LA ACADEMIA SE CONTAGIA DE CÓMICS
(American Comics: A History)
La editorial estadounidense Norton, la más antigua entre las independientes de su país, ha cumplido esta primavera cien años de vida. Impresiona un repaso a su variado y extenso catálogo: Freud, Ortega y Gasset o Bertrand Russell en la década de los treinta del siglo pasado, clásicos del feminismo y de la economía, y la apuesta por obras individuales de la relevancia de A Clockwork Orange, de Anthony Burgess, Wide Sargasso Sea, que redescubrió a la olvidada Jean Rhys, The Fight Club, de Palamiuk o la poesía completa de Adrienne Rich, por mencionar unos cuantos hitos, así como la notable Antología de la literatura norteamericana que durante años han utilizado miles de estudiantes de Filología inglesa (entre ellos el que firma estas líneas), o la de escritores afroamericanos, sustancial para la justa valoración de unos autores postergados por tantos motivos, uno de los cuales, y no el menor, el segregacionismo cultural. Pues bien, si una empresa tan seria, en el mejor sentido del adjetivo, tan coherente con una política progresista que a lo largo de su existencia ha desafiado tabúes e intolerancias, y tan exquisita en la elección de temas y autores, decide adentrarse en un territorio que hasta hace relativamente poco la intellingentsia consideraba marginal, los cómics, el resultado, como cabía suponer, es atípico y ambicioso, desde luego no indiscutible. Se trata de American Comics: A History, de Jeremy Dauber.
La primera extrañeza proviene del autor. Dauber obtuvo su licenciatura en Harvard, su doctorado en Oxford y actualmente ejerce de profesor de literatura yiddish y cultura judía en el departamento de lenguas germánicas de la Universidad de Columbia, Nueva York. Sus publicaciones hasta 2022 se ceñían a la investigación académica en torno al objeto de su docencia –el teatro y las novelas en yiddish, la comedia judía, la actual literatura hebrea…–, hasta que la editorial Norton lo descubre, inesperadamente, como el gran especialista en la historia del cómic. La segunda sorpresa es la configuración externa del volumen: nos encontramos con el único estudio sobre la materia que no incluye una sola imagen, ni siquiera como muestra palmaria de lo que se describe; sin duda subyace la pretensión de demostrar a la galería que, mucho ojo, no nos hallamos en otro de los usuales tochos de divulgación con sus reproducciones de viñetas a todo color, nada que distraiga del sesudo discurso, y si alguien cuestiona el carácter riguroso universitario, ahí están las sesenta páginas de cerca de dos mil abigarradas notas en letra diminuta, donde se va integrando la bibliografía. Esta es asimismo peculiar: como si nadie antes hubiera penetrado en territorio virgen, no se refiere una sola vez a reconocidos expertos como Rick Norwood, Brian Walker, o los ubicuos Ron Goulart y Maurice Horn, muertos ambos en 2022, el año de publicación de la obra de Dauber; a Richard Marschall se le nombra solo por haber ocupado un cargo directivo en la casa Marvel, y ni siquiera tiene en cuenta la monumental enciclopedia de Allan Holtz, que llevaba más de un lustro en el mercado; en fin, no puede evitar acordarse, bien que de paso, de la obra pionera de Coulton Waugh, de 1947, pero también es verdad que Waugh, como los citados anteriormente, exploraron las características de las tiras de prensa y a Dauber las comic strips le interesan lo mínimo, porque lo suyo, digámoslo ya, son los superhéroes.
