CARPANTA EN EL MUSEO
Texto de una conferencia que pronuncié en el Museo de Cádiz. Mis anfitriones me solicitaron que hablase sobre cómics tomando como pie forzado alguna pieza del museo, lo que hacía obligatoria más de una filigrana puesto que sus salas más importantes están dedicadas a la arqueología clásica y a la pintura del Siglo de Oro, es decir, lo más próximo a la historieta que uno pueda imaginar. La convicción de la importancia cultural del tebeo, que sustentan sus palabras, no exigió, sin embargo, ningún ajuste por estar profundamente arraigada en mi pensamiento.
I
LA TÍA NORICA
Entre Zurbarán y Murillo, entre Miró y Chema Cobos, la tía Norica sufre un percance taurino en la venta de los Marruecos. Pasar de la pintura eminentemente religiosa que produjo la España sensual, canalla y pecadora del siglo XVII a los experimentalismos de la vanguardia, supone al visitante del museo un cambio de registro menos violento que detenerse a mitad de su recorrido en los cuadros de los teatros de títeres. Al fin y al cabo, las obras pictóricas del Siglo de Oro y las surrealistas o abstractas modernas pertenecen al ámbito de la historia del Arte occidental con mayúsculas, mientras que las marionetas se integran en las llamadas artes populares y constituyen un entretenimiento para los niños, y por lo tanto, se supone, un producto sin ambiciones más allá de proporcionar una satisfacción pueril. Que el museo haya decidido incluirlas en sus salas no dejaría de ser una digresión de la condescendencia, como regalar una curiosidad epidérmica tras la densidad de los pintores barrocos y antes de los vericuetos conceptuales del arte de hoy en día. Y sin embargo, uno contempla la leve agilidad de los dibujos de Alberti y piensa en la infancia del poeta: tal vez fue uno de los muchos niños de la provincia a los que, en prevención de sus travesuras, se les amenazaba con el castigo de no llevarlos a los títeres de la tía Norica. Así que, de pronto, encontramos una conexión entre lo culto y lo popular (que Alberti nunca rechazó), entre la madurez del artista y su infancia, entre el rigor estético y un costumbrismo pícaro e ingenuo que de todos modos ha sobrevivido a los años con bastante más frescura que tantas obras del arte oficial de la época, el peculiar pompier meridional con sus bandoleros, gitanos, toreros y cigarreras. El títere de la tía Norica se remonta, según los expertos, a finales del XVIII y los cuadros que se exhiben en el museo datan de 1815; sabemos que sus representaciones guiñolescas continuaron hasta bien entrado el siglo XX a juzgar por algún título que se ha conservado de los sainetes, como Batillo artista de cine. Los personajes se mantuvieron a lo largo del tiempo: la tía Norica, su nieto el travieso Batillo, el médico don Retículo Clarines (don Reticurcio en otras versiones), el tío Martín, el tío Isacio… A los niños les encantaban pero sabemos que los adultos disfrutaban igualmente de unos muñecos, que reconocían como caricaturas de tipos gaditanos, y de unas historias que, de manera esperpéntica, no estaban lejos de su propia realidad. Que el teatro de títeres, y concretamente la tía Norica de Cádiz, haya resucitado en nuestros días es una prueba de la resistencia del arte popular a los estragos de los cambios del gusto y de las modas. Y la presencia de la tía Norica en el museo ya no nos parece caprichosa ni creemos que responda a una inclinación paternalista de sus responsables.
