LA ENCARNACIÓN DEL CAPITALISMO SALVAJE EN LOS CÓMICS: AGATHA CRUMM
Después de ver la película Un mundo nuevo (Un autre monde, 2021), de Stéphane Brizé, me preguntaba si había asistido antes en la gran pantalla a una exposición tan fría, exacta y despiadada (al tiempo que enmascaraban su agresividad astutos argumentos racionales con base lógica en el interés y la codicia) de las estrategias internas de una gran empresa multinacional que, para optimizar ganancias, ya de por sí considerables, decide despedir a un buen número de trabajadores en claro perjuicio de las condiciones laborales de los que permanecen. El cine ha contado las estrecheces y rutinas de los empleados en esas corporaciones, las relaciones entre mandos medios y sus subordinados, la deshumanización del engranaje del mercado, desde la temprana El mundo sigue (The Crowd, 1928) o El apartamento (The Apartment, 1960), hasta las series de los últimos años que están en la mente de todos o los desmadres de los corredores de bolsa en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), pero rara vez el funcionamiento del capitalismo salvaje en sus altas esferas de poder. Los cómics de humor han retratado a los sufridos oficinistas de clase media (aquí tuvimos, entre otros, al pobre Celedonio de la historieta Apolino Tarúguez, por Conti, en El DDT) y desde 1989 las tiras de prensa estadounidenses cobijan las viñetas de Dilbert, auténtica antología de las miserias de la convivencia en los cubículos de una corporación de software. Hubo un intento realista de penetrar en el mundo de los ejecutivos con las peripecias de Judd Saxon (1957-1962), cuya propaganda previa anunciaba que nunca antes los cómics habían osado introducirse en el drama y los entresijos del business world. Con guión de Jerry Bronfield y dibujos de abrumadora excelencia (que no contribuyó a su éxito) de Ken Bald, el personaje era un ex combatiente de la guerra de Corea y licenciado universitario con ambiciones de hacer carrera dentro del complejo entramado de los negocios, como si la agencia King Features Syndicate, tan conservadora, fuera capaz de sostener unas historias que a la fuerza tendrían que incidir, ya que no denunciar, en la falta de escrúpulos para trepar en esas telas de araña; y en efecto, la serie derivó enseguida hacia episodios policiacos o de espionaje, y sobre todo al melodrama, que se imponía por esas fechas en las tiras de prensa americanas. Por cierto, la editorial Dólar publicó en España un par de episodios de Judd Saxon (con el nombre del protagonista cambiado a Lalo) en la colección Novelas gráficas, Serie amarilla (1960), donde yo la leí por primera vez a mis once o doce años sin aclararme demasiado sobre los problemas de las ficticias Bosworth Enterprises.
Solo existe un personaje de las comic strips que haya plasmado sin tapujos, en clave humorística, la crueldad inmisericorde y la avidez de beneficios a cualquier precio de los peces gordos empresariales: se llamó Agatha Crumm y King Features la mantuvo en periódicos desde 1977 hasta 1996. Su autor, Bill Hoest, un veterano del medio, responsable del chiste diario The Lockhorns, en torno a una pareja mal avenida de la clase media, y de Bumper Snickers, una crítica de las incomodidades del tráfico en Estados Unidos, falleció en 1988 y fue sustituido por su esposa y su ayudante John Reiner sin que se advirtieran cambios de estilo, aunque sin duda las tiras más virulentas fueron las canónicas de su creador. ¿Quién era Agatha Crumm? Una anciana multimillonaria, propietaria al principio de una fábrica de galletas y, con el tiempo, de pozos petrolíferos, compañías de electrodomésticos y bancos buitres, turbia especuladora en bolsa y defraudadora fiscal. Su apellido se adjetiva fácilmente, “crummy”, que significa desagradable, sucio, abyecto, calificativos todos aplicables a la portadora del patronímico. Agatha viste de luto, al cuello un pañuelo blanco tipo gorguera y en la cabeza un sombrero a juego con la indumentaria y ornamentado con el floripondio de una gran rosa roja, calza zapatos negros de tacón alto, camina encorvada, a veces lleva en brazos un gatito – la única señal humana de la señora--, sus ojos son dos puntos diminutos si no los ocultan los párpados cerrados mientras escucha a sus interlocutores, y la barbilla, lo más destacado de su fisonomía, presenta una prominencia extrema que recuerda los retratos de los Habsburgos españoles. A lo largo de sus dieciocho año de existencia apenas hubo una tira que no revelara la mezquindad, narcisismo y avaricia de su heroína epónima, hasta el punto de que leer sin respiro sus reimpresiones –la editorial Signet publicó tres— produce cierto malestar; a pesar de que se trata de una sátira sobre la falta de ética de los grandes conglomerados y sus líderes, en realidad no permite intuir que la inhumanidad del ámbito que describe no tenga carta de naturaleza y que el éxito financiero no sea el resultado siempre de malas prácticas premeditadas e ilegales. Decía Balzac que detrás de todas las grandes fortunas se oculta un crimen; Agatha Crumm va más allá: todas las grandes fortunas se sostienen sobre el fundamento del engaño permanente.
