LA HORA FRÍA
WATCHMEN, EL TERCERO EXCLUIDO Y EL NUDO DEL TIEMPO
En la mente de Travis, la Tercera Guerra Mundial representa la autodestrucción final y el desequilibrio de un mundo asimétrico, el último espasmo suicida de la hélice dextro-rotatoria, ADN. El organismo humano es una exhibición de atrocidades de la que él es un espectador involuntario…
La exhibición de atrocidades, J. G. Ballard
Corre el año 1970 cuando Ballard ve publicadas estas líneas de la que probablemente pase a la historia como su novela más personal. La fecha transcurre a medio camino entre el optimismo revolucionario de finales de los sesenta y la debacle económica de la crisis del petróleo de 1973, que, lejos de herir al gigante capitalista americano, acabó por constituir la excusa perfecta del sistema para adoptar las formas hiperproductivas y antiobreras del toyotismo. Separa, por tanto, dos mundos posibles, pero no uno que muere y otro que nace, parafraseando a Gramsci, sino uno que parece querer nacer y otro que lo degüella y le arrebata el testigo de su tiempo.
En La exhibición de atrocidades, el plano único del texto literario hace imposible distinguir las alucinaciones de Travis, al mismo tiempo psiquiatra y demente, de una realidad en la que los órdenes geométricos se hacen con la vida hasta desproveerla de sustancia. La obsesión del personaje con la asimetría hace equivaler, como en un fenómeno fractal, la forma espiral de la proteína de la vida con la propia asimetría de un ataque que produciría la destrucción mutua asegurada (MAD por sus siglas en inglés) entre EE UU y la URSS.
Las preocupaciones de Alan Moore y Dave Gibbons no parecen muy alejadas de las del escritor británico. También ellos diseñaron con Watchmen (1986-1987) un dispositivo fractal en el que la simetría adquiere un valor existencial; también ellos recurrieron al sujeto a la vez responsable e irresponsable y a la concisión geométrica para hablar sobre el extrañamiento de lo cotidiano y sobre los monstruos del sueño de la razón; también ellos, poco después de que DC hiciera a sus superhéroes mirar a las alturas espaciales e interdimensionales en la serie limitada Crisis en Tierras Infinitas (1985-1986), prefirieron el descenso al inner space de los mundos posibles; también ellos encontraron en la Guerra Fría el punto decisorio a partir del cual el mundo habría de concurrir en cierta forma.
Ciertamente, en la Guerra Fría, como en ningún otro conflicto, puede observarse la distancia entre dos mundos posibles en al menos dos sentidos, el espacial de las ideas y el temporal de la historia; que es lo mismo que decir el semiótico y el narrativo. No muchos conflictos mundiales someten al mundo a cuarenta años de tensión sin causar ninguna baja salvo en los márgenes. La ucronía que plantea Watchmen es el punto de fractura de aquellos dos mundos en lo que llamaríamos el orden del “tercero excluido”, una obsesión netamente contemporánea que atraviesa la cultura popular desde entonces hasta el prolapso de mundos posibles en ficciones televisivas de distinta cuerda ideológica, desde Perdidos (ABC, 2004-2010), Fringe (Fox, 2008-2013) y Orphan Black (Space, 2013-2017) hasta la adaptación de Juego de tronos (HBO, 2011-2019) (Vargas & Barranco, 2020).
El fin de la lógica y la lógica del fin
La idea aristotélica de que no es posible un más allá de lo verdadero y lo falso (pues, según el principio del tercero excluido, algo no puede ser al mismo tiempo una cosa y su negación) ha tenido diversos rivales filosóficos, desde la dialéctica de Hegel hasta las lógicas polivalentes de la actual filosofía analítica. Watchmen representa, en ese sentido, la convicción (anarquista, en el caso de Moore) de que los mundos posibles no se reducen al binarismo aparente de cada momento histórico. Ahora bien, ese tercero que rompe la simetría de la lógica booleana puede llegar como una consecuencia lógica o como una invasión: se encuentra tanto en la aparición “milagrosa” del Dr. Manhattan como en el plan calculado al milímetro de Ozymandias, y también en el gag final de la serie, que implica por sorpresa a Rorschach (el más excluido de todos) en el punto medio exacto entre la planificación y la serendipia. Los tres son, en cualquier caso, personajes excluidos del relato, pero su exclusión acaba por retornar de alguna forma.
El nudo gordiano (1953) de Ernst Jünger y La exhibición de atrocidades (1970) de J. G. Ballard, dos importantes referentes para Watchmen. |
En cuanto a esto, Watchmen puede leerse como una respuesta intrincada e irónica al ensayo El nudo gordiano que el filósofo y político de la alemana konservative revolution Ernst Jünger publicó en 1953. En este se encuentran muchos de los asuntos que tres décadas más tarde habrían de componer los fundamentos de la serie limitada de Moore y Gibbons: por supuesto, el propio nudo gordiano que da título al texto y que hace referencia explícita a la Guerra Fría, entonces en sus comienzos; pero también la figura solar de Alejandro Magno como agente histórico cohesivo de Occidente y Oriente (“En los sitios donde ha brillado esa luz hay sin duda rodeos y desvíos, pero lo que no hay es camino de vuelta”); incluso la idea del reloj del mundo como figura existencial en la que se concita la circularidad del tiempo móvil y detenido:
Si suponemos que en el centro de los sucesos hay, como la hay en el eje de la rueda, una realidad intimísima que está quieta y es intemporal e inextensa, también podremos suponer sin duda que en ese punto se juntan las constelaciones como, por ejemplo, “anterior” y “posterior”, “yo” y “tú”, “este” y “oeste”. No dejan de ser cualidades que resaltan en los radios de la rueda. También podemos imaginarnos que las figuras —por ejemplo dioses, hombres y animales, padre y madre, varón y hembra— están ordenadas alrededor del centro en círculos o en superficies esféricas. El retorno puede ser interpretado entonces también en sentido espacial, como un poner en pie estos o aquellos estratos, que siempre están presentes (Jünger, 1996: 163).
