ASOMADOS A LA VIÑETA
ANTONIO ALTARRIBA

Title:
Looking into the frame
Resumen / Abstract:
La perspectiva sociología comenzó en el ámbito de la crítica de historieta con los primeros emprendimientos de coleccionistas y de aficionados que querían expresarse en fanzines. Los intelectuales se aproximaron al cómic solo cuando pudieron recurrir a algunas autoridades para obtener respaldo, y el perfil del estudioso de lo social que consigue hallar claves de interpretación en los cómics es algo reciente. Incluso la academia, refractaria al mundo del cómic, se abrió al estudio de este medio con exploraciones de la sociedad española utilizando para ello las viñetas, una particularidad que cada día se está utilizando más. / The sociological perspective began in the field of comic criticism with the first endeavors of collectors and fans who wanted to express themselves in fanzines. The intellectuals approached the comic only when they could turn to some authorities to obtain support, and the profile of the social scholar who manages to find interpretation keys in the comics is something recent. Even the academy, refractory to the world of comics, opened itself to the study of this medium with explorations of Spanish society using cartoons, a particularity that is being used more every day.
Palabras clave / Keywords:
Cómic y sociología, Cómic y sociedad/ Comics and Sociology, Comic and Society

ASOMADOS A LA VIÑETA

 

Tuve la suerte de nacer en 1952. Aunque no me puedo quejar de otros aspectos de mi vida, me refiero a una suerte “tebeística”. Quienes nacimos entre los últimos años cuarenta y los primeros cincuenta del siglo pasado tuvimos la fortuna de disfrutar de quioscos y papelerías destellantes con el color de las mejores portadas para un lector infantil. TBO, Pulgarcito, Pumby, Jaimito, Yumbo, DDT, El capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, Bengala, Apache, El inspector Dan, Pantera negra, Hazañas bélicas… Los títulos clave de una auténtica edad de oro de la viñeta se desplegaban ante nuestros ojos infantiles sumiéndonos en una sensación que oscilaba entre la fascinación por las historias que prometían y la desazón por la imposibilidad de adquirirlos todos. Las niñas disponían de colecciones específicas, Azucena, Golondrina, Maripositas, Florita, Ardilla, Claro de luna, Rosas blancas…, que les permitían soñar con idilios apasionados y matrimonios principescos. Era un material perfecto para acompañar el despertar a un mundo que todavía olía a posguerra, asediado por la penuria, la represión y el pecado. Nos ofrecía unas ventanitas con vistas al humor, a la aventura, al amor, una escuela de imaginación donde aprendíamos a fugarnos de las crueldades de la realidad y también a leer. No solo a juntar letras, sino a descubrir los secretos, siempre arrebatadores, del relato.

 

El relato gráfico, siempre seductor para el ojo joven. Imagen de un tebeo de la colección Golondrina (1957, portada de Joserfina).

 

Cuando mi generación cumplió los veinte y ya había abandonado los tebeos por su falta de estímulos para satisfacer la subida hormonal de la adolescencia, empezaron a aparecer las primeras cabeceras dirigidas a un público adulto, con las críticas provocadoras del underground o las fantasías cargadas de “mensaje” de una producción que ya se reclamaba autoral y artística. Los tebeos pasaron a llamarse “cómics”, y pudimos disfrutar de las hipertrofias sexuales o de las críticas demoledoras al establishment o de las distopías sin concesiones derivadas de una condición humana alevosa o de una organización social opresora y alienante. Con esta provisión de material, innovador tanto gráfica como narrativamente, alcanzamos, aunque fuera a duras penas, los primeros años noventa. Los niños del Pulgarcito fuimos los jóvenes de Cairo, Totem, 1984, El Víbora, Cimoc, Rambla… Y de esa manera conseguimos llegar a la cuarentena en un recorrido vital, prácticamente sin fisuras, saltando de viñeta en viñeta.

Cuando creíamos que nuestra vida en la narrativa gráfica tocaba a su fin, cuando, tras la crisis editorial de los años noventa y principios del XXI, parecíamos abocados a lecturas únicamente textuales, privados de la iluminación secuenciada de imágenes, aparecieron los nuevos formatos y, de manera tan discutida como irrefrenable, la “novela gráfica”. Las viñetas se poblaron así de historias más ancladas en la realidad contemporánea o histórica, incluso en la intimidad autobiográfica o en la crónica familiar. Y, de la mano de esta nueva tendencia editorial, todavía hoy vamos sobrellevando nuestra travesía por la madurez.

Ahora, con los sesenta años más que cumplidos, los miembros de mi generación podemos asegurar y hasta celebrar nuestra buena suerte tebeística. Las viñetas nos han acompañado toda la vida, ofreciéndonos en cada etapa el producto más adecuado. De alguna manera podríamos asegurar que esta forma de expresión encasillada ha ido creciendo con nosotros, satisfaciendo nuestras necesidades de ficción, documentación o ensueño. Resumiendo y dejando de lado numerosos matices que afectan desde la denominación hasta la clasificación de contenidos, fuimos niños con los tebeos, jóvenes con los cómics y maduros con la novela gráfica, una buena vida lectora para quienes ahora estamos a las puertas de la vejez.

No ha sido la única coincidencia generacional que nos ha permitido gozar de una conexión privilegiada con este medio. También hemos sido testigos de cómo, desde la trastienda crítica, se configuraba un campo de estudios que en los últimos años alcanza un auge notable. Tal y como acostumbraban a manifestar los pioneros del análisis crítico, la narrativa gráfica tarda mucho tiempo en llamar la atención de estudiosos y en establecer conceptos y metodologías que den cuenta de sus avatares históricos o de sus logros estéticos. El argumento, frecuentemente repetido en aquellos artículos y monografías que irrumpían en los primeros sesenta, pretendía explicar esta prolongada e imperdonable falta de interés. El cine aparece en 1895, y ya en 1928 cuenta con una importante revista especializada dedicada a su estudio, Revue du Cinéma. Es más, desde 1910 la cinematografía despierta interés crítico en el mundo entero, como lo demuestra la barcelonesa Arte y Cinematografía (1910) o el trascendental texto de Riciotto Canudo Manifiesto de las Siete Artes, datado en 1914. Por el contrario, y con agravio comparativo intolerable, la historieta, que reclamaba orígenes en 1896 pero que podía presentar cartas de nobleza muy anteriores, no había generado bibliografía relevante. Ese es el hueco que vino a cubrir en 1962 la creación en Francia del CBD (Club de la Bande Dessinée) y su boletín periódico, luego revista, Giff-Wiff.

 

Número 2 de Gazette des Sept Arts, en la que Ricciotto Canudo dejaba claro que había siete artes, siendo la última en incorporarse el cine. Este número data de enero de 1923.

 

Este tardío despertar del cómic al interés del estudioso pesó con fuerza en el asentamiento de un campo científico. Aunque se aludía a la tardanza para reclamar la urgencia de paliarla, cabía la sospecha de que tan prolongado desinterés podía justificarse por la escasa relevancia de esa producción. No lo estudiamos porque no hay nada que estudiar, podría ser la conclusión. Estamos ante un producto de escaso valor cultural que, en cuanto cumple su función de entretener, se olvida y se tira. Quizá sea por ello por lo que los gestos de alarma, las llamadas de atención se hicieron tan persistentes, casi dramáticos, en aquellos comienzos críticos. Probablemente, la despreocupación reflexiva sobre una forma de expresión tan exitosa en la primera mitad del siglo XX no solo se deba a la cuestionable calidad de muchas de sus manifestaciones, sino al hecho de que, de alguna manera, aunque fuera encubierta, la narración figurativa se encontraba ya en muchas de las formas de las bellas artes. Frisos, bajorrelieves, columnas, capiteles, tapices, iluminaciones de libros, retablos, dibujos, cuadros seriados (o no) venían transmitiendo desde hace siglos una narrativa visual, codificada y por lo tanto legible. Así que el cómic como tal, sea cual sea la fecha en la que se quiera situar su origen, no era percibido como un artefacto innovador en su tecnología y en su forma de consumir como ocurría con el cine. Por una razón o por otra, la historia y los secretos del relato gráfico estaban por descubrir, sistematizar, diseccionar, y cuanto antes, había que ponerse manos a la obra.

