ATLAS DE SUEÑOS FUTUROS. ENTREVISTA A JORGE CARRIÓN
Coinciden casi a la vez dos libros de Jorge Carrión en apariencia muy diferentes pero que comparten un mismo propósito: experimentar con la relación entre la memoria cultural y la creación, crear un vórtice dinámico, una especie de danza exploratoria a través de la cual el archivo se convierte en un atlas dinámico. La experimentación con la inteligencia artificial en Los campos electromagnéticos (Caja Negra) y el ensayo gráfico en El Museo (Norma Editorial) se caracterizan, además, por la generosidad con la que comparten su propio proceso de creación, las preguntas que espolean su desarrollo.
Hablamos a continuación con Jorge Carrión para indagar en el proceso de creación de ambas obras.
En El Museo vuelves a colaborar con Sagar, con el que empezaste a trabajar en Los vagabundos de la chatarra, y despliegas preguntas que aparecían de manera liminar en el cómic-ensayo Gótico. En uno de los pasajes de El Museo argumentas «Un museo es una anatomía de la mirada». En esta época en la que tanto las imágenes operacionales constantemente captadas por las máquinas como las fabricadas por la IA ya no aparentan tener valor representativo, ¿crees que la alianza entre un cómic ensayo y un Museo Nacional puede suponer una pedagogía de la mirada?
Muy buena pregunta. Pero no creo que las imágenes generadas por inteligencia artificial no tengan valor de representación. Desde su punto de vista, se representan más a sí mismas que al mundo; pero desde el nuestro, representan, con algún tipo de desvío, sin duda el mundo, porque nos cuesta pensar en las imágenes sin referencias más o menos reales, vinculadas con nuestra experiencia. ¿Qué quieren las imágenes?, se pregunta W. J. T. Mitchell. Yo diría que las de Dall-E quieren abandonar el mundo del código, expresarse con lenguajes universales, humanos. Ese tipo de preguntas, que formulé en mi novela Membrana, narrada por una inteligencia artificial del año 2100, no obstante, son más teóricas que propias de la vida cotidiana. En el día a día, lo que importa es qué queremos nosotros que digan las imágenes. Lo que proyectamos en ellas. Dicho esto, las pinacotecas, las exposiciones donde las obras sean materia, donde estén quietas, van a ser fundamentales como contrapeso de la fluidez incierta y quizá peligrosa de la imaginación digital.
Portadas de Gótico (2018) y El Museo (2023). |
Si de los salterios y libros de horas medievales se ha dicho que son “catedrales portátiles”, ¿puede ser un cómic un museo portátil?
Me imagino El Museo en formato duchampiano, como una maleta en que los diversos capítulos tienen forma de libritos y fascículos de diverso tamaño, en que los murales que ha dibujado Sagar están reproducidos en tu tamaño real, de varios metros, en que se incluyen fanzines, láminas y postales. Pero, para bien o para mal, el mundo del libro y de la circulación de la cultura funciona en formatos realmente portátiles, como el del libro. Y el museo portátil debe crearlo el lector en su cerebro.
¿Puede ese museo portátil instruir nuevos modos de pensamiento sobre la cultura a través de la forma secuencial del cómic?
A diferencia del cine o el catálogo, dos lenguajes que han narrado el museo durante décadas, el cómic apenas ha incursionado en el ámbito museográfico. Ha habido pocas exposiciones de cómic en museos de prestigio y, sobre todo, existen pocos cómics, de ficción y de no ficción, que hablen de esas instituciones. En ese sentido, el proyecto de El Museo era un caramelo. No hay nada que me interese más que la terra incognita, el espacio todavía no mapeado del todo, no saturado de discurso. Es lo que busco en todos mis libros. Había mucho que decir de los museos en la retórica de las viñetas y del ensayo gráfico, porque había pocos precedentes. Lo que es extraño, porque ambos mundos se sostienen en las imágenes.
Decís en un determinado momento, «el museo es ante todo un museo de antropología cultural»… ¿podrías abundar en esta declaración?
