No hay más paraíso, decía Proust, que aquel que hemos
perdido. Este sentimiento de nostalgia (valor tan al alza hoy en día)
guarda, a mi entender, íntima relación con la resistencia a aceptar los
cambios y tiene, al mismo tiempo, algo de radiografía sentimental de
nuestro propio pasado. Son precisamente los contornos de este arrabal
incierto de la memoria, evocados con fuerza en ciertos tangos, los que
traza desde sus propias coordenadas el japonés Jirô Taniguchi en este
Barrio Lejano, uno de los primeros álbumes del breve pero exquisito
catálogo de la editorial alicantina Ponent Mon.
Es de todos sabido que el final de la II Guerra Mundial
tuvo consecuencias cruciales para el desarrollo del Japón moderno. Al
termino del conflicto, tras el horror que provocaron las bombas
arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, la coordinación entre las
autoridades aliadas (cuyo cabecilla fue el siniestro general MacArthur)
y japonesas (dirigidas por el primer ministro Yoshida) durante el
periodo de ocupación modificaron profundamente las estructuras de
pensamiento nipón, ahondando el sesgo “occidentalizador” de los años
veinte. No es de extrañar, por tanto, que haya quien compare estos años
con los de la Restauración Meiji de 1868. Las páginas de esta obra
llevan prendido, como un suave perfume, el aroma de ese periodo en el
que, no lo olvidemos, creció el propio Taniguchi.
Como bien señala el especialista Alfons Moliné desde las
páginas de su magnífico El gran libro de los Manga, tras más de dos
décadas dibujando modélicas historietas de consumo, este gran narrador
oriundo de Tottori iniciaba, a principios de los noventa, la composición de
un puñado de piezas personales, inscritas en el registro más adulto del
manga, alguna de las cuales, como El caminante (publicado por entregas
en la revista El Víbora) o El almanaque de mi padre (editada por
Planeta-DeAgostini), tuvimos el placer de leer en castellano. Barrio
Lejano pertenece, por méritos propios, a esta última etapa.
Como en todo relato fantástico que se precie -y éste lo
es en la medida en que se sirve de una audaz pirueta narrativa:
permitirle al protagonista, Hiroshi Nakahara, viajar a su pasado,
devolviéndole a la adolescencia con los recuerdos de adulto intactos-,
la cuidadosa caligrafía del contexto deviene fundamental para subrayar
ese clima de desasosiego que se va tejiendo en torno a la “futura”
desaparición de la figura paterna. No es casualidad, como muy
acertadamente señalara Juan Manuel Díaz de Guereñu, que el autor haya
elegido, para ese retorno a la juventud, el instante preciso en que se
desencadenó aquella pequeña tragedia familiar.
Huelga hablar, a estas alturas, de las virtudes de este
gran historietista (muchas de las cuales, como la estructura especular,
la memoria como esencia o los vínculos del hombre con el paisaje, fueron
soberbiamente analizadas por Enrique Bonet para la revista U), virtuoso
como pocos a la hora de suspender el ritmo en sus historietas valiéndose
de los tiempos muertos y el montaje analítico, construyendo, con trazo
depurado y elegante, esas dulces atmósferas a las que la nostalgia
presta un encanto especial. Es en esos climas donde la primacía del
picado (reparen, por cierto, en la profundidad que alcanzan por ello
algunos interiores), más que añadir violencia al encuadre, acentúa el
sosiego del instante al permitirnos contemplar la vida a vista de
pájaro.
No me resisto, eso sí, a apuntar una lectura privada que
acaso tenga algún interés para el lector occidental: la de buscar la
esencia última de esta narración en el conflicto por equilibrar la deuda
contraída, ese “on” que, al decir de la doctora Ruth Benedict, es «una
carga que uno soporta como puede». Si bien el “on” no es una virtud, sí
lo es el hecho de devolverlo, y tengo para mí que el Hiroshi que este
libro nos presenta ha traicionado, al relegarlo al olvido, el bien que
recibió de sus padres, y por eso el destino –en una hermosa secuencia
lunar- va a concederle una segunda oportunidad para reparar su yerro y
convertirse así en un hombre virtuoso. Que lo consiga o no es algo que,
si mi especulación no es desacertada, habrá que esperar a ver.
Como ese camino al borde del arroyo que el protagonista
anda y desanda a lo largo del libro, el pasado suele mostrarse terco y
recurrente obligándonos, cuando menos lo esperamos, a volver sobre
nuestros pasos para resolver esas contradicciones que, un buen día,
decidimos no enfrentar. Ese mismo camino, que a alguno puede llevarle
hacia una grave crisis personal, es el que bordea esta obra excelente
que, en muchas ocasiones, no puede sustraerse a la contemplación
nostálgica del paraíso de la primera juventud.
¿Y
no decíamos, acaso, que no hay más paraíso que el que hemos perdido? |