Así, en los últimos sesenta años hemos visto cómo se iba asentando (definiendo o renunciando a la definición) un ámbito de reflexión que, con cada acercamiento, se revela más rico o, mejor dicho, más complejo en su aparente sencillez. Y esta posibilidad de gozar de una perspectiva completa de un proceso de constitución teórico no deja de suponer un hito, un ejemplo altamente ilustrativo sobre cómo se configura una ciencia, al menos un conjunto de estrategias analíticas. Resulta interesante no solo por lo que pueda tener de aclarador sobre las visiones del cómic, sino porque facilita la comprensión de cómo se construye el andamiaje epistemológico que permite entender un fenómeno artístico y sus correspondientes recursos creativos. Basta, pues, con mirar a esos años sesenta, leer los primeros acercamientos críticos y comprobar que, como no podía ser de otra manera, el primer movimiento consiste en acotar el campo sobre el que se va a trabajar. Esta es una fase en la que las primeras reflexiones se sustentan, a veces se confunden, con el coleccionismo. La crítica llegaba con retraso, y la producción acumulada era numerosísima. Había que tomar medidas, cuantificar, clasificar, establecer una primera cartografía de aquello de lo que se quería hablar. No es de extrañar, por lo tanto, esa conexión, a menudo identificación, entre el boletín y la revista especializada. Las primeras publicaciones críticas tenían mucho de repertorio. Editoriales, colecciones, series, personajes, autores más o menos anónimos, peripecias o virajes de la creación, alcance, difusión, lugares de producción… configuraban un previo y necesario marco de estudio. En ese sentido, muchos trabajos se centraban en la relación más o menos exhaustiva de la producción y en las circunstancias que la habían rodeado. ¿Cuántos números alcanzó una determinada serie? ¿En qué soportes? ¿Cómo evolucionó? ¿Quiénes la dibujaron? ¿Quiénes la editaron? ¿Qué difusión alcanzó? ¿Por qué medios? Se trataba, en cierta medida, de reconstruir un proceso creativo-editorial hasta entonces ignorado o, quizá, olvidado. Antes de saber qué contaba el cómic, antes de saber cómo lo contaba, había que establecer cuántas veces lo había contado, quiénes se habían encargado de hacerlo y quiénes de darle difusión. Y eso generó una proliferación de repertorios, anuarios, catálogos, diccionarios, enciclopedias que, con mayor o menor aparato descriptivo, proporcionaban un listado de autores y publicaciones.

Esta fase historiográfica está lejos de haber concluido. Es verdad que el esfuerzo recopilatorio ha sido importante y la tarea de catalogación llevada a cabo por críticos, grupos de trabajo y asociaciones ha contribuido a perfilar con relativa nitidez nuestro patrimonio historietístico. En cierta medida podríamos asegurar que las dimensiones del campo de investigación están acotadas. Quedan, sin duda, algunos tesoros del pasado por descubrir, muchos fanzines, publicaciones marginales o de escasa tirada andan, de momento, perdidos, y todavía asistimos de vez en cuando a alguna notable exhumación. Hay que destacar en este terreno una corriente creciente de recuperación-reedición de viejos títulos que, poco a poco, configura una lista de clásicos, al menos de obras agotadas y añoradas que vuelven a las librerías. Pero una cosa es el repertorio y otra la historiografía que la rodea y, de alguna manera, la explica. Esa es una tarea que, en la práctica, no se termina nunca. Por eso, aunque en la actualidad las perspectivas críticas se hayan diversificado, seguimos leyendo trabajos centrados, total o parcialmente, en el establecimiento del catálogo y, sobre todo, en la descripción de las circunstancias autorales o editoriales en las que vieron la luz las historietas.

 

Giff-Wiff, fue una revista fundada por Francis Lacassin desde el Centre d'Étude des Litteratures d'Expression Graphique. La historieta era una de esas "nuevas literaturas" que se expresaban gráficamente.

 

Porque hoy, alcanzada una cierta madurez crítica, una solidez metodológica en los diversos acercamientos, una creciente precisión en las herramientas de análisis (por abandono de líneas estériles o por aportación de nuevas ópticas), comprobamos cómo conviven unas cuantas líneas críticas dominantes. Sin ir más lejos, este encuentro al que ACyT nos convoca establece ya en su programa una clasificación de las principales pautas de análisis en vigor. Asumiendo el riesgo de dejar de lado alguna excepción, incluso de cometer algún error, podríamos establecer una cronología de cómo van irrumpiendo los distintos enfoques críticos, tanto por sucesión cronológica como por derivación conceptual. Siguiendo la lógica de profundización en un área de investigación y una vez que el “cuánto” se encuentra relativamente enumerado, se tratará de explicar el “qué”. ¿Qué cuenta lo que tanto se difunde? Y esa entrada en los contenidos, si se le quiere dar cierta transcendencia, alcanza un indiscutible valor sociológico. Los propios argumentos reivindicativos utilizados por el cómic reclamando legitimidad cultural, incluso dignidad artística, inducen, ya desde un primer acercamiento, a este análisis sociológico. Si goza de tanto público, solo puede ser revelador de significativos síntomas sociales. Nos gusta mirarnos en ese espejo “enviñetado” en la medida en la que refleja nuestras circunstancias, nuestras preocupaciones y también nuestros anhelos. Bastará con adentrarse en la trama de cada historieta, limpiarla de su barniz ficcional (sea humorístico, sentimental o dramático), para encontrar los mecanismos que mueven nuestra sociedad, explican nuestros fantasmas y hasta denuncian manipulaciones ideológicas, coartadas históricas o personales.

El paso siguiente, una vez conocido el “qué”, será preguntarse sobre el “cómo”. ¿Cómo se cuenta aquello que tanto se publica y resulta sociológicamente tan revelador? Y, a partir de esta pregunta, como siempre ocurre con la complementariedad de los diversos acercamientos, podremos matizar y enriquecer las dos respuestas que nos habían traído hasta aquí. Porque no se puede ignorar que la manera de contarlo puede determinar, al menos matizar, qué se cuenta, y ambas reflexiones unidas, dar respuesta a la evidencia inicial de tanta cantidad como se publica. Queda todavía una perspectiva de análisis en creciente auge y que podríamos denominar “cómic aplicado”. En los últimos años resulta cada vez más frecuente, incluso popular entre el profesorado, la utilización del cómic como herramienta didáctica. El carácter documental de muchas series, su inserción histórica, su utilización de la comunicación dialógica, la introspección personal, permiten utilizar las viñetas como material para la enseñanza de la historia, de la literatura, de las lenguas modernas, del arte y, por supuesto, del dibujo. Y no solo. La abundancia de títulos que parten de la autobiografía, de la crónica familiar, de la peculiaridad o de la marginalidad individual facilita también los estudios de corte psicoanalítico, incluso con fines terapéuticos. La medicina gráfica (“graphic medecine”, en su denominación internacional) se ha convertido en los últimos años en un importante banco de recursos para sanitarios concienciados y partidarios de la humanización de la medicina. Imágenes de la enfermedad en el cómic actual, de Inés González (2017), es solo uno de sus títulos más representativos.

 

Libro de Inés González Cabeza, publicado en la colección Grafikalismos.