Jünger pretende con su ensayo dar cuenta de una dimensión mística, precomprensiva, que produce la gran división de Occidente y Oriente como realidades transhistóricas. Para ello, ignorando los derroteros historicistas de la filosofía de Heidegger y apostando por el idealismo que supondría la principal debilidad del entonces naciente estructuralismo, parte de una comprensión sustancial, y no formal, del ser: “El hombre intemporal genera los contrarios en una simultaneidad superior, los genera por parejas [...]. En el ser humano es donde la coacción y la libertad se encuentran; esas dos palabras se prestan sentido mutuamente” (1996: 70).
La visión determinista de Jünger, que pretende oponer a la “crueldad” asiática una supuesta superioridad moral europea en la comprensión de la libertad y el poder, halla en Alejandro Magno el punto de encuentro de dos visiones del mundo que se invierte negativamente en Ozymandias: si el primero, a pesar de sus cualidades solares, encontró en su humanidad el principal escollo de su ambición, el segundo se elimina a sí mismo de la ecuación para hacer posible la concordia. Si la Guerra Fría era una simetría detenida en el tiempo, una tensión inestable de dos vectores dirigidos al centro, la intervención de Ozymandias viene a instalar en ese centro un agujero, un atractor, que disuelve las dos partes en una sola espiral. No es lo positivo de un hombre-idea, sino lo negativo de una contingencia, lo que pacifica el mundo. Es decir, no se trata del hombre como fin y clave de la utopía, sino de una fianza plena a la historia, la asunción de que solo esta se debe algo a sí misma. El gran error de Ozymandias (la gran simetría y la gran broma que resulta de que su acto cancele el propio sentido de su acto) es pensar en la historia, como Francis Fukuyama, empleando aún escalas y conceptos humanos, como “solución” y “final”, “nostalgia” y “carisma”; nociones entre la ingeniería social y la lógica publicitaria que inevitablemente remiten al ideario romántico-futurista del nazismo.
Vigilar la realidad
Un abismo distingue el mundo actual del mundo posible de Watchmen en el intervalo en que tienen lugar los hechos de la serie limitada, entre el 12 de octubre y el 2 de noviembre de 1985[1]. Una inspección en la hemeroteca de nuestra realidad revela un contexto tenebroso pero amainado: la cumbre de Ginebra del 19 de noviembre de 1985 preside las noticias como un atractor de optimismo. En torno a ella, de un lado y del otro del telón de acero se advierten tanto como se cortejan, pero nunca llega la amenaza o el abrazo: Moscú insta a Reagan a detener su “guerra de las galaxias”, y pocos días después declara que existen bases para el entendimiento con Washington; Reagan, tras un chequeo médico, declara con orgullo estar en su mejor momento físico, y más tarde propone cancelar el despliegue de misiles balísticos intercontinentales.
Con su inteligente jugada de pedir la reducción de las armas nucleares al 50% por las dos partes, Mijaíl Gorbachov había conseguido decidir la agenda del conflicto a la vez que colocaba la pelota en el tejado de EE UU. La situación desatascaba el recrudecimiento de la Guerra Fría que venía sucediendo como consecuencia de una interrupción de las políticas de distensión entre Nixon y Brézhnev: por una parte, por el descrédito en que cayó el primero a partir del escándalo del Watergate, y por otra, por los cambios en la política de Estados Unidos entre 1973 y 1976, con la puesta en cuestión por parte de una mayoría del Senado de la confianza que se dispensaba a la Unión Soviética pese a su negligente conducta en cuestión de derechos humanos.
Sin embargo, el gran agente catalizador del empeoramiento en las relaciones entre las dos potencias había sido la revolución islámica del ayatolá Ruhollah Jomeini. Su consecuencia acabó siendo la invasión de Afganistán por la URSS en 1979, aprovechando tensiones ideológicas que habían costado la vida al líder prosoviético Muhammad Taraki. Afganistán se convirtió así en un campo de batalla simbólico que decidía el futuro de las posiciones del capitalismo y el comunismo en el sistema-mundo. En consecuencia, Ronald Reagan llegó al poder en 1980 a lomos de una política muy agresiva; ínfulas que Gorbachov habría de suavizar con su elección como secretario general del Comité Central del Partido Comunista, después de que la Unión Soviética pasara por una serie de liderazgos malogrados por enfermedad o vejez que evidenciaban un declive institucional difícil de rebatir.
Afganistán, ocupada por la URSS en 1985 en la ucronía de Watchmen. |
Los medios informativos presentes en Watchmen, en cambio, muestran un mundo sustancialmente diferente: si bien Gorbachov es, como en nuestro universo, el secretario general del partido, quien ocupa el despacho oval es Richard Nixon en una improbable tercera legislatura. La invasión de Afganistán no sucede en 1979, sino en 1985, y la URSS no se justifica en golpes de Estado más o menos ajenos, sino que le basta con aprovechar la desaparición del Dr. Manhattan para intervenir. Al poco, el Ejército Rojo se dirige a Pakistán excusándose en que solo busca asegurar sus fronteras occidentales. Poco después, los tanques se agolpan en Europa del Este en una escalada inequívoca hacia la Tercera Guerra Mundial.
