HORROR SE ESCRIBE CON HACHE. DEL ESQUELETO DE BÉCQUER A LAS CENIZAS DE ERMENGOL (ANTOLOGÍA SELECTA DE CRÁNEOS ILUSTRES) Jardiel Poncela dejó dicho que el humorismo, como todos los campos espirituales, es infinito e inconmensurable y que no se puede saber de él sino que limita al Norte con la muerte; al Sur con el nacimiento; al Este con el razonamiento, y al Oeste con la pasión. Y ésa es, precisamente, la brújula retórica que nos señala el rumbo adecuado para establecer, con más o menos acierto, la vinculación existente entre el “horror” y el campo específico del humor gráfico. Si bien no se puede decir que el humor gráfico participe del género del horror, sí que parece claro, no obstante, que se relaciona de una manera activa con él a través del humor negro, norte magnético de esta particular brújula expuesta por el autor de Amor se escribe sin hache que linda con la muerte: su principal caballo de batalla temático. A pesar de ser un humorista literario, las opiniones de Jardiel Poncela son fácilmente extrapolables al dibujo de humor, pues según palabras de Máximo San Juan, recordadas por Iván Tubau en El humor gráfico en la prensa del franquismo, el chiste gráfico es un género literario. Y lo mismo ocurre con el criterio del gran escritor Pío Baroja, quien en su especial meditación sobre el humor, La caverna del humorismo, nos habla del “humorismo macabro”: «Naturalmente, el humorismo no se ha podido parar con respeto ante la muerte, por el contrario, ha encontrado en ella una serie de motivos de bufonadas y de risa». |
Imágenes que cita el autor, todas relacionadas con la medicina: de Hogarth (Lección de anatomía), Ensor (Los malos médicos) y Grosz (Los curanderos). | |
El humor gráfico interpreta la vida resaltando su lado cómico. Por más que tome de base para crear las ideas humorísticas aspectos horrorosos o terroríficos de la realidad, entre los objetivos del humor gráfico jamás estará el de causar miedo. Por su propia esencia, el humor desactiva la carga de horror que la realidad transmite en el momento mismo de representarla. Al igual que Midas convertía en oro lo que tocaba, una viñeta humorística transforma en risa o reflexiva sonrisa la realidad cuando entra en contacto con ella, por horrorosa que sea. El humor negro sería, pues, un recurso para conjurar el miedo a la muerte. La lista de autores que han cultivado este género está llena de firmas notables: William Hogarth en Inglaterra; James Ensor en Bélgica; Roland Topor en Francia; G. Grosz en Alemania… Y en España, de honda tradición macabra, el humor ha hundido sus raíces en el fértil suelo roturado por Goya para fructificar en un humor negro tan castizo como sustancioso. Mingote, Gila, Regueiro, Abelenda, Summers, José Antonio Garmendia, Perich o El Roto son humoristas que, con más o menos dedicación, han dejado grandes muestras del género con las que se han enfrentado no sólo a la muerte sino también a otros aspectos de la vida que causan repulsión o terror como la violencia, la decrepitud, la pobreza, la enfermedad…, y que sin duda también son elementos inherentes al humor negro. Pero el ingrediente estrella, el símbolo por antonomasia de una buena composición de humor negro con toda seguridad es la calavera, espejo siniestro que nos muestra con su impertinente sonrisa el inexorable futuro. Más que al humor macabro de Pío Baroja, el dibujo de esqueletos en una viñeta humorística pertenecería al humor “macabrón”, adjetivo creado por el ingenio lingüístico de José Luis Coll y que él definía como «exageradamente fúnebre» en su divertido y brillante diccionario. | | | | | | Algunos de los humoristas españoles citados. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Mingote, Garmendia, El Perich, Gila, Regueiro, Summers y Abelenda. |
Ciertamente, no puede haber nada más fúnebre que un esqueleto, por lo que parece lógico pensar que no habrá manifestaciones más claramente identificables con el humor negro que las que reflejan esa constatación palpable de la muerte. Esta especie de silogismo cogido por los pelos, esta argumentación tan discutible como cierta, serviría, no obstante, para emparentar a los humoristas gráficos con aquellos artistas antiguos que exorcizaban el miedo a la muerte a través de su reflejo burlesco. Cuando un humorista gráfico dibuja una calavera, aun sin saberlo está recogiendo el testigo de aquellas danzas macabras con las que los moralistas medievales recordaban a todos el poder igualador de la muerte. Posiblemente el germen del humor gráfico haya que buscarlo en esa danzarina iconografía inspirada por las constantes epidemias de peste que asolaron Europa durante la Edad Media. Las Danzas de la Muerte constituían una corrosiva sátira social, una suerte de comunismo funesto a través del cual las clases sociales quedaban abolidas. Heredero de aquella necesidad crítica, el humorismo gráfico no ha dudado en dibujar constantemente a esos descarnados representantes de la muerte que son los esqueletos; esos mismos, por cierto, que, conscientes de su protagonismo en cualquier obra sobre el horror, piden ya, quizás con una urgencia un tanto insolente, salir a escena para realizar, si no unas danzas aleccionadoras, sí, al menos, bastante pintorescas. Hagamos, pues, una admirable aunque subjetiva selección de esqueletos cachondos, no sin antes leer, naturalmente, un poco más a Pío Baroja que es algo que siempre enriquece a la par que da lustre a cualquier texto por poco meritorio que éste sea. En su obra citada, La caverna del humorismo, nos instruye don Pío acerca del origen de las Danzas de la Muerte: «La idea de hacer danzantes a los pobres Macabeos ha dado origen a la danza macabra. El buen Macabeo, levantando su pierna esquelética en el aire, es un motivo de risa. Un esqueleto es siempre algo grotesco, y a veces también un muerto reciente». Saquemos a bailar, por consiguiente, algunos difuntos ilustres. ¡Que Dios nos coja confesados! | | | Danzas de la muerte: A la izquierda, grabado del siglo XV. Sobre este texto, fresco gótico. |
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LAS GOLONDRINAS EXTRAVAGANTES DE BÉCQUER.