Incluso cuando supuestamente Dios estaba en el centro de todo, eran los hombres quienes lo moldeaban y representaban a su antojo. El centro divino era muy humano. De modo que el antropocentrismo siempre ha estado ahí. Por otro lado, el arte siempre representa los valores de su época. El uso de determinados pigmentos o materiales, la inclusión o no de los mecenas en el cuadro, la consideración de la joyería o del cartelismo en el ámbito de lo artístico: todo remite a la época en que esa obra fue creada. De modo que al recorrer el museo no sólo transitamos por la historia del arte en clave iconográfica o estilística, también estamos viajando por la historia de las ideas, de los valores, de las artesanías, de las consideraciones sociales, del capital.
Esa atención hacia los procesos proporciona revelaciones fascinantes, como el momento en que Sagar y tú explicáis la extracción de los frescos de las iglesias románicas del Pirineo mediante la técnica del strappo, y tanto el expolio que sufrieron como la recuperación por parte de lo que sería el Museo Nacional de Arte de Catalunya (MNAC). En el capítulo que sigue al relato de estos hechos históricos, tú y Sagar remontáis los gestos, rearticuláis esos ojos visionarios y múltiples que nos miran desde las alas de los ángeles. Trabajáis como en el ámbito del cine han hecho Chris Marker, Alain Resnais, Harun Farocki o Jean-Luc Godard. ¿Qué os ha permitido ver ese remontaje?
Es curioso lo que ha ocurrido en el proceso creativo. Me resultó muchísimo más difícil montar Gótico, que tiene cuarenta páginas, que El Museo, que tiene doscientas. En el caso de Gótico, imité la famosa foto de Malraux rodeado de imágenes en el suelo; imprimí las páginas del tebeo y las desparramé y las cambié de lugar, hasta entender la mejor estructura. La de El Museo, en cambio, me vino dada por el concepto de alternar páginas de ensayo y de crónica. Están las historias de Verdaguer, la expedición, Goya y Picasso, por un lado; y las de Vargas, Roser y Josep Maria, por el otro. Como dice Sagar, eso le da a la novela gráfica, al conjunto, la agilidad del cómic. Lo demás es sobre todo ensayo visual, con un repertorio que va de la acuarela al collage. Si un retablo se lee como una gran página de tebeo, una novela gráfica se lee como lo que es, un libro, que se puede atomizar, pero que nunca olvida su unidad.
Entre esos personajes ¿qué lugar ocupan los traficantes cuyos relatos exponéis, pero no necesariamente juzgáis como parte de un proceso histórico?
Los museos son grandes obras colectivas. Podemos escoger algunos protagonistas, algunos nodos, pero lo que realmente importa es la gran red. En el relato de la expedición al Pirineo y de los contrabandistas de arte intento desjerarquizar, intervenir sobre los relatos clásicos de cómo se construye una colección de arte. Finalmente, el gobierno tuvo que contratar a los contrabandistas, porque eran quienes mejor sabían descolgar y transportar los murales románicos. Con la misma filosofía, en vez de entrevistar a Pepe Serra, el director del MNAC, o a sabios con Juanjo Lahuerta, optamos por el jefe de seguridad, una exempleada invidente o un profesor de secundaria.
Es muy sutil la distinción que haces entre el románico, donde el pantocrátor se erige más allá de la mirada humana, y el gótico, donde las secuencias, el viñetado, reclama esos diálogos que podrían suscitar –y a veces lo han hecho– filacterias, globos de texto que acompañen a la imagen. Al trabajar junto a Sagar, ¿os habéis encontrado con recursos visuales que no teníais inicialmente en mente y que, en cambio, han surgido del estudio directo de la colección?
Una obra nace del diálogo con los materiales que la nutren. El Museo nació naturalmente del estudio de la colección del MNAC, de las visitas y entrevistas, y de la investigación en la historia del arte. De cada detalle significativo, formulado como una pregunta, surgió una respuesta técnica. Del reflejo de las obras en el suelo, por ejemplo, las acuarelas. De la entrevista a Roser, que perdió la vista, esas páginas oscurecidas. De la voluntad documental de mostrar las obras de mujeres desnudas, rajadas por salvajes católicos, la reproducción de fotografías. Hay muy pocas páginas que no respondan a esa lógica. Quizá las de Verdaguer o Picasso, que son más propias de los cómics franceses de Sagar. O las iniciales, las tres franjas de colores, la cueva, que dibujé a modo de storyboard como puro concepto intelectual.