Por supuesto, las modificaciones respecto a la realidad de nuestro universo no son gratuitas; la ucronía de Watchmen representa más bien la ocasión última de una gran asimetría (la del mundo actual frente al mundo posible) que crea sentido para unos lectores en la posición de “vigilantes de la realidad”; lectores que, a su vez, habrán de asumir su papel de farsantes en una escala interpretativa aún mayor, siempre por concebir. Así, la inclusión de los vigilantes, y especialmente del Dr. Manhattan, en la ecuación histórica y social deviene una línea temporal en que la balanza de las relaciones de poder se ha vencido claramente del lado estadounidense; la victoria en Vietnam así lo confirma, y también la imposición de energías limpias en la tecnología de transportes, fruto de las síntesis en el nivel atómico de las que es capaz el alter ego del doctor Jon Osterman.
Frente al mundo de Watchmen, en el que no son necesarias estrategias persuasivas porque el gigante americano tiene una ventaja extraordinaria en las relaciones geopolíticas, nuestra Guerra Fría se caracterizó por una sucesión de tiras y aflojas con escaladas ocasionales de beligerancia cuyo cálculo se establecía en los límites difusos de la brinkmanship, o política del borde del abismo[2]. Aun así, es posible encontrar al menos una similitud entre la realidad del mundo actual y la del mundo posible de Watchmen. En el primer caso, aquella mezcla de incomunicación y de equivalencia en las capacidades destructivas que mantuvo la situación durante años se vio finalmente interrumpida por una medida, si bien no equiparable, sí análoga a la apropiación estadounidense del Dr. Manhattan, al menos en cuanto a la intención de vencer radicalmente el equilibrio entre las dos potencias: el anuncio de Ronald Reagan en marzo de 1983, en uno de los movimientos estratégicos más intempestivos imaginables, de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI por sus siglas en inglés), popularmente conocida como “guerra de las galaxias” (“star wars”); un sistema de detección de ataques que, al igual que la presencia del Dr. Manhattan, prometía destruir los misiles enemigos antes de que llegaran a tierra americana. Literalmente, el presidente Reagan quería fiar la paz mundial a un sistema armamentístico que vigilara desde el espacio.
Similitudes en la cumbre de Ginebra: el Dr. Manhattan y el SDI. |
A pesar de la negativa de Reagan a dar marcha atrás a la SDI, primero en la cumbre de Ginebra en noviembre de 1985 y después en la de Reikiavik en octubre de 1986, esta acabó desvelándose como un gigantesco farol, para cuyo sostén se había llegado a falsificar informes de experimentos destinados al Congreso norteamericano (Veiga, 1997: 311); un simulacro cuyos efectos preocupaban enormemente a Gorbachov, por la forma en que alteraban la delicada balanza de las negociaciones (Sixsmith, 2021: 511). Si bien era dudable que los americanos consiguieran poner en práctica tan sofisticado dispositivo en un futuro próximo, Moscú no podía arriesgarse a una simple conjetura en un asunto tan delicado (Westad, 2018: 543), y aquella decisión prometía una escalada de inversión en armamento por ambas partes de impredecibles consecuencias. Aquella “guerra de las galaxias” constituiría una curiosa síntesis de las funciones que desempeñan el Dr. Manhattan y Ozymandias en Watchmen: si el primero representa una realidad que altera las relaciones de poder desde el no ataque y el segundo performa una mentira que elimina las relaciones de poder desde el ataque, el SDI vendría a definirse como una mentira que alteró las relaciones de poder desde el no ataque. La cuarta posibilidad, una realidad que eliminaría las relaciones de poder desde el ataque, sería, precisamente, la nunca sucedida Destrucción Mutua Asegurada.
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Sujeto |
Causa |
Efecto |
Acción |
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Mundo de Watchmen |
Dr. Manhattan |
Una realidad |
que altera |
relaciones |
desde |
el no ataque |
Ozymandias |
Una mentira |
que elimina |
relaciones |
desde |
el ataque |
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Mundo actual |
SDI |
Una mentira |
que altera |
relaciones |
desde |
el no ataque |
MAD |
Una realidad |
que elimina |
relaciones |
desde |
el ataque |
Tabla 1: Cuadrante de causas y efectos según sujeto en el mundo de Watchmen y el mundo actual.
En ambos casos queda como “tercero excluido” de la historia el elemento asteroide representado por Rorschach, que con su negativa a aceptar el marco dispuesto por Adrian Veidt pretende difundir una verdad, es decir, algo que no es ni una realidad (porque está oculta y no ejerce sus efectos como tal) ni tampoco una mentira. Y lo hace incluso a pesar de restaurar con ello las antiguas relaciones de poder. Con ello, en términos de acción, Rorschach se ubicaría al mismo tiempo en el ataque y en el no ataque, en la medida en que lo que hace es destruir desde la base el binarismo alterar/eliminar que define ambas cosmovisiones.
Los amigos ausentes
De la panoplia de vigilantes que atraviesa Watchmen, solo cabría distinguir tres como propiamente superhumanos: Dr. Manhattan, Ozymandias y Rorschach (Vargas, 2021). Lejos de limitarse a la invención de criaturas poderosas más allá de los alcances de la evolución, Moore acude a la concepción nietzscheana del übermensch en tanto que encarnación de la moral individual como fuerza titánica del cambio y por tanto de la guerra, sea esta militar, económica, cultural, de clases o fría. El Comediante es un mero sicario al servicio del mejor postor, y las soluciones libidinales que Búho Nocturno y Espectro de Seda encuentran en enfundarse en trajes e “impartir justicia” evidencian sus limitaciones humanas, siempre aferradas al fetiche y la máscara como excusa contra el vacío[3].
