LA CONQUISTA DEL SEMBLANTE. LA MUJER SEGÚN ALAN MOORE Y MELINDA GEBBIE
J. J. VARGAS

Resumen / Abstract:
Notas: Artículo escrito expresamente para el número 9 de Tebeosfera, especial sobre la imagen de la mujer en el cómic erótico y pornográfico. A la derecha, una imagen emblemática de la serie Lost Girls.
Palabras clave / Keywords:
Representación femenina/ Female representation
LA CONQUISTA DEL SEMBLANTE
LA MUJER SEGÚN ALAN MOORE Y MELINDA GEBBIE
 
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Alan Moore pertenece a esa raza de creadores que entienden la escritura como reto ideológico. Más allá de sus demostradas capacidades narrativas, más allá de su distintivo talento para la construcción de personajes, para la congregación de referentes, para la conversión de viejas ideas en motivos de deslumbrante actualidad, lo que caracteriza al célebre guionista de Northampton es su constante pulsión anárquica, su predisposición natural a ir en contra de lo establecido, a jugar según las reglas que él mismo propone y a hacernos jugar en función de aquéllas. V de Vendetta evidencia en gran medida ese carácter autócrata, pero también Lost Girls surgió, qué duda cabe, de esta misma pulsión: desde su génesis estuvo presente la vindicación de un discurso sobre la sexualidad, desde la sexualidad y hacia la sexualidad, en una estructura cerrada, coherente y autorreferencial cuya única deuda pudiera encontrarse en las semánticas y sintaxis de la naturaleza cultural humana. Y lo estuvo en oposición al uso que convencionalmente se hace de la sexualidad en el cómic, un uso desplazado, tramposo e hipócrita, que emplea ésta como reclamo luctuoso del contenido principal relegándola a mera herramienta de marketing, instrumentalizándola para reforzar las marcas de un poder económico ávido de esclavos / clientes que perpetúen su sistema, como ya el propio Moore criticara en su trabajo para la serie American Flagg de Howard Chaykin (#21-27, 1985).

El proyecto de Lost Girls surgió, significativamente, de lo que podría considerarse una relación erótica entre creadores; y entiéndase “erótica” como creativa, pero también como relativa a un discurso radicado en la conjunción de dos sexos y sus perspectivas complementarias. Tal chispa tuvo lugar cuando Neil Gaiman presentó a la ilustradora Melinda Gebbie a un ya consolidado Alan Moore, que tras llevar a cabo la serie limitada Watchmen (1986-87), hasta el momento su opus magnum, deseaba alejarse todo lo posible del mainstream y los superhéroes. De un lado, Moore llevaba un tiempo rumiando la posibilidad de acometer una gran obra maestra de la pornografía, pero su única idea al respecto no superaba la categoría de anécdota: la aplicación a la historia de Peter Pan de la conocida teoría psicoanalítica de Freud según la cual el vuelo en los sueños es una expresión inconsciente del despertar sexual; de otro lado, Gebbie trajo consigo la idea de trabajar en un cómic protagonizado por tres mujeres, un número de personajes que le había dado buenos resultados en su (judicialmente) censurada época como autora en las publicaciones feministas independientes Wimmen’s Comix y Tits & Clits. De la fusión de las dos ideas surgió, por tanto, el espléndido what if de la obra que estaba por nacer: ¿qué ocurriría si se encontraran casualmente las tres grandes damas del cuento infantil, Alicia (del País de las Maravillas), Wendy (de Peter Pan) y Dorothy (de El mago de Oz)?