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Dos imágenes de títeres de La Tía Norica, a la derecha en el momento que la coge el toro. Fuentes: titeresante.es, Foto de Francisco J. Cornejo (izq.) y cervantesvirtual.com (dcha.) |
Si las peripecias costumbristas de las marionetas han penetrado en las salas del museo, ¿por qué no el costumbrismo de las historietas? ¿No son más recordados Carpanta, Gordito Relleno, la familia Ulises o el repórter Tribulete que la mayoría de las esculturas seudo heroicas (la ecuestre de Franco por José Capuz, tan grotesca en su emulación del Cid Campeador) y cuadros pomposos del arte oficial de la dictadura a finales de los años cuarenta del siglo pasado? ¿No representan Doña Urraca, las hermanas Gilda o Benita la esposa de Don Pío, las frustraciones de la mujer española que nunca reflejaron los textos doctrinarios de la Sección Femenina ni la mayoría de las producciones del cine nacional, y se merecen por tanto un fragmento de nuestra memoria? Los personajes de tebeo, a los que los museos de nuestro país cierran las puertas, poseen la habilidad de introducirse subrepticiamente incluso entre estas paredes. Cerca de la tía Norica encontrará el visitante unas piezas sueltas de títeres más modernos: una ballena, un calamar, Pinocho disfrazado de la bruja Lombriz y Pinocho con Pipo y Pipa y Pulgarcito encaramados a un tronco de árbol. Como todo el mundo sabe, Pinocho es el protagonista de una famosa novela del italiano Carlo Collodi, un clásico de la literatura infantil. El mago de Oz de Frank L. Baum, además de ser el cuento de hadas más famoso de la literatura norteamericana, se ha interpretado como una parábola sobre la corriente política estadounidense conocida como Populismo, y muchos, por otro lado, han leído las peripecias de Dorothy en clave teosófica (Baum tuvo diversas conexiones con las enseñanzas de la inefable señora Blavatsky); del mismo modo, Las aventuras de Pinocho fueron concebidas como una alegoría moral en su primera versión, y no en vano en ella el hijo de Gepetto moría ahorcado de una rama como el delincuente en que se había convertido; el propio Collodi modificó el cruel desenlace –por influencia, según algunos estudiosos, de las doctrinas de la masonería, de la que era miembro– haciendo que el muñeco de madera se transformase en un niño de carne y hueso en la versión que ha quedado como definitiva. El Pinocho original, trazado por Enrico Mazzanti, carecía del encanto de juguete tierno que la iconografía disneyana ha fijado en el imaginario colectivo; aquel Pinocho era más bien desgalichado, de rasgos duros y actitud algo chulesca. Ahora bien, para los españoles la imagen de la famosa marioneta de Gepetto no procedía de las ediciones italianas, ni siquiera de las ilustraciones en color de Atilio Mussino, de perfil suavizado y la más popular en su país de origen, sino de la plumilla del escenógrafo, cartelista, pintor y, como enseguida veremos, dibujante de tebeos, Salvador Bartolozzi, madrileño de pro a pesar de ese apellido que señala la procedencia toscana de su padre. La editorial Calleja había adquirido los derechos de la obra de Collodi y la publicó en español en 1912 con un final inventado que prometía nuevos capítulos. Bartolozzi diseñó un Pinocho sin displicencia desafiante, pero tampoco “lindo” al estilo de la película de Disney, y con la suficiente desenvoltura como para arrostrar los increíbles peligros a que será sometido en la serie de cuentos apócrifos que Calleja irá publicando durante años y en los que Pinocho viajará hasta África y Marte y será futbolista y boxeador, amén de toparse con un enemigo perverso, el malvado Chapete que incluso osará engañar a los Reyes Magos. El éxito inmenso determinará en 1925 el lanzamiento de un semanario infantil con el nombre del personaje que ocupará siempre la portada en una historieta dibujada por Bartolozzi que también se hace cargo de dirigir la publicación. La revista acabó convirtiéndose en un tebeo completo, con abundantes traducciones de material norteamericano de humor, y hasta 1931, en que cierra su andadura, mantuvo Bartolozzi las viñetas de su Pinocho, que en España se identificaba como el único Pinocho verdadero. Para entonces, en 1928 exactamente, en las páginas infantiles de la revista Estampa, Bartolozzi había introducido otra historieta, Las aventuras maravillosas de Pipo y Pipa, un niño y su perrita de trapo que alcanzarían similar popularidad y del formato tebeo pasarían al cuento, al teatro de títeres y por fin al cine de dibujos animados, todo a cargo del prolífico Bartolozzi. Esos mismos Pipo y Pipa son los que acompañan a Pinocho en la sala de nuestro museo.
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A la izquierda, portada del primer número del semanario infantil Pinocho y a la derecha ilustración de un libro de Pipo y Pipa, ambas de Bartolozzi. |
No sé si la ballena que se muestra debajo de ellos se utilizaba para escenificar el episodio en que Pinocho, nuevo Telémaco en busca de su padre, se deja devorar por el cetáceo en cuyo interior sobrevivía Gepetto. Las inevitables referencias al Jonás bíblico y las también inevitables interpretaciones psicoanalíticas no me interesan ahora. Yo creo que estos personajes de tebeo lograron penetrar en el museo escondidos dentro de la ballena. Sobre la legitimidad de que los cómics se asomen a estas casi sacrosantas colecciones de arte volveremos más tarde.
