«Si incluso los monstruos se asustan
a veces, no debe ser tan malo.»
The Saga of the Swamp Thing # 27
LLEGADA AL PANTANO
Antes de ser aclamado por crítica y público, de ser prácticamente
adorado por los aficionados, Alan Moore era simplemente ese tipo
británico que llegó para escribir La Cosa del Pantano, un título
de terror de DC que no pasaba precisamente por sus mejores momentos. No
habían llegado los tiempos en que el simple hecho de ser inglés
implicara prestigio y el paso directo a la línea Vertigo o la
oportunidad de llevar a cabo la deconstrucción de un personaje clásico y
olvidado (fundamentalmente porque ni estaba de moda deconstruir, ni
existía la línea Vertigo, de la que hablaremos más adelante), y Moore
llegó sin pena ni gloria, como una apuesta personal del editor y
guionista original de la serie, Len Wein. Tenía ya una amplia
trayectoria a sus espaldas, en especial relatos cortos en revistas como
2000 AD o Warrior, algunos de excelente factura, e incluso
había empezado ya dos de sus principales y más aclamadas obras, V de
Vendetta y Miracleman, pero para el público norteamericano
era aún un desconocido. Cuestión que no tardó en ser solventada: en poco
tiempo la serie no sólo se salva del inminente cierre sino que aumenta
espectacularmente sus ventas y empieza a ganar todos los premios que se
le ponen por delante.
Acompañado de los artistas John Totleben y Steve Bissette (que con la
posterior incorporación de Rick Veitch y Alfredo Alcalá forman el equipo
de artistas clásicos de esta etapa de la serie), Moore inicia su
andadura en The Saga of the Swamp Thing en el número veinte, que
le sirve para atar cabos sueltos y cerrar un poco la anterior etapa.
Puede decirse que su verdadera labor creativa empieza en el número
veintiuno, el ya clásico “Lección de Anatomía”, número que el propio
Moore ha confesado que es probablemente su favorito, y con motivo. Es
una muestra de lo que puede hacerse con poco más de veinte páginas, un
tebeo redondo, medido, formalmente preciso e inquietante desde las
primeras viñetas, extrañas y sugerentes, hasta un final sinceramente
angustioso. A lo largo de la historia no sólo mata a su personaje
protagonista (cosa habitual en el de Northampton al abordar personajes
ajenos y que a estas alturas es difícil que sorprenda o emocione
demasiado a cualquier lector de cómics de superhéroes, más que
acostumbrados a resurrecciones, clonaciones y gemelos) sino que niega
totalmente su existencia: Alec Holland nunca se convirtió en un ser
mitad hombre y mitad planta al saltar en llamas al agua del pantano,
sino que murió, y es una planta que cobró vida pensando que era Holland
la que ha protagonizado el tebeo. Así, Moore trastoca por completo el
origen del personaje, abriendo nuevas posibilidades de conflicto interno
(más allá del gastado tópico del amable bruto torturado por el rechazo
del mundo) y dándole un toque más serio y racionalista, más realista si
es posible, dado que la explicación de su origen, aunque apropiada en
los setenta, quedaba algo inocente en lo que pretendía ser un cómic de
horror en los ochenta.
Con un personaje prácticamente nuevo y lleno de posibilidades, Moore
inicia una corta saga en la que aparece como principal amenaza el Hombre
Florónico, personaje clásico del universo DC, y que cuenta con
apariciones de la Liga de la Justicia, en lo que según Moore era algo
necesario para la credibilidad de la serie. En sus propias palabras,
«quería evitar que se tuviera la impresión de que La Cosa del Pantano
existía en alguna nebulosa dimensión del Universo DC, lejos de la acción
principal. [...] Obviamente esto causa problemas, el mayor de los cuales
está relacionado con el ambiente y la atmósfera de la serie. [...] Lo
que decidí hacer fue lanzarme a fondo y mostrar a la Liga de la Justicia
en los tres o cuatro primeros episodios. Si la Liga de la Justicia
funcionaba en Swamp Thing, entonces no habría ningún inconveniente con
el resto del Universo DC». Moore ganó su apuesta, presentando una Liga
de la Justicia oscura, apenas insinuada, sombría e impotente ante la
amenaza del Hombre Florónico, que encajaba asombrosamente bien con el
tono de la serie.