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Semejante idea, desde luego, es susceptible de visos interpretativos totalmente dispares. Es interesante, por ejemplo, estudiar su enunciado desde la perspectiva de la industria erótica convencional, en la que cualquier excusa, por estridente que suene, es válida para extraer a personajes conocidos de su procedencia en la mitología popular e incrementar con ellos el índice de morbosidad del relato; así ocurría con Sally Jupiter, la madre de Laurie Juspeczyk (Silk Spectre) en Watchmen, que en el presente de la narración se sentía orgullosa de haber inspirado pequeñas Tijuana Bibles en las que su figura era la protagonista de historias de género pornográfico. En todo caso, Moore supo ver, desde la singularidad de la teoría psicoanalítica de la metáfora del vuelo, que existe una tendencia de la cultura popular a sublimar el juego primario de la pulsión sexual en historias infantiles, ya sea en la inocente Caperucita avisada de la ominosa y seductora figura masculina del lobo (y otras variantes), o en el mismo complejo de Edipo presente en el hecho de que, para que el héroe (el guerrero máximo, a fin de cuentas la versión des-uniformada de un soldado condecorado, y veremos que la relación no es arbitraria) pueda llegar a forjarse, éste deba siempre derrocar la ostentación de una legalidad paterna (némesis) para hacerse dueño legítimo de la figura secuestrada de la madre (chica en apuros). Así, si el mecanismo cultural tiende por regla general a metaforizar (“poetizar”, según la noción de Jakobson) algo tan primigenio como la pulsión sexual, nuestro guionista se decidió a seguir el camino inverso, volviendo al origen mismo del enunciado, convirtiendo la metáfora en metáfora de sí misma en un juego especular coherente con sus acostumbradas estéticas fractales. En torno a la mujer como metáfora, pero también al erotismo como metonimia y a la historia como ciclo, tiene lugar el monumental aparato semiótico y narrativo de Lost Girls. Una obra que no sólo podría considerarse el cómic pornográfico total, sino también, en un sentido literal y desde un sentido metafórico, la obra definitiva del cuento clásico.

La mujer como metáfora

Jacques Lacan, psiquiatra francés que en los años cincuenta hizo nacer el llamado semiopsicoanálisis como convergencia de las doctrinas semiológica y psicoanalítica, sostenía la polémica afirmación de que “no existe la mujer” (Lacan, 2010: 89). Lo hacía, desde luego, recurriendo a una pequeña trampa del lenguaje: su teoría, de inspiración freudiana, asegura que, dado que el hombre “tiene” falo y la mujer “es” falo (entendiendo falo como instancia esencial de poder, no sólo identificable con la figura del pene, sino también con toda manifestación de la cultura, a fin de cuentas vertebrada en todo momento según marcas de dominación y sumisión), el “tener” masculino desvía las equivalencias entre hombre y mujer del lado de lo simbólico. El resultado de este desvío es que la identidad masculina se fija en el significante de forma unívoca, mientras la mujer queda relegada al registro de lo imaginario, al orden del significado, viendo fragmentada su identidad en el infinito probable. En otras palabras, no existe “la mujer” porque no hay una sola mujer, sino una multiplicidad indeterminada e indeterminable de ellas.