Visita de Picasso al museo. |
Cuando explicáis el edificio, su creación material, dedicáis una doble página a de la videovigilancia en el museo. Hay un recorrido a través del estatuto de la imagen desde las imágenes medievales, secuenciales, cuya dimensión simbólica media con lo invisible, hasta llegar a esas imágenes que no dejan un reducto de invisibilidad que caracterizan nuestro mundo contemporáneo. ¿Era un planteamiento desde el principio o le fuisteis dando forma?
Cuando entramos en la sala de videovigilancia los dos vimos claramente un retablo en todas aquellas pantallas. Sagar dibujó en directo, siguiendo esa idea. El retablo gótico es, por tanto, no sólo un protocómic, sino también un sistema de vigilancia de las almas. Al mismo tiempo, a mí las cámaras de seguridad me parecen muy misteriosas. Y un lenguaje, como nos recordó Juanjo Jiménez en su precioso cortometraje Timecode, con posibilidades narrativas e incluso poéticas. Aquella sala es la representación en tiempo real del MNAC. En sus grabaciones en un servidor o en la nube está todo el museo. La totalidad. Nuestro libro selecciona fragmentos representativos de ese todo que nadie verá jamás.
En relación con esa idea de la fantasía de ver todo, “todos los patrones”, como el personaje de Mr. Manhattan en Watchmen, de Alan Moore, citas a este guionista cuando se refiere a la “inmateria”, la sustancia inmaterial que acrisola los productos de la imaginación humana, la mitología.
Tal vez Alan Moore y Grant Morrison son quienes mejor han pensado la relación de los superhéroes con la mitología clásica, tanto en la teoría como en la práctica, con guiones metaficcionales muy sofisticados e inteligentes. Desde una mirada aérea, el MNAC es un archivo de sueños y pesadillas, de supersticiones y de deseos, del amor y del terror. Alan Moore me daba esa perspectiva de Google Earth. También la topografía, la cartografía. Imaginar, de pronto, la relación entre el MNAC y el Pirineo a través de un mapa o de un esquema gráfico. Era importante ese cambio de escala, entre lo micro (el detalle de un óleo) y lo macro (el mundo de las ideas).
Hay una secuencia en que casi toman vida las imágenes poderosísimas de Sagar, cuando partís del bestiario medieval para llevarlo hasta el bestiario contemporáneo.
Me interesaba conectar el bestiario del románico y del gótico con los imaginarios contemporáneos, con Alien o Dexter. Ese recurso, el del mural extenso, lo encontramos en Gótico y en El Museo lo llevamos a los diferentes capítulos, a través de la anatomía o de los tópicos de la poesía renacentista y barroca. De nuevo, un motivo que se repite, por motivos rítmicos y de coherencia.
Si bien al hablar de iconografía de la violencia en todo el imaginario gótico indicáis la falta de gritos, de gestos o fórmulas de pathos del dolor en los martirios de santas y santos, luego aludís al espacio sonoro, a la música de la pintura gótica. ¿Cómo aparece ese espacio sonoro desde los mecanismos del cómic?
Es un gran reto. Cómo representar la música, por ejemplo. Cómo recordar visualmente que las obras, en su contexto original, estaban envueltas de humo de incienso, o se veían en claroscuro a causa de las velas. También en la parte de Roser está esa inquietud: cómo representar con imágenes el sentido de la vista, y el resto de los sentidos. Tengo muchas ganas de ver qué hace Richard McGuire con ese reto, en su nuevo proyecto, porque lo que se ve en el fanzine Listen es fascinante y promete mucho. Cada lenguaje debe explorar los materiales que lo constituyen. Por eso después de Solaris, mi nuevo pódcast, Ecos, se centra en todas las dimensiones del sonido y trabaja con la idea de una pedagogía de la escucha. Por eso, claro, El Museo se centra en un discurso visual y sobre lo visual. Pero también está la opción de dislocar el lenguaje o de forzarlo o de expandirlo. McGuire lo está haciendo con el cómic que habla del sonido. También Zeina Abirached, en El piano oriental y otras obras, ha abordado brillantemente ese problema. Sagar y yo lo pensamos sobre todo en la sección de El Museo dedicada al gótico.
