Los primeros personajes femeninos de la historieta basaban su gracia
mostrando las torpezas y debilidades de su género. Más tarde, la
Mafalda de Quino, la Lucy de Charles
Schulz y Lisa y Marge Simpson de Matt Groening fueron los seres más
maduros y lúcidos de las tiras cómicas. Los cómics actuales muestran la
imagen de una mujer solitaria, despiadada y temible. ¿Hasta qué punto
las tiras humorísticas y los cómics reflejan a las mujeres de la vida
real?
Muchacha cuerpo de papel.
Aunque en la vida real a las mujeres se les dificulte
alcanzar algún tipo de protagonismo, ellas siempre fueron las estrellas
en variadas aventuras de papel. Las mujeres dibujadas llenaron
kilómetros de papel en la historia de la historieta, reflejando la
situación de la mujer en cada época. En un principio, representaban la
esencia de la feminidad más pura. La vulnerabilidad lacrimógena de Annie
la Huerfanita, los mohines aniñados junto al nada inocente portaligas de
Betty Boop , los tacos aguja de Barbarella y la cintura de avispa de la
Mujer Maravilla plasmaron en papel lo que los hombres querían ver en las
mujeres de cada época, sin descuidar el ojo atento de las lectoras que
buscaban en las tiras cuál era el último grito de la moda.
Obsesionados por
marcar claramente cuáles eran las características, el carácter y el rol
de cada personaje en una tira, los dibujantes tuvieron siempre especial
cuidado en que la ropa de sus chicas dibujadas resultara moderna,
actual, chic y apropiada a su condición . Así, un par de trazos más
definían quién era la mucama y quién la esposa, logrando además un
testimonio completo de la evolución de la moda y del desarrollo del rol
de la mujer en la sociedad a través del tiempo.
Las primeras tiras
cómicas de éxito nacieron a mediados del siglo XIX cuando las viñetas
humorísticas unitarias necesitaron extenderse en la página para contar,
cuadro a cuadro, historias que no entraban en una sola viñeta. En 1895,
los diarios New York World, de Joseph Pulitzer y el New York
Journal de William Randolf Hearst entraron en una competencia tan
encarnizada para atrapar la mayor cantidad de lectores que ambos títulos
se enfrentaron número a número para realizar la página de humor más
graciosa y original. Para felicidad del gremio del humor gráfico, esta
lucha impulsó la contratación de una gran cantidad de dibujantes que a
su vez crearon innumerables personajes y temas novedosos que invadieron
las páginas logrando la adhesión inmediata de los lectores. Pronto la
adhesión se convirtió en adicción. Los lectores necesitaban seguir
comprando el diario para ver cómo continuaba la historia.
Así nació el
protagonismo de las diosas de papel : había que llenar la última página
con chicas bonitas y vestidas a la última moda para que las mujeres se
sintieran identificadas y los hombres hallaran un solaz para la vista.
«Los dibujantes somos hombres –afirma el dibujante Alfredo Grondona
White–. Y a los hombres nos encanta dibujar chicas lindas y pulposas.»
El papel de las mujeres de tinta.
En la época en que Buenos Aires era una colonia española
de calles estrechas y embarradas, los dibujantes
humorísticos
se hicieron un festín burlando
-con
razón-
el uso del miriñaque y de los enormes
peinetones de carey que amenazaban la integridad física de los
transeúntes. De las burlas en Caras y Caretas a la exaltación de
las curvas en Rico Tipo pasó mucha tinta sobre el papel.
A principios de siglo, el seguimiento permanente de la
moda en los cómics convirtió a las tiras cómicas casi en un figurín de
modas. Las viñetas del siglo pasado muestran a las damas con tacos
altos, vestidos largos por el piso, mucha puntilla, lazos y frufrú,
mangas “jamón”, corsés y volados que aumentaban el tamaño de la cola.