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Es interesante corroborar que el concepto de mujer de Moore y Gebbie es coherente con esta directriz: la propuesta de un protagonismo de tres mujeres, en tres edades diferentes (Alicia en los sesenta, Wendy en los treinta y Dorothy en los dieciocho) apoya un dispositivo actancial de contrapuntos cuya interconexión hace de lo femenino una insondable puesta en abismo. Un principio de indeterminación del que podría decirse, en un sentido ideal (espacial y no temporal), que pretende ser atomizado, controlado, enjaulado en tres historias diferentes por tres autores de sexo masculino (los escritores Lewis Carroll, James Matthew Barrie y Lyman Frank Baum) y que Moore y Gebbie liberan en la actualidad de su obra conjunta.
Las relaciones lésbicas entre los personajes son, por tanto, más allá de la ritualidad de su puesta en escena, índice de una trascendencia de lo femenino que se origina en la propia noción de origen. Pero volviendo al aspecto del “ser” fálico atribuible a la mujer, un “ser” que la convierte en la conclusión irresoluble del dispositivo del deseo (situada más allá de la necesidad, en el intangible lado del imaginario, del cuerpo detenido en el tiempo, del ideal generado en el espejo), la mujer puede entenderse como metáfora a ojos del hombre. Y esto es así en tanto su declinación supone un lugar propiamente poético, una incidencia del paradigma en el sintagma, del nivel espacial del lenguaje en el temporal del texto: el hombre, en la búsqueda de su deseo, accede a la mujer como máscara de éste, resumiéndola a necesidad. De ahí que, según Lacan, «para el hombre, a menos que haya castración, es decir, algo que dice no a la función fálica, no existe ninguna posibilidad de que goce del cuerpo de la mujer, en otras palabras, de que haga el amor» (2010: 88). ¿Pero qué ocurre cuando el centro del sistema no se encuentra en el punto de vista masculino (o más bien, siguiendo a Derrida y su centro fuera del sistema, en su ostentación viril)? ¿Es posible un punto de vista esencialmente femenino, desvinculado de la tiranía directiva del falo incluso como referente al que oponerse? Como indica Jacques Alain-Miller en torno a esta cuestión:
«Me parece que Freud, a partir del ‘no tener’ corporal, pone el acento de la solución femenina por el lado del tener, y ahora habría que investigar la solución por el lado del ser. La solución no es colmar el agujero, sino metabolizarlo, dialectizarlo o convertirse en el agujero mismo. Así, la solución del lado del ser es fabricar un ser con la nada, no colmar el ser. Y la posición femenina se acerca aquí a la posición analítica» (2006: 287).
Es algo que corrobora el hecho de que el ejercicio narrativo que Alicia, Wendy y Dorothy llevan a cabo de forma conjunta se invista en gran medida de las características de un liberador psicoanálisis; como la propia Alicia indica a Wendy al término del capítulo 8, en respuesta a la vergüenza que ocasiona a la segunda la confesión de sus aventuras sexuales como adolescente:
«¡Qué bobada! Hay un profesor muy notable que ejerce en la actualidad no muy lejos de aquí, en Viena, y que estudia la mente. Estoy segura de que él vería ese sueño de volar como algo perfectamente aceptable e incluso apropiado. Sin duda alguna, usted está tan cuerda como yo».
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Los encuentros entre las tres mujeres, que cierran cada uno de los tres libros que componen la obra, sintetizan precisamente esta cuestión: el primero se salda en el reconocimiento mutuo de las tres como protagonistas de las populares historias burguesas de iniciación femenina a un mundo masculinizado, o lo que es lo mismo, una coincidencia especular que venía siendo impedida, velada por la incidencia del discurso masculino del trauma, la distorsión y la castración. Sólo tras la cópula del trío de mujeres frente a la representación de La consagración de la primavera de Stravinski (al mismo tiempo un reflejo especular y una traducción a significado de lo que la representación / significante pretende imputar con su expresión), las tres damas se atreven a referirse entre ellas por sus nombres y no por sus apellidos, émulos de los de sus maridos o padres: el “nombre-del-padre” al que Lacan se refería para designar la instancia cultural castradora. El segundo encuentro sexual entre las tres mujeres, plasmado como una jerigonza modernista pletórica de color, tiene lugar en oposición al asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, detonante político de la I Guerra Mundial expresado en tonos fríos y oscuros: de nuevo lo femenino se expresa en independencia de lo masculino, así como el eros lo hace en independencia del thanatos, en mundos enunciados en paralelo desde la misma distribución espacial de las viñetas y la lejanía de los sucesos. Por último, el tercer encuentro, prolongado en el orgiástico encierro del hotel Himmelgarten (organizado en respuesta desesperada al advenimiento leviatánico de la ofensiva) que tiene lugar durante el tercer libro, las historias y los embates sexuales se suceden en una summa entrópica que concluye con el abandono del hotel y la llegada purificadora-destructiva de la Gran Guerra.

