En tiempo de lo de "la patria como unidad de destino en lo
universal", éramos sutilmente adoctrinados en nuestra condición de
súbditos, plagados de responsabilidades y obligaciones. Entonces,
un muchacho bien educado cedía la parte interior de la acera a los
mayores.
La formación ciudadana que adquirimos los niños del franquismo era
muy pobre. Teníamos muy claro que toda autoridad venía de Dios,
única instancia habilitada, junto a la de la Historia, para pedir
cuentas al Generalísimo, y por lo tanto la obediencia -en su doble
versión joseantoniana, mitad monjes, mitad soldados- era el
principal atributo al que debíamos aspirar en tanto que individuos
integrantes de una sociedad.
Todas esas cosas respondían a un mismo criterio, a un empeño
decidido de compartimentar la sociedad entre los que tenían y los
que no, los que enseñaban y los que aprendían, los que mandaban y
los que ejecutaban las órdenes, los que habían ganado la guerra y
los que temían que pedir perdón cada día por haberla perdido, amén
de purgar su derrota.
La victoria del ejército rebelde de Franco en la guerra civil
significó el triunfo absoluto del poder terrenal de la Iglesia
católica. Y así fue. La Iglesia vivió a partir de ese momento una
larga época de felicidad plena, con una dictadura que la protegió,
la cubrió de privilegios, defendió sus doctrinas y machacó a sus
enemigos.
Frente a este continuo falseamiento de una realidad desangrada por
las secuelas de la guerra, la historieta humorística y sus autores
lograron escapar, en ocasiones inconscientemente, a manipulaciones
directas.
Es curioso lo que el subconsciente te hace recordar; una imagen,
un sonido, una palabra que en principio no significaría nada,
puede hacer que tu mente vuelva atrás, al pasado, como en el
flash back de una película. Si algo marcó esos años fueron los
tebeos presentes en nuestro recuerdo, están ahí. En la memoria de
los nostálgicos encontramos las primeras manifestaciones en
revistas como TBO (de aquí el termino tebeos para los
cómics en nuestro país), en 1917, año en que Joaquín Buigas
Garriga compra la revista y la transforma según su estilo. De
carácter humorístico y sencilla, esta publicación se hizo popular
en muy poco tiempo, de la mano del formidable elenco de artistas
que colaboraban: Donaz, Urda, Rapsomanikis, Opisso, Nit, Francisco
Mestre, Tínez, Sabatés, Serra Masana, Salvador Mestres, Cabrero
Arnal, Moreno, Benejam, Coll, Muntañola, Arnalot, Tur, Bernet
Toledano entre otros.
TBO
ha sido la que ha dado el mote genérico de "tebeo" a las
publicaciones de cómics en general. El nombre ha sido recogido y
avalado por la Real Academia Española.
Terminada la guerra civil en 1939, el país tiene carencias de todo
tipo: materias primas, hambre, pérdida de las libertades y una
feroz censura militar. Los tebeos se resienten al igual que todos
los estamentos culturales del país, A pesar de esto, se hace
posible el nacimiento de unos grandes historietistas, quienes
conjuntamente con los de la vieja guardia, conferirían al cómic
español, cotas que no han sido igualadas.
Para un pueblo amordazado y privado de los más elementales
derechos, los tebeos ejercen como catarsis de las frustraciones y
angustias. Encabezados por la revista TBO (que vuelve a
publicar a partir de 1940 de manera intermitente), las
publicaciones de historietas españolas devienen en un estallido de
originalidad y fantasía. Los primeros tiempos son difíciles y la
falta de autores artísticos y literarios hace que la revista
TBO salga escasa en tamaños y contenidos. Después, en sus
páginas conocerán algunos de los personajes más populares de la
historieta española: La Familia Ulises, Eustaquio Morcillón,
Melitón Pérez, Cristóbal y Angelina. A partir de la década de los
años setenta se cierra la etapa histórica más larga e interesante
de la revista TBO. Ninguno de los artistas de etapas
posteriores llegó a la genialidad de los maestros del lápiz de la
posguerra.
