BIOGRAFÍAS EN / CON SECUENCIA
Vida de José González
Pepe, la última obra de Carlos Giménez (editada por Panini), trata sobre la biografía de un compañero de profesión que el autor madrileño ha decidido condensar en cinco libros con el formato tradicional del álbum francés. Eso ha prodigado opiniones de toda índole, destacando sobre todo la de que esto no deja de ser una extensión de una de sus series más celebradas, Los profesionales, algo que el mismo autor ha querido refutar en el último libro de Pepe. Es cierto el parecido entre ambas obras si juzgamos la última solamente tras la lectura de las dos primeras entregas, porque Giménez insiste en su costumbre de construir tebeos hilvanando historias mediante anécdotas, cuya conjunción da lugar al contexto en el que él quiere situar al lector. Así lo hizo con 36-39, por ejemplo. Pepe arrancó igualmente a modo de serial biográfico elaborado con tono nostálgico y procurando mostrar la cara amable de la vida de González, eludiendo su faceta oculta o nocturna, salvo en elipsis de dos viñetas en las que se le veía entrando en un club y saliendo de él. No hay noches en estas viñetas de Giménez. Ni las habrá.
Es innegable que este modo de narrar puede percibirse como “anticuado”, en parte porque Giménez ha perdido fuelle con la edad o porque hay anécdotas exageradas en exceso o que no cumplen con las expectativas. También hay páginas en las que el dibujante se ha apresurado, posiblemente debido al cumplimiento de las fechas de entrega, lo que se nota en el trazo algo suelto. Pero el retrato vital es muy certero, y el tebeo se sitúa, cuanto más se avanza en la lectura, entre los mejores que ha producido el autor de Paracuellos.
José González fue un integrante de la agencia Selecciones Ilustradas que encontró allí el lugar perfecto para ejercitar su talento, que era interpretar y dibujar bien. Sí, porque él se conformaba con eso, interpretar papeles y dibujar bonito. Además de buen actor, cómico o mimo, podría haber sido un excelente compositor de secuencias, quizá un narrador excepcional, dado que tenía un talento artístico natural para la construcción y plasmación de ficciones. Era lo que popularmente se entiende como “un artista”. Con aquellas cualidades asombraba siempre a sus compañeros de fatigas, pero jamás quiso desarrollar todo su potencial. Pepe, que es como le llamaban todos aunque jamás firmó así sus ilustraciones o historietas, se limitaba a dibujar bonito hasta donde le pagaban, nunca se esforzó más allá. Cuanto más adulaban sus colegas su dimensión artística más exponía González su interés puramente crematístico. Esta escasa “conciencia de autor” sorprendía a muchos y también les enervaba. Les enfurecía porque siempre estaban comparando sus propias dificultades (profesionales o vitales) con la enorme facilidad con la que Pepe salía de cualquier situación. Era encantador cuando quería, cumplidor cuando lo deseaba, genial siempre, y nunca demostró apego por nada, ni siquiera por la historieta, que para él era solo un medio para conseguir dinero rápido con el que beber ginebra y alternar con sus amantes nocturnos.
El retrato de González por Giménez es certero y podría haberlo construido con menos anécdotas, con menos páginas. Pero, además de eso, este cuarto libro sirve a su autor para opinar sobre la profesión de dibujante. En la entrega publicada en 2013 atendemos a algunas de las remembranzas más dolorosas de José González (la pérdida de su propiedad, su etapa viviendo casi en la indigencia, su internamiento hospitalario y la pérdida de sus dientes), a la par que Giménez reflexiona sobre un periodo crepuscular del oficio de dibujante, las dos últimas décadas. En las tres últimas páginas de este libro, dos de aquellos profesionales que nos hacían reír en los años ochenta ahora dialogan apesadumbrados por la transformación radical de la industria que ellos conocieron, hasta casi la desintegración tras la llegada de la crisis, la colonización de otros cómics o la desarticulación del mercado de trabajos por encargo. Se refieren, personaje y narrador, a la pérdida de un modelo de producción que ha dejado de tener representantes en España porque los autores acuden por sí mismos al extranjero para vender su talento, y se refiere también a que ya no existe un consumo de los tebeos como lo hubo entre los años cincuenta y noventa. Giménez no entra en el debate sobre si la historieta es arte o no, o si los tebeos que no aspiran a ser artísticos deben dejar sitio a los que pueden calificarse como obra de autor. Ésta es una discusión interesante en ciertos círculos, pero de valor nulo cuando hablamos de un mercado que funciona en varias direcciones a la vez, al menos hoy: el del consumo efímero, el del coleccionismo, el del apremio por la exquisitez, e incluso el de puesta en valor de la excepcionalidad. Siguen coexistiendo todos ellos sin que deban destruirse unos para que destaquen otros.
