Golden Age...
¡La Edad Dorada! Todos éramos más jóvenes por entonces; y el
mundo también lo era. Más que un tiempo, un lugar. Un lugar adonde
ir. O adonde regresar. Uno de esos sitios (igual al barrio, que
decía el Gordo inmortal) adonde siempre se está llegando.
ME COMPLAZCO en decir que mis dos propuestas de
evocación nostálgica de las viejas y queridas “tiras” recibieron
una más que entusiasta y amable acogida por parte de los lectores
de Balazo en su día. Luego me llegaron varios pedidos a
favor de un mayor abundamiento sobre el tema abordado en la
entrega previa, de saber más acerca del maestro Harold R. Foster y
de sus soberbios trabajos historietísticos, y de la mística de
Chester Gould y Dick Tracy. Dado que el tema es por
completo de mi predilección, vayamos sin más preámbulo a tan grato
asunto.
Foster, nacido en 1892 en Halifax, Nueva Escocia
(una provincia del Canadá), se trasladó con su familia a Winnipeg
en 1906. Según algunos de sus biógrafos, el chico, de apacible
talante y modales educados, fue antagonizado por los “matones” de
su nueva escuela. En reacción a tan incómodo estado de cosas, se
dedicó a perfeccionar sus habilidades boxísticas, y tan buen éxito
tuvo que, más adelante, militó en filas del pugilismo
profesional... Su derecha, sin embargo, iba a estar destinada a
fines más elevados.
Cansado de la rutina burocrática a que se vio
sometido en su primera juventud, optó por explotar sus habilidades
artísticas, que también había demostrado poseer desde muy pequeño.
Pero en un principio —suele ocurrir con los grandes talentos— lo
eludió el éxito, de manera que, cambiando radicalmente el rumbo,
tomó un empleo como guía en las remotas extensiones del Ontario
occidental y zonas norteñas de Manitoba. Más adelante, buscó oro.
En 1917, dice uno de sus biógrafos, localizó una veta de un millón
de dólares. Por desgracia, su filón le fue usurpado tres años
después por un oportunista. En vez de sucumbir a la cólera o a la
desesperación, Foster se volcó al dibujo.
Cambiando su selvático hábitat por la abigarrada
urbe de Chicago (donde arribó en bicicleta), asentó con firmeza
ambos pies en el mundo del periodismo gráfico y también el del
cómic. Y ya no habría de dejarlo.
Después de ilustrar las aventuras de Tarzan
(entre 1931 y 1937), con el aplauso de público y colegas, pasó a
crear su obra máxima, Prince Valiant, a cuya realización,
de soberbia factura, increíble minuciosidad e indeclinable
honestidad artística, consagró de 53 a 55 horas semanales durante
más de tres décadas, desde 1937 hasta 1971.
En este año abandonó la realización gráfica en manos de su colega
John Cullen Murphy, aunque continuó escribiendo los guiones y
supervisando el acabado general por varios años más.
Foster tenía pensado no ceder jamás a su criatura;
incluso había planeado la muerte del héroe, en el campo de
batalla, como corresponde a un adalid. Pero el King Features
Syndicate decidió otra cosa: Val sobrevivió
a su hacedor, y no sólo eso: una página de Internet que mantiene
el KFS nos informa de la evolución sufrida por los principales
personajes, ahora a cargo de John Cullen Murphy.
Cabeza de familia, padre de cinco hijos, Val se ha
alejado de la gesta heroica para convertirse en consejero del Rey
Arturo. Aleta, su hermosa mujer, mantiene un perenne encanto, cuya
gracia no empaña ni siquiera su adquirida condición de abuela.
El Príncipe Arn (nacido en 1947 sobre suelo
norteamericano) tomó la posta aventurera de su célebre padre.
Casado con Maeve, hija de Mordred, el malvado hermanastro de
Arturo, dio a Val y a Aleta su única nieta, Ingrid.
Las dos hijas gemelas de Valiente, Karen y Valeta
(1951), sólo se parecen por sus rasgos. Karen es alegre e
irreflexiva, mientras su hermana es más seria y discreta. Karen,
una amazona guerrera en su adolescencia, se casó más adelante con
Vanni, hijo del legendario Preste Juan (flagrante “licencia
poética” del nuevo argumentista, por cuanto, históricamente,
median unos siete siglos entre “los Días del Rey Arturo” y la
hipotética existencia del Preste). Valeta, por su parte, ha puesto
sus ojos en un sacerdote druida, Cormac. Galán, nacido en 1961,
desentona de su belicosa familia: se inclina más bien al estudio
de las ciencias. Y Nathan (tan joven que ni siquiera tengo sus
datos de nacimiento), fue secuestrado al nacer, nada menos que por
orden del emperador Justiniano..., pero lo rescató bizarramente su
hermano mayor, Arn.