Dauber es un buen escritor que alterna el tono campanudo del erudito, sin abusar, con otro coloquial donde tienen cabida la ironía y los retruécanos. Posee un profundo conocimiento, no habitual, de los recovecos financieros y políticas internas de las grandes factorías de tebeos americanos, y su cultura va más allá de los productos populares y abarca la historia, cambios sociales y económicos de Estados Unidos, de forma que de todos los estudios del cómic el suyo es el que mejor lo conecta con la época donde se genera en cada momento. No es raro, pues, que sea el primero que en una obra de estas características no ignora la existencia de los periódicos afroamericanos con sus propias viñetas de humor y de aventuras y una fortísima carga de mensajes reivindicativos de los derechos civiles, ahora bien, no los ignora pero, aparte de forzosas referencias a imprescindibles como Ollie Harrigton o Jackie Ormes , no se extiende más allá de unas palabras sobre sus rasgos específicos, tan diferentes de los cómics “oficiales”, ni valora la importancia que para un elevado número de ciudadanos tuvieron estos artistas. Así, esta sociología, hasta cierto punto inédita y concienzuda en algunos sectores del género, no se libra de lagunas, y en otros casos peca de suficiencia y menosprecios chocantes. De estos últimos, el más conspicuo para un conocedor de los orígenes y desarrollo del cómic es el ninguneo a las historietas de prensa, tanto en su versión diaria (dailies) como en la de los suplementos en color (sundays). Por supuesto, Dauber se remonta en su introducción a la consabida arqueología de imágenes secuenciales del pasado –William Hogarth, Daumier, Töpffer y otros— y sitúa insólitamente al dibujante de la Guerra de Secesión, Thomas Nast, creador de los iconos nacionales de Uncle Sam y Santa Claus, como el gran precursor del medio; tras un discurso muy vívido y bien informado con datos infrecuentes sobre los vericuetos de la rivalidad entre Pulitzer y Hearst por conseguir a los autores mejores y más comerciales para los funnies, como se los llamó en su momento, se despacha en treinta páginas el riquísimo panorama de las comic strips hasta el segundo conflicto bélico mundial. Sin dejar de mencionar las series canónicas, apenas presta atención a elementos fundamentales de hallazgos narrativos y estéticos (todo se inventa en este periodo), prima la trama argumental por encima de cuestiones formales, decisivas cuando se está creando un nuevo sistema de contar historias, y subraya, sobre todo, los estereotipos raciales y sexuales que abundan en el periodo. Que los guiones de Flash Gordon tiraban a pueriles no es discutible, tampoco que el deslumbrante diseño gráfico de cada plancha y el dinamismo de la fantasía se grababan de forma imperecedera en los lectores, no necesariamente infantiles; y su sombra se proyecta con amplitud inmensa, inexplicables las docenas de fábulas espaciales italianas, francesas y españolas de los años siguientes sin el modelo de Alex Raymond; pues bien, Dauber se limita a resaltar el racismo de que el tirano del planeta Mongo, el inefable Ming el Cruel, presente rasgos orientales. Qué decir de su lamentable alusión a Terry and the Pirates, la obra maestra de Milton Caniff, cuyos juegos de luces y sombras y planificación cinematográfica servirían de inspiración a Orson Welles, que se carteó con el dibujante, y serían admirados por Elia Kazan y Nicholas Ray; sin embargo el profesor de Columbia destaca de nuevo únicamente el detalle racista de que la villana, Dragon Lady, representa el peligro amarillo, y quien haya leído completa la serie en la etapa de Caniff, algo que Dauber se ha ahorrado, sabrá que Dragon Lady se pasa al bando de los aliados en contra del imperialismo japonés. El talento gráfico de Forster y Hogarth en Tarzan «satisface el gusto por el exotismo de sus lectores, al tiempo que su anhelo por un pasado más sencillo y nostálgico», pero lo notable es que camufla el colonialismo padecido por los pueblos africanos. La sagacidad con la que nuestro autor analiza minuciosamente la evolución del Capitán América en relación con la política exterior del país se echa en falta cuando se limita a denunciar los clichés rurales en Li’l Abner, olvidando asociar el personaje de Al Capp, fervoroso radical en ese periodo de su vida, con la Farm Security Administration de Roosevelt, que investigaba la situación de los agricultores empobrecidos y trataba de aliviar sus miserias. Sí señala, imposible no detectarlo, el furibundo posicionamiento reaccionario contra el New Deal en la huerfanita Annie de Harold Gray, y son agudas las reflexiones, desde el feminismo actual, en torno a las girl strips, las tiras protagonizadas por chicas jóvenes recién incorporadas al mundo laboral como consecuencia de la Gran Guerra, pero deja en lugar secundario las audacias plásticas, todavía hoy asombrosas, de una de estas series, Polly and her Pals, de Cliff Sterrett, en su edición dominical. En fin, el