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Es precisamente en estas uniones “a tres” donde ocurre lo que podría definirse como un milagro de la constitución psíquica: la mujer, en su mutuo reflejo fractal, instituye el discurso de una verdad simbólica propia e independiente, autorreferida, y no por ello destructora del hombre, aunque sí del hombre como tal, de su semblante (entendiéndolo, además de cómo sinónimo de máscara, como instancia fálica de poder), al ser capaz de obviar éste (de nuevo no al hombre, sino a su semblante) en los ejercicios creativos, mostrados como equivalentes, de la relación sexual y la narración de historias. En palabras de Alain-Miller, refiriéndose a figuras mitológicas como Medea o Antígona:

«Una mujer verdadera no respeta ningún semblante. Lo verdadero en una mujer, en el sentido de Lacan, es que no respeta a nada ni a nadie: denuncia a los semblantes y al falo mismo como un semblante respecto del goce» (2006: 293).
El erotismo como metonimia

En relación a la interpretación de lo erótico en Lost Girls, se hace necesario entender el fetichismo desde la mencionada diferencia entre el “tener” masculino y el “ser” femenino. En el discurso intersexual, se entiende a la mujer como “falo” u objeto deseado en función de un cuerpo definido con una fisiología protuberante con respecto a la del hombre, una característica que suele potenciarse según una apropiación estratégica de la atención del otro, cifrada en formas culturales como el cabello largo, el maquillaje o la lencería. La mujer, para “ser” falo, se adorna y tienta al hombre a poseerla, de ahí, según entiende el psicoanálisis, que el hombre sea naturalmente fetichista y la mujer no. En este sentido puede hablarse del erotismo como desplazamiento metonímico: de esa forma, el fetichismo, como patología o parafilia, implica una condensación total, metafórica, en una sustitución total de la “mujer como objeto” por el “objeto como mujer”, traducida en la predilección de determinadas prendas femeninas por encima de la propia carnalidad a la que se asocian. El fetichismo como simple fantasía, sin embargo, se define como desplazamiento metonímico: la prenda como expresión significante de aquello a lo que se conecta de forma inmediata, la propia mujer.

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En este aspecto desplazante de la naturaleza sexual humana podemos localizar la piedra angular de una concepción del sujeto como ser mediato. En la obra que nos ocupa, el erotismo se entiende como metonimia precisamente debido a la instancia narrativa. La sexualidad sólo es erótica, del mismo modo que la agresividad sólo es thanática, cuando se narra, cuando se “produce” y “representa”, cuando transita de las virtualidades del lenguaje a lo simbólico efectivo del acto. Así, las mujeres sólo se reconocen entre ellas cuando relatan sus experiencias, cuando se “travisten” con las prendas eróticas de su pasado en el juego intersubjetivo del narrar. Y por otra parte, estas narraciones a lo largo de los tres libros, en las que explican los cuentos que las tuvieron como protagonistas desde una perspectiva (des)metaforizada, son al mismo tiempo una revelación (un derrumbamiento del semblante establecido, o si se quiere una alekeia, término griego que, como bien supo ver Heidegger, designaba la verdad como “desocultación”), y una relectura del mito desde la perspectiva propia, “verdadera”, o lo que es lo mismo, una restauración revolucionaria del semblante.

En esta reconstrucción se hace evidente el desplazamiento de la atención hacia una nueva forma de sexualidad, y de nuevo tiene lugar una operación que atribuye este artificio erótico a una perspectiva netamente feminista: la sensualidad formal de esta enunciación, al ser transmitida de mujer a mujer, se autocontiene, y no se constituye en ofrenda sumisa al hombre ni aun como lector; de ahí que el dibujo, de una calculada inexactitud desde una perspectiva de estilo realista (y aquí se hace definitiva la intervención de Melinda Gebbie) sea más afín a un sentido intuitivo y sensorial de la sexualidad, decididamente femenino, que al aspecto erótico de la cognición masculina, radicado en lo visual y por tanto más atento al orden del significante: la reproducción fidedigna y detallada de los cuerpos, las perspectivas y las actitudes. Ante esta conclusión de la sexualidad entendida como sinergia especular, cabe rescatar las palabras de Lacan:
«Sin llegar hasta oponerle los efectos antisociales que costaron al catarismo, así como al Amor que inspiraba, su desaparición, ¿no se podría considerar en el movimiento más accesible de las Preciosas el Eros de la homosexualidad femenina, captar la información que transmite, como contraria a la entropía social?» (Lacan, 2008: 699).
Palabras que, como apreciaremos, cobrarán una especial importancia en el siguiente apartado.