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Imagen de tres marionetas en el Museo de Cádiz. A la derecha, Chapete persigue a Pinocho. Fotografía tomada antes del traslado del títere de Pinocho a las instalaciones del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico de Sevilla para su restauración. Fuente: IAPH. |
II
EL PINTOR Y EL HISTORIETISTA
No creo que haya pintor español contemporáneo que más se haya inspirado para su obra en las viñetas de los cómics que el sevillano Ricardo Cadenas. Sus referencias iconográficas van desde los clásicos norteamericanos hasta la escuela belga (en sus dos vertientes: Moulinsart y Marcinelle) pasando por Corto Maltés y el argentino Mort Cinder. A diferencia de muchos artistas pop norteamericanos, en Cadenas no hay paternalismo, comentario irónico, afán de perturbar los valores aceptados al asociarse con formas artísticas menores (lowbrow, se diría en inglés) o una esquinada sociología, la apatía e insensibilidad de la cultura de masas que Lichtenstein pretendía reflejar en la “lógica del sinsentido” de sus lienzos. Cadenas plasma una pasión; y cuando en sus últimas pinturas un obvio homenaje a Rauschenberg o Rothko va acompañado de tiras de Spirou o de las cabeceras de historietas célebres, está haciendo una declaración de principios sobre las falsas jerarquías que establecen los mandarines ortodoxos de la crítica de arte. El entusiasmo con que Cadenas habla, por ejemplo, de los originales de Hergé o de Alex Raymond no es menor que su admiración por los maestros de la plástica. A finales de 2010, una exposición de la Casa de la Provincia de Sevilla recogía una buena parte de la producción de Cadenas relacionada con el cómic. Se le dejó al pintor una pared para que la aprovechara el día de la inauguración dibujando un mural con toda libertad; a lo largo de la jornada fueron apareciendo allí versiones personales de Gaston Lagaffe, Dragon Lady, Flash Gordon… Por la tarde se le acercó a Cadenas un desconocido que contemplaba su trabajo con detenimiento; entablaron amistosa conversación porque el tipo, que dijo llamarse Joaquín Aubert, parecía conocer bien el mundo de los tebeos, y en un descanso de Cadenas salieron los dos en busca de un bar donde a ritmo de cervezas y manzanillas la charla ganó en cordialidad junto al descubrimiento de otras aficiones compartidas. Regresó Cadenas a su tarea acompañado de su nuevo amigo al que preguntó de dónde procedía su gusto por los cómics. “Bueno, yo mismo dibujo alguno”, respondió el tal Aubert que firmaba sus viñetas como Kim. Cadenas lo miró entre el asombro y el regocijo, luego lo abrazó. “¡Pero tú eres el creador de Martínez el facha!”, exclamó y allí mismo le pidió que añadiera a su mural la imagen del popular personaje de El Jueves. Después me comentaría “imagínate, era Kim” con el candor de un actor amateur que acabara de conocer a sir Laurence Olivier. Cadenas no hace cómics y Kim no pinta cuadros. El respeto recíproco entre dos mundos que se han presentado como irreconciliables sólo por intereses espurios, soberbia e ignorancia, me pareció casi un símbolo de lo que yo espero que sea la actitud futura respecto a un arte marginado no por ser de minorías sino exactamente por lo contrario.
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Dos obras de Ricardo Cadenas: "Escáner subjetivo" y "Sinfonía de mentiras". Fuente: ricardocadenas.es. |
Creo que yo me libré hace tiempo del complejo de inferioridad, y la consiguiente necesidad de legitimar su devoción, que el amante adulto de los cómics solía experimentar frente a, digamos, un profesor universitario (a no ser que el amante adulto de los cómics sea precisamente profesor universitario, que los hay). Es curioso que Roland Barthes no se sintiera obligado a justificar su ¿sorprendente? fervor por la lucha libre –poseía el ingenio y la inteligencia para sacar partido incluso de deporte tan trucado–, pero sigue siendo frecuente que un probo registrador de la propiedad, pongamos, que coleccione los antiguos cuadernillos de El Capitán Trueno, se vea forzado a recurrir a los famosos (y más bien absurdos) pedigrís del cómic –aquella urna griega, la ilustre columna de Trajano, la serie Nastasio degli Onesti de Botticcelli– para no arriesgarse al ridículo ajeno. Confieso que en una exposición reciente de Rowlandson, el pintor y caricaturista inglés del siglo XVIII, me sorprendí anotando in mente, con cierta complacencia, el uso que hacía el artista de las filacterias (eran idénticas a las nubes o bocadillos actuales de los cómics) para mostrar fragmentos de diálogo de los protagonistas de sus obras, e