Resulta fascinante una página en la que os fijáis en las cenefas, en los motivos geométricos, en aquello que nos mira desde cada imagen sin que se le preste atención iconográfica. Es un trabajo muy parecido al que el teórico del arte Georges Didi-Huberman hace desde la teoría en libros como Ante el tiempo. Pero vosotros contáis con la herramienta del remontaje visual. Eso constituye una auténtica pedagogía visual para el lector…
La sección dedicada al románico tal vez fue la más difícil, porque la mentalidad medieval está muy lejos de nosotros y porque era necesario decir algo nuevo de un ámbito académico y de una parte del MNAC bien conocida y muy estudiada. Por eso, intuyo, tendí a fijarme en los detalles. El Pantocrátor de Taüll es el gran icono del Museo y la figura más recurrente, por extensión, de El Museo, pero también buscamos un abordaje periférico, lo más original posible. Por eso me encanta que Sagar incorporara huellas dactilares a la imagen de ese rostro en majestad. Los dioses siempre son muy humanos. Y las autorías son siempre manuales, además de intelectuales, y colectivas.
Hay una doble página ejemplar en la que leéis desde conceptos iconográficos uno de los más hermosos retablos del MNAC, el de la Mare de Déu de Jaume Serra, que rima de manera poderosa con un diseño ulterior que abre la comparación con las páginas de 13 Rue del Percebe de Ibáñez. ¿Esa medida rítmica interna de las comparaciones estaba prevista desde el principio, o surgió en el “montaje”?
Hay algunos motivos que se repiten, para darle coherencia al conjunto y para generar un ritmo de lectura y la complicidad con el lector más atento. Como tú, digamos. La idea de la 13 rue del Percebe es uno de esos leitmotivs. Otro son los ojos y las manos. También el Pantocrátor se repite, en diferentes versiones, desde la inicial y la final, a la luz de una hoguera. La intención estaba desde el momento en que terminamos Gótico y empezamos a pensar en El Museo. Y se completó en el guion. Pero siempre hay detalles, énfasis, repeticiones que surgen en el proceso del final cut.
Doble homenaje a 13 Rue del Percebe, de Ibáñez. |
Resulta muy fértil la incorporación del lenguaje de las redes sociales, que han aprovechado todo ese lenguaje secuencial, múltiple y panóptico.
En Los vagabundos de la chatarra la referencia para representar Barcelona del modo más complejo posible fue The Wire. Para El Museo, en cambio, no fue una serie, sino una película, National Gallery, de Frederick Wiseman. Me sirvió, sobre todo, para entender que la dimensión administrativa y de los públicos no puede faltar en un documental contemporáneo sobre museos. Pero tenía que añadirle la página web y las redes sociales, la esfera virtual de la institución. Al mismo tiempo, el cómic no versaba sólo sobre el MNAC, trataba sobre cualquier museo, sobre la historia del arte, sobre todos nosotros. Por eso buscamos las maneras de trasladar el discurso sobre la lujuria o la monstruosidad de épocas anteriores a nuestro mundo de mangas, series, Facebook o Tinder.
El retablo, la página, como máquina de generar historias.
La vida, ¿no?
Es muy hermoso el acercamiento a la accesibilidad, la historia de la retinosis pigmentaria de Roser, y la del desarrollo del lenguaje de signos para sordos ¿Qué posibilidades abren de un lado el formato cómic y del otro la tecnología para la accesibilidad del museo?
Muchos. Pero hay que dedicarles tiempo y recursos. ¿Conoces el proyecto que hicieron Max y Mery Cuesta para la Bienal de Venecia? Un cómic táctil, un cómic en tres dimensiones, como el braille. Mediante apps también es posible comunicar la experiencia física y abrir mundos que ciertos visitantes tienen vedados. El pódcast, la audioguía: hay que explorar todas las posibilidades. También hay mucho trabajo que hacer con los niños en los museos.
El proyecto de Mery Cuesta y Max era en efecto un ejemplo de referencia, algo nunca hecho. A veces es fascinante pensar lo que nos mira en lo que vemos o en lo que no vemos. ¿Qué nos mira desde los ojos de las salas que se inician con el Renacimiento, donde lo profano, el retrato y la voluntad de lo mundano por perdurar irrumpen de manera poderosa?
Hay algunos lugares de esas salas en que te conmueven las miradas de los personajes. Son muy poderosas. Intimidan. En otras es el peso del tiempo el que te oprime los hombros. Todos esos bodegones, esas plantas que envejecen, aunque estén congeladas en el siglo XVII.
