Resulta llamativo comprobar la transformación paradigmática que ha sufrido el cómic en estos últimos años. Siendo más precisos, el aprecio por el cómic. Durante el siglo XX, los cómics fueron fuente de entretenimiento y cala para la evasión. A ellos se volvía de niño por el impacto y la emoción de lo aventurero, lo hilarante o lo emotivo. Con la edad, y como existía esa idea equivocada de que eran productos exclusivos para la infancia, solo se volvía para sentir nostalgia. Y la nostalgia terminó siendo estigmatizada.
Con el nuevo siglo han tenido lugar varios cambios trascendentales. Uno de ellos fue consecuencia de la compresión del mercado y las posibilidades tecnológicas, que permitían editar menos y sobrevivir. Aquí se abrió una vía para el cómic de autor, que prescindía de la antes necesaria comercialidad y se volvió a la nostalgia. Pero no a la nostalgia como un presupuesto, sino a la nostalgia como argumento. El presupuesto nostálgico ha seguido a la baja durante todo este tiempo. Los cómics rescatados para un público nostálgico existen y siguen dando beneficios, pero van siendo cada vez menos y no apetecen a los jóvenes lectores. Hay una nueva nostalgia, eso sí, por tebeos de los ochenta y los noventa, que aún no se declara por quien no quiere dejar de ser moderno. Existe también una nostalgia en el plano estético, que rescata tendencias naíf y estilemas pop, amalgamados con nuevas técnicas de diseño, y sirve también para sustentar relatos de urbanitas contemporáneos. Y por supuesto queda la nostalgia intersticial en los subgéneros, muy fácil de detectar en ciertos cómics de superhéroes. Pero aquí nos queremos referir a la nostalgia como motor, la usada como argumento de las historias, todo ello tras la lectura del último libro de Alfonso Casas, el autor al que conocíamos por sus historietas irónicas y tiernas como Amores minúsculos y Se(nti)mental.
Lo cierto es que la nostalgia siempre ha sido uno de los motores de la industria del entretenimiento. El rescate del recuerdo feliz es uno de los leitmotivs más habituales de la ficción, desde Gilgamesh a Seth pasando por Proust. Hoy se aplaude la presencia mayestática de superhéroes en las salas de cine como algo atractivo y fresco, cuando no es otra cosa que la explotación de la nostalgia por el héroe clásico (deconstruido, claro), a la par que otras producciones cinematográficas de culto usan la motivación nostálgica de un personaje como motor (cuenten, hay cientos). Alfonso Casas ha construido una hermosa reivindicación de la nostalgia con El final de todos los agostos, libro primososamente editado por Lunwerg que combina dos ideas trascendentales: la forja de la identidad depende de la voluntad y la felicidad exacta solo se vive en el recuerdo.
Este tebeo, encuadernado en cartoné y con delicioso coloreado bitonal y en color, limitado por líneas finas, claras y amables, nos permite ver a un autor que surge de una generación reconocible, la de los Sergio García o Esteban Hernández, llegando a figuras como la del genial Munuera, autores cuyo estilo parece brotar de la pasión por la escuela franco-belga de humor. Esto permite al autor trabajar con personajes resueltos con pocas líneas y con puntos por ojos que se mueven en escenarios fuertemente icónicos. De hecho, detallados en exceso, lo cual se acusa en las láminas translúcidas que adornan algunos de los momentos de transición del libro. Se trata de personajes por construir que se mueven en un mundo perfectamente acabado en el que quedaron algunas decisiones por tomar.
En una de las primeras secuencias, la del momento en el que se conocen el protagonista, Dani, y otro niño, apodado Pumuki, hay una hermosa viñeta en la que dos marginados muestran un eficaz modo de adaptación al entorno hostil. Uno busca su identidad en el otro y el otro permite que su motejo le imprima carácter. Dos niños demostrando seguridad poco antes de encarrilar la adolescencia, en la cual, como sabemos, se pierden las referencias y surgen las dudas. Y el resto del tebeo es un muestrario de esas dudas a través de un viaje por coloridas viñetas de verano o por pesarosas estampas sepia. El color es utilizado para representar la memoria feliz; la falta de color es para añoranza.
Crespo trabaja con dos tiempos y dos texturas, por lo tanto. Narra el presente de un joven fotógrafo que se enfrenta a un cambio trascendental, representado por el matrimonio. Lo hace con una huida al pasado, con la excusa de localizar los lugares donde tomó sus primeras instantáneas. Todo eso le conduce a la inseguridad, a las preguntas: "¿Y si en el pasado hubiera tomado otra decisión cómo sería hoy mi vida?". "¿Y si en el presente adopto esta decisión cómo será mi vida venidera?". Claro que, a poco que pensemos, se trata de la misma pregunta. Es la duda que flota sobre toda la obra, entre viñetas pausadas y cálidas, mientras se avanza hacia una declaración que no termina de arrancar. Aquí está el gran valor de este tebeo, que describe una relación hermosa y consigue que permanezca hermosa (en el personaje, pero también en el lector) porque no se alcanzan las declaraciones tajantes ni las decisiones rupturistas que habitualmente se esperan. Hay un fuera de plano, una ambigüedad, una languidez deseada por cómoda, que seguramente a todos nos ha tocado vivir alguna vez.
El final de todos los agostos es un tebeo delicioso, de factura impecable, quizá algo asfixiante debido a su preciosismo evocador, pero que logra el ritmo adecuado para retrotraernos a la atmósfera del verano, a aquel escenario de nostalgia que fue sede de todas nuestras indecisiones (pero también de nuestros pocos momentos verdaderamente felices).