Pepe es un tebeo narrativamente complejo pese a su aspecto limpio y su relato lineal. Por un lado, ilumina el pasado de un hombre oscuro dejando pocas pistas de su maldición, porque aporta las suficientes viñetas que demuestran que la pose apolínea de aquel maravilloso dibujante de chicas ocultaba una maldición prometeica: por el día era un genio artístico y por la noche perdía todo su garbo y su dinero. Además, mediante el triángulo autorial propuesto por Giménez, formado por el autor biografiado, el autor representado y el autor mismo, el real, se brinda al lector una profunda preocupación sobre la transformación de la industria de los tebeos cuando comenzó a enfangarse en un mercado de mínimos. Con la excusa de narrar la vida alegre de un dibujante maldito se nos muestra la cara triste de los dibujantes de toda una generación.
El dibujante de Vampirella sólo quería existir, sin tener que ser juzgado por ser como era. Los tebeos de aquel tiempo padecieron (y padecen) el mismo problema. Pese a que en principio esta serie podría calificarse como “otro surtido de batallitas”, este cuarto álbum de Pepe posiblemente sea el tebeo más sincero y emotivo de todos los publicados en 2013.
Vida de Miguel Hernández
La voz que no cesa es el título escogido por los autores Ramón Pereira y Ramón Boldú para servir al público un tebeo de pequeño formato (23x17 cm) en el que se narra la vida del poeta Miguel Hernández, una de las figuras más descollantes de nuestra poesía, que murió joven, con 32 años, y en desesperadas condiciones.
Esta biografía en cómic de Miguel Hernández parte del amor limpio de un poeta (el guionista) por otro y se resuelve con un modelo representativo nada preciosista (el del dibujante), que acierta sin embargo con su narrativa debido a que es un autor acostumbrado a la biografía en viñetas. Boldú ha contado partes de su vida en varios tebeos y sabe bien dónde debe precisar en el encaje y dónde se puede dejar llevar por el dibujo que apenas evolucionó desde el boceto o quedó sin depurar. Pereira es un licenciado en filosofía que ejerce como profesor pero tiene algún poemario. Enamorado de la historieta, con él arrancó el proyecto, que en un principio consistía en un grupo de historias sueltas sobre momentos concretos de la vida del vate de Orihuela que iban a dibujar autores distintos. Finalmente, el buen olfato del editor (EDT) orientó a Pereira para que solamente un dibujante llevase la voz del tebeo, y ése sería Boldú, autor capaz de darle al conjunto un tono homogéneo, trágico en general, aunque el dibujante ha inoculado algunas gotas de su acostumbrada ironía.