El mito de poeta lánguido y sentimentaloide con el que aburridos exégetas de la obra de Gustavo Adolfo Bécquer acostumbraron a generaciones de españoles, quedó felizmente destruido cuando descubrimos las fabulosas láminas de esa transgresora serie llamada Los borbones en pelota que firmaba Sem, seudónimo con el que los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer satirizaron a Isabel II y su "corte de los milagros". Con esos dibujos en los que mostraban a la reina en actitudes pornográficas junto a sus amantes, los hermanos Bécquer demostraron ser unos humoristas gráficos a la altura de Francisco Ortego, con el que precisamente compartían el seudónimo Sem en Gil Blas, la revista en la que aparecieron estas magníficas muestras de humor satírico. Pero antes de las fabulosas sátiras contra la monarquía, Gustavo Adolfo Bécquer había dejado su impronta de buen dibujante de humor en diversos álbumes de juventud, como los dos que dedicó a la musa de sus rimas, Julia Espín y que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid. En estos álbumes, encontramos unas delirantes estampas macabras que recuerdan las Danzas de la Muerte de Brueghel, por ejemplo, pero pasadas por un humor posromántico.
Las dos primeras estampas atribuidas a Bécquer que comenta el autor. En el primer álbum, entre diversos dibujos de escenas operísticas, demonios y diablesas, delicadas damas, funciones teatrales, caballeros medievales o algunas escenas callejeras, incluye Bécquer algunos chistes de impagable humor negro. En un cementerio, un hombre abre un ataúd en el que puede verse a una dama que ha empezado a corromperse mientras un elegante caballero que la mira exclama: «Cáscaras!! cómo ha cambiado!» [sic]. En una viñeta titulada Día de difuntos, un esqueleto entreabre su nicho para recoger la tarjeta que le tiende un caballero, el muerto dice: «No recibo», y el caballero, mientras levanta educadamente su chistera, contesta: «Pues hai queda la targeta» [sic]. En otro dibujo, una pareja de elegantes esqueletos tocados con chisteras, la de ella con velo, cabalgan sobre unos caballos también descarnados conformando una humorística estampa de paseo ecuestre. Igualmente cómica resulta otra escena de costumbrismo burgués en la que el esqueleto de un hombre vestido convenientemente de frac toca un piano mientras un elegante esqueleto de dama con miriñaque escucha de pie. Pero es en el segundo álbum donde se encuentran reunidas la mayor parte de estas imágenes humorísticas del Bécquer más disparatado y macabro. Bajo el título Les mort pour rire. Bizarreries dédiées à mademoiselle Julie par G.A. Becker [sic] (Los muertos de risa. Extravagancias dedicadas a la señorita Julia por Gustavo Adolfo Bécquer), recoge el poeta dibujante una divertida colección de dibujos “esqueléticos” que vienen precedidos por una macabra alegoría del mundo del artista y su musa, a modo de portada, en la que ésta observa cómo aquél trabaja mientras al otro lado de la amorosa escena se contrapone un cementerio en el que un esqueleto con gorro de bufón los observa chulescamente apoyado en una tumba. El grupo que sigue es una buena muestra del mejor humor negro becqueriano a través de dibujos con los que parece querer invertir la jerarquía de la naturaleza, dando vida a los difuntos en una peculiar reedición del tópico del mundo al revés: dos esqueletos que juegan al tenis con la cabeza de un tercero; un esqueleto con gorro militar y pata de palo que pasea por el parque con el esqueleto de un niño de la mano; dos esqueletos burgueses con chistera, uno gordo y otro flaco, que pasean muy ufanos y risueños mientras fuman en pipa; una mujer viva y un esqueleto sentados en el suelo de un cementerio que protagonizan un cómico almuerzo campestre; esqueletos danzarines que bailan al son que les toca un diablillo violinista desde lo alto de una cruz; esqueletos toreros que desafían de nuevo a la muerte realizando una faena de ultratumba a la osamenta de un toro; esqueletos acróbatas que ejecutan divertidas escenas circenses; un patético esqueleto que actúa disfrazado tal vez de Hamlet ante la atenta mirada de un público cadavérico; un esqueleto jinete con sombrero de copa que cabalga por el cementerio; esqueletos de antiguos militares que realizan con descarnada marcialidad un patético desfile castrense; un duelo de esqueletos que pelean ante la atenta mirada de sus padrinos también esqueletos; una joven difunta aún sin corromper que sale de su ataúd y es saludada con educación por varios esqueletos corteses; esqueletos a caballo que luchan en un torneo mortuorio; un esqueleto de mujer que se asoma a su nicho como una Julieta fiambre para ser cortejada por un Romeo de huesos mondados… Un esquelético acopio de humor negro, en fin, que muestra el ingenio humorístico del gran poeta sevillano.