Así, solo los alter ego de Jon Osterman, Adrian Veidt y Walter Kovacs siguen una moral que puede considerarse propia, y esa propiedad se cifra, precisamente, en el carácter sin límite de sus designios. Veidt profesa la extraña fórmula de un idealismo nihilista: sostiene que es posible un futuro brillante para la humanidad, caracterizado por el control de los afectos negativos y de la relación con el entorno a partir de las enseñanzas de las filosofías orientales y una actitud progresista; pero una feroz desconfianza en aquella misma humanidad le conduce a imponerle un rumbo, incluso por medios monstruosos. A Rorschach, por el contrario, lo caracteriza una fórmula de nihilismo idealista: habla con desprecio y asco de la humanidad a la que pretende salvar, pero se siente asistido por ideales objetivos de justicia y verdad que rebasan cualquier condición material, incluso, como se ha indicado, si faltar a ellos supone la destrucción del mundo.
El Dr. Manhattan, por su parte, representa una casi incomprensible síntesis de los anteriores: para él, idealismo y nihilismo son la misma cosa, en la medida en que solo concibe el mundo como relación cuántica. Su incapacidad para entender la realidad en términos de estados finales (“Nada termina jamás” son, paradójicamente, sus últimas palabras en el relato) constituye la lectura más extrema del proyecto ilustrado, que encuentra en la física moderna una vía de escape del mecanicismo científico. En él se encuentran la visión desencarnada de la lógica de Kant y la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, y el razonamiento que le hace entender el valor de la humanidad es la pertenencia de esta, en tanto que “milagro termodinámico”, a un umbral de probabilidad mínimo. En su perfecta equidistancia de cualquier presupuesto ideológico, el Dr. Manhattan representa el palacio de cristal de todos los mundos posibles.
Ozymandias, Dr. Manhattan y Rorschach, los tres übermensch de Watchmen. |
Tiene sentido, por tanto, que su ausencia tenga implicaciones directas en las relaciones entre las fuerzas simétricas del personalismo anónimo de Ozymandias y del anonimato personalista de Rorschach; la casilla sin ocupante y la pieza sin lugar que hacen posible cualquier juego, fuerzas puras que pertenecen a profundidades más allá de los simples ideologemas que son propios del capitalismo y el comunismo. El carácter contrario de ambos se cifra en que, si la versión de Rorschach desaparece, gana la de Ozymandias, y si esta desaparece, gana la de Rorschach. Un aparente juego de suma cero que acaba saldándose con la exclusión de todos por todos. La silenciación de Ozymandias como orquestador del gran simulacro y el mutismo de Dr. Manhattan arrojan el resultado lógico del asesinato de Rorschach a manos del segundo, igual que las ausencias de Ozymandias (metafórica) y Rorschach (literal) producen la exclusión del Dr. Manhattan, que, aunque no juzga los hechos, parte a una galaxia “menos complicada”. Por último, es la exclusión de Rorschach y del Dr. Manhattan la que hace posible sin resquicio de duda la exclusión de Ozymandias que ha de preservar su plan para el mundo.
No obstante, no parece que la intención de Moore para Watchmen tenga que ver con las simples exclusiones aristotélicas, o incluso con las síntesis hegelianas. Por el contrario, la negación de los estados finales implica que los terceros excluidos siempre pueden volver, y que de hecho han de volver de alguna forma y con ello alterar las relaciones de fuerzas. Jacques Lacan afirma esta idea con su fórmula “una carta llega siempre a su destino” (Lacan, 2008: 51), que refiere la condición inconsciente que da lugar al retorno del trauma como síntoma y a la constante interpelación de la realidad como objeto a interpretar. La sugerencia de aquel retorno llega con el chiste final que prepara la reentrada de Rorschach “de alguna forma”, promesa que la secuela televisiva ideada por Damon Lindelof (HBO, 2019) hace coincidir con ciertos retornos brutales de la extrema derecha que se viven “de alguna forma” en la realidad actual.
La propia inclusión de vigilantes en el orden mundial, y su posterior exclusión mediante la ley Keene de 1977, da lugar a no pocos efectos, no todos necesariamente negativos. Llama la atención, por ejemplo, que el VIH, en los años ochenta una terrorífica pandemia, parezca no existir en el universo de Watchmen, si bien en una entrevista a Veidt datada en 1975 (suplemento literario del capítulo 11) un comentario de este sugiere que ha podido tener algún papel en ello: “Pero también he descubierto planes concebidos por facciones extremistas disidentes dentro del Pentágono (por ejemplo: un plan para liberar determinadas enfermedades sobre la población africana)”. Asimismo, parece destacable, por lo que dice sobre la polarización ideológica del microcosmos al que asistimos, que el ecosistema de la prensa se decida fundamentalmente entre dos cabeceras: el New Frontiersman, periódico ultraconservador no existente en nuestro mundo, y el progresista The New York Gazette, que en la realidad que conocemos dejó de publicarse en 1744; esto último, por cierto, hace pensar que las particularidades que hacen de este un universo tan diferente al actual no sean exclusivamente vinculables a la inclusión de los vigilantes en la política exterior estadounidense[4].