Presentación de los personajes principales y anuncios promocionales de la serie. |
Si bien la protagonista absoluta de la serie es la miserable Agatha, la acompaña un elenco de secundarios que estimulan sus sarcasmos. Agatha es viuda y tiene un hijo, Julius, o simplemente Junior, un cuarentón gordito, calvo, de rostro infantil, vicepresidente de la Compañía y un necio consumado, las piernas y escotes de las secretarias constituyen su esencial objetivo profesional, su madre lo desprecia sin contemplaciones y su esposa, que va desapareciendo conforme avanza la crónica, lo considera un calzonazos. Julius es, a su vez, padre de una niña, Bunny, de unos seis o siete años, que Agatha adora porque la considera la heredera auténtica de su carácter desaprensivo y su talento para enriquecerse a toda costa, de ahí que a la hora de elegirle un juguete, le regala un muñeco que representa a Rockefeller. Bunny era el mote familiar de la mujer de Hoest, con el que firmó la prolongación de la tira y del gag de The Lockhorns; eso presupondría erróneamente la configuración de una chiquilla tierna y simpática, que no es el caso: la pequeña Bunny resulta repelente, y por mucho que en las lecturas iniciales tienen gracia sus conocimientos bursátiles y su exorbitado apego al dólar, pronto deviene tan odiosa como su abuela. La atmósfera laboral donde reina Agatha transpira torpeza e ineficacia que la dueña no evita subrayar con sus comentarios irónicos y la tendencia a despedir con saña a los empleados prescindibles, es decir, a cualquiera de ellos. La saga carece de memoria interna y nunca admite continuidad entre dailies y sundays, por eso al desdichado Perkins, el último mono de la oficina, su jefa lo despide al menos en el cincuenta por ciento de sus apariciones para volver a echarlo una semana después, de modo que el condenado al paro aspira al libro Guinness de los récords por haber sido la persona más veces despedida por el mismo patrón; Perkins es un joven de pelo rizado, vago, impuntual, abrumado por cientos de documentos en su escritorio, en constantes ahogos de liquidez y el chivo expiatorio de las iras de Agatha cada vez que el empleado ingenuamente le solicita un aumento de sueldo, a menudo con terribles consecuencias traumáticas (lo vemos salir del despacho de la empresaria ensangrentado y con marcas de violencia en el rostro). Otra víctima favorita, que se incorpora a las viñetas a los dos años de vida de la serie, es Umland, jefe de sección, casado y padre de tres hijos, lo que, para no perder el empleo, le obliga a soportar humillaciones constantes en las reuniones de la empresa cuando se arriesga a aportar un dato, equivocado sin remedio, o emitir una opinión, que es inexorable y ostentosamente juzgada estúpida, como cuando Agatha solicita silencio en una junta para escuchar el parecer de Umland, “a todos nos vendrá bien reírnos un poco”; sonrojado y con la cabeza baja, acepta esos ataques demoledores hasta su siguiente intervención con idénticos resultados. El único subalterno con cierta, no excesiva, confianza de la feroz Crumm es Geltzer, un decrépito burócrata que debería haberse jubilado hace lustros y parece cargar sobre sus espaldas aplastadas todo el peso de una vida desesperanzada y sin alegría.
Tira del 6 de enero de 1978 con Agatha y la señora Winsome. |
La secretaria personal de la hidra se llama Miss Winsome, esbelta, rubia, de pechos generosos y faldas con raja en el muslo, gafas coquetas y una gran ilusión: casarse con un hombre rico, muy rico. A mediados de los ochenta Hoest introdujo otra mecanógrafa, Harriet, morena y sexy, con incapacidad total para escribir una frase sin faltas de ortografía y en menos de una hora. Desde esa época, conforme los ordenadores iban haciéndose imprescindibles incluso en los pequeños negocios, la empresa cuenta con un sabio científico, Schneider, de rasgos invisibles bajo un matorral de cabellos erizados, mudo y concentrado en la invención de inútiles computadoras cuyo uso recuerda los grandes inventos del TBO. El personal se completa con el grupo de accionistas tiranizados por Crumm y otros directivos de la empresa que solo reviven de su modorra perpetua cuando una de las espectaculares administrativas cruza su campo de visión. Sin olvidar diversos inspectores de hacienda, temida némesis de la protagonista, y los policías que la arrestan de tarde en tarde por denuncias de actividades fraudulentas. Fuera del irrespirable clima laboral, el reparto incluye a un médico, el doctor Bernhang, indiferente, pesetero y cínico, en escasas ocasiones representado sin un equipo de golf al hombro, lo que indica su prioridad vocacional, y que aprovecha la hipocondría de su paciente para tratarla con insólita displicencia y pasarle facturas descomunales; y por último C. F., un antiguo amigo de Agatha, con la que se da largos paseos en Rolls Royce, de su misma edad y millonario como ella, también sin grandes escrúpulos morales pero inclinado a la nostalgia de los viejos tiempos que provoca reflexiones ácidas y nada sentimentales de su colega. “Cómo han cambiado las cosas desde que nos conocemos”, medita C. F. y la magnate constata: “Es cierto, ¡pensar que en aquella época diez millones de dólares parecía un montón de dinero!”