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Otras dos estampas atribuidas a Bécquer que comenta el autor. Debajo, detalle de la primera. En el riguroso ensayo Pintura y Literatura en Gustavo Adolfo Bécquer (premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2006), el profesor Jesús Rubio Jiménez, que en 1996 editó estos álbumes en el anuario El gnomo, boletín de estudios becquerianos, nos da algunas claves para comprender estas “extravagancias” de Gustavo Adolfo, estas “rarezas” que tanto contrastan con el Bécquer de las famosas y manidas golondrinas: «Un aspecto sobre todo llamó la atención en los álbumes de Julia a los primeros que los vieron o ahora tras su edición: la abundancia de dibujos macabros; la presencia de la corrupción y la muerte, que sorprenden en unas colecciones de dibujos dedicados a una señorita a la que se pretende enamorar. Lo que pueden tener de repulsivo queda claramente atenuado si se ahonda en la tradición de la que proceden y terminan por descubrirnos un Gustavo Adolfo más coherente de lo que podría parecer a primera vista, un dibujante cultivador del humorismo romántico de la mejor tradición». Equiparable al de los grandes dibujantes franceses de mediados del siglo XIX, el humorismo macabro de las “extravagancias” de Bécquer es deudor de esa tradición estética que impregna el arte postromántico, heredada de Goya o Callot, en la que lo grotesco es un elemento fundamental. Jesús Rubio Jiménez lo deja claro en su ensayo: «Estas bizarreries y otras del primer álbum, deben ser vistas dentro de esta tradición que Bécquer hace suya y a través de la cual mostrará también sus obsesiones. En sus bizarreries -como corresponde al género y el momento postromántico en que fueron dibujadas- no desaparece cierto tono de juego, aunque sarcástico y atrevido. La voluntad de conjurar la muerte mediante la risa se adivina detrás de esta actividad. Son una manifestación más del humorismo postromántico. En este aspecto no difieren los planteamientos de Bécquer de algunos de los expuestos por Baudelaire en sus ensayos sobre la risa y lo cómico en las artes plásticas o en sus ensayos sobre el humorismo de la caricatura, conectándolo con lo grotesco romántico». Decía Dostoievski que la literatura rusa de su tiempo nacía bajo el abrigo de Gogol para significar la influencia del relato El abrigo. A la vista de las Bizarreries, cuando “mudos y absortos y de rodillas, como se adora a Dios ante el altar” contemplamos estos divertidos esqueletos, bien podríamos decir que todo el humor negro de nuestro tiempo viene de las calaveras de Bécquer; como esa con la que juegan al tenis unos “muertos de risa” deportistas y que ahora, quizás por efecto de un revés demasiado fuerte, sobrevuela los límites de la pista para llegar como redondo testigo hasta el mismísimo México donde ya la recoge, con prontitud y esmero, José Guadalupe Posada, siguiente emplazado de esta singular danza antológica. LA CATRINA RISUEÑA DE POSADA
Resulta difícil no ver a José Guadalupe Posada como un esqueleto con bigote y leontina en la famosa fotografía que le tomaron en 1899. A pesar de su aspecto felizmente orondo, está tan presente en nosotros ese imaginario entre burlón y macabro de sus calaveras, que no podemos evitar imaginarlo como una de ellas cuando lo vemos posando en la puerta de su taller de grabado en Ciudad de México. Heredero de una tradición literaria y gráfica popular que se originó en la Europa de la baja Edad Media, Posada es sin duda el mayor exponente de ese grabado que en el siglo XVI embarcó en el puerto de Sevilla para llegar a México. Considerado como fundamental para la historia de la cultura mexicana, el dibujante y grabador Posada es su artista gráfico por antonomasia. Aunque el total de grabados con esqueletos y cráneos representa un porcentaje pequeño de la totalidad de su obra, a Posada se le conoce como “el novio de la muerte” por su reinterpretación de las Danzas de la Muerte medievales en dibujos satíricos para periódicos dirigidos a la clase obrera. De la ingente producción de litografías, xilografías, cincografías y fotograbados de Posada, salta un risueño ejército de esqueletos montaraces para recordarnos el triunfo de la muerte. Pero, más allá de esto, las calaveras de Posada no tenían como objetivo hablar de la muerte en un sentido religioso o trascendente, sino, como recuerda la historiadora Montserrat Galí Boadella en su ensayo sobre el grabador mexicano, José Guadalupe Posada, tradición y modernidad en imágenes publicado en 2006 por el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo «Es una reflexión sobre los vivos, sus defectos, sus flaquezas y sus vicios. Así, las calaveras no tienen en el fondo mucho que ver con la muerte y mucho menos con reflexiones trascendentes, sino con todo aquello de los vivos que se presta a la sátira, la burla y al “relajo”». Las calaveras de Posada reflejan la podredumbre política y social del México de la época. En palabras de Galí, el grabado de Posada «se transforma en un desfile de personajes, desde los más grotescos hasta los más entrañables: los fenómenos de la naturaleza, los borrachos, los aguadores y demás vendedores callejeros, las soldaderas, los vendedores en los tianguis, las indígenas en las trajineras de Xochimilco y Santa Anita, políticos, bandidos, cirqueros y maromeros, charros a caballo, policías y federales; éstos a su vez los transforma en calaveras, y entonces, el desfile de la vida se convierte en la Danza macabra».
