia por cuanto en esas páginas faltan
notoriamente los acontecimientos. El protagonista
está caracterizado con todos los rasgos de la
juventud moderna de aquellos días. En el coche
escucha el “Blowin’ in the Wind” de Dylan,
lleva melena abundante, gafas oscuras, camisola
amplia y pantalón acampanado. Nada más enfilar, al
final de la primera plancha, el camino polvoriento
que le lleva hasta el pueblo, se cruza con una
paisana embozada de negro a lomos de un jumento, una
estampa de otro tiempo o de geografías lejanas y
maltratadas. El contraste está pues servido. Sobre
él se organiza el resto del relato. En éste no
sucede literalmente nada: el personaje camina por
callejas y campos, observa casas y rincones vividos,
y de éstos emergen los recuerdos.
Los constituyen esencialmente voces y unas pocas
imágenes que derivan directamente de dichos
rincones, es decir, del recuerdo con que la mirada
del personaje los inviste: la mano paterna
esgrimiendo el cinturón de los azotes, Casimiro el
compañero de juegos, la Juani, compañera de otros
juegos. Es significativo por demás que la mano del
padre durante el castigo condense todo el recuerdo
de la antigua casa familiar, un recinto de sombras
que evocan, en la tercera página, una serie de tres
viñetas sin texto que nos aproximan al balcón
sombrío y nos cuelan luego en su negrura. Eso es
todo. Los juegos, en cambio, están ligados a parajes
del pueblo vistos de nuevo —y dibujados: una calle,
la higuera—, en los que un desdoblamiento temporal
representado por dos viñetas que comparten el mismo
espacio hace presentes la infancia y los amiguitos
de entonces. Lo mismo que la confesión en la
penúltima plancha.
Pero lo visual no es determinante en la pintura de
ese pasado evocado. No lo es porque, para
representarlo, sirven lo mismo las estampas actuales
de ese pueblo muerto, hecho de calor, de penumbras,
de casas humildes y caballerías. Lo que cuenta de
verdad lo vivido, sin contarlo en realidad, son las
voces que asaltan al recién regresado como a Juan
Preciado cuando va a Comala en busca de su padre
desconocido, Pedro Páramo, voces que surgen de entre
las piedras. Son voces de tebeos leídos cuando niño,
de un padre que castiga, de amigos que se suman al
juego, de un cura que reprueba, condena, castiga a
la desazón.
Tampoco pesan mucho las figuras de los protagonistas
de ese pasado: el padre es una mano que azota;
Casimiro y Juani, figuras desdibujadas en la
distancia, insertas en un ambiente. El protagonista
sólo se encara con ese lugareño anónimo que le
cuenta que el pueblo va quedando despoblado. También
afronta,
significativamente, el rostro del cura, el padre
Juan, cuyas rodillas, cuyas manos, cuyo discurso
evoca largamente en las planchas 6 y 7. La presencia
asfixiante de la religión se impone desde la quinta
plancha, con el revolar negro de la sotana con que
se cruza el personaje. Su discurso es el que perdura
con más fuerza, un discurso trenzado con historias
de martirios, de castigos divinos, de confesiones y
remordimientos. Dicho discurso es el último de los
que surgen del pasado y el dominante entre ellos. No
es extraño que, después de revivirlo, el personaje
se ponga de nuevo al volante y se aleje
definitivamente de ese país de sombras y de
jumentos. Pero ahora lo hace al son de los versos de
Celaya cantados por Paco Ibáñez: “Nosotros somos
quien somos, basta de historia y de cuentos.” Con
ellos, el autor y el protagonista se despiden de ese
pasado oscuro y anuncian, como la canción, algo
nuevo para su país y para sí mismos.
Luis García
afirma que “Chicharras” es una historieta
autobiográfica. Pero tal confesión no hace sino
confirmar lo que los recursos formales que emplea en
la historia dejan entender: el protagonista anónimo
y sus evocaciones de ensimismado, tan anodinas, tan
personales; el estilo fotográfico del dibujo; la
evocación inconexa de situaciones vividas que se
traducen en palabras, en discursos que pueblan esos
lugares y el pasado presente de muchos de sus
lectores de entonces; la contraposición, en suma, de
dos modos de estar en el mundo, los representados
por esas piedras y paredes encaladas, cargadas de
voces, por esos pueblerinos sombríos en sus
cabalgaduras y esas sotanas, de un lado; y por el
coche, la manera de vestir y las canciones que
escucha el protagonista, del otro.
Lo que
se enfrentan son maneras y talantes, pero, sobre
todo, valores. Unos mantienen en la eterna
inmovilidad el pasado abandonado y resurgen con
fuerza cuando se vuelve la mirada a éste. Otros
preguntan o prometen algo distinto. Autobiografía es
ese viaje de retorno, pero también y sobre todo los
recuerdos que reaviva. Éstos no conforman una
historia personal estructurada en un relato cerrado;
más bien, y a modo de montaje de fragmentos,
constituyen un retrato generacional, el de los
jóvenes que decidieron abandonar la España
tradicional. “Chicharras” cuenta, en definitiva,
que, a diferencia de Juan Preciado, el Luis García
que contó este regreso a la cuna de sus fantasmas
personales y generacionales no estuvo dispuesto a
dejarse engullir por ellos y por ese pasado
aniquilador de voces tan pertinaces y tan agobiantes
como el canto de las chicharras al mediodía de
agosto. |