menosprecio de los personajes vehiculados a través de la prensa es continuo en la obra de Dauber, que ya no dedica otro capítulo de los nueve restantes a sus novedades, avances y retrocesos; recalca el jalón de Peanuts pero Calvin and Hobbes no merece sino cuatro líneas rácanas, For Better or for Worse, de Lynn Johnstone, singular por su evolución realista en tiempo real, solo sobresale por la valiente inclusión de un homosexual, y pese a que el correlato político nunca está ausente en el recorrido de Dauber, Doonesbury, la serie más involucrada en la actualidad inmediata, no provoca más análisis que las implicaciones sociales de X-Men, por ejemplo. Y no es que las observaciones sobre el machismo, supremacismo blanco y mentalidad imperialista de muchas tiras sean inexactas o descontextualizadas (a propósito de Krazy Kat –tres párrafos, no más— ironiza que si uno de sus grandes fans, el presidente Wilson, hubiera sabido que el autor, Herriman, era negro, su entusiasmo se habría difuminado), solo que en esas tres décadas iniciales hay tantos descubrimientos y experimentos exitosos que no es exagerado afirmar que la gramática esencial del cómic con sus múltiples posibilidades queda establecida para siempre. Evidenciarlo era de justicia si no se albergaran prejuicios en contra, solapados pero obvios. Por eso detecto cierto placer funerario cuando hacia el final de su obra Dauber registra la decadencia de las historietas de prensa y la desaparición de muchos de sus longevos títulos.
Allan Holtz, en el prólogo a las 7012 fichas de su American Newspaper Comics, se recuerda lector frenético de superhéroes en la adolescencia, hasta que a los catorce años encontró en Orlando una tienda que almacenaba fajos y fajos de historietas de prensa que despertaron su admiración y la curiosidad sobre quiénes eran Chester Gould, Winsor McCay, E. C. Segar… y allí comenzó la pasión por esos otros cómics que lo arrastraron a docenas de hemerotecas en busca de todas las series que los periódicos han producido durante 120 años. Jeremy Dauber nos narra la biografía opuesta. En la casa que sus abuelos tenían en Carolina del Sur un tío del escritor conservaba su gran colección de comic books anteriores a la crisis de los cincuenta y el sobrino los devoró, de ellos pasó a la adquisición obsesiva (sic) de los cuadernos de Marvel, se alejó brevemente de las viñetas al entrar en la universidad para regresar a ellas «con sorpresa, delicia y absorción» antes de licenciarse. Su primera conferencia sobre literatura judía giró en torno a Will Eisner y desde entonces su creciente afición no ha cesado, de forma que, según declara, «podría contar toda mi vida a través de los cómics que he leído». Obsérvese que en esa vida inficionada de historietas --de Superman y Batman a Sandman o Spiderman-- no se evoca ninguna que proceda de periódicos y uno sospecha que la revisión de estas últimas es tardía y con vistas a completar la mirada general que su obra requería. Tampoco todos los cuadernillos reciben el mismo tratamiento: los abundantes comic books de género wéstern se despachan en un párrafo y los de romances para chicas, dignos de una revisión a fondo en función de la convencional y casposa educación sentimental que proveían, sirven de enlace para dilucidar la personalidad y avatares del editor M. C. Gaines que publicaba otros tebeos más del gusto de Dauber. Creo que es en Galileo donde Bertold Brecht juzga dichosas a las naciones que no necesitan héroes. Qué pensar de aquellas que, al menos en sus ficciones, necesitan de superhéroes. De chaval leí al primigenio en las ediciones mejicanas que nos llegaban a precio casi siempre inasumible y confieso mi rechazo por un personaje cuyo principal peligro consistía en que la mema de Lois Lane (hacía falta ser ciega para dejarse engañar por un quita y pon de gafas) descubriera su personalidad secreta, y la capita y la letra mayúscula S en el pecho, como un disfraz de niño, me parecían ya entonces ridículas. Es decir, admito un prejuicio tan grande como el que Dauber alberga, creo, contra las comic strips. De ahí que las cien páginas de los capítulos segundo y tercero de su Historia, que se centran en el nacimiento y evolución de los comic books y su variopinta corte de tipos con pintorescos poderes y más pintorescos uniformes se me antojen desproporcionadas. Ahora bien, las mejores cualidades del escritor surgen aquí: un conocimiento exhaustivo de la materia, claridad expositiva y lucidez crítica al abordar la gran fobia censora –desde las acusaciones del psiquiatra Wertham hasta el puritanismo de las organizaciones católicas en medio del clima paranoico del macartismo— que destruyó miles de tebeos y arruinó a sus editores, y un acercamiento no exento de cariño a las peripecias superheroicas de los protagonistas. Virtudes todas que se reiteran en la descripción del nacimiento de la revista Mad y cuando llega el turno de los lanzamientos estelares de Stan Lee y sus rivales en la década de los sesenta.