Dos grabados típicos de Posada, representando a soldados y a mesoneras. | | |
Uno de sus epígonos más conocidos, el muralista Diego Rivera, que lo comparaba con Goya o Callot, decía que fue el precursor de un nuevo tipo de artista que desde una perspectiva crítica reflexionaba sobre la relación entre el poder y el ciudadano. Rivera resume magistralmente la filosofía de José Guadalupe Posada: «Todos son calaveras, desde los gatos y garbanceras hasta don Porfirio y Zapata, pasando por todos los rancheros, artesanos y catrines, sin olvidar a los obreros, campesinos y hasta los gachupines. Seguramente ninguna burguesía ha tenido tan mala suerte como la mexicana, por haber tenido como relator justiciero de sus modos, acciones y andanzas al grabador genial e incomparable Guadalupe Posada. Su buril agudo no dio cuartel ni a ricos ni a pobres; a éstos les señaló sus debilidades con simpatía, y a los otros, con cada grabado les arrojó a la cara el vitriolo que corroyó el metal en que Posada creó su obra». Aunque desarrolló a lo largo de su extensa carrera los más diversos temas, desde crónicas de sucesos a cartas de amor, pasando por corridos, manuales técnicos, estampas religiosas, ilustraciones sobre tauromaquia, cuentos infantiles o las magníficas caricaturas políticas, una sola imagen identifica a Posada: La Catrina, feliz señorona de sonrisa eterna y penetrante mirada desde la oquedad de sus ojos, tocada con un exuberante sombrero emplumado que representa una burla a la clase alta del “Porfiriato”, esa “historia” dentro de la historia de México bajo la férula del general Porfirio Díaz que existe porque la grabó Posada. Otros dos grabados de Posada. El primero, alusivo al Quijote. El segundo representa a ciclistas. José Guadalupe Posada, que se consideraba un trabajador más que un artista, puso sus calaveras al servicio de los sectores sociales que carecían de espacios públicos para expresar sus opiniones y sentimientos. Y así, no dudó en lanzar sus delirantes esqueletos, vanguardia festiva de la necesaria lucha por la modernización política y cultural de México, para denunciar con su humor la desigualdad e injusticia social existente en la sociedad porfiriana y cuestionar su moralidad. Con esas calaveras describió Posada el espíritu del pueblo mexicano desde los asuntos políticos, la vida cotidiana, el miedo al cambio de siglo, a los desastres naturales; sus creencias religiosas, la magia… Y demostró que la muerte no existe porque todos estamos muertos; sólo somos calaveras festivas que danzan sin parar, igualadas por la podredumbre y la corrupción las altas señoritingas enjoyadas y las pobres sirvientas, los altos mandatarios solemnes y los campesinos sudorosos. O el mismísimo don Quijote de huesos hidalgos que, lanza en ristre, desde un divertido grabado cabalga alanceando esqueletos y desfaciendo entuertos sobre la osamenta de Rocinante. O esas estilosas calaveras ciclistas de elegantes tocados que pedalean divertidas en una alocada carrera de muertos, quizás para huir del ejército de esqueletos que viven sus muertes con el mismo ardor guerrero con que vivieron sus vidas. O el mismísimo mito de don Juan, calavera pendenciero de cuencas vacías y hermosos bigotes. O las alegres calaveras garbanceras de las frívolas meseras. O La Catrina, que vuelve a salir en este baile de muertos para recordarnos con su mirada bromista que somos cadáveres disfrazados de nosotros mismos, pobres seres ilusos que sueñan que viven mientras la calavera que llevamos puesta se ríe sabedora de su triunfo. Después, esta matrona emperejilada sacará a bailar guiñando coqueta uno de los ojos que no tiene a José Gutiérrez Solana, próximo danzante en este ritual jocosamente macabro. Y mientras ellos bailan, en nuestros oídos se queda resonando el eco cavernoso de las apodícticas palabras de José Guadalupe Posada: «La muerte es democrática, ya que a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera». LA VANITAS TABERNARIA DE SOLANA
Cuentan que Sísifo retuvo a la Muerte para salvarse de morir, pero al poco tiempo los dioses liberaron a la cautiva y castigaron severamente al secuestrador. Sísifo quiso burlarse de la muerte, pero fracasó. Solana, sin embargo, ha triunfado sobre ella. Lo que el fundador de Corinto no consiguió poniéndole grilletes lo ha logrado el pintor de la España negra encasquetándole una boina. Las enseñanzas de las Danzas de la Muerte quedan inmediatamente anuladas cuando observamos el esqueleto que dibujó Solana como colofón ilustrativo de su novela Florencio Cornejo. El papa y el usurero; el emperador y el ermitaño; el rey y el labrador; la gran dama y la pastora, ante la muerte danzante todos son iguales… excepto los españoles de Solana.
| Ilustración para Florencio Cornejo |
Observando la magnífica ilustración humorística con la que cierra su novela, crónica solanesca de la agonía, muerte, velatorio y posterior entierro de Florencio Cornejo, no podemos por menos que reírnos del triunfo del humor (negro, naturalmente), sobre la muerte. Una carpetovetónica boina con el rabillo apuntando al cielo, como Dios manda, ha servido a Gutiérrez Solana para desafiar a la Muerte y vencer en el lance, pues ese esqueleto sin dientes y un acné de gusanos traviesos que se exhibe con orgullo macabro delante de un barril espitado, esto es, en una taberna como Dios, también, manda, representa la idiosincrasia española más allá de la muerte. En el epílogo de La España negra, mientras descansa de su viaje mirando láminas de caricaturistas a los que tiene cariño, Solana dice del humorista Hogarth que era desconcertante y genial y que tras él iba todo el siglo XVIII. Sin duda, detrás de la desconcertante y genial calavera “emboinada” de Florencio Cornejo está todo el siglo XX español que vivió y retrató Solana. Y como Hogarth, de quien también dice que a veces se muestra como un caricaturista grotesco y hasta grosero, siempre es original. Solana tiene un algo de Hogarth y un mucho de Goya. Su interpretación de la muerte sigue la vieja tradición española y alcanza su culmen, según creemos, en ese Florencio Cornejo con boina tabernaria. | Goya, capricho 59: "y aún no se van!" |
En su libro Solana. Vida y pintura, su amigo y biógrafo Manuel Sánchez-Camargo contaba que a Solana le gustaba llamarse «pintor de la muerte y de los muertos», ya que «era lo único que podía pintarse “en serio”». Ciertamente, su interpretación de la muerte encaja en esa tradición española de raíz medieval y por eso no está exenta esta caricatura fatal de intención moralizadora. Una filacteria con la leyenda «Hoy a mí y mañana a ti», sirve de eficaz memento mori a ese esqueleto tabernario que se agusana en una tasca de ultratumba comiendo pajaritos fritos y regando con generoso morapio la vacuidad de su garganta mientras nos recuerda la futilidad de la vida. Pero esta calavera, entre putrefacta y risueña, también insinúa la unicidad de los españoles ante la muerte. La muerte iguala a todos, sí, pero a los españoles los iguala la boina de Solana. Una Danza Macabra de muertos españoles es una carnavalesca hilera de esqueletos con boina que se han mirado en El espejo de la muerte, otra muestra genial de ese humor negro entre trágico y burlón que destilan los pinceles de Solana. Como algún dibujo preparatorio para el lienzo El fin del mundo en el que unos esqueletos jaraneros se llevan al “tío miserias”, avaro salido directamente de un grabado de Goya. Dibujos de Solana. A la izquierda, El espejo de la muerte. En el centro, El tío miserias. A la derecha, dibujo preparatorio para El fin del mundo.