inmediatamente sentí rabia por haber incurrido de nuevo en esa superflua búsqueda en el arte del pasado de modelos narrativos secuenciales o empleo avant la lettre del lenguaje de los cómics, como para ennoblecer lo que no necesita marchamo de calidad ni mucho menos permiso de existencia. Pero si me irritan mis recaídas en ese afán de inútil justificación, todavía me indignan más las pruebas de desprecio por un fenómeno cultural que tiene detrás a millones de seguidores. Hace unos años publiqué un texto en el que me quejaba de que las librerías estadounidenses, a diferencia de las belgas y francesas, no incluyeran a los cómics en sus anaqueles. Eso ya ha cambiado. La cadena Barnes & Noble ofrece en cada una de sus franquicias una sección considerable de graphic novels, y me temo que sea el prestigio de la palabra “novela” el que ha introducido a las viñetas en esos negocios de la cultura. Pero los museos, que han integrado el cine y la fotografía, continúan resistiéndose a las historietas salvo en casos aislados y por motivos excepcionales (como un premio Pulitzer en el caso de Spiegelman o el deseo de trazar paralelismos entre las pinturas pop y los cómics que las inspiraban). Comenté en su día que el repaso antológico que realizó el Whitney Museum en 1999 y 2000 del arte americano del siglo XX y su relación con la sociedad de donde surgió, sólo incluía dos muestras de cómics: una plancha dominical de Feininger para que captásemos las desdichas del pobre artista que se rebajó a las historietas para sobrevivir, y en una vitrina un ejemplar viejo de Superman como preámbulo, una vez más, a las obras, estas sí interesantes, del pop-art. En octubre de 2011 el Museo de Brooklyn inauguró otra exposición, magnífica por otra parte, titulada Youth and Beauty. Art of the American Twenties. Como se habrá deducido, la muestra se centraba en el arte realista de los “felices veinte” y en especial en aquellos pintores, escultores y fotógrafos que rendían culto a la liberación del cuerpo, a la belleza física y al mismo tiempo a los maquillajes de Hollywood; así, encontrábamos el glamour falsamente bohemio del retrato de Gloria Swanson por Nickolas Murray a unos pasos de la falsa naturalidad de los desnudos femeninos del gran Weston. Junto a las artes canónicas, el cine, la danza, la publicidad, los paisajes industriales urbanos, el Renacimiento de Harlem, las novelas de la generación perdida y el jazz ocupaban su lugar en este recorrido por una década prodigiosa en su mal fundado optimismo. Los cómics, no. ¿No habían reflejado las fastuosas páginas dominicales en color y las tiras diarias de la prensa la relajación de la moda en el atuendo de la mujer, la desaparición de fajas y sostenes en beneficio del escote generoso y la falda corta? ¿No se habían enterado los dibujantes de historietas del acceso femenino al mundo laboral, del magreo juvenil en los asientos de automóviles, de la reciente devoción por las playas y el descubrimiento de los baños de sol? Claro que sí. Los cómics habían sido invadidos por las flappers –muchachas jóvenes de breve faldilla que bailaban el charlestón con frenesí–, taquígrafas de pelo a lo garçon y secretarias con el look de Louise Brooks [1]. Me pregunto si no tuvieron mayor repercusión social estas chicas de los cómics (de popularidad solo comparable a las estrellas de cine), cuyos modestos avatares eran seguidos por millones de lectores, que algunas pinturas, de reducido relieve ya en su tiempo, desenterradas de sus almacenes por el museo de Brooklyn para ilustrar un panorama de la obsesión juvenil americana de hace noventa años. | |
Portada y muestra del interior del último libro de Martínez el facha, "¡¡Esto se hunde!!", de Kim. Fuente: coleccionistatebeos.blogspot.com. |
Lo que me devuelve al encuentro de Kim y Ricardo Cadenas, el cómic y el arte dándose un abrazo que los museos prefieren no ver. Por cierto, no muy lejos de donde nos encontramos, en la casa de Pemán de la plaza San Antonio, se mostró en 2007 la exposición de Ricardo Cadenas Ida y vuelta sobre la ciudad de Cádiz. Diagrama incompleto y se le ofreció también al pintor la oportunidad de trabajar directamente sobre un gran mural. No asistí a esa improvisación. Me gustaría pensar que, fiel a sí mismo, el artista introdujo alguno de sus homenajes a la historieta. Y me gusta imaginar que dibujó a Carpanta, digamos, y que el hambriento vagabundo se escapó de la pared en un descuido del pintor y vino a refugiarse en esta casa donde vive escondido detrás de algún capitel y en algún momento se dignará aparecer y se colocará al lado, quizá, de la tía Norica.