El siguiente do de pecho lo emite Dauber en el capítulo quinto, “Comics with an X”, donde los orígenes, estilos y publicaciones de los tebeos underground dentro del marco contracultural (las protestas contra la guerra del Vietnam, las luchas por los derechos civiles de la población afroamericana, la liberación sexual, el florecimiento hippy, las revueltas estudiantiles, el Festival de Woodstock) son tratados con amplitud y discernimiento, añadiendo una perspectiva inexistente en estudios anteriores, la que proporcionan los recientes movimientos Black Lives Matter y Me too, de manera que nos enfrentamos a la paradoja de que muchas obras de Crumb, pongamos, que en su día representaron un canto subversivo a la libertad de expresión y un erotismo sin trabas, hoy se observan bajo la lupa severa de las mujeres que luchan por desprenderse de las cadenas invisibles del sistema patriarcal (un poco como la incomodidad actual ante las secuencias en que John Wayne “domestica” a Maureen O’Hara en El hombre tranquilo). Dauber no contempla estos productos, entre la acracia y la provocación, como fenómenos concretos de una etapa histórica, o sea, un compartimento estanco dentro de una visión global, y traza sus ramificaciones hacia un replanteamiento conceptual de los superhéroes, influenciados por unos adquiridos rasgos adultos que se manifiestan en las infidelidades, divorcios, conflictos de identidad y dudas éticas de unos seres con los mismos problemas del ciudadano común pero con ropajes de carnaval, y que a la larga desembocarán en la versión postmoderna, desencantada y madura de Alan Moore en Watchmen. También, a través de Justin Green y su seminal Binky Brown Meets the Holy Virgin Mary, la crónica autobiográfica de una educación represora católica, de connotaciones cercanas para los españoles de cierta edad, tiende un puente a los relatos de carácter purga de conciencia y memoria herida que triunfarán en las novelas gráficas de años posteriores, los que ahora se etiquetan como autoficción.
No es preciso ser judío y un especialista en su cultura para calibrar la importancia capital de Maus, y Dauber, que por sus orígenes y vocación académica no pierde ocasión a lo largo de su tratado de enfatizar lo que el arte de los cómics debe a su etnia (que es muchísimo), así como las alarmas antisemitas que puntuaron sus orígenes (en este sentido, es especialmente interesante su atención a la obra de Hershfield o de Milt Gross, que no renunció al yiddish de sus raíces), disecciona la creación de Spiegelman con minuciosidad, perspicacia, comprensión íntima y admiración, indagando en antecedentes apenas reconocidos, como la francesa La bête est morte de Dancette y Calvo, de 1944 o la inspiración en los ojos de la primitiva Annie, de profesión huérfana, para los de sus gatos y ratones; Maus había aprovechado la trocha abierta por Green y había avanzado más lejos, hacia los cataclismos de la historia enlazados con la crónica familiar y el ancestral antagonismo entre padres e hijos. Además, el primer cómic en ganar un premio Pulitzer e ingresar en las selectivas salas del MOMA, había eliminado el miedo a los riesgos de la independencia, y de tal coraje conquistado surgen las aventuras de autor, es decir, Jimmy Corrigan de Chris Ware, Shortcomings de Tomine, Ghostworld de Daniel Clowes, o Black Hole de Charles Burns, por aludir a obras que con toda justicia reciben la consideración atenta de Dauber.