Los personajes más famosos y duraderos siguieron escrupulosamente la
moda a través de los años. La famosa Sisebuta –la esposa castradora del
gordo Trifón [traducción argentina de la obra de George McManus
Bringing Up Father]– nació en 1913 vistiendo “a la marinera” con
escote cuadrado y alegres guardas azules y blancas. Pero en la Primera
Guerra Mundial cambió ese atuendo alegre por sobrios trajecitos grises.
Durante los años veinte, las tiras cómicas estaban protagonizadas por
personajes extravagantes como el Yellow Kid del Journal. Se ha
comentado que, rápidamente, el World bautizó para siempre como
“prensa amarilla” a los diarios sensacionalistas debido al color de ese
chico raro del diario rival.
En esa misma década, apareció Dumb Dora (obra de
P. Fung titulada en Argentina “Dora la Tonta”), una rubia muy torpe que
servía como burla a las mujeres trabajadoras que se habían emancipado
durante la Revolución Industrial de la posguerra. Dora tomaba todo tipo
de iniciativas disparatadas para solucionar problemas. Sus ideas eran a
todas luces erróneas. Pero, sin embargo, la historieta terminaban con
final feliz, con la invariable frase de «¡No es tan tonta!», evitando
así socavar la autoestima de las lectoras.
Dora usaba ropa divertida, sombreritos clochés, medias de
seda hasta los muslos sostenidas por portaligas con puntillas, faldas
audaces, moños provocadores en las caderas, collares de perlas y
melenita de oro: era una chica moderna. Tan popular se hizo esta Dora
que en 1933 los diarios se agotaron en la fecha en que debía casarse con
un millonario: el pueblo quería saber qué se pondría para la boda. Y el
dibujante sorprendió a todos presentándola con un casquete ceñido con
dos flores sobre las orejas, del que partían una cola de tul, un vestido
entallado pero de corte sencillo y un lazo que cubría la cola, y se
anudaba adelante, que fue copiado por cantidad de novias de la época.
Casi al mismo tiempo, la sexy y aventurera Betty Boop saltaba de un
cabaret a una isla de caníbales sin olvidar retocar su boquita de
corazón con su lápiz labial mientras salvaba la vida de su perrito o
escapaba de las garras de ogros inmensos.
El éxito de ambas figuras -Dora y Betty- impulsó el
nacimiento de una legión de damitas guapas y elegantes como Polly Boots,
Winnie Winkle, Bab, Connie y Tillie the Toiler quien, para fascinación
de sus lectoras, trabajaba en una casa de alta costura y adoptaba poses
de mannequin. En la misma época, Annie la Huerfanita, de Harold
Gray, marcó el nacimiento de la moda infantil en los cómics y explicaba
cómo se visten los millonarios.
Uno de los grandes éxitos en personajes femeninos fue la
flaca Olivia, la novia de Popeye, nacida de la pluma de E.C. Segar, que
logró con ella la suprema ironía de poner junto a un marinero rudo –de
los que prefieren prostitutas pulposas- a una flaca de rodete y pollera
larga y recatada. Sin embargo, la modosita de Olivia cautivó a los
lectores destapándose bajo su aspecto monacal como una mujer valiente,
capaz de acompañar a Popeye hasta el mismo fin del mundo y repartir
trompadas si había que defender a su novio.
Blondie Boopadoop era otra melenita de oro, pero de clase
humilde, creada por Chic Young en 1930. Cuando esta dama se casó en la
tira con
el
millonario Dagwood Bumstead, las ventas cayeron abruptamente. Los
lectores no se sentían identificados con personajes que comían ostras
entre perros de raza. ¿ Solución? Young le hizo perder a Dagwood toda su
fortuna y lo convirtió en un empleado de clase media que espera el
aumento de sueldo que nunca llega. Ahí sí, la tira se vendió como pan
caliente y llegó a aparecer en 1.900 diarios de todo el mundo. En 1947
Dean Young, hijo de Chic Young, siguió dibujando la tira y cambió de
ropa a Blondie –que vestía modelos de modistos famosos en los treinta
como Lanvin, Balenciaga, Chanel y Schiaparelli– por severos trajecitos
rectos, solapas y hombreras como las que proponían Dior, St Laurent,
Givenchy y Pierre Cardin y así estar a tono con los duros tiempos de la
Segunda Guerra Mundial. Durante esta guerra, las historietas se llenaron
de superhéroes que intentaban ganar guerras, al menos en un episodio de
tinta. Una vez que terminó la guerra, la alegría inundó los roperos y
las mujeres olvidaron los grises y las hombreras, animándose al color,
los lunares, los volados, las polleras o faldas con vuelo y las mangas
abullonadas tan inadecuadas para tiempos de emergencia civil. Tanto
Blondie como la esposa del detective Dick Tracy –del dibujante Chester
Gould- se llenaron de volados y ruedos ondulados.