Tres exclusiones de lo humano: desde la casualidad, desde la causalidad y desde la contingencia. |
Así pues, la profusión en detalles de Moore y Gibbons sobre el desarrollo paralelo de toda una realidad posible sugiere que las inclusiones y exclusiones tienen consecuencias rigurosamente incalculables. De hecho, Osterman, Veidt y Kovacs no son simplemente excluidos al final del relato, sino también al principio, pues su conversión en vigilantes implica de por sí la exclusión de un medio humano: el primero, debido al desentrelazamiento de campos cuánticos de su accidente, en una dimensión casual; el segundo, en una dimensión causal, con la renuncia voluntaria a la fortuna que le correspondía por herencia, y el tercero, en una dimensión de contingencia, con la renuncia a sí y su sustitución por un abismo a partir de una exclusión retornada: el cadáver de la niña desaparecida que era objeto de su investigación. En todos los casos hay un espejamiento del sujeto en una circunstancia que produce de él una versión radicalmente diferente, del cual queda aún, sin embargo, un vestigio irrenunciablemente humano. La pregunta de Watchmen, figurada con precisión en el smiley interferido por una gota de sangre, es constante desde la primera hasta la última viñeta: ¿qué es lo que queda por fuera del espejamiento? O lo que es lo mismo: ¿qué hay del tercero excluido?
Una sonrisa devuelta
En su ensayo La luz que se apaga, Ivan Krastev y Stephen Holmes desarrollan una teoría sobre el punto de origen de la realidad política y social contemporánea. Parten de la idea de que la imitación que los países del Este realizaron de las democracias capitalistas occidentales desde la caída del bloque comunista entre 1989 y 1991 fue una orientada a fines y no a medios, y que su supervisión por parte de Occidente fue percibida como una humillación: “En lugar de conformarse con injertar un puñado de elementos foráneos en unas tradiciones ajenas, esta ‘terapia de choque’ política y moral puso en riesgo la herencia de la identidad” (Krastev y Holmes, 2019: 22). Veinte años de simulación insatisfactoria siguieron al inicial optimismo y, por fin, la crisis del 2008 habría dado lugar a que la Hungría de Orbán y la Rusia de Putin se sacudieran los complejos antidemocráticos, en la creencia de que la imitación de la forma de vida occidental había sido negativa para el imitador y beneficiosa solo para el imitado. Por su parte, Donald Trump habría sido aupado al poder por su defensa de la idea contraria: que en el juego de la imitación el perjudicado era EE UU, por cuanto sus émulos “aspiran a reemplazar al modelo al que imitan” (2019: 31), ya sea bajo el rostro de la inmigración o de la presencia de China.
La base de Krastev y Holmes para su idea es la teoría mimética de René Girard. Este filósofo y antropólogo francés parte del supuesto de que “la violencia fundadora es la matriz de todas las significaciones míticas y rituales” (Girard, 1983: 121), conclusión con la que pretende unificar los ritos sacrificiales, presentes en todas las culturas, y la “unanimidad” de la conducta de la comunidad en torno a lo religioso. El autor plantea la hipótesis del “mecanismo mimético”, que entiende que el apetito solo se inscribe como deseo cuando el sujeto entra en relación imitativa con un modelo; una situación que da lugar a que el sujeto desee lo que posee o desea aquel a quien toma por modelo, como un espejo que se acerca a un objeto para sustituirlo:
A causa de la proximidad física y psíquica entre el sujeto y el modelo, la mediación interna engendra cada vez más simetría, de modo que el sujeto tiende a imitar al modelo, en igual medida que este, por su parte, le imita a él. Al final, el sujeto se convierte en modelo de su modelo, y el imitador se transforma en imitador de su imitador. O sea que siempre se evoluciona hacia más reciprocidad, y por tanto hacia más conflictividad. [...] Muy pronto, la única obsesión de los dos rivales consiste en derrotar al contrario y no en conseguir el objeto, que pasa a ser superfluo, llegando a constituir un simple pretexto para la exasperación del conflicto (Girard, 2006: 52).
En Watchmen, el abismo del otro nos devuelve la sonrisa. |
El culmen de este proceso entrópico se resuelve con el clásico rito del chivo expiatorio, rebautizado por el autor de forma general como hipótesis de la “víctima propiciatoria”. Esta designa un objeto de sacrificio original, individuo primordial perteneciente a la comunidad que fue espontáneamente inmolado en un pasado remoto y mítico para preservar la paz, y que desde entonces es repetidamente sustituido por una víctima “perteneciente a una categoría sacrificable” (Girard, 1983: 110), exterior a la comunidad. Esta actividad preventiva, que tendría por objeto expulsar cíclicamente la violencia del grupo y devolverla a una reducción entrópica sostenible, debe su cualidad milagrosa a que “interviene siempre in extremis, en el instante en que todo parece perdido” (Girard, 2012: 47).
Así pues, la víctima propiciatoria puede entenderse como la forma en que se escenifica la exclusión del tercero de la fórmula aristotélica, que da lugar al distanciamiento lógico de los contrarios cuando cada uno de ellos pretende hacerse con el lugar del otro. A este respecto, el ensayista Martin Sixsmith refiere la escalada propagandística entre la elección de Ronald Reagan en 1980 y su famoso discurso del “Imperio del Mal” en 1983 como el producto de una mezcla insólita de retórica reaganiana y paranoia soviética. Cada parte, buscando para sí la defensa de sus intereses vitales, parecía inconsciente de que esta podía ser entendida por la otra parte como una actitud hostil. Así, indica el autor, “Reagan, uno de los más ofensivos, era incapaz de entender que América podía ser una fuente de temor para los soviets” (Sixsmith, 2021: 499). Esa escalada de espejamientos, de carácter prácticamente automático a decir de Girard, encontraría su cese con la figura de Gorbachov, que en su encuentro con Margaret Thatcher en diciembre de 1984, antes incluso de ser elegido secretario general, desempeñó con diplomacia la cara “más humana” de la URSS. La expresión afable de Gorbachov acompañado de su esposa arrojó la imagen de un Reagan que se había quedado a solas con su violencia.