Así pues, la dimensión sociológica de la historieta ha ocupado un puesto fundamental, en cierta medida fundacional, y todavía hoy sigue ocupando un espacio relevante. En cierta manera podría decirse que algunos de sus ingredientes constitutivos la hacen especialmente permeable a los síntomas sociales, tendencias políticas, prácticas y comportamientos humanos en general. El dibujo puede elaborarse desde un planteamiento esencialmente mimético y reflejar con precisión los personajes, acontecimientos y escenografías del presente o del pasado. Junto con este grafismo documental penetran no solo las formas con las que se presenta la realidad, sino también las causas que la explican o los efectos que provoca. Se introducirá ya desde aquí una visión personal del mundo que contiene, de entrada, una valoración sociológica, incluso una enseñanza moral. Y no digamos si la fidelidad mimética viene distorsionada por esquematismos o hipertrofias caricaturales. La caricatura se presenta, ya de forma decidida, no como un reflejo aséptico sino como una interpretación del referente. En ese equilibrio, divertido y a menudo grotesco, entre lo reconocible y lo exagerado (o lo simplificado) se instala una crítica, una exaltación y hasta un desprecio. El dibujo no juega al retrato fiel sino a la distorsión cargada de intención. La visión se hace revisión y, más allá de representar el mundo, lo valora. El trazo se convierte, desde su plasmación en el papel, en discurso sociológico. La abundancia de viñetas burlescas ya en los antecedentes remotos del cómic (Hogarth, Cruikshank, Töpffer…) viene a demostrar esta propensión intrínseca del medio a dar cuenta del entorno al mismo tiempo que lo filtra a través de una mirada despiadadamente deformante. Esta propensión a abordar temas de actualidad y a filtrarlos por el cedazo gráfico de la comicidad, el ridículo y hasta el insulto llegó a considerarse en algún momento consustancial a la historieta. La mayor parte de las revistas ilustradas del siglo XIX tanto en Francia, Inglaterra, Alemania como en España se adhirieron a estos contenidos. Y esto es así de tal manera que “prensa ilustrada” se convirtió en sinónimo de “prensa satírica”. Se dibuja para para dar cuenta, siempre con espíritu humorístico-desmitificador, de los desmanes políticos o de las incongruencias sociales.

Esta relación entre el acontecimiento y su transcripción gráfica fue evidente desde sus orígenes. Y no solo para los lectores que reían de ello, sino también para las personas y estamentos sociales criticados. Se estableció así un pulso, todavía vigente, entre la voluntad de denuncia de unos y la pulsión censora de otros. Así, leyes de prensa, códigos y otras fórmulas legales pretendieron regular tanto desmán gráfico. La censura se convirtió en una compañera tan insistente como molesta de las publicaciones ilustradas. Desde la británica Punch a las francesas Le Charivari o La Caricature conocieron constantes multas y prohibiciones en el siglo XIX. Charles Philipon, propietario de las dos últimas revistas, pasó parte de su vida en los juzgados. Pero los ataques no solo provenían de instancias gubernamentales, también los particulares se ofendían. En la redacción de Le Charivari existía una sala de entrenamiento donde los colaboradores se preparaban para los eventuales duelos a los que eran retados por lectores aludidos y socialmente deshonrados. Y hay que decir que la situación no ha mejorado especialmente con el paso del tiempo. Las revistas francesas Hara-Kiri, Siné Massacre, Charlie Hebdo o las españolas Star, El Papus, El Jueves, Mongolia, algunas de ellas todavía vivas, no han dejado de sufrir persecución por parte de quienes pretenden amordazar ese flujo constante de comentarios finamente demoledores o descaradamente destructivos que propicia la actualidad. Y lo que es peor, nada indica, de momento, que esta presión censora vaya a remitir.

 

Portada de la revista Mongolia, diseñada como un homenaje a la revista satírica americana Mad.

Así pues, el circuito que une sociedad y narrativa gráfica funciona en los dos sentidos. La sociedad, en sus abusos y disfunciones, nutre las historietas, y las historietas, a su vez, son atacadas por esa parte de la sociedad que se siente denunciada o denigrada. Este tenso vaivén de relaciones “sociográficas” se recrudece cuando, a partir de finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX, la historieta se vincula con un público eminentemente infantil y con el propósito de transmitir un entretenimiento educativo. Por el resquicio de la tutela infantil se cuelan nuevas leyes preocupadas por la influencia más o menos nefasta que estas publicaciones pueden ejercer sobre los hábitos juveniles. Consagran así un discutible viaje de ida y vuelta según el cual los comportamientos sociales inspiran las historietas, pero las historietas a su vez influyen en los comportamientos de mentes todavía poco formadas. Según este planteamiento, las viñetas dibujan lo que ocurre, pero también pueden determinarlo, casi siempre de manera nefasta. Curiosamente, es Francia la primera en regular estas tensas relaciones con “la ley de 1949 sobre las publicaciones destinadas a la juventud”. Entre otras prohibiciones, destaca la que establece que “no deben contener ninguna ilustración, ningún relato, ninguna crónica, ninguna rúbrica, ninguna inserción que presente con tratamiento favorable la delincuencia, la mentira, el robo, la pereza, la cobardía, el odio, el desenfreno o cualquier acción calificada como crimen o delito y tendente a desmoralizar la infancia o la juventud”. La ley fue aprobada con asentimiento generalizado de las fuerzas políticas en el que, por paradójico que parezca, confluyeron los sectores católicos y el partido comunista.

Sin alcanzar rango de ley, pero ejerciendo una gran influencia editorial, encontramos en Estados Unidos el caso del libro publicado en 1954 por Fredric Wertham y titulado La seducción del inocente. Desde una perspectiva supuestamente psiquiátrica venía a denunciar una relación causa-efecto entre la lectura de tebeos y el incremento de la delincuencia juvenil. Según esta interpretación, los lectores tendían a imitar los comportamientos de villanos y pervertidos tan abundantes en las viñetas. Consecuencia de la difusión de estas teorías, una buena parte de los editores decidieron imponer unas reglas estrictas en sus productos de manera inmediata. En el mismo 1954 sellan sus portadas con el logo del Comic Code Authority, una manera de adelantarse a la censura que se les venía encima creando ellos mismos su propia autocensura.

El caso español obedece a las mismas causas y también se manifiesta en las mismas fechas. Curiosamente, la dictadura franquista, tan cruelmente represora de las manifestaciones contrarias al régimen y a su pacata moral, descuidó la vigilancia de las publicaciones infantiles y juveniles. Seguramente estaba tan ocupada en otras restricciones de la libertad que a esta llegó algo tarde. En enero de 1952 se constituye la Junta Asesora de Prensa Infantil, integrada por representantes de Acción Católica, Frente de Juventudes, Consejo Superior de Protección de Menores, Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad, Confederación Nacional de Padres de Familia y un importante grupo de editores ideológicamente afines. En el mismo mes de enero dicta unas normas en las que, entre otras muchas y detalladas prácticas, se prohíben “los cuentos de crímenes, suicidios y todos aquellos en los que aparezcan entes repulsivos que puedan perjudicar el sistema nervioso de los niños”, “descripciones que puedan despertar una curiosidad malsana en torno a los misterios de la generación”, “historietas que pongan en ridículo la vida familiar como las que señalan engaños matrimoniales o la mujer que hace trabajar al marido en menesteres caseros mientras ella descansa”, “las que van en desprestigio de la autoridad de los padres, maestros, autoridades civiles o de la patria” y, por supuesto, “todo cuanto atente contra los principios fundamentales del Movimiento Nacional”. El 24 de junio de 1955 este conjunto de normas alcanza rango de decreto ministerial con el título de “Normas sobre la Ordenación de las publicaciones infantiles y juveniles”.