III
DON PACO
Después de vivir cerca de ocho años en Nueva York, regresamos a España y nos establecimos en Sevilla, en un pasaje de la Sevilla profunda que se parece poco a los que en París fascinaron a Walter Benjamin tanto que les dedicó la obra inacabada de su vida. Nuestro pasaje, sin embargo, no carece de solera y aparece ya con otro nombre en el plano dieciochesco de Olavide. Nos acostumbramos, pues, a que de vez en cuando algún profesor de la Facultad de Arquitectura impartiera sus clases sobre urbanismo tradicional deambulando con los estudiantes por los dos costados del pasaje, el que se abre a la calle San Luis y el que da a Relator. Más difícil resultó acostumbrarse a un vecindario ruidoso y extrovertido cuyas conversaciones telefónicas, programas favoritos de televisión y noviazgos nocturnos se imponían implacablemente a través de las ventanas abiertas del verano. No todos los vecinos eran igualmente vocingleros. Frente a nuestra cancela salía al atardecer a tomar la fresca, en camiseta y tirantes, un señor mayor, discreto, serio y educado al que todo el pasaje llamaba don Paco. Pronto pasamos de las cortesías mínimas del buenas tardes y hoy hace menos calor a pequeñas charlas. Me sorprende todavía hoy, y no consigo recordar cómo ocurrió, que en una de esas conversaciones don Paco declarase que de joven había dibujado tebeos. Indagué qué clase de tebeos y él me aseguró que para qué me interesaba, nadie se acordaba de aquellas antiguallas. Yo insistí. El asombro fue recíproco. El mío porque me encontraba ante el autor de uno de los últimos cuadernillos de aventuras que yo seguí de niño, y él por hallarse con un antiguo lector que recordaba episodios que él mismo había borrado. En efecto, don Paco era Francisco Ordóñez, o sea F. Ordóñez como firmaba en un recuadrito rectangular en todas las portadas de El Tigre de la India. Rebusqué entre mis cartapacios un ejemplar de esa serie, que don Paco me dedicó: “A mi amigo José María, con afecto”, y debo decir que lo conservo con el mismo respeto que las novelas o poemarios autografiados por alguno de los grandes de la literatura.
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Portada y primera página de El Tigre de la India nº 1 (Acrópolis, 1962), de F. Ordóñez. |
Quien no asocie la infancia, y una infancia de las de entonces, quiero decir franquista, a los tebeos y su duradero enganche sentimental (la dichosa nostalgia, que me resistía a mencionar, por el escapismo que nos regalaban las viñetas) no comprenderá mi entusiasmo. Los tebeos de aventuras de la época solían ser productos de una modestia narrativa y estética rayana en la miseria, y aunque hubo excepciones –las historias de Cuto por Jesús Blasco en Chicos, los primeros cien o ciento veinte primeros números de El Capitán Trueno, el magnífico Apache de Luis Bermejo–, la mayoría sobrevive en nuestra memoria no por sus méritos intrínsecos sino gracias al calor que desprendían sus infinita variantes del garrotazo y tentetieso villano en las largas tardes de domingos lluviosos [2]. Se sabe que un tebeo tenía habitualmente más lectores que el niño que lo adquiría. Hay que recordar que los tebeos se canjeaban por unos céntimos en los tenderetes del ramo y se intercambiaban con vecinos, compañeros de colegio y amigos de forma que era una suerte vivir debajo del chico que coleccionaba Hazañas Bélicas si uno era fiel a El Cachorro, por ejemplo, porque cuando atacaban las anginas él te prestaba sus tanques y ametralladoras y tú a él los piratas al abordaje. Los de risa eran consumidos, además, por los adultos; en mi casa las hermanas Gilda, con su admiración por Melón Blando y Alan Lata, hacían reír a mi tía, tan aficionada a Hollywood, y mi abuela se iba directamente a la contraportada del TBO para identificarse con las penurias de clase media de la familia Ulises. En fin, ninguna prensa periódica española, ni siquiera la deportiva o la del corazón, contaba con más lectores que los tebeos, esto se ha repetido tanto que casi da vergüenza volver a recordarlo. Ahora bien, la obra de don Paco, que antes de El Tigre de la India se había ya despachado los 40 números del ibero Titán, una imitación más bien servil de El Jabato, se publica a comienzos de los sesenta, cuando se manifiestan los primeros estertores del cuaderno de aventuras que había agotado ya su época dorada. En ese periodo agónico surge el tebeo andaluz, constituido en realidad, según deduzco, por una sola editorial que, en su huida hacia delante, iba cambiando de nombre y de dirección postal: la Editorial Andaluza que lanzó Torg hijo de León, El Pistolero, Comandante Hans, Caballero Sir Audax y Puño de Bronce tenía su