«Desgraciado el
país necesitado de héroes» Bertolt Brecht.
En
líneas generales podemos convenir que la historieta, debido a su
formato popular, ha sido desde sus más tempranos orígenes un refugio
calmo para los tópicos de la épica tradicional. Desterrada
paulatinamente de la literatura la figura del héroe indómito (un
largo proceso iniciado ya en el siglo XIX a través de movimientos
como el Realismo o el Naturalismo y que tendrá su culminación con el
nacimiento del antihéroe, ese personaje plenamente humanizado y
desbordado por los acontecimientos), en la mayoría de los tebeos,
aún hoy en día, no es extraño encontrar arquetipos de seres
valerosos y adalides ante las desgracias ajenas. Desde los
primigenios tipos (el Príncipe Valiente o nuestro Capitán Trueno,
podrían servirnos para el caso), hasta la concepción actual
(cualquier superventas de DC o de Marvel, o los ejemplos de auto
superación personal que nos llegan del Japón), el héroe presente en
estas obras dispares (tanto en concepción como planteamiento), se
erige como el modelo a seguir e imitar por el colectivo anónimo.
La razón
es obvia. La historieta, en cuanto vocación estética, siempre se ha
mantenido (en la medida de lo posible) alejada de la realidad
circundante, estableciendo, por norma, a la fantasía como el eje
fijo sobre el que oscilaran sus elementos compositivos. Lo real, de
incluirse, no deja de mostrarse como un mera imagen onírica
destinada únicamente a favorecer la familiarización del lector con
el lugar o tiempo en el que trascurren las aventuras de sus
personajes favoritos; y nunca como un reflejo vivo que busque la
identificación con el mismo. La actualidad se hace a un lado y se
aleja conscientemente de un gran público (malacostumbrado) que no
busca, en primera instancia, ver presente su devenir diario sino
la válvula de escape que le permita por unos instantes alejarse
de sus azarosas circunstancias.
Contraria a este planteamiento, Las falanges del Orden Negro
de Enki Bilal y Pierre Christin, se enmarca dentro del escaso grupo
de tebeos (como bien podrían ser V de Vendetta, El
Eternauta, Adolf o Kooalu el leproso, entre otros)
que, dentro de los márgenes ofrecidos por la industria, plantean la
revisión profunda de esta concepción milenaria del mito, mediante la
modernización de sus rasgos propios.
El héroe
moderno.
¿Cuál es
la esencia del héroe desde el punto de vista épico? Básicamente, y
remarcando el hecho de que estamos hablando de trasuntos generales
(que no generalizados), el héroe a lo largo de los tiempos ha
presentado unos rasgos comunes a todo género y tratamiento dentro de
la historieta mundial: un ser dominado por un fuerte ideal de
valores personales, definidos a su vez como meta (para alcanzarlo
tendrá que superar múltiples obstáculos en los que probar sus
virtudes), y refugio (su fe ciega es lo que le ayudara a superar
todos los obstáculos, incluso la incomprensión de sus semejantes; no
nos debe extrañar que en la mayoría de las ocasiones estemos ante un
proscrito de la sociedad) de su persona. El héroe, que tiene siempre
en mente un lugar mejor al que conducir a sus compañeros o que jamás
ceja en su empresa convencido de la justicia de sus actos, se mueve
de este modo enteramente por impulsos. Y es esta sencillez de su
carácter, también la causa de su perdición, de uno de sus
principales defectos conceptuales, el maniqueísmo.
Para
poder sustentar su existencia en torno a una doctrina el héroe no ha
de tener dudas con respecto a los límites de su rol dentro del
espacio social en el que se mueve: él, ha de ser el benefactor, la
figura intachable; el otro, el adversario, por definición es el
enemigo de todo lo humano, o al menos de aquella porción de
humanidad a la que él abandera. Y es que en la cabeza del héroe no
cabe otro camino; su sentido de la pureza (compuesta por diversos
conceptos como la justicia, la libertad, la valentía, el coraje…) es
el adecuado y no cabe otra alternativa, pues si así ocurriera,
¿acaso no perdería fuerza su propia convicción interior?
Conscientes de estas limitaciones, Bilal y Christin recurren también
al maniqueísmo como planteamiento. Si bien aquí el concepto del
héroe es sustituido por el de un, también típico, protagonista
colectivo cuyos componentes se ven impulsados por la misma razón. El
resultado es el mismo dada la cohesión ideológica de sus miembros y
ya que no es posible extraer una figura integradora (podríamos
pensar en el narrador de esta historia, Pritchard, pero éste no deja
de ser un componente más del grupo, aún cuando en él recaiga el
dudoso honor de dar cuenta de las desventuras de sus compañeros como
uno de los supervivientes de este drama. Un tópico, el del
escribano, que no anula otro, el del guerrero, sino que lo
complementa).