Cualquiera que recuerde algunas de las series más populares de aquellos años comprobará que la obediencia a estos principios fue relativa. Mujeres tiránicas, maestros ridículos o ridiculizados, autoridades burladas o de las que se hace burla, familias desastrosas, disfuncionales y hasta delictivas constituían el marco argumental de una buena parte de la historieta cómica. Así que, si bien es cierto que se rebajó el carácter transgresor de muchos desarrollos argumentales, el sustrato humorístico, como no podía ser de otra manera, mantenía un tono esperpéntico en el tratamiento de instituciones sagradas para el régimen como la familia, la escuela, el trabajo, la moral… Seguramente no existían medios para hacer cumplir tantos y tan minuciosos preceptos, pero también es probable que el carácter lúdico de los tebeos, la sencillez de sus intrigas y la escasa trascendencia cultural que se les otorgaba contribuyeran a una evaluación superficial, incapaz de detectar, si no la crítica, al menos el insistente y, en el fondo, desesperanzado testimonio que ofrecían. A no ser que los escenarios de hambre, explotación y miseria que conformaban el trasfondo argumental de estas series se contemplaran exentos de intencionalidad política, como mero recurso humorístico. En cualquier caso, en Francia, Estados Unidos, España y otros muchos países, leyes y códigos restrictivos vienen a confirmar la voluntad de reflejar la sociedad con ánimo crítico en todas estas publicaciones. Y si esta voluntad se hallaba tan fundamentalmente inscrita, no será de extrañar que la crítica sociológica encuentre una abundante y muy rentable entrada en el análisis de sus contenidos y de las circunstancias que lo provocan.      

 

Una de los primeros ensayos españoles que adopta una perspectiva aproximada a la sociología es este de Luis Gasca, aunque fue Terenci Moix quien primero abordó el tebeo con has herramientas de la sociología.

En lo que a España se refiere, la crítica sobre cómic se inaugura relativamente pronto. En 1964, Antonio Martín y Luis Gasca, prácticamente al unísono, inician una línea de investigación que se mantendrá de manera ininterrumpida hasta la actualidad. Como ha quedado dicho, en esta primera fase el afán recopilatorio e historiográfico prima. Junto a Antonio Lara y su libro El apasionante mundo del tebeo (1968), se encargan de señalar el interés de esta documentación y la necesidad de clasificarla, incluso de presentar algunas de sus características en un primer acercamiento. Cumplen así con la función primordial de este primer período crítico que hemos dado en llamar de catalogación e historiografía. Curiosamente, y aunque no obedezca a la lógica sucesión conceptual, tanto en España como en Francia los estudios sobre el “cómo” preceden, al menos en sus avanzados antecedentes, al “qué”. Aparece así la primera bibliografía sobre la manera tan especial de contar que caracteriza al cómic. En 1972 se publica en Francia La bande dessinée, essai d’analyse sémiotique, firmado por Pierre Fresnault-Deruelle, el primer trabajo sistemático sobre la gramática del relato gráfico. Poco después, en 1974, aparece en España El lenguaje de los cómics, de Román Gubern, que también parte de la semiótica para llevar a cabo su análisis. Probablemente es el auge de esta disciplina que ve el mundo configurado por signos y se aplica de manera generalizada en la lingüística, en la literatura y también en las artes lo que explica esta prevalencia cronológica del “cómo” sobre el “qué”. La semiótica como integrante de las perspectivas estructuralistas —de moda en aquellos años setenta—, el interés por las dinámicas de funcionamiento de los mass media y todo ello envuelto por una estética “pop” explican esta precocidad del acercamiento a una retórica del cómic. Recordemos, no obstante, que esta reflexión sobre el lenguaje icónico-secuencial tendrá un largo recorrido, convirtiéndose en corriente predominante a partir de los años ochenta. Thierry Groensteen o Benoît Peeters en Francia, Scott McCloud en Estados Unidos o, más recientemente, Rubén Varillas, Roberto Bartual, Breixo Harguindey, Enrique Bordes, Enrique del Rey o Michel Matly en España, por citar solo unos nombres, demuestran la vigencia, incluso el auge, de este acercamiento.

Resulta delicado señalar el primer título español que encara el cómic desde una perspectiva decididamente sociológica. Tendríamos que remontarnos a una sociología del mercado y del consumo, así como a la creación de los nuevos mitos (quizá simples fetiches) de la sociedad y su correspondiente estética pop, para apuntar el inolvidable Apocalípticos e integrados, de Umberto Eco (1965), como referencia externa, y, en cierta medida, también Tebeo y cultura de masas, de Luis Gasca (1966). Pero el título con un componente más clásicamente sociológico lo proporciona Terenci Moix con su Historia social del cómic, tal y como se titula en su edición de 2007. El título con el que apareció originalmente en 1968, Los “comics”, arte para el consumo y formas pop, refleja más fielmente las claves de su contenido, porque, si bien se trata de un acercamiento sociológico, este se lleva a cabo desde una perspectiva estético-mediática. Moix trata de explicar la historieta como integrante esencial de las formas pop y del consumo masivo. Lo cual, si bien se mira, no resulta especialmente ennoblecedor. Al fin y al cabo, se trata de considerar el tebeo no tanto como creación artística sino como producto industrial, seriado y destinado al consumo masivo, como la sopa Campbell, los electrodomésticos, la publicidad o los iconos cinematográficos. Así que, para encontrar un título que, aun utilizando los esquemas estructuralistas del relato derivados de Propp, Bremond, Genette o Metz, lleva sus conclusiones al plano social, incluso político, habrá que esperar a la irrupción de Juan Antonio Ramírez en la bibliografía crítica. En 1975 publica dos libros que quedarán como referencia fundamental del acercamiento sociológico, El cómic femenino en España, arte sub y anulación y La historieta cómica de postguerra. Ambos son editados por Cuadernos para el Diálogo, una de las editoriales que más hicieron para dar ese último empujón a un franquismo ya decadente. De ahí el carácter fundamentalmente denunciador de Ramírez en relación con los valores del régimen, visibles en primer o segundo grado en las viñetas. Muy significativamente, estos títulos aparecen el año de la muerte del dictador, pero también y sobre todo cuando la época dorada de los tebeos toca su fin. Como si el análisis de uno de los medios más influyentes durante el franquismo solo pudiera abordarse con ambos, dictador y medio, muertos.

 

Los ensayos de Juan Antonio Ramírez (no José Antonio) aparecen con Franco casi cadáver y haciendo tábula rasa de todo un fenómeno industrial.

¿Critican más o menos disimuladamente o alienan más o menos descaradamente? A grandes rasgos, en esta alternativa se mueven los dos estudios sociológicos de Ramírez. La descripción de un mecanismo administrativo, de una ideología, de un comportamiento grupal o individual no suele (no puede) llevarse a cabo de una manera neutra, y menos en una obra creativa, liberada de la fingida objetividad del ensayo. Y seguramente no puede hacerlo porque los mecanismos administrativos, las ideologías, los comportamientos grupales o individuales no son neutros. Obedecen a una intención, a unos intereses, a unas creencias, que, aunque pretendan presentarse como las mejores posibles, al menos razonablemente justas, están cargadas de sesgos y de intenciones a veces inconscientes. No se podrá, por lo tanto, pretender que la crítica que se haga de mecanismos, ideologías y comportamientos se realice con guante blanco y, mucho menos, sin la denuncia de lo inconveniente o, incluso, del señalamiento de los responsables. Así pues, y a diferencia de la crítica del “cuánto” o del “cómo”, que puede permanecer en el ámbito de la verificación o de la profundización analítica, la crítica del “qué” se mancha las manos y puede rozar el panfleto o, mejor dicho, el anti-panfleto, puesto que es lectura y reacción ante el texto original, cómic u obra de la que se trate. Aunque sea con elegancia argumentativa y sólida metodología, la crítica sociológica desprende un tufo pugilístico, entre el debatir y el rebatir, el acusar o el ensalzar la estratagema política o la pauta de actuación. Al fin y al cabo, se trata de comentar cómo una obra determinada refleja la sociedad en su globalidad o en alguna de sus numerosas secciones. El conflicto constante en el que se desarrollan nuestras actividades, la manera de reflejarlas en la viñeta, obliga, en mayor o menor medida, a la toma de partido. Así que, aunque sin llegar a la soflama, la crítica sociológica tiene algo de denuncia, advertencia, al menos de sutil deconstrucción.