sede en la calle Sebastián Elcano de Sevilla; se transformó en Acrópolis (con el mismo equipo e idéntico estilo), sita en la calle Escoberos nº 12 y más tarde en el 7 de la calle Niebla, y con el nuevo sello colocó en los kioscos la serie Sinmiedo, la única que llegó a cumplir un año justo de existencia, Titán de Ordóñez y nuestro Tigre de la India, El Caballero Enigma, Sharkán hijo del Rayo y Eddie Cañón, cada colección más breve que la anterior. Todavía, ya en la decadencia de la decadencia, pasó a llamarse Editorial Josoma, según los primeros números de sus publicaciones, y después Jolma, sin que consten sus señas (aunque la impecable Tebeosfera de Manuel Barrero da para Acrópolis el 48 de Fray Luis de Granada, siempre en Sevilla, y tal vez sea esta su última dirección comercial), con dos efímeras series, El Ciclón de los mares y El gran Heleno de la que poseo el número uno de los seis que llegaron a publicarse y que es posiblemente el tebeo peor dibujado de la historia del cómic español (si nos olvidamos de los titubeos iniciales de Roberto Alcázar). Eran productos paupérrimos y miméticos de títulos exitosos en el mercado, especialmente de las publicaciones estrella de Bruguera, El Capitán Trueno y El Jabato; la presentación formal era similar, los protagonistas copiaban en las melenas al viento a los dos héroes inventados por Víctor Mora, las amadas se parecían a Sigrid (la novia de Torg, Dania, robaba incluso el modelito a la reina de Thule), el inevitable amigo forzudo replicaba a Taurus más que a Goliat o, en el caso de Sinmiedo, el muchachito rubio, Luisipo, que adopta el protagonista, es un clon de Crispín, y qué decir de los argumentos que jamás se salían de los límites de las fórmulas mil veces explotadas por sus predecesores. El Tigre de la India era la excepción porque tomaba otros modelos no menos manidos: cubría su cabellera con un turbante, al igual que su compañero fortachón que respondía al pintoresco nombre de Sailú, y se enamoraba, como era de rigor y a imitación de Sandokán, paradigma de este tipo de héroe semioriental, de una británica rubia, Betti, que ya en el nº 6 de la colección, “Trágico final”, que ahora tengo en mis manos, observa cómo se juega el pellejo su galán y, con las manos entrelazadas como en oración, piensa: “¡Qué fuerte y valiente es…! ¡A su lado se siente una protegida!”, y dos viñetas adelante ya lo invoca como “¡amor mío!” En este episodio, los buenos, que habían caído en manos de “un maléfico personaje, el cual trata de realizar macabros experimentos con ellos”, se escapan del espacio subterráneo donde Gañiput (así se llama el sabio loco, qué le vamos a hacer) tenía su laboratorio y conservaba docenas de esqueletos y calaveras de anteriores víctimas; muere Gañiput al pretender clavar un puñal traidor al Tigre, muere su siniestro criado, Kotak, en una pelea con el prota, y nuestros amigos salen a la superficie donde, ay, los están buscando los Tung (sic), servidores de Kali, para sacrificarlos a su sangrienta diosa. Pero leed amiguitos el próximo episodio, ¡EMBOSCADA! (“os entusiasmará”, añade Ordóñez), para comprobar si serán capaces de librarse del peligro. Don Paco, que debía de tener dificultades con los rostros, prefiere dibujar a sus personajes de espaldas siempre que se lo permite el guión. Su trazo es torpe, rígido e inexpresivo. Pero honrado. La historia, un disparate. Pero cómo no sonreírse ante su impecable ingenuidad. Y no es El Tigre de la India el peor de los tebeos editados por Editorial Andaluza/Acrópolis/Cierre/Josoma. Sorprendamos a la novia de Torg en un soliloquio atorgmentado por las maldades de su padre, un Macbeth de quinta mano: “¡Mi padre un usurpador, mató al rey y quizo [sic] hacerlo también con sus hijos!”. No, no eran raras las faltas de ortografía que contribuyen hoy al encanto general de estas reliquias. ¿Pero esto es, don Paco y compañía, lo que querría yo introducir en los museos? [3]
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Páginas 7 y 10 de El Tigre de la India nº 6 (Acrópolis, 1962), de F. Ordóñez. |
Don Paco ha ido olvidando muchos detalles de su época de historietista. Si le hablara de exponer sus dibujos en un museo, se quedaría perplejo, él que no ha conservado ni siquiera un ejemplar de las series que ilustró, pero recuerda con orgullo su profesionalidad, la capacidad para entregar cada semana las diez páginas de Titán o de El Tigre de la India, y agradeció mi entusiasmo al rememorar las lecturas infantiles que incluían sus trabajos. Que esa educación sentimental de varias generaciones de españoles no se pierda dependerá de otros museos y no solo de la inútil nostalgia de unos cuantos.