Al volver de la guerra, los hombres vieron que las
mujeres habían ocupado los puestos de trabajo que ellos habían dejado
vacantes. Entonces quisieron devolverlas a la seguridad del hogar
intentando convencerlas de que la tarea de ama de casa era la más noble
y útil que una mujer podía realizar. En la Era Tupperware nació
la fiebre de los electrodomésticos, que estimulaba a las mujeres a soñar
con la cocina perfecta y el pelo en su lugar gracias al spray fijador.
Así nació la fiebre consumista liderada por las esposas e hijas de Los
Supersónicos. Vilma Picapiedra y Betty Mármol vivían acechando a sus
maridos como gurkas esperando el momento exacto para sacarles dinero
para comprar sombreros y zapatos.
La revista Susy, secretos del corazón, que
reproducía la serie de DC Comics Heart's Secrets, mostraba
también las lágrimas permanentes de una joven de pollera vaporosa y
zapatos ballerina para bailar mejor el rock, suspirando virginalmente
por amores jamás correspondidos.
De
la chica soñadora a la líder implacable.
Revolución Sexual de los sesenta desplazó al matrimonio
como aspiración máxima de las heroínas de papel. El cambio en la vida
real penetró el mundo de la historieta y la chica pedigüeña y llorona se
vio desplazada por una imagen de mujer fatal, ganadora y luchadora
implacable que había aparecido hasta ese momento en los cómics de culto.
Vampirella, Barbarella, Batichica y Gatúbela impactaban con toneladas de
pelo, uñas afiladas, ajustados pantalones de cuero, botas y corpiños
casi filosos: demasiado atractivas para quedarse entre cacerolas y
rosales del jardín. Sólo los personajes secundarios y con menos poder
siguen usando polleras.
Valentina, con su corte de pelo paje y su ropa lánguida y
reveladora muestra una mujer que ya no se ajusta los botones hasta el
cuello ni piensa en casarse para pedirle plata al marido, como lo
hicieran Blondie, Vilma o Dora la Tonta.
De 1970 a 1982 los dibujantes Barreiro y Zanotto crearon
en la Argentina una rareza que adoran los coleccionistas: Bárbara era la
versión femenina del Che Guevara. La guerrillera usaba boina y fusil
para luchar en la selva -curiosamente parecida al monte tucumano- contra
unos androides nefastos. La tira no conoció la censura ni en los peores
tiempos de la represión, y se vendía como pan caliente para quien la
reservaba al quiosquero amigo. Al llegar la democracia al país , Bárbara
murió por causas naturales: Su resistencia en el monte ya no tenía razón
de ser, y a sus autores les resultó imposible convertirla en una
yuppie materialista de ataché y trajecito sastre. «Lástima , la
morocha estaba re-buena», dice Andrés Montemorro, vendedor de la
librerías especializadas en cómics Génesis y Entelequia,
un cultor del género-.
En
los años setenta, las heroínas del comic se sentaban irreverentemente en
su propio escritorio, puteaban como un varón, fumaban, tomaban whisky y
usaban plataformas y pantalones Oxford y el pelo largo y suelto. Hasta
apareció una heroína muy efectiva, “Evangelina”, que en sus ratos
tranquilos era monja.