He resaltado al comienzo de esta reseña que Dauber no desdeña, al contrario, los aspectos más prosaicos de la industria: las cifras de ventas, los sistemas de distribución, la relevancia de congresos y ferias, los cainismos de ciertos ejecutivos (no olvida el litigio entre Lee y Kirby, que desazonó a los fans), los efectos de los descensos de ganancias, y sus causas, así como los grandes pelotazos económicos y sus repercusiones en la programación de proyectos editoriales, sin descuidar el traslado de las hazañas de docenas de superhéroes a la gran pantalla, esa plaga maldita para los cinéfilos. A quien no haya recapacitado en los cambios de orientación de enmascarados míticos como Batman o Spiderman, por citar las gallinas de huevos de oro de dos casa rivales, American Comics le informará de una gacetilla interna de la que no es consciente el aficionado de a pie. Por no omitir otro esfuerzo, en este caso de forzosa imposibilidad de conclusión, me referiré por último al empeño de abarcar hasta la entrega más reciente que se juzgue destacable en el universo que desmenuza; al carecer de perspectiva suficiente para enmarcar las publicaciones dentro de tendencias agrupadoras, Dauber enumera, mediante una breve sinopsis de contenido y méritos, obras que se aproximan al año 2022 en que la Biblioteca del Congreso registró su Historia.
Había historias parciales del cómic norteamericano, diccionarios y enciclopedias; esta que reseñamos ambiciona ser absoluta, no olvidar una corriente, estilo, formato, genialidad o torpeza, aspiración tan admirable como condenada al fracaso. No solo es inevitable el gusto personal, que influye en la significación que se concede a unos autores y tendencias en perjuicio de otros, es que nadie puede comprehender salvo muy superficialmente las plurales derivaciones de la historieta, sirvan de muestra las series de la prensa afroamericana o las revistas teóricamente juveniles dirigidas a lectoras románticas, como ya he señalado más arriba. Tan alejado de los a menudo estériles enfoques semióticos como de un respeto convencional a lo consagrado, Dauber relativiza o prescinde de los hallazgos plásticos y el descubrimiento de los códigos narrativos que impulsaron al cómic hasta los logros que hicieron de él un arte y una forma diferente de contar un cuento, a ello responde la superficialidad con que sintetiza las décadas de ensayo y consolidación del medio, como si una historia del cine dejara de lado las técnicas soviéticas del montaje o la aplicación del travelling en las películas de Griffith en beneficio exclusivo del tratamiento de temas, personajes, géneros. Por otra parte, la información que este hombre ha acumulado es impresionante y el lector hallará incontables referencias curiosas y reveladoras de ángulos oscuros y contextos inesperados en este proyecto que quiere ser totalizador. La recepción en Estados Unidos ha sido en general positiva, aunque uno sospecha que los responsables de las recensiones de The New York Times y otras a las que he tenido acceso a través de internet no son precisamente grandes conocedores del campo que examinan. Solo The Comics Journal, comprensiblemente, ha encontrado razones para censurar, desde gazapos (cuestiones de pedante puntilloso más que errores capitales), hasta las arbitrariedades de fijación en determinados productos, pasando por el desprecio (nadie más lo denuncia) de casi todo el material que procede de la prensa, a mi juicio más grave que los descuidos factuales sobre el sexo de Krazy Kat. El redactor de la crítica, Chris Mautner, se pregunta al final a qué público va dirigido American Comics, y no es una cuestión baladí. ¿A los legos en la historieta, a los iniciados, a otros historiadores, al fan de Los Cuatro Fantásticos y similares, que echará de menos las vistosas imágenes de sus mitos? Tal vez las 1847 notas, muchas de ellas caprichosas por innecesarias, nos proporcionen una posible respuesta: a sus colegas universitarios que sin esa batería académica no respetarían empresa tan ingente.