Dominical del 13 de noviembre de 1977. |
La historia de las ficciones occidentales cuenta con un buen número de avaros ilustres, desde Euclión en Aulularia hasta el Scrooge de Dickens o el usurero Torquemada galdosiano, y en nuestro tiempo pocos superan al epítome de la compulsión acumulativa de riqueza, el señor Burns, de Los Simpson. El Harpagón de Molière, como su modelo de Plauto, o el propio Mr Burns, son arquetipos de maldad utilizados para la comedia, carecen de los elementos redentores de los otros villanos referidos –el efecto de los fantasmas de la Navidad en Scrooge, la enfermedad y muerte del hijo de Torquemada--, pero poseen rasgos aislados que les restan ajenidad, se enamoran, por ejemplo, o al menos creen amar a una mujer. Por otra parte, todos los aquí mencionado están rodeados de personas decentes, de modo que su vileza es la excepción. No ocurre así con Agatha Crumm, como si Hoest se hubiera propuesto crearle un entorno contaminado de su ruindad. O el dibujante pensaba que no hay coartadas éticas y en el fondo, a menudo en la superficie, todos los bípedos implumes compartimos similares bajezas. Amén de una vulgaridad que no necesita camuflarse –en ese sentido la bruja Agatha es ejemplar por su ausencia de hipocresía, pues nunca disimula su placer en hundir al prójimo—: no hay varón en la serie para el que la mujer sea algo más que un objeto sexual (salvo la anciana déspota). El comité de reivindicaciones –del que la señora se mofa abiertamente—exige en una ocasión salarios más justos, horarios flexibles, mejora de las pensiones, o sea, hasta ahí en la línea de cualquier sindicato, pero añaden: …”y que la camareras de la cafetería no lleven sujetador”. Estamos unos años por delante del movimiento Me Too y por tanto no se oculta que los contratos del personal femenino se formalizan en función del atractivo físico de las candidatas. Agatha no protesta antes estas debilidades, más bien las comprende, solo se lamenta de la tortícolis que contraerán sus oficinistas por torcer el cuello para seguir el contoneo de una secretaria. Si la mentalidad de recluta reprimido marca la conducta del personal masculino, las trabajadoras de Crumm Inc. jamás se citarán con un señor que no garantice muchos ceros a la derecha de su cuenta corriente. Todo eso es mediocre, más si se compara con la perversidad en estado puro de la estrella de la serie. Como le señala Perkins a la señorita Winsome: “¿Te has dado cuenta de que nada le pone de mejor humor a nuestra jefa que despedir a alguien?”. En eso se equivoca Perkins: Agatha experimenta una satisfacción mayor cuando ha arruinado a otra compañía, ya no es el fracaso de la competencia sino sobre todo el que sus propias argucias sean las que hayan destrozado la sostenibilidad económica de los rivales. Hay una tira en la que la poco laboriosa Winsome está leyendo el horóscopo y le pregunta a Julius bajo qué signo nació su madre: “Bajo el signo del dólar”, contesta. Todavía refleja mejor su talante la reacción al siguiente diagnóstico de C. F.: “Eres una persona sin sentimientos, inflexible, autoritaria y testaruda”, sonrisa de Agatha mientras responde: “Ay, qué bien sabes halagar a una mujer”.
Otra dominical en la portada de una colección colombiana dedicada al personaje. |
Bien, una comic strip no pretende ser un tratado de moral comercial, por supuesto, y las ingratas características que se han ido describiendo solo aspiran a provocar un segundo de distracción con el gag del día y sus exageraciones hiperbólicas. Sin embargo, es difícil distinguir el simple humor de los valores que Agatha representa, respecto a los cuales nunca estamos seguros de si la sátira los condena o se complace en la inevitabilidad de un egoísmo atroz. Tal vez la recepción de esas viñetas a intervalos de veinticuatro horas, como se recibían en el momento de su publicación original en prensa, no generase la fastidiosa sensación de empacho, por no decir rechazo, de la degustación de golpe de varias semanas seguidas de la serie. Para los curiosos que deseen experimentar por sí mismos los efectos de la historieta, si leen inglés, las reimpresiones de Signet, todas del periodo con la firma real de Hoest, se consiguen a un precio razonable en Iberlibro. Por España circularon unos cuadernitos que publicó la editorial colombiana La Oveja negra con el título de Ágata; advierto que la traducción dejaba mucho que desear y la hispanización de los nombres propios chirría: Crumm se convierte en Miaja, Perkins es Perico, Julius pasa a Juanito, etcétera. En fin, si recordamos la crisis de los Lehman Brothers, y el caos económico global que le sucedió diez años después de la despedida de Agatha Crumm, cabe concluir que la historieta fue realista y profética. ¿Es un mérito? Quizá, pero lector, hay cómics menos agrios que te endulzarán la vida.