Finalmente,
ellas empezaron a ser las que daban las órdenes a sus subalternos
del sexo masculino.
Autorretrato
en clave de cómic.
En los
ochenta las mismas mujeres tomaron el plumín para dibujarse a sí mismas,
haciendo eclosión una camada
de dibujantes entre las que descolló la francesa Claire Bretécher con
sus mujeres desgreñadas, psicoanalizadas, gays, equivocadas y tan
frustradas como sugieren los títulos de sus libros: Los Frustrados.
Todas visten ropa oversize, cómoda y unisex. Se acuestan con hombres que
admiran por su talento y no por sus billeteras, y quieren que sus hijas
sean emancipadas. Son ejecutivas agotadas o intelectuales angustiadas.
Las obras de Bretécher fueron traducidas a todos los idiomas y sus
libros fueron reeditados decenas de veces.
En
Estados Unidos, la dibujante Cathy Guisewhite creó a su “Cathy”, una
oficinista tan preocupada por conservar el empleo y el novio como por
poder comerse un chocolate sin sentirse culpable por no ir a un gimnasio
porque con calzas se le ven los rollos. Cathy tampoco sabe si quiere
casarse con su novio bueno y aburrido o si aún podría encontrar a
alguien más impredecible, apasionado y romántico.
La
norteamericana Lynn Johnston, por otra parte, aparecía todos los
domingos en los diarios americanos con la tira For Better or for
Worse ( traducido «En la prosperidad como en la adversidad», frase
final de cualquier sacerdote antes del «¿Acepta usted como esposa a...?»
de los casamientos por iglesia), dando una mirada compasiva a las madres
y amas de casa que intentan salir adelante con la lucha cotidiana y la
búsqueda de trabajo, ganando muchísimo cansancio junto con su
posibilidad de hacer algo más que cambiar pañales.
Otra tanda de dibujantes argentinas supieron reírse del
propio género: Petisuí, María Alcobre, Patricia Breccia, Ana Pili,
Maitena, Diana Raznovich y quien suscribe, abriéndose paso con esfuerzo
en un ámbito editorial -como casi todos- esencialmente masculino. De
alguna manera, sólo la minoría de las temáticas –quizás por una cuestión
de demanda de los editores masculinos- pudieron levantar vuelo a la
temática que los hombres quieren creer de las mujeres: que somos
rebuscadas, quejosas, frustradas y obsesionadas con nuestra imagen. Qué
solo nos obsesionan dos cosas: cómo conseguir un hombre y quejarnos de
qué porquería son ellos.
Las
Gatas Floras del humor de diario y revistas tranquilizaron las
conciencias masculinas mientras las mujeres fatales y crueles empezaron
a ser consumidas con avidez por los lectores de cómics.
Femmes
fatales, pero de tinta.
Para fines de los años ochenta, el italiano Milo Manara
ratoneó a sus lectores con mujeres calentonas de ropa mínima que
destilan erotismo con escenas alternativamente sádicas o
masoquistas, y un soft-porno
donde todo se muestra y nada se insinúa. Otros italianos, Liberatore y
Tamburini, crearon poco después a Lubna, una suerte de Lolita machona,
de novia con el androide Rankxerox: una chica punk y andrógina, viva
imagen de la adolescente rebelde, que reflejaba en papel las tendencias
punk y el “qué me importa”de su década.
Horacio Altuna dibujó chicas atractivas y agresivas que
vestían a la moda del momento, combinando tops escotados con borceguíes,
una moda ”sexy-macho” que parece decir “ojo conmigo, pibe”. De alguna
manera, el argentino creador de Las Puertitas del señor López se
las arregló para demostrar en cada historia que ellas mandan y que los
hombres no son más que víctimas de la voluntad femenina.
A lo largo de la década siguiente, las heroínas de
historietas ganaron el protagonismo absoluto de las tapas de revistas.
Ellas son tan sexys como crueles, tan atractivas como vengativas y
brutales. Usan enormes escotes, transparencias, shorts cavados y
agujeros al más puro estilo punk, mostrando profusión de curvas y
prominencias. Estas bellezas salvajes inspiran más temor que lujuria.