Si TikTok es una máquina gestual de estandarización de gestos y coreografías, ¿qué lugar puede ocupar un museo que es un libro y un libro que es un museo en la era de las redes sociales?
Cualquier código estandariza. También el arte románico creó un estándar de la representación del cuerpo. Y los museos van siguiendo tendencias y adaptándose a cada época con ciertas formas de entender el espacio expositivo, la cartela, la señalética, el diseño. Facebook, Instagram o TikTok son importantes para los museos porque sus usuarios, los visitantes, los difunden. Al mismo tiempo, son mecanismos de relato, de discurso, de los propios centros culturales del siglo XXI. En la zona de negociación y de confluencia entre el MNAC o El Prado y TikTok, como en la que ha abierto el cómic, hay mucho potencial. Pienso, por ejemplo, en los programas que han hecho dialogar la danza contemporánea con los museos europeos. La performance es única o se repite pocas veces, pero puede tener una larga vida en internet.
Es extraordinaria la aparición del autorretrato de Lluisa Vidal en un mundo guiado a menudo por trayectorias masculinas. ¿Puede el cómic contribuir a remontar, con la agilidad que prodiga, las colecciones desde una mirada consciente del género?
Esa es la idea de la parte de Vidal y de Carmen Amaya, cuestionar los sesgos del museo, igual que anteriormente, en el apartado sobre el románico, se ha cuestionado su talante colonial. En la excelente exposición del CCCB sobre ilustradoras y autoras de cómic jóvenes, muchas confesaban haber llegado relativamente tarde al lenguaje de las viñetas porque no había canales que lo conectaran con ellas. Esas fronteras están desapareciendo. Y el cómic es un instrumento perfecto para hacer un esfuerzo retrospectivo. Pero los museos son quienes tienen más responsabilidad en ese sentido: deben revisar sus almacenes y acelerar la adquisición de obra de autoras del pasado.
¿Es el remontaje del ensayo gráfico una posibilidad expandida para esas galerías de cuadros a menudo invisibles en los almacenes de los museos?
O la web. O las redes sociales. Pero también debe haber presencia física en la exposición permanente. Una niña que entra por primera vez en el MNAC, el Prado, el Reina Sofía, el Pompidou, debe entender desde el primer momento que existe una constelación de artistas mujeres. Es fundamental que así sea.
Ante la parte dedicada a Carmen Amaya, pienso: ¿Puede el ensayo gráfico romper la persistencia de la idea burguesa del museo, que convoca a los turistas y a una determinada parte de la población, pero que seguramente tiene dificultades para invitar a aquellas partes de la población excluidas por motivos económicos que, sin embargo, son documentadas como parte de la antropología de la ciudad?
Creo que en ese sentido es modélico el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, que ha conseguido crear un diálogo con muchas comunidades del Raval que en principio no estaban convocadas a un proyecto sobre filosofías y artes del presente. Supongo que la dirección lógica de expansión de un museo es desde lo local hacia lo internacional. Por eso hicimos una arqueología de la montaña de Montjuic y recordamos las barracas, ese mundo que aparece en varios capítulos de El carrer de les Camèlies de Mercè Rodoreda. Mis orígenes familiares son más cercanos a Carmen Amaya que a Rodoreda. El cómic busca ese equilibrio que yo mismo busco en mi vida.
Tu obra Warburg & Beach, realizada junto a Javier Olivares, constituye un objeto físico extraordinario, un leporello desplegable, que relata en una de sus caras del trabajo de Sylvia Beach como librera al frente de la Shakespeare & Co., editora del Ulises de Joyce y dinamizadora central de la cultura literaria del siglo XX. Por el otro lado del leporello, la vida de Aby Warburg, la tarea titánica de dar forma a su biblioteca y el atlas visual Mnemosyne constituyen anverso y reverso de una misma pulsión, la de la biblioteca como espacio de intercambio, creación y diagnosis de la cultura. ¿Cuál es el lugar de las bibliotecas y de las librerías, a la que tanta atención has dedicado, en el momento actual?