La siguiente saga presenta otro personaje clásico de DC, aunque en este
caso mucho más cercano a la temática de la serie, el Demonio Etrigan de
Jack Kirby, en la que ya es plenamente una historia de terror. Lo mismo
ocurre con la siguiente saga, más larga, que se inicia con la aparición
de Arcane, villano clásico en el pasado de la serie, y que finaliza con
un viaje que, como en el de La Divina Comedia, lleva al
protagonista a recorrer cielo e infierno en busca de su amada Abby. Es
un viaje realmente estremecedor, a la par que poético, en el que aparece
la plana mayor de los seres sobrenaturales del
Universo DC y que sentaría las bases para posteriores apariciones del
infierno (por ejemplo, en Sandman).
Moore engarza también entre las sagas algunos números unitarios, como
“The Burial”, en el que el protagonista asume finalmente su nueva
condición, su humanidad no ya perdida sino nunca poseída, enterrando el
cadáver de Alec Holland, o el tierno homenaje a Walt Kelly y su Pogo.
Mención especial merece el capítulo “Ritos de Primavera”, dónde comienza
el romance entre La Cosa del Pantano y Abby (uno de los más creíbles
aparecidos en un tebeo de superhéroes), abordándose el tema de la
necesidad del sexo como forma de comunión entre los amantes más allá del
simple placer físico, en un número especialmente poético y experimental,
y con un final a caballo entre la psicodelia, la poesía, el ecologismo y
la magia, donde la prosa de Moore alcanza nuevos niveles de excelencia,
prácticamente imposibles de encontrar en un tebeo de superhéroes. El
dibujo de Totleben y Bissette también trasciende en este número,
haciendo saltar por los aires la composición de página, que se llena de
pequeñas viñetas de formas inverosímiles, rompiendo por completo el
orden de lectura habitual pero sin resultar nunca confuso. Sumando el
espléndido y sugerente color de Tatjana Wood –ausente en la edición de Norma-, un
hito para la época, el efecto es cuanto menos sorprendente.
EL PANTANO AMERICANO
Hasta este momento el terror se ha manifestado en el tebeo de forma casi
tangencial, alejada del discurso principal de la acción. Si bien es
cierto que los enfrentamientos del protagonista con sus adversarios
contienen momentos más o menos turbadores, es en los efectos que dichos
enfrentamientos tienen sobre personas aparentemente ajenas a la
historia, la siniestra distorsión de sus vidas, donde Moore logra rozar
la repulsión y el miedo, hazaña a priori casi imposible desde las
páginas de un tebeo. El de Northampton conoce las limitaciones propias
del medio frente a otros como el cine, donde el espectador está mucho
más dirigido, dado que se le impone el ritmo y se atrae más fácilmente
su atención. En un cómic es por lo tanto mucho más difícil conseguir crear
una determinada atmósfera y especialmente mantenerla, evitando que el
lector se distraiga o simplemente rompa el ritmo de lectura, fijándose
por ejemplo en el dibujo, por lo que Moore usa con frecuencia pequeños
interludios, a veces de una sola viñeta, nunca completados, sino con un
final sugerido que en la mente del lector se torna mucho más siniestro,
en los que personas normales y a menudo desconocidas, meros extras, se
ven participando de un horror cercano, súbito y preciso, pero
escalofriantemente creíble, que toma como objetivo habitual a los más
débiles e indefensos, como niños y enfermos. Es esta maldad genuinamente
mundana la que consigue que el lector logre identificarse de manera más
fuerte, al contemplar un horror cercano y, en el fondo, no demasiado
imposible.