Los dos títulos de Juan Antonio Ramírez a los que aludíamos más arriba resultan ejemplares en ese sentido. Si en La historieta cómica de postguerra ponía de relieve cómo a través de las alocadas peripecias de los personajes del tebeo se filtraba la realidad española que el franquismo se empeñaba en ocultar, en El cómic femenino dejaba al descubierto los mecanismos ideológicos que reforzaban un estereotipo de mujer sumisa, sufriente silenciosa, destinada únicamente al matrimonio y a la maternidad. En el primer título, Ramírez desvelaba cómo se le veían las miserias a un régimen que se reivindicaba imperial; en el segundo, cómo se anulaba cualquier veleidad de realización personal en el mundo femenino. De una manera o de otra, la crítica sociológica es una crítica de combate, en el mejor de los casos de denuncia. Desvela cómo la viñeta retrata las injusticias del mundo o cómo aliena las voluntades susceptibles de descarriarse. 

 

La historieta cómica de postguerra.

La historia de España rebosa hechos y costumbres que se prestan a su utilización en las tramas de los tebeos. Especialmente la historia del siglo XX. En ese sentido podríamos decir que la crítica sociológica tiene material especialmente significativo en el que centrarse. Dos acontecimientos que se extienden durante cincuenta años ocupan y trenzan un conflicto social del que todavía hoy no hemos conseguido liberarnos, el franquismo y la Transición. Los dos se encuentran estrechamente relacionados, puesto que el primero ocupa cuarenta años de censura, represión y miseria disfrazada de prepotencia, y el segundo, la década que, año más o menos, tardamos en abandonar el régimen dictatorial para dotarnos de instituciones al menos de apariencias democráticas. Desde el silencio opresivo que se inicia con la Guerra Civil hasta el bullicio liberador que ya se manifiesta con fuerza y presencia notable en las viñetas de los primeros años setenta, el país se presta a una crónica en la que los análisis sociológicos encuentran un material rico y que, con muy simples constataciones, conduce a fértiles conclusiones.

Las líneas argumentales de los tebeos durante el franquismo se agrupan en torno a los tres géneros clásicos, el humorístico, el aventurero y el sentimental. Dentro del género humorístico se produjeron abundantes cabeceras sin claras marcas ideológicas, fábulas interpretadas por animales antropomorfos en mundos de fantasía con recursos y alusiones a los cuentos infantiles tradicionales. Pumby, Yumbo o Hipo, Monito y Fifí fueron algunos de los títulos más representativos. Poco filo sociológico se podía sacar de estas historias ubicadas al margen de la historia y regidas por estereotipos más o menos fabulosos. TBO, una de las publicaciones más populares, explotaba el humor de movimiento y bricolaje, en donde los resbalones, las caídas, los inventos imposibles, también daban poca cabida al incisivo de la mandíbula social. Y otro tanto ocurría con la también popular Jaimito. Por el contrario, la editorial Bruguera siguió una línea de producción con personajes inmersos en una sociedad cercana a la real, al menos perfectamente identificable en sus padecimientos. Personajes varados en la miseria y el hambre, la generalizada penuria económica, el esclavismo laboral, los jefes sádicos y el inalcanzable aumento de sueldo, la travesura, la gresca, la maldad o la lotería como único recurso para salir de la pobreza, la familia como refugio constantemente boicoteado por la desgracia y el bullicio, la desolación sentimental de solterones y solteronas en busca de un afecto continuamente escamoteado configuraban un elenco de personajes proclive a la disección sociológica. Al fin y al cabo, se trataba de peripecias que, apenas disimuladas por la exageración y el humor, respondían a la realidad de aquellos años. Desde el mencionado La historieta cómica de postguerra hasta el reciente Cien años de Pulgarcito, de Toni Guiral (2021), pasando por La España del tebeo, de quien esto suscribe (2001), un abundante corpus crítico disecciona la divertida crítica que este material proporciona. 

La España del tebeo. La historieta española de 1940 a 2000.

En lo que se refiere a los tebeos de aventuras podemos distinguir una primera fase en la que la crítica los analiza con recelo. Se señalan actitudes, actuaciones y hasta expresiones de los protagonistas que recuerdan ese ademán firme, ese impulso glorioso, ese apego al honor, esa rigidez en los valores que caracterizaban al hombre fascista. Así podía leerse el enfrentamiento contra el infiel, normalmente musulmán, la recuperación de una hidalguía cristiana arrebatada, el coraje ante cualquier peligro, la persecución infatigable del delincuente, la fidelidad a una amada tan frágil como casta, incluso el heroísmo irredento en la lucha contra el monstruo, como pautas de comportamiento tan brutales como firmemente viriles. Los indicios permitían sospechar de la influencia de la alargada sombra ideológica del régimen, desde la ubicación de las intrigas en ese pasado imperial continuamente reivindicado hasta la importancia de la familia, el honor, el buen nombre o, en algunos casos, el recogimiento religioso previo a las acciones importantes. El influjo fascista se adivinaba hasta en detalles secundarios pero considerados significativos. Por ejemplo, ese Roberto Alcázar, cuyo apellido evocaba la gesta franquista del Alcázar de Toledo, su parecido al líder falangista José Antonio Primo de Rivera… Incluso el grito del Capitán Trueno, tan abierto a socorrer desfavorecidos, “¡Santiago y cierra España!”, se interpretaba como una justificación del aislamiento o la autosuficiencia del franquismo.

Son muchos los artículos y también los libros que arremeten desde esta perspectiva sociológica contra los tebeos del franquismo. Uno de los títulos más significativos en esta línea lo constituye Los cómics del franquismo, de Salvador Vázquez de Parga (1980). La simple transcripción de los epígrafes desde los que se analiza el género aventurero deja bien claro el desenmascaramiento de la perniciosa influencia de estas historias: “La propaganda política”, “El nuevo superhombre”, “La Raza y los valores de la Hispanidad”, “El concepto imperial de la Historia”, “El nacionalcatolicismo, religión del Estado”, “El racismo colonial y paternalista”, “El belicoso anticomunismo”, “A la defensa del capitalismo”, “La infiltración americanista”, “El imperialismo galáctico y el reaccionarismo conservador”, “La represión del erotismo”, “La opresión machista y el egoísmo autosuficiente”, “El juego de la violencia”. Como puede comprobarse, el análisis no puede ser más demoledor. Se explica porque, después de cuarenta años de dictadura y de discursos marciales, estábamos resabiados y el descrédito flotaba sobre todas las producciones culturales surgidas bajo el franquismo. De hecho, los tebeos (ya cómics) de los años setenta y ochenta pueden entenderse como un rechazo radical de las anteriores formas de hacer, con críticas o parodias explícitas de sus iconos más emblemáticos. Desde los personajes concebidos con planteamientos más humorísticos, como Makoki, Martínez el facha, Makinavaja o Anarcoma, hasta los nuevos aventureros, como Torpedo, Dieter Lumpen o Roco Vargas, se situaban en las antípodas de los valores y hasta de las anatomías de la etapa inmediatamente anterior. Así, los personajes cómicos fueron delincuentes, drogadictos, transexuales, fascistas patéticos, punkies rabiosos… Los aventureros arrastraron su cinismo, su sarcasmo, su frustración o su ensoñación romántica, conscientes de la futilidad de sus acciones en un mundo corrupto. Y eso cuando no debían enfrentarse a un futuro desolador, fríamente tecnificado o catastróficamente nuclearizado.  Este cambio radical en los modelos podía entenderse como un sano distanciamiento del fragor propagandístico del franquismo. Pero también planteaba una ruptura con un pasado que no solo compartía el arte de la viñeta, sino también patrimonio estético y técnicas narrativas. La perspectiva sociológica venía a reforzar la desconexión con una tradición que, por mucho que se maldijera, no dejaba de ser influyente, aunque solo fuera en estilos y en referencias temáticas. Sin embargo, y al menos de momento, los personajes de la Transición parecían construirse a la contra de los valores que habían movilizado a sus antecesores durante el franquismo.