El discurso del “Imperio del Mal” de Reagan (1983) frente a la visita de Gorvachov a Thatcher (1984). |
En Watchmen, en cambio, no tiene lugar un cese en los reflejos, ni aun la más leve pista de su posibilidad, sino, por el contrario, un acercamiento tal de las partes que surte un sacrificio “en el último momento” capaz de evitar la gran sustitución: en una simultaneidad del mito primigenio y su actualización ritual, la eliminación simultánea de miembros de la comunidad y de un incomprensible y monstruoso “extranjero”. Debe notarse que la espada de Damocles ha estado presente desde el capítulo 1, con dos titulares de prensa a espaldas de un pensativo Adrian Veidt: “Los expertos alertan de que el reloj del holocausto nuclear se encuentra a cinco minutos de la medianoche” y “Conferencia en Ginebra: los EE UU rechazan discutir sobre el Dr. Manhattan”. No es hasta la huida del humanoide azul símbolo del dominio sobre la física (una exclusión ideada por el propio Veidt para evitar interferencias en su plan) que los rusos dan comienzo a las operaciones de invasión. En cualquier caso, es el detonante que acerca definitivamente los espejos, precipitando la “necesidad” del sacrificio. Es Veidt quien fuerza, por tanto, las condiciones para que el sacrificio acabe siendo un recurso necesario.
Cabe, en este punto, recordar la descripción de Ronald Reagan ofrecida por Nenneth Adelman, negociador jefe de control de armas de la Casa Blanca: “Un hombre singularmente dotado con la capacidad de mantener puntos de vista contradictorios sin inmutarse” (Sixsmith, 2021: 502). A la necesidad del enfrentamiento, a la comprensión de este como automatismo inevitable, Veidt opone la necesidad de la contingencia, la última simetría conceptual. En un grotesco reverso del ya grotesco sacrificio de Jesucristo, cuyo relato viralizó y personalizó la culpa, alterando con ello la genética global de la fe, el sacrificio que plantea el ex vigilante hace lo propio con el horror a la contingencia. El tercero que viene a deshacer las hostilidades —el “extranjero” cuya inmolación, en una escala que ya es planetaria y no meramente tribal, cuesta la vida a millones para salvar la de miles de millones mediante el pánico a lo no-imposible y no-necesario—, muerto en el mismo instante en que irrumpe en escena, es simultáneamente un incluido y un excluido, la inclusión de una gigantesca casualidad para prácticamente todo el mundo y, para unos pocos, el resultado de una delirante (pero altamente funcional) operación de exclusión sacrificial orquestada al milímetro. No por nada el capítulo 12 se abre con un horror desmesurado y se cierra con un chiste mínimo que lo cancela: la criatura-fake y el testimonio-verdad del diario de Rorschach son los dos grandes excluidos cuya reentrada es capaz de decidir el curso de la historia[5].
¿Qué es un reloj?
La imagen ominosa del “reloj del fin del mundo”, paradójicamente publicada por los artífices del Proyecto Manhattan en 1947 para alertar de la posibilidad de un conflicto mundial de consecuencias apocalípticas, atraviesa Watchmen ya desde su título, traducible tanto por “Vigilantes” como por “Hombres del reloj”. A la vez simbólica e imaginaria, temporal y espacial, la esfera detenida en el tiempo, que es también tiempo detenido en el espacio, representa una metáfora pero también una literalidad, se erige en espejo del mundo en una situación que lo implica plenamente.
Cuanto más crucial el momento, más nítida aparece la posibilidad de una imagen que lo defina. En el premio Pulitzer de fotografía las imágenes se disputan cada año el título de esa captura, que en su reverso acaba por ser el diseño de una perspectiva que promueve los hechos, una mirada por antonomasia, el límite de un pensamiento histórico. Así, la promesa, implícita en el reloj del apocalipsis, de la expresión (simétrica) de la medianoche podría definirse como la imagen fija más plena de sentido en el momento culminante de la pérdida de este, a saber, la aniquilación de la humanidad.
Dos relojes del fin del mundo al borde de la medianoche: el de 1984 (23:57:00) y el de 2020 (23:58:20). |
La pregunta sobre qué es en realidad un reloj no parece de escasa importancia, teniendo en cuenta que, como instrumento tecnológico posterior a la indicación solar, dejó atrás la vinculación con la naturaleza para decir el tiempo en un mecanismo autocontenido (Sánchez Vidal, 2020: 17): es decir, abstrajo el tiempo como una tecnología más. Como metáfora o como literalidad, en el reloj parecen condensarse todos los aspectos de sentido que caben en la historia, en la medida en que es precisamente el tiempo el que hace esta posible. Si se admite que el poder es una imposición de un tiempo sobre los demás (Moreno, 2013: 133) o, desde otra perspectiva, un hacerse con el tiempo de los otros, el reloj parece encarnar la intersección exacta entre derecho y existencia.