A todos y cada
uno de los personajes inmiscuidos en este drama les domina un
espíritu de sacrificio que está por encima de todo. Su ideal
consiste en entregarse a una causa en la cuál creen ciegamente ya
sea el fascismo más recalcitrante o una indefinible ideología de
izquierda, al ser tratada por los autores en toda su extensión
interpretativa, y cada uno de los distintos componentes asumirá su
papel de mero medio ejecutor. No hablamos, por tanto, de seres
individuales, sino individualizados. En ellos cobrará cuerpo y
forma, la eterna lucha entre el bien y el mal, que a lo largo de los
siglos ha nutrido y surtido la inventiva y las creencias de los
hombres.
El camino a
seguir.
Es en el trayecto
interior, con la multitud de formas que ha sido presentado en la
historieta, la vía de acceso a una personalidad que, manteniendo una
base inamovible, se ajustara a una línea de crecimiento que
encontrara al final del trayecto a un ser más sabio y conocedor de
sus actos y de sus posibilidades. Una realización práctica de la que
es desterrado, por razones evidentes, cualquier otro intento de
especulación, más que sobre su persona (pues ha podido vivir
equivocado hasta el momento
cumbre donde todo cambia), sobre su personalidad.
En las
Falanges del Orden Negro, el viaje también se constituye como
el rasero de intensidad por el que se miden los protagonistas. Viaje
físico a la vez que espiritual. No sólo recorremos media Europa
desde un pequeño pueblo Aragonés (donde comienza este duelo
fraticida en plena guerra civil española), pasando por Italia,
Suiza, Holanda… hasta Francia, únicamente siguiendo la estela de
sangre de los antagonistas a quienes deben enfrentarse; también, a
lo largo de este recorrido, los personajes crecerán conforme a una
obsesión común y explicita: acabar con el contrario, impedir que con
sus actos acarree más desgracias a los inocentes, y dar por
finalizada la historia.
Si bien
en el punto de partida es donde se hace más evidente esta
disponibilidad a la acción (ya que los personajes, salvo uno
demasiado aburguesado, abandonan sus dispares ocupaciones sin
pensárselo dos veces), no será, como en todo seguimiento épico,
hasta el punto y final cuando consigan comprender (aún en la muerte)
la cruda realidad a la que irremediablemente han dirigido sus pasos:
saberse unos anacronismos, cuya lucha ya no tiene cabida ni sentido
en la nueva Europa del eurocomunismo.
La verdad a
voces.
Quizás
la principal aportación de Las falanges del Orden Negro en el
momento de su publicación, allá por 1979, fuera el verismo en el
tratamiento y planteamiento de los puntos anteriormente analizados.
Frente a otros
conceptos de lo épico desarrollados en la historieta de índole más
fantástica (y tomados como tónica y pauta general), en esta obra
redonda y cerrada los autores decidieron insertarla dentro de las
inquietudes políticas y sociales del panorama europeo de finales de
los setenta, una época convulsa en la que junto a las distintas
dinámicas de los bloques hegemónicos (Europa del Este y del Oeste)
hay que tomar en consideración el estancamiento de las viejas
ideologías de principios de siglo (tanto fascistas como marxistas /
comunistas), la crisis del nuevo pensamiento surgido del mayo del
68, amén de los nuevos vientos de cambios en países anteriormente
anquilosados como Portugal o España. Como vemos un periodo en el que
si las ideologías no caen, están a punto de hacerlo o al menos de
entrar en crisis, con la subsiguiente pérdida de fe absoluta en sus
valores.
Sin
embargo, este verismo e historicidad (si bien no debemos llevarnos
al engaño: la ficción prevalece ante todo por lo que sería difícil
catalogar a esta propia dentro de los límites genéricos del cómic
histórico) no quita que se haga una interpretación hiperbólica de la
realidad para atraer a un público hambriento de aventuras. Así, se
adaptará la materia narrativa a la peculiar configuración y
circunstancia del lector de historietas, sin pretender por ello
restar verosimilitud, al ser ésta su principal rasgo característico,
a la composición. De ahí la lógica elección de la épica. Que mejor
medio para llegar a la gran masa de lectores y hacerles reflexionar
al mismo tiempo sobre los cambios vertiginosos que se están
produciendo y que como consecuencia directa traerán la desilusión,
el desconsuelo…
De este
modo, los héroes presentes en esta tragedia, no son, al final, meros
transmisores alineados de una postura moral a la que se deben en
cuerpo y alma. En su camino de elecciones, al vencer, descubren
también la derrota: que sus años de activismo no han tenido mayor
recompensa que el enfrentamiento personal con unos enemigos tan
viejos como caducas son sus ideas.
Y lo que es peor
aún, comprender en el último momento el enorme vacío que supone
discernir el error de su conducta. Así lo señala Pritchard en las
últimas líneas: «llevé a la muerte a mis amigos por una causa que en
realidad no acierto a recordar». ¿O acaso van a ser siempre la
muerte y la lucha, las eternas respuestas? |