Hernández fue un poeta inmenso, y a los amantes de la poesía, de la historia o de la literatura española les gustará este libro. Aparte, Pereira ha sabido captar la esencia del “personaje” (del ser humano que escribía poesía) con mucho acierto, porque se centra en su natural inocencia, en su inflamado corazón y en sus esperanzas vanas, que fueron las tres razones que guiaron su existencia. La del amor, la de la vida, la de la muerte. En efecto, los autores se apoyan en estos tres ejes, que también recuerda Joan Manuel Serrat en su escueto prólogo, y aunque se destacan los momentos de entusiasmo del joven Hernández, que los tuvo, no dejan de mostrar la fatalidad que sobre él flotó siempre. Atinan, guionista y dibujante, al arrancar en los primeros capítulos con una calavera disimulada en algún elemento de la viñeta, como un preludio de una vida marcada por la muerte, y hay secuencias, capítulos y momentos muy logrados en este relato de vida. Pero lo más importante de este tebeo es el retrato de un espíritu puro dotado de un impresionante talento natural que los autores rememoran usando el contraste: los fragmentos líricos escogidos por Pereira, epítome de la creación artística, que emanan de un cabrero apasionado pero agreste y así dibujado por Boldú.
Produce cierta melancolía comprobar cómo en este libro se muestra al Hernández incapaz de escapar de sus raíces. En una anécdota que en este tebeo no se recoge, conocida a través de la biografía escrita por Neruda Confieso que he vivido, el poeta chileno recordaba a Hernández como un ser todo inocencia y naturaleza, capaz de encaramarse a lo más alto de un árbol para imitar el bello gorjeo del ruiseñor o encandilarle con su relato sobre el rumor que produce la leche al fluir hacia la ubre de una cabra que duerme. Era un ser encantado de estar vivo, en comunión con la tierra pero emborrachado por la magia de las palabras. Esa comunión entre lo terrenal y lo ideal en el poeta de Orihuela es el valor que nos transmite este tebeo de EDT. Hubo deseos, hubo ideologías en él, y a su alrededor hubo guerra y hubo miedo, pero Hernández siempre fue reo de poesía. Por eso hay tramos del tebeo en que hubiera sido deseable más poesía y menos biografía. Por ejemplo, cuando los autores muestran el angustiado desconcierto y la rabia del poeta tras conocer la muerte del amigo al que dedica la muy popular “Elegía”. Más páginas para ese momento, menos oscuridad en ese pasaje, hubieran sido deseables.
Hay que advertir, claro, que este tebeo no es “uno más sobre la Guerra Civil”. Y tampoco es un poemario simplemente. Es una biografía en toda regla que retrata el panorama rural de la España del sur, herido de hambre y miseria en los años treinta del siglo XX. No se extienden los autores en los combates de la guerra y tampoco exploran demasiado los encuentros del poeta con otros artistas relevantes, como Rosales, De Cossío, el citado Neruda, la intensa Maruja Mallo, el falangista Sánchez Mazas (que rogó a Franco por su vida) o Rafael Alberti (a quien Hernández reprochó su falta de equidad, y eso le acarrearía funestas consecuencias). Pereira y Boldú miran al poeta, sencillamente, y al ahondar en él aciertan al encontrar apoyos para evidenciar el contraste entre la cultura elitista y la de extracción popular. Todos sabemos que aún persiste ese prejuicio insano, el del intelectual que mira ensoberbecido al hombre aparentemente corriente. Hernández demostró con su poesía que el talento siempre está por encima de los prejuicios.
Un libro denso, cargado de claves y que representa también el trance de una empresa, la editorial EDT, cuya oferta también basculaba entre los productos populares y los de gusto exclusivo de paladares exquisitos. Este tebeo fue uno de sus últimos lanzamientos.
Vida de Maiakovski
Hay otro modo de hacer biografía, más sintética. Una modalidad distinta a la biografía extendida, trufada de anécdotas y que le sirve al autor para mostrar parte de su reflejo (Pepe), y diferente también del relato que condensa una vida al tiempo que admite fragmentos de obras del biografiado (La voz que no cesa). Este otro tipo de biografía se limita a resumir de un soplo la vida del personaje y luego completa ese resumen con la adaptación de algunas obras del autor. El caso Maiakovski, último libro de Laura Pérez Vernetti (que siempre ha firmado simplemente Laura) se ajusta a este último modelo.