Pero Moore decide cambiar ligeramente el rumbo de la serie en la
aplaudida saga American Gothic, dedicándose a explorar las
fuentes clásicas del terror, sus principales tópicos. El terror, como
cualquier otro género, ha ido acumulando una serie de clichés y lugares
comunes, que poco a poco han ido perdiendo su fuerza hasta convertirse
en meras parodias. Puede que Drácula y el vampirismo en general fueran
estremecedores de por sí hace cuarenta años, pero la visión de Bela
Lugosi enfundado en su capa, hoy día, no llama sino a la nostalgia.
Moore lo sabe, pero también es consciente de que cualquier tópico es
susceptible de ser modernizado, llevado a nuevos niveles (como ya
demostró con su trabajo en Superman). Así, en esta nueva etapa, Moore se
propone demostrar que por más caducos que parezcan, los viejos recursos
del género aún son tremendamente poderosos en manos de un escritor con
imaginación y talento, con lo que vampiros, hombres lobos, casas
encantadas, zombis y asesinos en serie irán apareciendo sucesivamente
por el tebeo, pero con un tratamiento fresco, novedoso y moderno, capaz
de superar y renovar los viejos clichés, de darles la vuelta e
integrarlos en la moderna sociedad americana con una perfecta coherencia
y credibilidad.
El cambio en el modelo de horror de la serie no es del todo rupturista:
dichos elementos del terror tradicional, que no monstruos en el sentido
viciado de la palabra, no aparecen como meros adversarios, el enemigo
del héroe o el carnicero de las pobres víctimas, sino que frecuentemente
son los auténticos protagonistas del tebeo, como cualquier personaje
más, con su vida cotidiana, mostrándosenos su psicología y motivaciones,
haciéndolos más cercanos y familiares, a veces simpáticos o
románticamente trágicos, y otras aún más terroríficos por reconocernos
en ellos, pero casi nunca plenamente malvados. El mal aquí es distinto,
mantiene su tono mundano, aunque se concreta, aprovechando Moore para
arremeter furiosamente contra el puritanismo, el racismo sureño, la
locura norteamericana por la posesión de armas, la contaminación nuclear
o el machismo, que son en el fondo los desencadenantes del drama y el
horror en el tebeo, antes que cualquier otro elemento del terror
tradicional.
Dicho desfile de horrores, reales o metafísicos, no se convierte en una
mera enumeración de temas, en una galería de lo siniestro, sino que
forman parte de una trama bien hilvanada, en la que aparecen dos de las
creaciones más escalofriantes de Moore, la brujería y su brazo ejecutor,
el invuche (tremenda la descripción del mismo, apenas sugerida pero de
una efectividad apabullante, logrando de nuevo que el lector ponga la
mayor parte de la misma) y como eje central la figura de John
Constantine, en su primera y ya legendaria aparición. Este personaje,
duro y misterioso, pícaro inglés y manipulador, antihéroe cínico y
seductor, perdedor romántico, innovador en su día y posterior modelo de
innumerables clones sin un ápice de su carisma e interés, ha acabado por
convertirse en uno de los personajes más sólidos e interesantes del
universo DC y del medio en general, con diversas apariciones especiales
y, finalmente, una serie propia, que aún se publica, en la que los
sucesivos equipos creativos han mantenido un nivel de calidad
sorprendentemente alto, sin estorbarse mutuamente y colaborando en la
forja de un auténtico mito moderno.
Es Constantine el verdadero catalizador de la saga, el motor que (como
el Dean Moriarty de En el camino de Kerouac) pone en
marcha a La Cosa del Pantano, haciéndole viajar por el continente
americano y revelándole detalles sobre su nueva condición, de la que
apenas hemos sabido nada y que finalmente se revela como la del último
representante de una serie de elementales de la tierra, todo ello en
preparación a su participación en la saga múltiple Crisis en Tierras
Infinitas, que Moore logra prácticamente esquivar, haciéndola
encajar astutamente dentro de su línea argumental, finalizando la misma
con un enfrentamiento a gran escala, pero dentro del plano místico, lo
que le permite escapar de cruces con otras series y limitar la
participación de personajes invitados a la casi totalidad de los
personajes mágicos de DC (lo que habría sido imposible con las políticas
editoriales propias de años venideros, amigas de las reuniones de héroes
y la dispersión en diversas series y especiales).
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