Solana, que participó en diversos salones de humor como el VIII Salón de Humoristas de Madrid en 1922, era un humorista capaz de llevar su humor más allá de los lienzos. Afirmaba que de no haber sido pintor le hubiera gustado convertirse en un famoso criminal; y en el prólogo de La España negra, “prólogo de un muerto”, se veía a sí mismo dentro de un ataúd y rodeado de cirios encendidos. También consideraba al gran caricaturista francés Honoré Daumier como «el Balzac del lápiz», pero es él mismo, con su burlesca concepción de la muerte, quien ha conformado una especie de “Comedia humana” castiza de retozonas máscaras danzantes. Romeros, peinadoras, mascarones de carnaval, coristas, chulos, prostitutas, disciplinantes, toreros, criadas o mendigos, cuando llega la hora, todos los personajes de Solana que representan a esa España tan negra como un mal pensamiento bailan detrás de la muerte. Como ahora mismo, que febriles, chirigoteros y con la boina puesta, naturalmente, se dirigen a Galicia para convocar, al son de una murga de muerte, a Castelao, continuador consecuente de esta saga de risa macabra. EL OJO DIFUNTO DE CASTELAO
Cultivador de un humor filosófico, a la vez tierno y escéptico, con sus Cousas (dibujos con pies en lengua gallega), Alfonso Daniel Rodríguez Castelao entra por méritos propios en esta miscelánea macabra gracias a un ojo. Como un Polifemo del humor gráfico, este ciclópeo humorista, político, pintor, médico y escritor, así como uno de los padres del nacionalismo gallego, posee un ojo para mirar a ese Norte del humorismo que limita con la muerte, según nos enseñó Jardiel. Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueleto es una divertida suma de historias de esqueletos contadas por uno de ellos que conserva la vista gracias a un ojo de cristal que le pusieron en vida: «Aquel ojo que no me había servido de nada en la vida ahora me sirve para mirar. Loco de contento me saqué el ojo, le di cuatro besos y volví a ponerlo en su sitio». Estos relatos, originalmente formaban parte de una conferencia sobre el humorismo y la caricatura, Humorismo. Dibujo humorístico. Caricatura, que Castelao pronunció en 1920 en Pontevedra y fueron publicados por primera vez en 1922 por la editorial Céltiga, de Ferrol. Junto a la conferencia, la editorial Trama reeditó estos relatos en 2001 en una deliciosa edición cuya portada, por cierto, reproduce una estupenda ilustración de José Guadalupe Posada, compañero antológico de Castelao en estas líneas funerarias. Un ojo de vidrio es una obra crítica y comprometida, salpicada de alusiones satíricas de tipo político y social, y con un final marcadamente anticaciquil. Pero, como apunta la editorial en la contraportada, es ante todo un ensayo teórico-práctico sobre el humorismo. Las memorias del esqueleto, referidas por éste en primera persona, están precedidas de un prólogo y un epílogo en los que también en primera persona habla el autor, médico y antiguo estudiante de Compostela, es decir, el propio Castelao, que lee las memorias del esqueleto tras habérselas comprado por cuatro cuartos, junto al ojo de cristal, a un enterrador sin escrúpulos del que se hace amigo por un interés empírico-humorístico, por así decir: «Un enterrador sabe siempre muchas cosas y las cuenta con humorismo. Un enterrador de ciudad, que desnuda y descalza a los muertos para surtir las tiendas de ropa vieja, tiene que ser un hombre necesario para un humorista. Un enterrador, que saca un buen sueldo con el oro de los dientes de las calaveras, tenía que ser amigo mío».
Tres de las cuatro imágenes de este libro. Esta excelente muestra de humor negro literario viene acompañada de cuatro imágenes del propio Castelao que se alejan de su habitual y característico estilo realista, simple y seguro, de finas y elegantes curvas, sin manchas negras, con el que solía ilustrar sus viñetas de humor, muchas veces de inspiración rural. En las ilustraciones macabras de Un ojo de vidrio aparca Castelao sus reflexiones grafico-literarias, cuya intención es hacer pensar, para dejar una muestra de dibujo tenebrista, sin líneas, sólo iluminado por las manchas blancas de los esqueletos. En uno, cuatro esqueletos danzan cogidos de las manos, como si jugaran al corro: «Los esqueletos son tan tontos como las personas. Basta con decir que no piensan más que en bailar». Otro muestra a un lánguido esqueleto de mujer con la calavera ladeada («Expresión de tristeza y melancolía en este mundo»), llevando un pequeño esqueleto de niño en el regazo, que murió enamorada del hombre que se pudre debajo de la lápida sobre la que está sentada: «Y al mirar la piedra pude leer un epitafio en verso castellano y colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla dorado. Era un sargento de bigote rotundo fumando un puro con vitola». El tercer dibujo caricaturiza a un esqueleto con elegante ademán decimonónico: «Cuando entré me fui hacia una panda de esqueletos que estaban escuchando la cháchara de una calavera que tenía un agujero en una sien (calavera muy de suicida muy del siglo XIX)». La última ilustración es la única que no muestra esqueletos, sino a un hombre de carne y hueso. Es un vampiro que todas las noches sale a chupar sangre de los vivos. La ilustración, a diferencia de lo que ocurre con las anteriores, no tiene ningún elemento humorístico. Como en los dibujos más “clásicos” de Castelao, la comicidad le llega a través del texto: «Quise saber quién había sido el vampiro en el mundo de los hombres y fui a leer su nombre de bronce en el rico mármol de la lápida. El nombre sólo me bastó: había sido un canalla que robaba para dar privilegios a su barriga de cerdo; amo de la justicia, robaba desde su confortable casa. ¿Para qué decir más? Era… ¡era un cacique!». Para contextualizar Un ojo de vidrio en su época y ambiente, la editorial reproduce a modo de introducción una reseña de la primera edición que se hizo en la revista gallega Nós y que da algunas claves del humor negro de este gran humorista que, ya en el prólogo, dice que él es de los que se aprietan la cara para palpar la propia calavera, y que jamás huye de los cementerios: «El macabrismo es uno de los aspectos más dignos de estudio del arte de Castelao, cosa que en él y quizás en los otros está habitualmente