El libro de Salvador Vázquez de Parga.

El paso de los años vino a matizar, incluso a desactivar, este furibundo rechazo del pasado, y hoy, en general, reivindicamos con orgullo no solo la producción, políticamente más progresista, de la editorial Bruguera, sino que ni siquiera nos sonrojamos por aceptar como parte de nuestra tradición histórica figuras más envaradas, como el Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, el Cachorro o el Caballero de las Tres Cruces. Y es que, pasada la saturación nacionalcatólica, tomadas las debidas distancias y ponderando con menos acritud la producción de los años cuarenta a los sesenta, comprobamos que muchos de los rasgos supuestamente fascistas no eran sino adaptaciones o prolongaciones de las rigideces del héroe en todos los países y más allá de las ideologías en vigor. Cuando en 2000 vuelvo a releer estos tebeos con treinta y cinco o cuarenta años de perspectiva con respecto a mis primeras lecturas infantiles, me sorprendo al no encontrar los descarados panfletos franquistas que en mi infancia pensaba no haber sabido detectar. En La España del tebeo (2001) compruebo que la mayor parte de los comportamientos de los protagonistas responden a los parámetros propios de todo relato épico. El empecinamiento en una causa, el coraje continuamente puesto a prueba, el carácter irrenunciable de sus principios, la capacidad de sacrificio o de renuncia, la resolución violenta del conflicto, la disciplina, la castidad sublimada, la confrontación con “un otro” esquemáticamente deleznable, forma parte de la escenificación bélica en la que el héroe destaca, siempre ejemplar, por encima de todos. Y eso es así desde La Ilíada hasta Sin City, pasando por el Cid, por D’Artagnan o por Elliot Ness. Es más, entrando en detalles, descubrimos que el Guerrero del Antifaz tiene entre sus mejores amigos a unos cuantos musulmanes, y que entre tanto “maldito otomano” encuentra rasgos de nobleza, generosidad, sabiduría y hasta tradiciones que comparte. Por su parte, Vañó, el autor de Roberto Alcázar y Pedrín, revela que el perfil joseantoniano de su protagonista no responde al del fundador de Falange sino a él mismo, el modelo que tiene más a mano para dibujar insistentemente una viñeta tras otra. Hasta en algunos cuadernillos de esta larga colección encontramos episodios en los que nuestros protagonistas toman partido por las reivindicaciones sindicales de los obreros y en contra de unos patronos tiránicos.

Así pues, desactivada la machacona propaganda del régimen, parece que en el mundo de las viñetas el lavado de cerebro no llegaba tan lejos como temíamos, habida cuenta del contexto. Es cierto que una revista como Flechas y Pelayos, dependiente de Falange y profusamente ideologizada, se prolonga hasta 1949 y aún tiene continuidad ideológica en Clarín hasta bien entrados los cincuenta, pero la descarga de consignas, el adoctrinamiento exacerbado, remite en casi toda la producción heroico-aventurera. Un caso excepcional lo supone, sin duda, Hazañas bélicas, la única publicación en el universo del cómic que, terminada la Segunda Guerra Mundial, presentaba a los nazis como personajes buenos. Es cierto que se trata de nazis que rezan a la Virgen antes de ir al frente y limpian su crueldad por el ahínco con el que combatieron a la peor ideología que haya arrasado la humanidad, el comunismo. Este es, sin duda, el tebeo con mayor carga ideológica de nuestra historieta, especialmente en su primera etapa. Arengas y largas parrafadas vienen a alertar de la maldad bolchevique. Pero hasta el carácter panfletario que la publicación alcanza en algunos de sus números se diluye cuando descubrimos que Boixcar, su autor, combatió en el lado republicano y que, con tanta exaltación implícita del fascismo, quería, probablemente, hacerse perdonar un pasado condenable en la España de aquellos años.

El género que de manera masiva y machacona se manifestó más vinculado con los valores del régimen fue, sin lugar a dudas, el género sentimental. Se diría que el nacionalcatolicismo tenía mucho más interés por ahormar el pensamiento de las chicas que el de los chicos. Curiosamente, y a pesar de que sus tramas colocaban en el centro la relación entre hombres y mujeres, el desarrollo se presentaba totalmente asexuado, y, como mucho, teníamos derecho a un tierno intercambio de miradas o a una declaración amorosa más bien tibia y, por supuesto, siempre en la senda de la consumación matrimonial. Desde la perspectiva de estos tebeos, las mujeres estaban hechas para casarse, fundar una familia y tener hijos. Es más, su historia acaba siempre (sin excepción) en el momento de la boda, porque después ya sabemos que todo será dedicación familiar y vida reproductora. Pero quizá no sea este destino lo peor que le espera a una mujer en su trayectoria vital. Los méritos para alcanzar esa felicidad familiar que se prolongará para siempre no son la belleza y, mucho menos, la inteligencia, sino la capacidad de sufrir en silencio. Lo que enamora a los pretendientes, siempre de buena posición social, es la alegría con la que afrontan la desgracia. Empobrecidas, humilladas, despreciadas, hipotecadas afectivamente por padres exigentes o por una cuadrilla de hermanos huérfanos, ellas lo sabrán sobrellevar siempre con una sonrisa. Y esta capacidad para resignarse, en definitiva, para no ser, es la base de su encanto, lo que el príncipe antiguo o el ingeniero moderno valorarán para tomarla como esposa. Este esquema tan sencillo como repetitivo es lo que analizará Juan Antonio Ramírez ya en 1975, y yo mismo en La España del tebeo. Por supuesto, también constituirá un material de gran valor para los estudios de género de reciente implantación.

De la Historieta y su uso, una enciclopedia prescriptiva.