Manuel Urda Marín (Barcelona, 1888 - 1974)
La chiquillería de nuestra posguerra tuvo la fortuna de disfrutar
de la labor de una serie de geniales artistas que hicieron las
delicias de cuantos amábamos los tebeos. Estas líneas pretenden
ser un sentido homenaje a uno de esos dibujantes que, quemándose
las pestañas en un tablero de dibujo, nos ofrecieron lo mejor de
sí mismos en cada una de sus viñetas: Manuel Urda.
Urda empezó su colaboración en TBO, la revista de
historietas española por antonomasia, y comenzó siéndolo cuando
tan sólo hacía un mes que había empezado a publicarse. Él fue el
primer director artístico del TBO, cargo que desempeñaría
desde 1918 hasta 1922; fue también el dibujante que diseñó el niño
de TBO vestido de marinero. Publicó además en En Patufet,
Follets, Monos, Pulgarcito, Yumbo, Nicolás, El Coyote y un
sinfín de revistas infantiles y semanarios y entre los que destaca
Lecturas. Hasta su muerte en 1974, no dejó de colaborar en
TBO, siendo fácilmente identificado por la sección fija "De
todo un poco", y dejó tras de sí una vida y una obra que
difícilmente se podrá igualar. Casi sesenta años de trabajo
creativo de personajes sencillos, rotundos e inimitables ilustra
su obra, en la que uno de los caracteres que definen el trato
inocente y limpio sería aquel perrito que aparecía en casi todos
dibujos y que, paradójicamente, aun en uso de ese estilo tan casto
fue uno de los más castigado del TBO por la censura. Esas
señoras obesas y redondas que dibujaba fueron desautorizadas, al
principio, por los censores de la época franquista a pesar de lo
alejada que estaba su obra de cualquier contexto socio-político de
la época.
Las historietas de Urda surgen como instrumento para el
entretenimiento y la diversión, como función distractiva
exclusiva.
A
esto le tenemos que sumar el característico estilo de Urda, que
quizá carece de la espectacularidad o el preciosismo de algunos de
sus coetáneos, pero sus personajes sencillos, rotundos e
inimitables ilustran su obra. Esos obreros, esos señores
distraídos, y por encima de todo, aquel perrito que aparecía en la
mayoría de sus dibujos. Su versión de los personajes es clara,
personal y reconocible. Define a la perfección a los numerosos
personajes que aparecen en sus historietas, en las que ninguno de
ellos sobresale por encima de los otros jamás y no se arredra a la
hora de dibujar barcos veleros, edificios de la época, soldados de
uniforme o lo que le echen, y sobre todo, destaca su peculiar
sentido del humor. En definitiva, la obra de Urda es eminentemente
visual. Los diálogos aumentan el detalle, pero son las imágenes el
principal elemento. Es indiscutible que su grafismo resulta
increíblemente atrayente.
La verdad es que resulta difícil hacerse a la idea de que ya han
pasado casi tres décadas desde que Manuel Urda nos dejó. Aquel
artista, poseedor de una estética especial que seguramente nunca
se olvidará, y deleitó a unos lectores a los que había sorprendido
de una forma muy especial. Un autor que sin albergar
pretenciosidad alguna, configuró un lenguaje propio a la hora de
plasmar sus viñetas.
El caso de Urda es una de las tantas injusticias de la historieta
española. Resulta triste de ver un artista tan extraordinario
tratado de forma tan escasa (por no decir paupérrima) por las
publicaciones del medio. Podríamos estar hablando sin parar sobre
la penosa relación de nuestros dibujantes clásicos con las
revistas de información del medio, de lo mal que lo tenemos los
aficionados para poder ver y leer en el mercado sobre sus autores.
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