Las más famosas son la guerrera ninja Shi, combativa e impiadosa, la
punk Cibersix –que contó con una versión televisiva protagonizada sin
éxito por Carolina Peleritti-, la salvaje y sanguinaria The Tenth del
dibujante Tony Daniel, y la bellísima y terrorífica Witchblade, creación
delirante de Michael Turner que personifica a una mujer policía italiana
que viste serio vestidito negro en su tiempo libre y malla negra cavada
con guante láser de color negro y garras mortales.
«Eso de ver una mina hermosísima cortando la garganta de
un tipo de un zarpazo con sus uñas de acero, a los lectores nos atrapa
-confiesa Mariano, cultor del género-. Las mujeres no saben el miedo
que los hombres les tenemos. Y estas revistas reflejan nuestros peores
miedos. Todo hombre sabe que una mujer hermosa puede destruirlo si
quiere. En los cómics, las más hermosas son las más destructivas. Al
final, los cómics no muestran más que la realidad: la mujer que nos
gusta siempre nos tiene en un puño.»
Por su parte, los japoneses no sólo se dedicaron a
dibujar Pokemones. Los cómics japoneses para adultos muestran nenitas
con caritas inocentes, trencitas doradas y enormes ojos azules, con
caras de jardín de infantes y enormes senos inflados, imponiendo una
tendencia paidofílica donde el ideal del deseo sexual nipón parece
importado de los Alpes suizos, en ninfas parecidas a la ancestral
pastora Heidi. No es casual que estos cómics provengan de un país donde
la mujer sigue ocupando el lugar de geisha servil.
Las heroínas no usan polleras.
«Los cómics de ahora reflejan el mundo actual: no hay
valores morales, el fin justifica los medios y todo es un “sálvese quien
pueda” -afirma Montemorro-. Las mujeres de los cómics actuales no tienen
nada que ver con las de hace veinte años. Son despiadadas y no necesitan
para nada a los hombres. Saben defenderse solas.» Este hombre se anima a
explicar por qué los hombres compran cómics donde la heroína decapita a
los tipos: «Una mujer peligrosa es erotizante. Los lectores de cómics
exigen un buen dibujo, con mujeres que estén fuertes. Las heroínas de
cómics son fuertes en ambos sentidos de la palabra: tienen fuerza y
están muy fuertes. Es un placer mirarlas una y otra vez.»
Pero ellas no usan polleras.
En la historia del cómic jamás existió una verdadera heroína que usara
polleras. Las primeras súper mujeres usaban una malla como las que se
usaban en los balnearios de los años treinta. En los cincuenta, la Mujer
Maravilla vestía como una diosa de la mitología griega: túnica larga,
capa, cinto y sandalias de tiras de cuero cruzadas, como una amazona.
Era la época en que las mujeres estaban endiosadas... como la diosa del
hogar. Las súper mujeres de los sesenta comenzaron a usar hot pants,
enteritos, calzas y botas, siempre ropa simple para el atletismo, sin
adornos. Un cinturón grueso destaca y protege sus cinturas de avispa,
mientras que los corpiños armados, las botas y muñequeras indican
espíritu de combate. Eran las diosas de la imagen, con superpoderes
demasiado increíbles para compararse mínimamente con la realidad.
Los brazos redondeados y los vestidos vaporosos de los años treinta y
cuarenta cedieron paso en los noventa a bíceps musculosos, rostros
angulosos y peinados con mechones que caen en punta, filosos como dagas.
En suma, las heroínas van cómodas, con ropa fuerte que las proteja sin
estorbar. Enfundadas en pantalones y botas van a cumplir su misión
cotidiana. Los hombres son subalternos. Ellas ya no tiene poderes
misteriosos que se anulan con el contacto de la kriptonita o la ropa de
calle. Tampoco vienen de otro planeta: son mujeres reales que saben
manejar armas letales.
