EL JUEGO DE LA LUNA. LO ANTIGUO Y LO PROFUNDO.
2009 fue un año pródigo en obras de cierta trascendencia y enjundia en el panorama español del cómic. Obras como Lo que el viento trae, La guerra del profesor Bertenev, Las calles de arena, La isla sin sonrisa, Ken Games, Endurance, El arte de volar o este libro del que nos ocupamos ahora, El juego de la luna, entre bastantes otros trabajos, permiten ver que existe un interés por parte de editores y público de editar y admitir lecturas ya no sólo ombliguistas o ya no sólo genéricas. También hay oportunidad para los autores con una historia densa que contar, capaces de edificar un relato con las herramientas necesarias y sin verse obligados a recurrir a la filigrana o al efectismo.
|
|
Un contexto aparentemente idílico. |
|
A José Luis Munuera, autor famoso por su trabajo en tierras belgas, le hubiera costado bien poco abordar un proyecto de tipo estándar para continuar con su exitosa carrera, pero ha optado por abordar una fábula sobre la superación de los miedos con un registro tonal limitado, en blanco y negro en la mayor parte de las páginas, con escenarios diluidos por la aguada, y en un contexto rural poco espectacular, como corresponde a este tipo de ámbitos de horizontes bajos, bosques prietos y casas viejas.
El juego de la luna es un tebeo viejo. Cuenta una historia antigua, casi primordial, con la estructura heredada de la tragedia clásica: en una población rural llamada Aldea unos niños hostigan a otros que, al querer eludirles, sufren un episodio funesto; años después, los matones se han hecho con el poder de la villa y los sometidos luchan por recuperar su dignidad. Se trata de una historia en dos actos: un acto para la niñez y lo puro que se corrompe, otro acto para la madurez y las heridas que se restañan. Para construir este relato pretérito, el guionista, Enrique Bonet, ha echado mano de una estrategia infalible: narrar con lo preciso, con los fondos enfocados en un entorno mínimo, con las arquitecturas contadas y una única fachada reconocible entre las demás. Sólo un lugar se aparta por su excepcionalidad del resto: un claro situado en el bosque profundo donde se alzan una ruinosa torre y un inofensivo pozo. Los personajes se ajustan a este mismo esquema uniforme, llevan ropajes poco identificativos, sin rasgos muy especiales (salvo en el caso de los hombres narizones y las ancianas con adminículos, ese corifeo que tanta importancia tiene en el transcurso de la acción) y salvo por la capa roja que exhibe la protagonista, Artemisa, poca nota de color hay en esta historia triste.
El argumento se desarrolla, pues, sobre la base de esta homogeneidad. Como toda cultura tradicional, los dirigentes del poblado conservan el orden interno sobre la base del miedo. Recordemos que hubo un tiempo en el que la seguridad se mantenía con el gobierno del amedrentamiento. Para los mayores, con una pizca de violencia bien aplicada o con la amenaza era suficiente. Para los niños, a falta de señalética, bastaba con un “No te acerques al pozo o te comerá el monstruo”. Los habitantes crecen en este ambiente para, con el paso del tiempo, ir difuminando los miedos y dar paso a la vida plena.
No es éste el caso de Aldea. Algo turba la secuencia lógica de los acontecimientos en la historia urdida por Bonet, algo terrible que mantiene a algunos habitantes en un temor constante, sin que puedan escapar de él ni crecer, mientras otros administran el terror de forma habitual, pues así han crecido. Naturalmente, con el paso del tiempo llega la oportunidad de enfrentarse cada uno a sus temores y, quizá, a superarlos.
|
|
|
Caperucita y el lobo.
|
Es hermosa la manera que el guionista ha elegido para narrar esta historia sencilla, que no deja de ser una vuelta al relato que se cuenta en todas las aldeas. Y, ojo, no es El juego de la luna una historieta fantástica necesariamente: el monstruo de las páginas 20-21 (genialmente corporeizado por Munuera) o los muertos que luego aparecen son materializaciones de la aprensión, pero no seres fantasmagóricos. Si bien es verdad que los personajes parecen calcos de otros procedentes del folclor: Caperucita, el flautista de Hamelin, el hada madrina de la Cenicienta, etc. También es verdad que algunos elementos del relato parecen salir del recuento de Propp (autor que sistematizó los componentes de los cuentos clásicos): el talismán, el acertijo, el vaticinio. Obviamente, son elementos y efectos buscados por los autores, que han lanzado guiños a los lectores avezados permitiendo al mismo tiempo que la obra pueda disfrutarse sin establecer estas relaciones. Es, por esta razón, una obra de aparente sencillez pero que encierra muchos más significados de los que parece contener en un primer vistazo.
Lo magnífico de este tebeo es que nos sitúa en un mundo cerrado, y encerrado en sí mismo, como es el de los pueblos, esos donde “el viento vuelve loco” (quizá esto no lo entienda un gran porcentaje de lectores urbanitas). Un escenario ideal, estrecho, como el de la tragedia de Sófocles, que comprime miedo y odio en un mismo renglón y nos habla de ese momento tan delicado en el que dejamos de ser niños porque perdemos… el miedo. Artemisa, la protagonista, no lo pierde, queda refugiada en su virginidad y en el culto a la luna (igual que la Artemisa mitológica), y, por supuesto, en el tebeo no muestra ninguno de sus tradicionales atributos guerreros.
Esta representación de un mundo estrecho construido sobre referentes universales no es algo fácil de conseguir en un tebeo, además de que la obra de Munuera y Bonet demuestra que nunca dejamos de tener miedo, salvo cuando tenemos sexo, probablemente. Y deben preocuparnos estas cosas, porque algunos eligen el camino de la confusión para dejar de tenerlo. Parafraseando al guionista: “Cuando el dolor de los otros deja de hacerte daño es cuando estás preparado para ser el amo…”. Esto, definitivamente, no es lo aconsejable.
|
|
|
Contrastan los desiconizados protagonistas con los ancianos realistas y casi expresionistas. El monstruo, genial.
|
Por sorprendente que pueda parecer, lo peor de este libro es su estrella principal: Munuera. No se trata de que el dibujante no cumpla con su parte del contrato, o que realice una obra mediocre. No es eso. Solo que no se luce lo suficiente. El deseo de los autores por lograr una determinada atmósfera ha empujado al triunfante dibujante de Spirou a entintar fosco, a retorcer los cuerpos para acentuar el drama y a componer con un tempo a veces detenido que no parece comulgar con su tendencia a dinamizar las poses. De ahí que las páginas memorables no sean aquellas con grandes imágenes sino las que nos brindan apretados diagramas de viñetas (las mencionadas 20-21, el estupendo punto de inflexión en páginas 65 a 67). Asimismo, la simplificación icónica de los rostros de los personajes, respetando los cánones de los cómics francobelgas, puede que no conviniera a esta obra, más necesitada de expresividad en algunas miradas y semblantes. Lo cual queda en evidencia en las páginas de proemio y epílogo al cómic, innecesarias realmente, y con una mujer surcada por mil arrugas que contrasta en exceso con el resto del dramatis personae.
Pese a ese desequilibrio, el conjunto funciona y es un tebeo de una dignidad sobrada, que no se limita a contar el relato lineal de base, cuyos ejes son la venganza y la retribución. Se recomienda evitar esta tendencia a la simplificación por parte del lector interesado.
Ahonden. En El juego de la luna hay un pozo. Y en el pozo hay un monstruo.
Hay que meterse dentro.