Laura tiene una relación con la historieta intensa y simbólica. Sus tebeos se ajustan a cánones, pero también los desafían. Con su anterior trabajo, el excelente y breve Pessoa & cía., irrumpía en un nuevo modo de hacer cómic con el que parecía aproximarse a otros ámbitos de la cultura por cuanto el editor que lo publicó era un sello eminentemente literario. Luces de Gálibo, editor de aquel trabajo y de este sobre el poeta ruso, ha dado oportunidades al cómic (Julian Assange) y al libro ilustrado (Jack London) sin imponer etiquetas sobre sus productos, todos son libros de calidad. A Laura la ha tratado con mimo, a sabiendas de que es una autora comprometida, con estilo propio y enamorada de la literatura; no en vano gran parte de su producción ha partido de la adaptación literaria: de De Quincey, Jung, Kafka, Pessoa... La autora elaboró una suerte de rompecabezas gráfico en aquel libro sobre Pessoa, que dividió en capítulos para alojar en departamentos estancos el crisol de personalidades del autor luso. En este nuevo libro hace lo mismo, pero con distinto objetivo: recrea la vida del narcisista artista georgiano en un primer capítulo largo, una historia en imágenes apenas fronteriza con el lenguaje de la historieta, y luego escoge siete poemas del autor para reconstruir fragmentos o posiciones de vida, que a la larga se concretan en impulsos: el ego en la niñez, la rebeldía en la adolescencia, la pasión en la juventud, la voluntad en la madurez, y todo junto después, porque Maiakovski fue ante todo un ego rebelde y apasionado que hizo de su vida palabra y de su lucha poema.
Laura construye en El caso Maiakovski un tebeo al límite pero armónico, muy corto pero muy potente. Logra ahondar lo suficiente en la vida y obra de Vladímir Vladímirovich Mayakovski como para impulsar a cualquiera a conocer al poeta sin defraudar a los que ya habían leído al autor. La pirueta sintética con la que Laura captura la esencia de Maiakovski usa el rojo como color fetiche (siempre asimilado a la revolución rusa, pero antes representante de lo bello que de lo revolucionario), e imita la estética del agitprop, movimiento artístico que nosotros conocemos sobre todo a través del cartel pero que tuvo gran importancia en el teatro. En este tebeo hay más débitos al encuadre teatral que al cartel, porque Laura no busca la finura del equilibro sino la rudeza en el trazo y la composición. Bien pensado, porque no se puede dejar de lado que el poeta ruso echaba mano tanto de lo procaz como de lo épico. Otro gran acierto simbólico en esta obra ha sido el de “vestir” al personaje con fragmentos de textos, o pedazos de sus escritos, con lo que Laura no compone un disfraz sino el atuendo del artista que lleva su obra a gala. Todo concuerda en su justa medida para definir lo que fue este poeta apasionado por la causa comunista, en la que confiaba tanto que hasta se atrevió a denunciar a los que la pervirtieron, la propia oligarquía burguesa que instauró el gobierno soviético, sobre todo tras la llegada de Stalin.
Coincidió que el escritor Juan Bonilla novelase parte de la vida de Maiakowski en Prohibido entrar sin pantalones casi al mismo tiempo que Laura iniciaba la realización de este libro. Una feliz coincidencia, porque Bonilla ha terminado siendo el autor de un prólogo magnífico para el tebeo de Laura, perfecto complemento en el que el escritor también define al poeta ruso como obstinado por dar forma a su propio mito, de tanto que reflexionó sobre arte y poder hasta el punto de volverse combativo en exceso (fue tildado como peligroso por una facción de arribistas en su día, lo cual se cree que motivó su suicidio).
Éste es un libro sobre poesía y fuerza, arriesgado y bello, que ofrece una obra absorbente y además comprometida con las nuevas rutas que ha adoptado la historieta, pero que aún coexisten con otras modalidades de hacer biografía para un tebeo, afortunadamente. Estas tres vidas en tebeo recientes permiten invocar otros mitos y otras artes, con la particularidad de que la de Giménez se alza sobre el cómic, sobre todos los tebeos, para meditar sobre un modo de entender la historieta sin tener que usar para ello otras herramientas que las tradicionales.