La historia como ciclo

Desde la irrupción de la corriente historicista entre los periodos ilustrado y romántico, la hipotética posibilidad de alcanzar una “ciencia de la historia” ha acuciado al pensador moderno hasta nuestros días. El deseo humano de formular las pautas aparentemente azarosas del devenir histórico, con el objetivo pragmático de adelantarse a los acontecimientos futuros, es algo que se encuentra patente incluso en el componente determinista de la teoría del caos. Desde luego, es incoherente referir la creación matemática de Edward Lorenz en un texto sobre Alan Moore y no encontrar una conexión instantánea. Sin embargo, llegaremos a esta conexión sólo tras un rodeo por una aproximación a los aspectos del poder del lenguaje y el lenguaje del poder.

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Inevitablemente, esta búsqueda del sentido nos conduce a Michel Foucault, cuyas investigaciones genealógicas se inspiraban precisamente en este quiasmo: un movimiento dialéctico que tiene mucho de espejo y de ciclo autocontenido. En su Historia de la sexualidad, el filósofo francés postula una brillante hipótesis (“la hipótesis represiva”) según la cual en el periodo victoriano se había conseguido una contención casi total de los enunciados sexuales (a excepción de los “lugares de tolerancia” representados en los manicomios y los prostíbulos, ámbitos ampliamente descritos en From Hell) mediante, precisamente, el estudio minucioso y especializado de toda variante sexual posible. En sus propias palabras:
«La afirmación de una sexualidad que nunca habría sido sometida con tanto rigor como en la edad de la hipócrita burguesía, atareada y contable, va aparejada al énfasis de un discurso destinado a decir la verdad sobre el sexo, a modificar su economía en lo real, a subvertir la ley que lo rige, a cambiar su porvenir. El enunciado de la opresión y la forma de la predicación se remiten el uno a la otra» (Foucault, 2009: 8).
Según esta tesis, el psicoanálisis representado por Freud, a pesar del inevitable escándalo que supuso en su época, habría sido absorbido y utilizado por las disposiciones del poder, en su función de “criba empírica” de algo tan aparentemente imposible de definir, categorizar y controlar como la sexualidad humana. Aún en palabras del catedrático del Collège de France:
«Las técnicas de poder ejercidas sobre el sexo no han obedecido a un principio de selección rigurosa sino, en cambio, de diseminación e implantación de sexualidades polimorfas, y la voluntad de saber no se ha detenido ante un tabú intocable sino que se ha encarnizado –a través, sin duda, de numerosos errores– en constituir una ciencia de la sexualidad» (2009: 13).
Paralelamente, como afirma el propio Alan Moore en su ensayo 25.000 Years of Erotic Freedom,
«esta represión intensa y en gran medida indiscriminada que marcó la era victoriana, a pesar de haber contado con oposición y de que en muchos sentidos pudo constituirse en el periodo de más imaginativa subversión pornográfica, podría verse como un triunfo después de todo» (2009: 22).
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Así pues, encontramos una dualidad inmediatamente interesante, que sólo puede entenderse en la función diacrónica de la historia: por una parte el triunfo castrador del puritanismo victoriano, acompañado de la compleja tecnología de un saber sexual promovido para hacer posible este mismo triunfo: la descripción pormenorizada del sexo en lo real, en la búsqueda insaciable de lo real en el sexo. Por otra parte, la idea de que esta búsqueda, desvanecido el sueño puritano, sentó los andamiajes para una sociedad más abierta y capaz de disfrutar de su sexualidad, legitimándola incluso mediante el discurso científico apoyado por la precedente. La noción de ciclo, como se hace evidente, corre paralela a la de espejo, cuando una misma estructura del conocimiento conoce dos usos plenamente opuestos, en momentos históricos distintos pero ligados por una relación de causa y consecuencia. La llegada del ensueño modernista en la belle époque que se ilustra en Lost Girls representa un estallido de vida que precede al holocausto de la guerra, aunque para ser precisos su extinción no responde a una intervención ajena, sino que deriva en todo caso de una entropía particular; así lo demuestra la escalada orgiástica de ficciones dentro de ficciones y depravaciones contenidas en sí mismas (de superación o tránsito decadente del eros hacia el thanatos, en definitiva) que tienen lugar en el sadiano encierro en el hotel. Más allá de toda posición moral, Moore pretende esa ingravidez ahistórica de pura razón que vertebraba el primer historicismo (y que en cierto modo puede encontrarse en el escepticismo recursivo de la ética posmoderna), asomándose a un sentido cíclico de la historia, puramente racional y basado en la asepsia orgánica del binomio, desde la balconada del mythos. Algo que sorprende por su paradójica coherencia, porque en rigor la guerra, en su desproporción épica y su lírica del odio producida y reproducida en la propaganda, tiene más que ver con la suspensión ritual del mythos que con el logos de las sociedades basadas en criterios de ley. También en palabras de Foucault, en relación a los dos esquemas posibles de análisis de poder:

«El esquema contrato-opresión, que es el jurídico, y el esquema dominación-represión o guerra-represión, en el cual la oposición pertinente no es la de legítimo o ilegítimo, como en el esquema precedente, sino de lucha y sumisión» (1998: 25, 26).
 
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La guerra y el acto sexual humanos, en definitiva, tienen estructura de ficción. No por nada el famoso “todo vale en el amor y en la guerra”. Acaso Jacques-Alain Miller acierta mediante el humor:
«El hombre lacaniano (…) aparece como un ser pesado, embarazado, porque el tener se define –y en eso es freudiano– como lo que puede perderse, lo cual condena al hombre a la cautela. El hombre lacaniano, y freudiano, es un ser miedoso que, por supuesto, va a la guerra. Pero el hombre va a la guerra para huir de las mujeres» (2006: 291).
En la coalición de un enfrentamiento perpetuo en torno a la posibilidad del poder, hombres y mujeres se inmiscuyen en un tiempo ritual que no responde a lógicas sociales, sino en todo caso biológicas y macroestructurales. El final aparentemente esperanzador de Lost Girls contiene en su código circular la inversión de su sentido, y por tanto la reducción a cero y la imposibilidad de toda evaluación. No hay esperanza, como no hay desesperanza: entre nosotros, nosotras, y la indistinguible efigie de nuestro deseo, tan sólo queda la neblina ciega de la historia.
 

BIBLIOGRAFÍA:

FOUCAULT, Michel (2009): Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI.
FOUCAULT, Michel (1998): Genealogía del racismo. La Plata: Altamira.
LACAN, Jacques (2008): “Ideas directivas para un congreso sobre sexualidad femenina”, en Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI.
LACAN, Jacques (2010): El seminario. Aun. Buenos Aires: Paidós.
MILLER, Jacques-Alain (2006): “Clínica de la posición femenina”, en Introducción a la clínica lacaniana. Barcelona: RBA.
MOORE, Alan (2009): 25.000 Years of Erotic Freedom. New York: Abrams.
TEBEOAFINES
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Creación de la ficha (2012): J. J. Vargas. Revisión de Alejandro Capelo, Javier Alcázar, Manuel Barrero y José Luis Castro Lombilla. · Datos e imágenes tomados de un ejemplar original de Lost Girls.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
J. J. Vargas (2012): "La conquista del semblante. La mujer según Alan Moore y Melinda Gebbie", en Tebeosfera, segunda época , 9 (17-VII-2012). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 30/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_conquista_del_semblante._la_mujer_segun_alan_moore_y_melinda_gebbie.html