La María de El Eternauta de Oesterheld se limitaba a esperar el
regreso del grupo de héroes liderados por Juan Salvo con una resistencia
paciente digna de una mártir. Las heroínas actuales se enfrentan ellas
mismas de cara con los peores peligros.
Como en la vida real.
Colores
y tendencias.
La moda en la historieta ha evidenciado lo que venía adivinándose de
larga data: que el largo de moda de la falda es inversamente
proporcional al bienestar económico de cada momento histórico. De hecho,
hay una relación directa entre la macroeconomía y la proporción de
pierna que se muestra. Cuando existe una situación financiera holgada,
las faldas suben hasta llegar a la más corta de las microminis. Cuando
el trabajo escasea y la recesión aumenta, el ruedo de las polleras cae
en proporción directa con el valor del salario y el nivel de vida.
Durante las guerras, las polleras llegaron a un recatado largo máximo,
para subir escandalosamente en cuanto el conflicto terminaba. En la
Argentina, los años de plomo terminaron con las alegres minifaldas de
los sesenta y nos trajeron la moda de larguísimas polleras de viyela y
corderoy y severos “chemisiers” con charreteras. El comienzo de la
democracia liberó los dictados de la moda –ya no teníamos
que vivir uniformadas- y acortó la falda hasta límites insospechados a
principios de los noventa. Pero la debacle económica que produjo el
llamado “Efecto Tequila” [devaluación del peso desatado por una crisis
económica sufrida en México] bajó el ruedo de a poco hasta dejarlo por
las rodillas. La moda de los últimos años planteó un look despojado,
minimalista, descuidado. Las vidrieras se inundaron de colores
apagados, grises y negros, la ropa tuvo cortes simples, netos, sin
adornos ni apliques y no importó –por vez primera– que se vieran los
breteles del corpiño por debajo de la ropa .
«El color del fin de siglo es el negro. Yo me paso la
vida mirando qué usan las mujeres y qué no se usa más para reflejarlo en
las historietas -dice Alfredo Grondona White, eximio dibujante de
historietas especializado en llenar los cuadros con mujeres muy
hermosas-. En los dibujos hay que mostrar la vida tal cual es. Me
mantengo atento porque la moda siempre vuelve.» Asombrado, Grondona
White afirma que tuvo que gastar más tinta que nunca: «Se usa la ropa
negra, como si estuviéramos todos de luto. Los colores desaparecieron a
medida que los personajes femeninos se volvieron más activos.
Personalmente, creo que la moda del ombligo al aire está durando más de
la cuenta. A esta altura, por lo que duran las modas, tendrían que estar
las panzas tapadas. Y sin
embargo,
me asombra que siga el pantalón de tiro corto y las pancitas
a la vista, a la vez que las polleras siguen muy largas para el gusto
masculino.»
Grondona White afirma que desde los años sesenta él no
puede usar colores alegres en sus dibujos de ropas femeninas.
Los artificios dejaron paso a lo simple y despojado. La
elegancia de fin de siglo tiene colores neutros, oscuros y lisos, y
polleras por debajo de las rodillas, ya que sigue la austeridad. No
casualmente, sólo los personajes de mayor poder adquisitivo –como María
Julia Alsogaray y Amalita Fortabat– enfrentan los dictados de la moda,
oponiéndose con cierta obscenidad a la tendencia de usar colores neutros
para adoptar –como sólo ellas se lo permiten–trajecitos de colores
rabiosamente triunfales como el amarillo huevo, el naranja fluorescente
o el verde loro. Pero no es una costumbre exclusiva criolla
En Inglaterra y España pasa lo mismo: mientras el pueblo adhiere a los
colores sufridos, como el marrón, el azul marino, el gris y el bordó, la
realeza viste tonos pasteles tan alegres como la vida privilegiada que
les toca vivir.
Los que dependemos de un empleo inestable no podemos comprar un abrigo
naranja o verde pistacho. «Lo usás dos veces y es un quemo», nos dice
mamá.
Y tiene razón. |