unido al humorismo. El humor es cosa de gente reflexiva del Norte, y, por descontado, es algo ajeno a la Antigüedad clásica. Pues bien: el macabrismo es cosa del Norte y de la Edad Media. Y, por lo tanto, es cosa nuestra. El macabrismo de Castelao es el macabrismo de los primitivos flamencos, que él tanto ha estudiado. Él mismo es un primitivo, un medievalista, con toda la gracia y el espiritualismo y el rusticismo popular, sano y puro, de las almas prerrenacentistas. Lo que queda en nosotros de puro y bueno es lo que nos hace comprender a Castelao». Por su parte, en la conferencia incluida en el libro, el autor dice cosas muy interesantes acerca del humor: «Yo pienso que un humorista dibujante, como todo humorista, tiene que ser un buen psicólogo y, por lo mismo, impresionista»; «Ante la vida, su sentido crítico va desmigando cuanto mira y después de descomponer y analizar, exterioriza su análisis mostrándonos solamente los elementos escogidos por él. Ahí tienen por qué un dibujante humorista tiene que ser impresionista»; «Puede que no sean humorismo ni la sátira ni la ironía: pero aun así, creo que ante las penas de la Tierra oprimida, cualquier humorista de buena cepa gallega tiene que convertirse en satírico o ironista»; «Yo bien quisiera que mi Arte riese con esa risa de los niños, de los buenos, de los sanos y de los felices, pero como humorista gallego, profunda y sinceramente gallego, tengo que ahogar mis risas ante una verdad que llora»; «El humorismo interpreta la Vida de una manera sencilla y fuerte, no solamente plástica sino ideológica, y así como en el dibujo puro la forma es el fin, en el humorismo es un medio para expresar ideas»; «Los dibujos humorísticos tienen un alto valor para la Historia, pues debajo de la risa o de la sonrisa descansa un comentario justo a la Realidad». Reflexiones cautivadoras con las que nos despedimos de estas memorias de ultratumba, menos ambiciosas que las de Chateaubriand pero sin duda más divertidas, mientras recordamos presos ya de cierta saudade esos dibujos de Castelao que son como instantáneas fotográficas en las que se ha colado, ahora lo vemos, una especie de espectro travieso que aparece por detrás de alguna lápida insigne para rasgar con una mueca gamberra la negritud del camposanto gallego. Es el fantasma calavera de Chumy Chúmez que, sin respetar la liturgia convocante de la muerte, aparece aquí no porque tenga que ir a San Andrés de Teixido para cumplir una promesa, sino porque a él, y nos parece de lo más normal, le da la real gana. Que pase…, qué le vamos a hacer. LA BALADA DE LOS AHORCADOS DE CHUMY CHÚMEZ
De haber sido interpelado acerca de la identidad de los esqueletos que aparecen en sus viñetas, Chumy Chúmez muy bien podría haber contestado parafraseando a Flaubert: “La Muerte soy yo”. Después de ver una calavera dibujada por Chumy y leer lo que dice, resulta imposible dejar de pensar que no es una representación iconográfica de la muerte sino una creación original suya. La muerte, pues, sería algo así como la madame Bovary de Chumy Chúmez; igual de adúltera, probablemente, pero sin duda más graciosa. Chumy Chúmez era una especie de demiurgo travieso que se planteaba las viñetas de esqueletos con premeditación creacionista desde su nacimiento hasta su defunción y posterior corrupción. Así, la niña bestia que da de beber la sangre de una cabeza recién cortada a una ovejita, por ejemplo, no es más que el antecedente carnal, la forma primaria por decirlo de alguna manera, del esqueleto que más tarde dirá «No está reservado el derecho de admisión». Sin embargo, dejar crecer a una niña sádica y esperar que muera puede resultar bastante aburrido, por lo que Chumy optó por cargarse antes a sus personajes para que continuaran en las prodigiosas viñetas macabras sus cuitas vitales, si se acepta, claro está, la contradicción. El caso es que Chumy Chúmez, no pudiendo esperar a que sus monigotes cumplieran de una manera natural el ciclo de la vida, no dudó en ahorcarlos a la menor ocasión para poder así explotarlos en ese otro departamento de su holding creativo que son las viñetas de esqueletos. Si Chumy Chúmez hizo tantos chistes de ahorcados sin duda fue para poder surtir de muertos sus magníficas viñetas de esqueletos y calaveras festivas. Esos fabulosos chistes de ahorcados, que para sí los quisiera Françoise Villon, serían, pues, la antesala mortuoria de los extraordinarios chistes macabros de calaveras. Esta es, qué duda cabe, una hipótesis como otra cualquiera, muy discutible y hasta reprobable, sin embargo, no parece descabellado pensar que Chumy Chúmez, consciente del enorme valor de esas viñetas negras llenas de esqueletos blancos, hubiera adoptado esa maquiavélica estrategia. En cualquier caso, las motivaciones no nos importan. Aquí, lo único relevante es que entre el precioso legado artístico de este dibujante antropólogo; de este humorista filósofo (valga la redundancia); de este inmenso y valleinclanesco cráneo “previlegiado”, se encuentra una colección de viñetas con esqueletos parlantes que por sí solas elevan el humor negro al rango de Arte con mayúsculas… (“Más o menos”, podría ser la oportuna apostilla con la que alguno de esos estupendos esqueletos desactivara estas afirmaciones rimbombantes que tanto contrastan, además, con el lúcido escepticismo destilado por Chumy en sus viñetas de muertos). Traicionando el precepto que dice “De mortuis nil nisi bonum”, y siguiendo sin embargo ese otro que decreta que cada barco aguante su vela, Chumy Chúmez saca a pasear sus esqueletos por las viñetas con aséptico respeto a su condición. De esta forma, encontraremos que el aristócrata arrogante en vida seguirá tratando con desdén a sus inferiores en la muerte («Señor conde, ¿puedo ya tutearle?»); de igual forma, el “macho ibérico” que fue rijoso en vida levantará sin dudar la lápida de su sepultura en la muerte para mirar con descaro bajo las faldas de cualquier mujer que se le ponga a tiro. Aunque a veces, aplicando su peculiar mirada marxista de la vida («Todos los hombres muertos somos iguales»), con inusual generosidad y sin que sirva de precedente, Chumy puede dejar que algún difunto se redima: «Yo he especulado mucho con el suelo, pero ahora que conozco la cosa más a fondo estoy avergonzado».
