FALLECIÓ IBÁÑEZ, MURIÓ EL TEBEO
Francisco Ibáñez, aquel botones que se quiso hacer bancario, se atrevió a dejar el puesto fijo que tan anhelado era durante el franquismo para abrazar el oficio inestable de dibujante de historieta. Pertenecía a una generación nueva, que había crecido leyendo tebeos de aventuras y que adoraba a los grandes referentes del humor de los cuarenta y los cincuenta (Escobar, Peñarroya, Cifré, Conti, Vázquez y Jorge). Sus estilemas eran tan sencillos y redondeados como los de cierta escuela de la autosuficiencia, la inaugurada por Martínez Osete y que luego continuaron Tunet Vila, Pueyo, Cubero, Kito o... Pif, que es como firmaba Ibáñez en los tebeos de Símbolo. Sobre todos los mencionados destacaría Ibáñez rápidamente, por su tesón, por el buen pulso que demostraba en el trazo curvo, por la agilidad en los personajes o por esa capacidad para hacer tan vívido el soponcio.
Destacó el joven historietista en Ediciones Marco, en La Risa, colección en la que pronto superó a J. Rizo, el referente en sus portadas por entonces. Ibáñez demostró ser poseedor de una poderosa imaginación para componer la primera página de los tebeos. Eso mismo hizo en Paseo Infantil, revista de Ediciones Generales por la que pasó antes de arribar a Bruguera, en cuyas portadas ya ensayaba con viñetas redondeadas o descolocadas y con propuestas innovadoras en la composición y el ritmo humorístico del relato.
No hace falta extenderse sobre sus creaciones en Bruguera, sobre todo en El DDT y Pulgarcito, pues se han comentado mil veces entre nosotros, pero sí es necesario insistir sobre su capacidad increíble para generar historietas humorísticas con una calidad siempre notable, cuando no sobresaliente. Abusaba en exceso de los equívocos y del costumbrismo simplón, cierto, pero la maquinaria de producción de los tebeos era lo que pedía a sus autores y, al parecer, también era lo que demandaba el público. No obstante, Francisco Ibáñez fue siempre un innovador gráfico, obsesionado por alojar otro gag en la esquina de la página donde aún cabía una longaniza a medio comer o una araña que fumaba tabaco negro. Su gran creación, Mortadelo y Filemón, triunfó gracias a una mezcla maravillosa de talento, energía y agotamiento del gag, algo en lo que Ibáñez siempre fue maestro. Es indiscutible que sus personajes más importantes eran ya una deconstrucción, una parodia inspirada en el fracaso del español medio, incapaz de salir airoso de su propia historia. Ibáñez fue añadiendo chispas optimistas en la lenta recuperación económica del país durante los años sesenta y setenta, ascendiendo a sus detectives a agentes secretos, creando departamentos de inventos descacharrantes y secretariados inoperantes que solo podían expandir más la inutilidad de la agencia en la que trabajaban.
Tuvo muchas más creaciones, todas cercanas a esa idea, la del fracaso incapaz de reconocer su inutilidad. Pepe Gotera y Otilio fueron siempre unos chapuzas. El botones Sacarino no daba pie con bola. Godofredo y Pascualino pocas veces atinaban en sus gestiones. La familia Trapisonda no dejaba de meterse en enredos. Rompetechos no veía tres en un burro... En fin, incluso cuando Ibáñez renovó su panteón durante su litigio con Bruguera, resulta que Chicha, Tato y Clodoveo viven en una democracia en la que no encuentran curro...
Al contrario que sus personajes, Ibáñez no dejó de cosechar éxitos. Sus historietas se leían a carcajadas, y los tebeos con su firma eran la alegría de sus editores. Fue el motor de toda una empresa, de toda una industria. Era el alma del tebeo español. Sus álbumes se han reeditado una y mil veces y han ido seduciendo a nuevas generaciones de lectores, acaso hasta ayer mismo, aunque su fuelle se haya ido apagando con el tiempo, como es natural. Era admirable su incombustible optimismo, que le mantenía pegado a la mesa de dibujo (amén de la supervivencia, claro), y su calidad probada hasta edad provecta. Luego fue asistido, todos lo sabemos; algo que no sorprende en otras industrias, donde los tebeos se hacen en equipo y por aquí se aplauden y se loan como si fueran obras de autor (ocurre con muchos mangas, por ejemplo) pero que al parecer cuesta admitir como algo noble en el terruño español.
Es triste, muy triste, que durante estos últimos años no se haya querido reconocer la estatura de Ibáñez como artista o creador de cultura. Lo fue, indiscutiblemente, por más que vociferen los justicieros de la moral. Resulta simplista juzgar a Ibáñez por construir relatos dinámicos de tipos condenados al tropiezo desde la perspectiva de quienes construyen largos relatos de individuos inmersos en el drama. Él nos brindaba un divertimento inocuo al mismo tiempo que nos retrataba, y otros autores nos brindaban una reflexión densa sobre la condición humana. Tanto una cosa como la otra pueden ser obras muy difíciles de realizar con maestría. Ibáñez lo lograba, y con ello nos brindó mucha felicidad. Nunca nos cansamos de revisitar sus historietas tan bien montadas o sus portadas elaboradísimas, hasta que el cansancio le llegó, con ochenta y siete años.
Contemos los autores de historieta españoles que han trabajado durante setenta años manteniendo un nivel evidente de éxito en ventas. Nos sobrarán nueve dedos de la mano.
Ibáñez ha sido y es un pilar de la industria de los tebeos en España. Él era el tebeo español. Su obra debería ser reconocida, recordada, reeditada, recomendada y continuada. Tuvo sus defectos, pero sus virtudes son mucho más evidentes. Con él se va un modo de hacer historieta en este país, consistente en trabajar demasiado, exprimirse al máximo y contentar a un público leal durante décadas con una fórmula de éxito. Esos fueron los “delitos” principales de Ibáñez. Delitos que la mayoría de los historietistas de este país desearían cometer todos los días, pese a acabar en una celda arrastrando una bola de hierro atada a una cadena. A la postre, a Ibáñez le han querido sujetar al tobillo esa cadena, precisamente por lo contrario: por considerarlo plagiario, delator, pesetero, arribista y, por supuesto, generador de riqueza, algo que se ha convertido en sinónimo de maldad, paradójicamente. Qué lamentable resulta urdir planes de derribo en estos tiempos de búsqueda de la altura moral. Confío en que su esquela no se contamine con estas nuevas miradas revisionistas, generalmente despectivas hacia la defectuosa maquinaria de la industria pasada, cuando los tebeos eran tebeos y nada más se les pedía. Cuando la felicidad se medía en viñetas dibujadas por Ibáñez.
Ha muerto Ibáñez y ha muerto el tebeo. Brindemos por uno de los más geniales y prolíficos creadores de alegría de este país.