Pueden contarse dos formas de movimiento en la poética historicista de Watchmen, que coinciden, precisamente, con los movimientos posibles del reloj. En primer lugar, el par extensivo rotación-traslación: si en el reloj la rotación de las agujas es simultánea a la traslación de las horas, en la relación mimética es el acercamiento y el alejamiento de los espejos el que surte los efectos sacrificiales que regulan la conducta social; una traslación que no carece de estrategias y subterfugios, es decir, de rotaciones. Los espejos no se acercan frontalmente, sino en círculos (véanse las espirales dextro-rotatorias de Ballard), rodeándose mutuamente y buscando su encuentro en una danza de justificaciones ideológicas y políticas que limitan con la sustitución del otro.
El recurso visual de Moore y Gibbons que condensa estos dos aspectos de la traslación, el físico y el interpretativo, es el zoom que atraviesa el relato como un comentario irónico sobre cómo la perspectiva no observa la realidad (pues no hay realidad que pueda ser objetivamente considerada), sino que la crea. El movimiento abre y cierra el capítulo 1, en primer lugar desde una elevación humana, alcanzando la ventana de un rascacielos, y por último desde una sobrehumana, más allá de la terraza de un restaurante. A partir de este punto, todos los números (los 12 del reloj) se abren con un trampantojo o un efecto de perspectiva, un objeto descontextualizado que va arremolinándose en nuevos sentidos conforme la mirada toma distancia. La última traslación, apropiadamente, será inversa: una vez resuelto y confesado el plan de Veidt, la discusión general entre los vigilantes es descrita en un zoom in que los va dejando de lado para terminar en un primer plano del rostro vacío de Rorschach. Final apropiado, teniendo en cuenta que la estructura narrativa que corresponde a este movimiento general (traslación-rotación) es la investigación criminal oficiada desde el principio por el propio Rorschach: un acercamiento, lleno de recovecos de memoria y de justificaciones en la justicia o en la estrategia, a un otro desconocido, enmascarado en los hechos, cuya resolución se desea.
Zoom in que cierra las traslaciones del relato en el rostro de Rorschach. |
En segundo lugar, el par intensivo compresión-rarefacción. El acercamiento de las partes lleva implícito un determinado efecto de compresión o concentración con repercusiones en la energeia que promueve los hechos. Asimismo, el sacrificio que evita el encuentro de los reflejos es, precisamente, el detonante de una disminución en las relaciones entre las partes, una retirada lógica.
El recurso visual de los autores para este par es el test de Rorschach, cuyos movimientos se encuentran tanto en la sucesión de tarjetas aleatorias que desfila ante Walter Kovacs como en la máscara de su alter ego Rorschach, en cuya superficie se deciden por reunión o disgregación las morfologías a la vez caóticas y simétricas que constituyen su identidad. También encontramos este par en la imagen del incendio progresivamente debilitado que Kovacs presencia en su precisa conversión a Rorschach, así como en la poética del abrazo presente en todo el relato y en las distintas oportunidades para la simetría: por ejemplo, el test de Rorschach figurado en la viñeta del accidente de Jon Osterman, una disgregación de su cuerpo que habrá de retornar como congregación. El acercamiento de las agujas a la medianoche es probablemente la manifestación más abstracta de este concepto según el cual, siguiendo la teoría mimética, el acercamiento y el alejamiento tendrían repercusiones antropológicas cíclicas, ya en la guerra, ya en el sacrificio que la evita. La estructura narrativa correspondiente sería el reverso de la investigación detectivesca en el plan de compresión sacrificial de Adrian Veidt, que, mediante la aniquilación de millones, pretende en el envés de su monstruoso acto la salvación de miles de millones y un retorno al grado mínimo de la densidad histórica.
Imagen crucial de compresión-rarefacción que convierte a Kovacs en Rorschach. |
Conclusión (o sobre la imposibilidad de la exclusión)
En general, cabe recordar el efecto de compresión que tiene lugar con la introducción del Dr. Manhattan, que altera las relaciones de valor en la cultura. Como indica Rafael Marín: “El Dr. Manhattan logra lo que en nuestra realidad fue imposible: derrotar al vietcong, contener la política de dominó comunista en Asia; sin embargo, es su propia presencia lo que rompe el equilibrio y lo que acelera el rearme” (Marín, 2009: 178). Pero Alan Moore, en tanto que creador de universos, no parece interesado en observar nuestra realidad como una referencia de base o privilegiada, sino más bien en la multiplicidad indefinida de las referencias y, con ello, en el hallazgo de las reglas de un juego mayor y trascendente. Es decir, en la observación del nuestro como uno más de los innumerables mundos posibles implicados en una dimensión que se encuentra más allá de lo humano y, por tanto, más allá del sentido.
En Watchmen, la Guerra Fría es sugerida como un momento decisivo respecto a la historia posterior; un momento que, no obstante, duró nada menos que cuatro décadas en las que la peligrosidad del conflicto conoció distintas intensidades. Un estrechamiento y un ensanche. En lo simultáneo de su instantaneidad y su prolongación en el tiempo (en cualquier momento la historia podía tomar los más diversos rumbos) se cifra con precisión la falta de referencia a la que apunta el discurso de Watchmen. Como evidencian el carácter cíclico de la teoría mimética de Girard y la propia experiencia histórica, el tercero nunca es totalmente excluido, tampoco más allá de los ciclos cerrados y regulados de una sociedad simple. Lo sacrificado siempre volverá de alguna forma. Incluso a partir del reinicio del reloj que viene con el nuevo mundo de Veidt, que con su gran simulacro y su silenciamiento (su mascarada en negativo tras renunciar a la máscara, en una culminante negación de la negación) se hace con el tiempo de todos, lo único que ha sucedido es que el reloj devenga difuso, invisible, omnipresente. La disolución de los nudos solo acaba por complicar en nudos aún mayores, más conceptuales e inabordables, porque el nudo es la forma irrenunciable de lo humano. La conclusión no es posible, porque la exclusión tampoco lo es.