Dejando por el momento la fabulosa gesta medieval,
trasladémonos a la época violenta de la Ley Seca y las guerras de
gangsters en Chicago y Nueva York: en una palabra, el mundo de
Dick Tracy, brillantemente gestado por Chester Gould.
Nativo de Pawnee, Oklahoma (1902), Gould comenzó a
interesarse por el dibujo cuando todavía no había salido de la
Secundaria. Tomó un curso por correspondencia sobre el cual no he
hallado datos específicos, pero que indudablemente debió serle
útil, pues le sirvió de pasaporte para el Tulsa Democrat, un
antiguo periódico local.
Ansioso de mejorar, se trasladó a Chicago en 1923,
para perfeccionar sus estudios en el Art Institute de esa ciudad.
Una vez que, a su propio juicio, estuvo listo, se dedicó a
forjarse el ingreso al ámbito del periodismo gráfico. Logró
diversas asignaciones, pero la falta de perspectivas más
auspiciosas lo descorazonaba.
En 1928 se enteró de que Sidney Smith —célebre en
esa época por su tira “The Gumps”, aguda sátira de las costumbres
norteamericanas—, acababa de firmar un contrato nada menos que por
un millón de dólares con el Chicago Tribune. Vale decir, que le
reportaría un ingreso anual de $ 100.000 ¡durante diez años!
Según se rumoreaba, Smith estrenaba un Rolls-Royce
cada doce meses. Aquello decidió las cosas para Chester. Su
objetivo estaba marcado..., tan inexorablemente como el rumbo
letal de las balas de su futuro héroe.
El camino estuvo erizado de espinas
(metafóricamente hablando), pero el sexagésimo séptimo intento de
Gould se vio coronado por el éxito. Y tan excesivo fue el efecto
“pendular” compensatorio, que el éxito se adhirió a Gould y a
Dick Tracy por más de medio siglo, a contar desde el debut de
la tira, el 12 de octubre de 1931.
Los temas de crimen y violencia, ampliamente
tratados en el cine, eran, sin embargo, nuevos para los cómics de
entonces. Podría decirse que Dick Tracy inició un género,
ante la ferviente aclamación de una audiencia desprevenida; más
adelante, también, conducida por la magistral narración de Gould,
se anticipó a los filmes de police procedure (o sea,
técnicas de investigación de la policía), describiendo
minuciosamente los métodos que se usaban en la lucha contra el
delito. Para lo cual, honesto documentalista, Gould asistió a
cursos especializados, de los que se impartían a los detectives y
agentes del FBI.
Pero por encima de todo la serie brilló en un
aspecto: la grotesca caracterización de los villanos, tan
repulsivos en su diseño gráfico como en los retorcimientos de su
psiquis, que Gould describió de un modo que habría hecho frotarse
las manos al propio Sigmund Freud.
Y aún hay más: la famosa “radio de pulsera” de
Tracy (un alarde de anticipación), que, además de «convertirse en
un objeto utilizado por la propia policía», según se afirmaba, sin
mayor fundamento, en los años ’50, representó un jugoso ingreso
adicional para su creador, ya que el modelo se comercializó para
consumo de una ávida clientela infantil.
El éxito de la tira parecía asegurado. No obstante,
en los ’60, Gould incurrió en un notorio traspié, al introducir en
ella elementos de ciencia ficción en tono de comedia, poco acordes
con el sombrío cariz de la serie. Quizás fuera que los gustos del
público estaban cambiando, y una época llegaba a su fin... Chester
Gould se retiró en 1977, justo el día de Navidad.
BALANCE FINAL: Tanto Harold Foster como Chester
Gould (tan distintos entre sí como pueden serlo dos historietistas
que actuaron contemporáneamente), tienen puestos destacados en la
historia del cómic. Dijo del primero el especialista español
Javier Coma:
«[Su] Príncipe Valiente fue casi siempre un
fascinante espectáculo, magnificado por la reproducción en páginas
de amplias dimensiones y color fastuoso. [...] Harold Foster logró
henchir de magia creativa una historia monumental sobre la
caducidad del mundo y del hombre.»
A lo que yo me tomaría la libertad de agregar que
ese mismo esplendor visual opacó —injustamente— los notables
méritos del Foster escritor. El fue, sin duda, uno de los más
sensibles e inteligentes constructores de argumento y diálogos que
hayan jerarquizado a la historieta. Repásense con cuidado sus
páginas, intentando abstraerse por un momento de sus lujos
gráficos, y podrá comprobarse la veracidad de este aserto.
Gould fue también (aprovechemos para consignarlo)
un magnífico narrador, aunque su estilo se apoyó, contrariamente
al de Foster, en todos los convencionalismos propios del género
que tan eficientemente supo explotar.
Su dibujo, nada académico, carente de perspectivas
realistas y proclive a la caricaturización, sirvió quizá para
darle dinamismo a la historia, al par de mitigar su crudeza.
Ranking personal: ¡Dos Grandes!
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