Veo una coherencia extraña entre mis libros sobre libros (Librerías, Contra Amazon, Warburg & Beach) y mis libros sobre tecnologías digitales (Teleshakespeare, Los muertos, Lo viral, Los campos electromagnéticos), porque todos ellos abordan estructuras clásicas y contemporáneas del archivo y la circulación del conocimiento. El Museo, supongo, participa de ambos intereses, de las arquitecturas físicas y de las virtuales, y parte del cómic es una genealogía de esos saberes. O una actualización. Hay una página de homenaje a 13 Rue del Percebe en clave nostálgica y otra que transforma la página de Ibáñez en una reflexión sobre los siete pecados capitales en el siglo XXI. Yo diría que Warburg & Beach es un ejercicio de especulación sobre los orígenes de la librería y la biblioteca de hoy a principios del siglo pasado. El MNAC tiene librería y biblioteca y en ambos espacios encontré libros fundamentales para escribir el guion del cómic. Siguen siendo lugares clave en la época de Google y las plataformas de contenidos.
¿Cómo crees que Aby Warburg pensaría el archivo en la época de la IA? ¿Qué lugar tiene el Atlas Visual en la articulación entre el museo, la biblioteca y el libro?
Eso se preguntan los editores del volumen colectivo Atlas of Anomalous AI: parten de Borges y Warburg para pensar los nuevos mapas de la inteligencia artificial. Para mí fue muy importante no sólo leer a Warburg y estudiar su obra maestra de pensamiento visual, sino también ver la exposición del Reina Sofía Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, comisariada por Georges Didi-Huberman, porque allí entendí, precisamente, que el sistema warburgiano seguía muy activo. Lo está, sin ir más lejos, en la nueva librería Finestres de Barcelona. En fin, fue gracias a esa exposición que entendí que mi proyecto Librerías era un mapamundi intelectual. Y pude escribirlo. Y todo lo que he hecho sobre el espacio del museo, gracias a la invitación del MNAC hace siete años, tiene una vertiente deudora de Warburg. Esa inmersión en los museos de hoy me llevó a imaginar el Museo del Siglo XXI, creado y narrado por inteligencia artificial, en Membrana. Un museo sin librería ni biblioteca, pero con libros expuestos y con estructura de novela, entre la narrativa, el ensayo y el delirio.
¿Cómo crees que ha modificado los hábitos de lectura, percepción y despliegue imaginario la invención del scroll infinito por parte de Aza Raskin hace algo más de una década?
El selfi y el scroll quizá sean los dos gestos más emblemáticos de estos años. Y sin embargo los contrapunteamos con el de teclear o el de leer libros en papel. Lo clásico y lo viral. La convivencia, siempre. Y el reto dificilísimo de encontrar un equilibrio.
¿Cuál es la relación entre la lectura y el algoritmo?
Todos nosotros vamos creando nuestros algoritmos personales de lectura, selección, interpretación, gestión del tiempo. Nos rodeamos de prescriptores humanos, como amigos, profesores, libreras o bibliotecarias, que deciden en buena parte nuestras lecturas y, por extensión, nuestro destino. La prescripción automatizada de las plataformas sigue siendo muy insatisfactoria. Pero entiendo que mucha gente se conforme con ella en términos de evasión: dejar que YouTube, por ejemplo, encadene vídeos puede ser hipnótico, incluso lisérgico.
Portadas de la novela Todos los museos con novelas de ciencia ficción (2022) y del ensayo Los campos elecromagnéticos (2023). |
Uno de los grandes retos del siglo XXI, exponer el estatuto del museo, constituye uno de los centros de Todos los museos son novelas de ciencia ficción, donde a través de la ciencia ficción especulativa abordas, de manera pionera, la idea de un libro que es una exposición, un cómic, una novela y sobre todo, una irrupción del futuro literario a través de la inteligencia artificial. Has ido aún más allá en este sentido con Los campos electromagnéticos, en el que has trabajado con una inteligencia artificial y con programadores para desplegar dos textos literarios experimentales. ¿Cómo se relacionan los atlas que son siempre las librerías, las bibliotecas, con el modelado del futuro a través de la IA?
Para mí es un contrapeso. Un espacio seguro, con contenidos verificados, con el aura del control o la prescripción humanos, en un entorno donde cada vez más proliferan las noticias falsas, las falsificaciones profundas, los bots alimentados por GPT. En ese sentido, Todos los museos… y Los campos electromagnéticos se pueden leer como intervenciones optimistas, utópicas, que proponen colaboraciones anómalas, pero armónicas y constructivas, entre el ser humano y las inteligencias artificiales. Es deseable. Es posible. Probablemente también sea ya urgente y necesario.