Primera y última página de Watchmen: dos cimas y dos abismos. |
Como se sigue de las páginas primera y última de Watchmen, toda cima implica un abismo, y no es posible nombrar un caso sin reconocer el otro. El problema filosófico, y el origen de los conflictos humanos, parecen sostener Moore y Gibbons, está en encontrar en ellos realidades distantes en lugar de una misma continuidad observada desde dos puntos. La diferencia entre un reloj mecánico y uno de arena. Ernst Jünger, en El nudo gordiano, propone un excurso sobre las armas de los héroes frente a la morfología agresiva de los monstruos: “Las armas de los grandes vencedores —el arco de Heracles, el escudo de Perseo, la espada de Sígurd— son señales luminosas. En ellas se refleja la simetría bilateral del espíritu, mientras que en las marañas, laberintos y cuerpos de serpientes opera la simetría de los sistemas vegetales” (1996: 161). Toda una declaración de intenciones que la monstruosidad que unifica a Oriente y Occidente en el universo de Watchmen, el “arma que acaba con todas las guerras”, sea, precisamente, una síntesis de ambas.
Referencias
BALLARD, J. G. (1970): Atrocity Exhibition, Londres, Jonathan Cape.
GIRARD, René (1983): La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama.
GIRARD, René (2006): Los orígenes de la cultura. Conversaciones con Pierpaolo Antonello y João Cezar de Castro Rocha, Madrid, Trotta.
GIRARD, René (2012): El sacrificio, Madrid, Encuentro.
JÜNGER, Ernst (1996). La paz. Seguido de El nudo gordiano, El estado mundial y Alocución en Verdún, Barcelona, Tusquets.
KRASTEV, Iván, y HOLMES, Stephen (2019): La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz, Barcelona, Debate.
LACAN, Jacques (2008): Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI.
MARÍN, Rafael (2009): W de Watchmen, Palma, Dolmen.
MORENO, Fernando Ángel (2013): “Mariposa en frasco de nostalgia. El lenguaje del tiempo en Watchmen”, en García López, Ó. (ed.), Radiografías de una explosión, Madrid, Modernito Books.
SÁNCHEZ VIDAL, Agustín (2020): Genealogías de la mirada, Madrid, Cátedra.
SIXSMITHS, Martin (2021): The war of nerves. Inside the Cold War mind. Wellcome Collection.
VARGAS, Juan J. (2021): Alan Moore. La autopsia del héroe, Palma, Dolmen.
VARGAS, Juan J., y BARRANCO, Mario (2020): “Juego de tronos, serialidad y acontecimiento. Un enfoque deleuziano”, en López Rodríguez, F. J.; Raya Bravo, I.; Lozano Delmar, J. (eds.), Winter is over: (re)analizando el fenómeno televisivo Juego de tronos, Madrid, Fragua, pp. 109-118.
VEIGA, Francisco (1997): La paz simulada. Una historia de la Guerra Fría, 1941-1991, Madrid, Alianza Editorial.
WESTAD, Odd Arne (2017): La guerra fría: Una historia mundial, Madrid, Galaxia Gutenberg.
NOTAS
[1] Distinguiremos aquí, siguiendo la teoría de mundos posibles, entre “mundo actual”, o realidad en que efectivamente nos encontramos, y “mundo posible” como universo alternativo al anterior.
[2] La brinkmanship, una técnica estratégica practicada por EE UU y la URSS durante la Guerra Fría, consiste en amenazar al oponente adelantándose a su movimiento. Se pretende con ello tomar la iniciativa en la serie subsiguiente de amenazas, cuya escala obligará a una de las dos partes al repliegue.
[3] Cabe añadir que el asesinato de El Comediante (su exclusión del relato) sucede como consecuencia de un artefacto no previsto en el plan de Veidt, a saber, el descubrimiento de la monstruosidad que el magnate preparaba en una isla sin vigilancia. Las únicas desapariciones que interesan a Veidt en principio son la del Dr. Manhattan y la de Rorschach. Aun así, puede pensarse que El Comediante vuelve “de alguna forma”: primero, en una escala menor de causa-efecto, con la investigación que inicia el propio Rorschach, y más adelante, en el chiste existencial que cierra la serie en la última viñeta.
[4] Puede identificarse una tercera cabecera en Nova Express, una revista sensacionalista semanal que parece encontrar en la vida privada de los vigilantes un tema recurrente. Solo dos cabeceras más, ambas existentes en nuestra realidad, aparecen esporádicamente, siempre en el pasado: The New York Times en el flashback que refiere el año 1945 en la vida de Jon Osterman, en el capítulo 4 (cabe inferir una relación entre su ausencia en 1985 y su implicación en el descubrimiento de la trama del Watergate en nuestro universo), y Daily World en el suplemento del capítulo 9. No obstante, este último, diario de Opelousas, Luisiana, cuyo recorte señala el 12 de enero de 1939, en el mundo que conocemos no publicaría su primer número hasta el 24 de diciembre del mismo año.
[5] Por otra parte, el carácter “demasiado oportuno” de este sacrificio es tan sospechoso como escasamente fiable la versión de alguien tan desacreditado como Rorschach. Y aun así, no parece impensable que el reflejo mutuo de ambos llegara a repercutir en el desenmascaramiento del plan oculto de Veidt, y con ello en la necesidad de un nuevo sacrificio.