Realmente, tantas viñetas de muertos no pueden significar nada bueno. Emulando a Chumy en lo de ciscarse en el latinajo ese de unas líneas arriba, que viene a significar que de los muertos no se diga nada sino lo bueno, realmente habría que concluir que esa profusión de calaveras en su obra responde a una mórbida propensión hacia lo escatológico fruto de una megalomanía que le hace arrogarse atribuciones bíblicas ciertamente exageradas. En numerosas ocasiones, convierte sus viñetas en pequeñas “vanitas” extraídas directamente del Eclesiastés: «Yo soy yo y la circunstancia de todos», dice una impertinente calavera que Chumy lanza contra los lectores cogiéndola de sus cuencas vacías, con maneras de buen jugador de bolos. En su ensayo De la palabra a la imagen: el chiste gráfico de Chumy Chúmez, publicado en 2008 en Tebeosfera, el doctor José Antonio Llera analiza con rigurosidad el humor negro de Chumy: «Los tópicos literarios y pictóricos de la vanitas barroca y del memento mori están sin duda en la obra de Chumy Chúmez (ya sea en forma de calavera parlante y hamletiana o de ángel emboscado). Lápidas, tumbas, mausoleos, esqueletos... Chumy se aproxima así a uno de los grandes pintores del 98: José Gutiérrez Solana. Sin olvidar precedentes literarios señeros como el Quevedo de Los sueños o el Valle-Inclán de los esperpentos. La memoria ancestral de lances de honor, la recua de señoras con mantilla junto a sus pobres siameses y la caricatura de las fuerzas vivas forman parte de una nueva reedición de la España negra. La combinación grotesca entre lo humano y lo inanimado con apariencia humana de óleos como El espejo de la muerte (1929) influye decisivamente en nuestro dibujante, por no citar cuadros como El fin del mundo (1932), La procesión de la muerte (1930) o El osario (1931). Sin embargo, Chumy Chúmez juega con esos modelos, los parodia, ya que la muerte se halla desprovista de cualquier solemnidad moralizante. (…) La presencia de la muerte, reprimida por la cultura, degenera en un sentimiento de angustia. Chumy Chúmez, sin embargo, disfruta convocándola, representándola, vistiéndola de humoradas. Tal vez así trama o ensaya su exorcismo. De esta forma, como los cínicos antiguos, cita a la naturaleza y voltea el gran tabú de la cultura occidental contemporánea». Con su obsesión por la muerte y los muertos, Chumy Chúmez ha hecho una curiosa reinterpretación de la teoría de la comunicación, llegando a convertir por su cuenta aquello de “El medio es el mensaje” en “La calavera es el mensaje”. Y, ciertamente, el mensaje de Chumy, toda la filosofía de este macabro MacLuhan castizo, nos llega con nitidez gracias a esas aleccionadoras calaveras iluminadas por la deslumbrante luz de su ubicuo sol. Calaveras que, según soplen las musas, serán patéticas: «Tengo la edad que represento»; quejosas: «¡Y no paran de reproducirse!»; acojonantes: «Soy tú»; noctámbulas: «¡Serenooo…»; ridículas: un esqueleto militar que conserva banda y medalla… En cualquier caso, siempre efectivas.