IV
CUARENTA AÑOS DESPUÉS
En 1967 Marcel Duchamp confesó que hacía dos décadas que no visitaba el Louvre porque, de hacerlo, le habrían invadido terribles dudas sobre los motivos de que colgasen de sus paredes precisamente esos cuadros y no otros. La declaración de Duchamp cuestiona el canon occidental o al menos relativiza su supuesta validez objetiva. ¿Quién establece las categorías estéticas: la tradición, el tiempo, los expertos de cada época, un medidor secreto del placer que experimentan quienes contemplan una pintura? ¿O intervendrá el azar más de lo que querríamos aceptar? Surgen otras preguntas del planteamiento del célebre autor de El gran vidrio: ¿qué es arte y qué no lo es y cómo se llega a esa tajante dicotomía? ¿Por qué a un lienzo rasgado, con la firma de Fontana, se le otorga un lugar de privilegio en el MOMA, por ejemplo, y las elaboradas planchas de Chris Ware, que revelan un excepcional talento para transmitir la desolación humana, nuestra irredimible soledad, serían rechazadas por muchos comisarios de exposiciones de los que solemos considerar arte serio? En fin, volvemos al principio, ¿qué pinta el Pinocho de Bartolozzi respirando la misma atmósfera que Zurbarán?
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Cuadro de Ricardo Cadenas titulado "La mirada falsa". Fuente: ricardocadenas.es. |
Cada cosa en su sitio, dirían los ortodoxos. Del mismo modo que existen museos del juguete, de la filatelia, del vestido, del transporte, por qué no un museo para los cómics. Y bien, hay museos de cómics y museos magníficos: Le Centre National de la BD et de l’Image en Angoulême y, sin abandonar el área francoflamenca, el Centro Belga de la Historieta en Bruselas en el que me permitiré penetrar metafóricamente durante unos segundos. Si el de Angoulême se erige sobre el espacio de un antiguo restaurante, el belga está instalado desde 1989 en los que fueron los grandes almacenes industriales de Charles Waucquez, un edificio art-nouveau construido por Victor Horta, un Gaudí en versión Países Bajos. El Centro ha respetado esencialmente la estructura primitiva y una buena parte de sus elementos ornamentales, desde las vidrieras y las columnas del hall –que se alternan con una reproducción gigante del cohete que llevó a Tintín a la luna y una escultura del propio Tintín a tamaño natural– hasta muchas de sus espléndidas lámparas, pasando por los mosaicos de la entrada y la escalinata central por la que, eso sí es nuevo, vemos caer peldaño a peldaño la figura inconfundible del capitán Haddock. Aparte de una biblioteca de acceso libre y un magnífico fondo de documentación, el Centro ofrece una exposición permanente a través de la cual el visitante accede a la historia del tebeo belga desarrollada de forma tan didáctica como atractiva visualmente. Las dos grandes alas del piso superior se utilizan para muestras temporales y monográficas del cómic mundial, siempre con exigencia de originales. El museo no marca diferencias de calidad entre la historieta dirigida a los niños y los cómics adultos y de autor; se considera que en ambos terrenos se realizan productos interesantes, amén de tener en cuenta la obligación de respetar el pasado y su meticulosa conservación. Qué envidia he sentido todas las veces que pisé las salas del Centro de Bruselas.
En la primera legislatura de Felipe González se habló de crear un Centro Nacional del Tebeo. Puede imaginarse el revuelo y algazara entre los profesionales del medio y la decepción progresiva conforme se fue asumiendo que había otras prioridades culturales, tantas que el proyecto quedó en la cola de los planes gubernamentales y más bien en la subsección promesas-que-no-se-tiene-intención-de-cumplir. En ese hipotético museo real del tebeo (y empleo el adjetivo “real” por oposición a virtual, pues on-line contamos ya con diversas iniciativas privadas, individuales y colectivas, que archivan, catalogan y exhiben la riqueza de nuestra historieta) cada uno puede fantasear sobre cómo distribuiría los fondos suponemos que inmensos que cubrieran un recorrido completo por la evolución del tebeo en todas sus etapas, estilos y formatos. Allí tendría su lugar la obra de don Paco, ese humilde material de consumo que no estaría ya condenado a desaparecer para siempre. Como no parece probable que en plena crisis económica un consejero del ministerio de cultura se acuerde de aquella vieja idea de rescatar y proteger el patrimonio del cómic español, regresemos al inicio de esta charla. Si la tía Norica se hace con un rincón en el museo de Cádiz, ¿por qué no Carpanta?