La transición en la que surgen todos estos estudios sobre el tebeo en tiempos de Franco es una transición rebelde, rupturista, provocadora, al menos en las viñetas, y también resulta altamente reveladora para la sociocrítica. El cómic de los años setenta y ochenta no solo se enfrenta a la transcripción de los nuevos usos sociales, sino a algunas de sus derivas más extremas. El “rollo”, el “pasote”, el sexo en su más húmeda lubricidad, el asesinato indecoroso, la incorrección generalizada como estallido de libertad tras décadas de censura, constituirán una parte muy significativa de los sueños de una juventud rebelde (y solo de algunos sectores de la misma) más que lanzada al libertinaje. El lastre del franquismo parecía pesar más en aquellos que generacionalmente menos lo habían sufrido. Curiosamente, y en líneas generales, las principales aproximaciones críticas de estos años se dedican más a revisar las publicaciones del franquismo que a analizar el alcance de las que en ese momento están apareciendo. Es cierto que falta perspectiva, y la reseña, cada vez más habitual en la prensa especializada, no parece ser consciente del alcance de los cambios que el medio está viviendo. Dos de los más conocidos críticos desde los últimos setenta hasta mediados de los noventa fueron Javier Coma y Jesús Cuadrado. El primero partió en sus trabajos de unos referentes canónicos situados en los clásicos norteamericanos de los años treinta a los cincuenta, y el segundo permaneció más anclado en la tradición hispana, para la que llegó a firmar algún importante repertorio (De la historieta y su uso 1873-2000, 2000). También Coma hizo su enciclopedia de la mano del editor Toutain, para cuyas revistas trabajó como crítico inevitable. Los cuatro volúmenes de Historia de los cómics (1986) constituyen una crónica del medio desde una perspectiva fundamentalmente norteamericana, donde sitúa su origen y sus mayores logros. En ambos casos nos encontramos ante dos críticos historiográficos con algún toque sociológico. Tanto en sus libros como en sus artículos daban cuenta de la filiación y de los contenidos, con alguna explicación contextualizadora que procuraba establecer la conexión de la obra con el momento en el que surge. Javier Coma proponía como idea básica de legitimación del cómic su marcada inserción como un arte propio del siglo XX. Según él, cine, jazz y cómic constituían las artes características del XX, surgiendo y desarrollándose en él y marcando, en sus respectivos registros, la sensibilidad de la época.

Desde posturas muy diferentes, Coma y Cuadrado resultaron excesivamente prescriptivos, entendiendo su función como la del guía que ayuda a separar el grano de la paja, lo que les llevó a descalificaciones y elogios tanto de movimientos como de autores insostenibles hoy en día. Esta actitud crítica, exitosa en un momento de gran ebullición editorial y de surgimiento de nuevas firmas, acabó desgastándoles. La crítica no se sustenta mucho tiempo de adhesiones o exclusiones. Javier Coma fue el primero en retirarse, desencantado, según sus propias declaraciones, de la deriva de un medio cada vez más alejado de su canon norteamericano. Algo parecido pasó con Jesús Cuadrado, que acabó retirándose por la creciente falta de atención, quizá mejor de adhesión, a sus opiniones. Y, aunque con menos proyección crítica y mayor influjo editorial, Joan Navarro también se manifestó como insistentemente prescriptivo, casi militante de la causa de la línea clara. En su entorno surgió un título descaradamente subjetivo y acrítico como fue El canon de los cómics, de Ignacio Vidal-Folch y Ramón de España (1996). Canónicos más que analíticos, el paso de los años nos deja un panorama crítico de los años setenta y ochenta que no está a la altura de las creaciones coetáneas. Las ambiciones y los logros de lo que por entonces llamábamos el nuevo cómic tendrían que esperar a una generación posterior para verse evaluados desde una perspectiva más matizadamente crítica. La prueba, anecdótica pero representativa, de esta crítica empecinada en preferencias, cánones y descalificaciones cuajó en un célebre programa de televisión. El hito mediático de la crítica de estos años fue el debate que mantuvieron Javier Coma y Ludolfo Paramio en La edad de oro, escaparate de la ya posmodernidad, dirigido por Paloma Chamorro (1985). La proyección mediática de la aparición del mundo de las viñetas en un programa de perfil cultural y vanguardista naufragó en un intercambio de preferencias sobre el cómic americano y el europeo de muy bajo alcance.               

 

El canon de los cómics.

La crítica más reflexiva y pausada sobre el período que hemos dado en llamar del “cómic” (desde principios de los setenta a finales de los noventa) comienza unos años después, tal y como suele ocurrir en la crítica de cómic, cuando el período a analizar se puede dar por muerto y enterrado. El cómic underground español 1970-1980, de Pablo Dopico (2005), se centra en una producción explosiva, influyente, pero de difusión escasa y problemática, por los secuestros censores y las dificultades de distribución. En realidad, se trata de un grupo muy reducido de publicaciones, pero que reverberaron sonoramente en el espacio sin estrenar de las libertades más desmadradas. Star, Los tebeos del rrollo, Mata Ratos, Rock Comix, Butifarra, Estómago eléctrico, Bazofia y, aunque sin duda más “integrada”, Bésame mucho constituirán sus principales cabeceras. También hubo proyectos de revistas que se quedaron en una o dos apariciones como Nasti de Plasti, Catalina, Picadura selecta, Carajillo… Y poco más. Si atendemos únicamente a su volumen, el “underground” español casi podría considerarse testimonial. Sin embargo, marcó unos años repletos de sueños de libertad. De hecho, podría afirmarse que estas “subversivas” viñetas reflejaban más los sueños de libertad que las libertades realmente adquiridas. Pero, en la medida en la que aquellos fueron, sobre todo, años de ilusiones y expectativas, representan adecuadamente el sentir de la época. Y no olvidemos que también dejaron unos cuantos personajes inolvidables, ya referencias imprescindibles de nuestra historieta. Makoki, de Gallardo y Mediavilla; Anarcoma, de Nazario; Slober, de Ceesepe; los Garriris, de Mariscal… son algunos de los más destacados. Algunos tuvieron vida más prolongada en El Víbora, la revista que, al menos durante su primera época, se nutrió de ese espíritu subterráneo, corrosivo y provocador.

Las ambigüedades cronológicas sobre el período de la transición abren la bibliografía sociocrítica desde y hasta fechas muy diversas, arrancando a veces en 1966 y prologándose en algunos casos hasta entrados los noventa. De alguna manera, y teniendo en cuenta la cantidad de títulos que en la actualidad más reciente se sumergen en la Guerra Civil y el franquismo, podríamos asegurar que el cómic todavía está haciendo la digestión de tantos años de dictadura y, con reflexión en general documentada, llevando a cabo su propia transición. En 1987, Antoni Remesar y yo publicamos Comicsarías. Ensayo sobre una década de historieta española (1977-1987). Aunque en la concepción inicial del libro no existía la voluntad de rastrear el espíritu de la Transición, lo cierto es que las alusiones se hacen inevitables, y en el fondo del libro se perfila un cambio de mentalidad y de planteamientos creativos que pone de relieve la irrupción de una nueva manera de pensar y actuar socialmente. Nos quisimos limitar a analizar la que en aquellos tiempos ya se nos antojaba la década del “cómic”, de las revistas como soporte y del afán por salir de una concepción industrial del medio para entrar en otra más decididamente artística. Partimos de la aparición de Totem, 1977, como revista pionera en la importación del cómic “adulto” que venía practicándose en Europa desde al menos una década, y concluimos con las evidencias de un desmoronamiento editorial, estilístico y temático que acabaría con los años “cómic”.

Los cómics de la transición, de Lladó.

En 2001, Francisca Lladó publica Los cómics de la transición. El boom del cómic adulto 1975-1984. Se centra más en las características de la producción de estos años que en una lectura sintomática de los cambios políticos. Llega, incluso, a analizar una revista como Madriz, financiada por el Ayuntamiento madrileño, presidido entonces por Tierno Galván, producida con la Transición oficialmente superada y con unos planteamientos experimentales, decididamente esteticistas. Nada tienen que ver los personajes de estas historias con sus antecedentes de unos pocos años antes, algunos aún vivos en los kioscos, y que seguían rigiéndose por los planteamientos narrativos del “tebeo”. Sin embargo, estos cambios en la concepción de la ficción resultan altamente reveladores del cambio de realidades, mentalidades y ciclos políticos. También Julio Gracia Lana se interna en los vericuetos de la Transición en parte de sus artículos, y de manera más específica en su aportación a Del boom al crack. La explosión del cómic adulto en España (1977-1995) (2018) y sobre todo en el artículo “Transición y distintas transiciones en el humor gráfico y el cómic (1966-1977)” (2020). Es cierto que su marco cronológico se adelanta a la Transición, pero también la incluye con la aportación de interesantes testimonios de algunos de sus protagonistas. Por su parte, Gerardo Vilches, en La satírica transición. Revistas de humor político en España (1975-1982), se extiende más en las conexiones entre la producción gráfica y los cambios políticos. El ámbito “humor gráfico” le permite indagar también en publicaciones no estrictamente o no exclusivamente de cómic como Hermano Lobo, El Papus o El Jueves, más apegadas a la actualidad que las series de cómic, y eso facilita, en cierta medida obliga, a la correlación con los acontecimientos que las viñetas critican.