Estas calaveras son un reflejo fiel de la sociedad en la que vivieron, un espejo en el que mirarnos y comprender que Chumy Chúmez no hacía caricatura sino que pintaba del natural. Por muy horrorosa que sea la visión de ultratumba; por muy desagradable que nos resulte enfrentarnos con nuestros propios defectos retratados por el implacable pincel de Chumy, a la vista de sus obras no tenemos más remedio que repetir aquellos argumentos con los que fray José de Sigüenza defendió la obra de El Bosco: «Si hay algunos absurdos aquí, son nuestros, no suyos». Y después, sólo nos queda disponernos a disfrutar con el baile de un nuevo danzante a quien los potentes focos de este circo macabro van ya iluminando: Ermengol, digno heredero de Chumy Chúmez que espera paciente en la pista central para realizar sus malabares artísticos y que, sorprendentemente y para regocijo de todos, aún está vivo; circunstancia que no le desautoriza en absoluto para comparecer al baile de muertos, pues, como muy bien le recuerda una educada señora esqueleto en una viñeta de Chumy, eso no durará mucho: «Anda, niño. ¿Cómo tienes que despedirte de estos señores tan simpáticos?», y el niño esqueleto responde: «¡Hasta pronto!». LAS CENIZAS EPICÚREAS DE ERMENGOL
Poco podía imaginar Mary Shelley en aquel verano de 1816, cuando instigada por Lord Byron en Villa Diodati ideó un cuento de terror, que la monstruosa criatura a la que había dado una existencia literaria cobraría algún día vida real. Más allá de las imposturas del cinematógrafo, Frankenstein realmente vive. Se llama Ermengol Tolsà y reside en España. Ermengol es un monstruoso humorista gráfico hecho con trozos de difuntos. Sin embargo, a diferencia del engendro de Mary Shelley, él ha sido creado a partir sólo de huesos; de ahí, sin duda, su afición a dibujar esqueletos. El científico demente que lo creó le puso el cráneo lírico de Bécquer; le incrustó los sonrientes dientes de la Catrina de Posada; le encajó la boina calcificada de Solana y le metió en una de las cuencas el ojo de cristal de Castelao que había comprado a un enterrador gallego. Para completarlo, le pidió el resto de huesos a Chumy Chúmez, que por generosidad y por quitarse ciertos dolores óseos que su hipocondría post mórtem le obligaba a sufrir, los entregó de muy buen grado. Y así, galvanizado por los huesos de sus mayores cobró vida y se puso a dibujar esqueletos como si le fuera la vida en ello. O la muerte. Siguiendo la huella de sus “esqueletos” mayores, este dibujante argentino con acento catalán y currículum interplanetario (ha publicado en multitud de medios de ámbito local, nacional e internacional y, además, fue premio Mingote en 1993), en 2005 publicó con la editorial Milenio un delicioso libro con forma de ataúd llamado RIP, en el que, sin embargo, y a pesar del significativo título, no ha respetado el descanso eterno de los finados, pues, con una impertinencia inadmisible, se ha puesto a levantar con despreocupada alegría las losas de las tumbas para hurgar con su impertinente lápiz en la intimidad de los muertos, como un diablo Cojuelo de ultratumba. De ahí la airada reacción de un esqueleto que, al sentirse molesto por tan descarada mirada, ha levantado su dedo admonitorio para espetarle convenientemente una escalofriante y aleccionadora verdad: «La mujer que me sedujo a mí, viene ahora a por ti».
A pesar de todo, la imagen íntima de estos esqueletos que retrata Ermengol sale muy bien parada. Cuando superamos la aprensión que provoca tener este pequeño ataúd entre las manos y lo abrimos, nos encontramos con un grupo de esqueletos entrañables, ingenuos, reflexivos y siempre razonablemente divertidos. Como el que juega a introducirse los huesos de sus dedos entre las costillas para sacar las puntitas y hacerse así la ilusión de tener todavía pezones. O ese galante que intenta guiñarle un ojo a la rubia de la tumba de al lado pero no le sale. O el coqueto que deja pasear por su cabeza a los gusanos: «Los dejo porque así parece como si tuviera pelo». O ese otro, que, candoroso, se sorprende de estar adelgazando: «En las últimas semanas no he hecho más que añadir agujeros al cinturón». No obstante, también los hay orgullosos de su descarnamiento: «¡Esto es una dieta de adelgazamiento y no las estafas que hay por ahí!». Realmente, se podría decir que esta diversión macabra propuesta por Ermengol es un canto a la felicidad en la otra vida, una especie de exaltación de la muerte como estado perfecto. «Yo tenía diabetes, ácido úrico, colesterol, triglicéridos, tensión alta… la incineración me lo ha curado todo», dice una satisfecha calavera hecha cenizas desde el interior de una sobria urna. Si descartamos la posibilidad de que haya sido untado por alguna empresa de cremación para que haga publicidad, tendríamos que inferir que Ermengol es un epicúreo con barretina que ha sustituido “El Jardín” ateniense por un camposanto moderno en el que los difuntos pueden alcanzar la feliz ataraxia con más holgura que en la Grecia clásica. Pero que nadie se engañe, las cosas no están tan claras. Al observar una pequeña calavera unida solamente a su columna, como un flagelo de vértebras, y leer lo que dice: «Voy a intentar convertirme en un espermatozoide y así comenzar de nuevo…», nos entran dudas y pensamos que quizás bajo su apariencia de agradable libro de humor, de muestra simpática de genio creativo, este ataúd de papel quizás esconda una defensa nietzscheana del mito del eterno retorno: o sea, que Ermengol, además de epicúreo sería también un estoico como la copa de un pino… Cosa que, por otra parte, no parece ser óbice para disfrutar su trabajo humorístico plenamente. Lo más probable es que ese estado entre delirante y filosófico en el que parece debatirse este autor que tan bien dibuja la negrura de los cementerios sea fruto de un descreimiento provocado por una decepción religiosa. Sólo hay que mirar a uno de sus esqueletos para llegar a esta conclusión: «No era así como me imaginaba yo el paraíso que me describía el cura aquel…». Los magníficos esqueletos de Ermengol están acompañados en este singular libro por unos ocurrentes y oportunos epitafios escritos por el autor catalán Xavier Macià, como, por ejemplo: «Siempre fui un calavera, y ahora se me ve entera»; o «No dejes que la muerte te amargue la existencia»; o «aunque de muchos vi la suerte, nada aprendí de la muerte», elocuentes leyendas que bien pueden servir como perfecto colofón a este “diálogo de los muertos” que no hemos mantenido con Luciano de Samosata sino con otros excelentes humoristas que reaparecen tan sólo un momento para despedirse mientras bailan frenéticos una sensual y promiscua Danza Macabra de la que huye despavorido, cosa muy lógica por otra parte, el último compareciente en esta antología caprichosa que merecería más atención de la que ha tenido, mas no podrá ser, pues bien pudiéramos aplicar a estas insuficientes líneas otro epitafio de los que aparecen en RIP: «Tampoco aquí nada es eterno». ¡Vaya por Dios! |