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Una viñeta de Carpanta, de Escobar |
Tal vez porque Carpanta no era gaditano, ni siquiera andaluz (aunque por el hambre ancestral que arrastraba podría haber sido hijo adoptivo de todas las regiones españolas en la década de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado). Ya hemos visto que los héroes de don Paco y de los otros dibujantes andaluces vieron la luz en 1961 y 1962. Para confeccionar la nómina de guionistas y dibujantes andaluces de ese periodo bastarían los dedos de una mano, o de las dos si incorporamos a la lista los intentos fallidos (más fallidos aún) de la editorial Manraf y los tebeos de prensa. En 2007 una exposición, Antología del cómic andaluz, recogía la obra de cerca de medio centenar de comiqueros, y basta hojear el catálogo para comprobar el elevadísimo nivel estético de los allí representados, aparte de sus conexiones con el cómic internacional: Pacheco se ha hecho cargo, entre otros superhéroes gringos, de X-Men y Superman; Rafa Marín ha escrito guiones para Los 4 Fantásticos; Guarnido publica en Francia Blacksad, uno de los grandes éxitos de los últimos años; Guerrero trabaja para la norteamericana DreamWave y la francesa Humanoides Asociados; RyP dibuja guiones de Frank Miller y Alan Moore. Por no hablar, a nivel nacional, del impulso liberador de Nazario durante la transición democrática o el actual reconocimiento a la sátira social de Brieva o la popularidad del humor corrosivo de Idígoras y Pachi en sus historietas borbónicas de El Jueves, y cito solo unos cuantos al albur de la memoria. Cuarenta años después de El Tigre de la India, don Paco cede el paso una verdadera explosión de creatividad. Y algunos de los que he mencionado nacieron en Cádiz y su provincia. ¿No tiene derecho Carpanta a hacer compañía a la tía Norica? Pues el Supermán de Pacheco, un oriundo de San Roque, podría colarse volando por una ventana del museo abierta al descuido. O si Supermán resulta un pájaro demasiado exótico para la bahía –o de resonancias demasiado conservadoras–, rindamos culto al cantonalismo y que Fermín Salvochea, gracias al lápiz de Ángel Olivera y el guión de Rafa Marín, ocupe en el segundo piso de esta casa con toda legitimidad el lugar que corresponde al tebeo español, andaluz y gaditano [4]. NOTAS
[1] Basta recordar las series de chicas trabajadoras e independientes que inician su andadura en los cómics durante estos años, y mencionaré solo a las que perduraron:
Winnie Winkle,
Tillie the Toiler,
Etta Kett,
Ella Cinders, la maravillosamente dibujada
Connie, de Godwin, menos casquivana que las anteriores tal vez por vivir en el puritano Middle West,
Fritzi Ritz y, al final de la década,
Blondie, que tardará dos años en casarse con Blumstead (Lorenzo Parachoques en versiones hispanas) y transformarse en una serie conyugal, por no citar a otras bellezas que nacieron antes de 1920 pero alcanzarán en estos años su esplendor, como Polly, de
Polly and her Pals, Phyllis, la amada de Walt en la longeva
Gasoline Alley, o Nora, la coqueta hija de Jiggs y Maggie en la igualmente duradera
Bringing up Father.
[2] Para los interesados en los tebeos españoles de aventuras entre 1939 y finales de los sesenta es imprescindible consultar el estudio más amplio dedicado hasta la fecha a este formato:
Tragados por el abismo, de Pedro Porcel, Edicions de Ponent, 2011.
[3] No fue Acrópolis, con sus diversos nombres, el único, ni siquiera el primer sello editorial andaluz dedicado a los tebeos. Ya en 1954 surgió en Málaga Ediciones Manraf que dirigía Manuel Rodríguez del Toro, y que llegó a publicar nueve colecciones distintas, aunque la de mayor duración,
Farolito, hoy una rareza para coleccionistas, solo alcanzó nueve números. Habría que mencionar también los suplementos de historietas de la Prensa del Movimiento:
Chaveas, que apareció en
La Tarde de Málaga desde 1943 y todavía languidecía en 1948;
Pituso en Odiel, de 1945 y breve vida (no pasó de los diez números); y
Peques y
A mis peques de Córdoba, que durante un tiempo estuvo casi en su totalidad realizado por José Alcalde Irlán, suplemento que se prolongó inverosímilmente hasta la democracia. Debo esta información a las investigaciones sobre el tebeo andaluz de Manuel Barrero.
Escrito todo lo anterior, añado una nota a esta nota. Hubo en 1953 otro proyecto editorial sevillano, casi esotérico de puro raro, Publicaciones E. C. E. –¿qué querrían decir esas iniciales?–, que publicó cinco colecciones de las que solo un par llegaron al número 2: Héroes del CIA, Invisible Man, Los tres justicieros, Antifaz rojo y Luis Martín y Guillermito. Las tres últimas estaban dibujadas por don Paco.
Nota a la nota de la nota. Me comunican de
Tebeosfera lo siguiente: E.C.E. son las siglas de
Editorial Católica Española. Además, hubo otro tebeo editado a caballo de los cuarenta y los cincuenta, Rosina, de Ediciones Patrióticas, que en realidad fue un sello gaditano que publicó algunos cancioneros, misarios, guías de Semana Santa y otras publicaciones en Sevilla. [4] En 1980 el Ayuntamiento de Cádiz publicó el cómic
Fermín Salvochea con guión de Marín y dibujos de Olivera.