Y aquí no termina la crítica sociológica. Ni mucho menos. En los últimos años ha ido ampliando su espectro de intereses, incluso creando secciones en función de las nuevas complejidades que nos afectan tanto a nosotros como a nuestras aceleradas circunstancias. En ese sentido, se trata de una línea de investigación de rico pasado y también de prometedor porvenir. Mientras haya mundo y las viñetas lo reflejen, habrá crítica que se interese por el ángulo de refracción que origina y modula el reflejo. La globalización, la emigración, la ecología, la tecnificación-robotización de nuestro entorno, el animalismo y una cada vez más amplia lista de síntomas (o de preocupaciones) han hecho desviar la mirada social hacia territorios inexplorados o hasta ahora inexistentes. No cabe duda de que los planteamientos feministas han abierto una perspectiva de género en numerosas disciplinas. También en el cómic y la novela gráfica. Como decíamos, Juan Antonio Ramírez fue pionero en la denuncia de la viñeta como forma de anulación de la libertad femenina. El campo de estudio de los tebeos, cómics y novelas gráficas en los que los roles femeninos obedecen a modelos normativos mantiene abierto un amplio espacio a los estudios de género. Y, en sentido contrario, también las series o los personajes que, adelantadas a su tiempo, supieron abrir sus peripecias a horizontes más prometedores para las mujeres. En esa línea se multiplican los cómics que intentan recuperar figuras femeninas tan importantes como olvidadas o los padecimientos de mujeres resignadas a la condición social asignada, que sufrieron en silencio y vieron sacrificadas ilusiones y hasta la vida entera. Como es sabido, los estudios de género se abren también hacia los problemas de inserción, de aceptación personal o social del colectivo LGTBIQ+. Se trata de un sector de la crítica sociológica en plena ebullición en el campo del cómic, del que ya han surgido unos cuantos trabajos de interés y del que cabe esperar otros muchos en los próximos años. Elisa McCausland fue una de las primeras en iniciar una seria y sistemática reflexión sobre la cuestión, con numerosos artículos y un libro que se ha convertido en referencia básica, Wonder Woman. El feminismo como superpoder (2017). Marika Vila, que ya había destacado como autora reivindicativa en la denuncia de la segregación de las mujeres desde los años setenta, trabaja últimamente como crítica con artículos y conferencias donde desarrolla y amplía las bases teóricas de su tesis El cos okupat: iconografías del cos femení com espai de la transgressió masculina en el cómic (2017). Pero el mejor síntoma de este posicionamiento crítico lo proporciona el importante número de autoras que se han incorporado al arte secuencial. Todavía constituyen tan solo un 15% de un mundo que sigue siendo eminentemente masculino, pero han conseguido cambiar las temáticas, el reparto de roles en las intrigas y hasta las formas de acercamiento a las tramas más tradicionales. Su influencia en el sector se manifiesta también a través de la Asociación de Autoras de Cómic y, como aquí comprobamos, en la mirada que sus acercamientos sociocríticos aportan al conocimiento del medio.

El libro de McCausland abre una puerta a la crítica con perspectiva de género.

La entrada del “yo” en el mundo de la viñeta también ha constituido una importante y numerosa aportación. Los relatos de contenido, pretensión o justificación autobiográfica han proliferado hasta el punto de ser a menudo denunciados como anodinos a fuerza de narcisismo, incluso de egolatría. La crónica familiar con implicaciones autorales más o menos distanciadas también se ha convertido en un género relativamente importante. Y aún habría que añadir la autoficción, la biografía o el cómic biográfico. Estamos ante perspectivas distintas a la hora de abordar los dilemas y el devenir de la propia identidad. Con un porcentaje variable y a menudo inverificable de veracidad, el pacto autobiográfico con el lector, siempre abierto a la credulidad, se mantiene o se agrieta según los casos y, por supuesto, según las estratagemas narrativas. En cualquier caso, se trata de intrigas que obligan a una verificación histórico-psicológica, que, a menudo, requieren inmersión en los oscuros recovecos de la dimensión inconsciente, pero que no dejan de estar implicadas en la dimensión sociológica de la crítica. Evidentemente, no podemos obviar que la exploración feminista, el relato LGTBIQ+ comporta casi siempre una dimensión (auto)biográfica, trenzando así una metodología multidisciplinar cada vez más habitual en la crítica de cómic.

Y aún podríamos hablar de esa nueva faceta conocida como comic-reportaje o comic-periodismo, que ha llegado a constituir revistas de actualidad o documentales gráficos de un gran realismo y de un pulso narrativo muy distinto al periodismo escrito, fotográfico o cinematográfico. Se entenderá hasta qué punto esta temática se adapta al análisis sociológico. Y no solo nos referimos al comic-reportaje, las variantes genéricas del cómic se multiplican en los últimos años y casi todas se manifiestan permeables, en mayor o menor medida, al ojo sociocrítico.

Renunciando, por supuesto, a cualquier pretensión de exhaustividad, no podemos terminar sin cerrar el bucle y aludir al menos a la nueva sociología de la crítica de cómic. Empezó, como decimos más arriba, con aficionados y coleccionistas más o menos informados. También con algún intelectual o creativo de amplio reconocimiento que declaraba, como quien sale del armario, que le gustaban los tebeos. Se hicieron listas de personalidades ilustres (Fellini, Picasso, Alain Resnais, Boris Vian, René Clair, Alain Rey, Michel Serres…) que disfrutaban con las viñetas. Hoy el perfil del crítico ha cambiado. Incluso el divulgador o el redactor de reseñas muestra un buen conocimiento del medio, y el número y la profundidad de teóricos también se han incrementado. La academia, renuente, incluso refractaria al arte de la viñeta, ha ido abriéndole las puertas y ya recoge asignaturas, todavía de manera esporádica, dedicadas a su estudio, aunque sea como materia optativa. Sin embargo, resulta especialmente significativo que entre la primera tesis repertoriada, la de Juan Antonio Ramírez, y la segunda, la mía, transcurren seis años. A lo largo de los años ochenta, la defensa de una tesis sobre cómic en la Universidad española era una anécdota, casi un desliz vergonzoso. En los cinco últimos años y como promedio, podemos reseñar unas diez tesis anuales dedicadas al tema. Desde estas tesis, artículos en revistas indexadas y también desde editoriales o colecciones bibliográficas especializadas se aborda ahora el análisis de lo producido en el período que hemos dado en llamar “novela gráfica”. El cambio, aunque lento, no deja de ser sustancial. Y en una buena parte de estos estudios la dimensión social ocupa un espacio auxiliar o, muy a menudo, central. No es de extrañar. Al fin y al cabo, la viñeta funciona como ventana con vistas al exterior o como espejo que refleja nuestro interior. Y para explicar lo que ocurre fuera, lo que somos o lo que imaginamos dentro, la perspectiva social siempre resulta esencial.

Creación de la ficha (2021): Félix López
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Antonio Altarriba (2021): "Asomados a la viñeta", en Tebeosfera, tercera época, 18 (27-XII-2021). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 21/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/asomados_a_la_vineta.html