LA MADUREZ DE LA AUTOCONCIENCIA. DE WINSOR MCCAY A GRANT MORRISON: VARIACIONES DEL METACÓMIC
FRANCISCO J. ORTIZ

Origen:
Traducción de "LA MADURESA DE L'AUTOCONSCIÈNCIA. DE WINSOR MCCAY A GRANT MORRISON: VARIACIONS DEL METACÒMIC" · ÍTACA. REVISTA DE FILOLOGÍA
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Resumen / Abstract:
Uno de los elementos comunes a la literatura y al cómic desde los mismos orígenes de ambos es la posibilidad de la autorreferencialidad; o lo que es lo mismo aplicado a la narrativa: la metaficción. Este elemento está presente en la tradición de la historieta desde la obra de pioneros como Winsor McCay o George Herriman hasta autores contemporáneos como Grant Morrison, y se ha manifestado de forma muy variada, ya sea en cómics sobre el mundo del cómic (algunas novelas gráficas de Seth y Dylan Horrocks son muy representativas de esta corriente), o incluso como arriesgados ejercicios metalingüísticos de finalidad teórica, siendo este el caso de Scott McCloud y sus cómics de cabecera. / One of the common characteristics between literature and comics from the origins of both fields is the possibility of using auto-reference or what we would call, if applied to fiction, as metafiction. This element is present in comics? tradition from pioneers such as Winsor McCay or George Herriman to contemporary authors such as Grant Morrison and it has been used in very varied ways, whether in graphic novels about authors and series (some works by Seth and by Dylan Horrocks are very representative of this trend) or even as metalingual and theoretical exercises, an example of which would be some books by Scott McCloud.
Notas: Artículo publicado en catalán (con traducción de Eduard Baile) dentro del dossier «Còmic i Literatura » del número 3 de la revista de Filología ITACA, y presentado ahora en exclusiva para Tebeosfera con su redacción original en castellano.
Palabras clave / Keywords:
Winsor McCay, George Herriman, Cómics sobre el cómic, Metaficción, Postmodernismo, Grant Morrison, Seth, Will Eisner, Scott McCloud, Dylan Horrocks, Matt Madden/ Winsor McCay, George Herriman, Comics about comics, Metafiction, Postmodernismo, Grant Morrison, Seth, Will Eisner, Scott McCloud, Dylan Horrocks, Matt Madden

LA MADUREZ DE LA AUTOCONCIENCIA

DE WINSOR MCCAY A GRANT MORRISON: VARIACIONES DEL METACÓMIC

“–No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.”
MIGUEL DE UNAMUNO, Niebla

 

De un tiempo a esta parte, al grueso del cómic –casi la totalidad de lo editado si nos circunscribimos únicamente a lo que se contempla en los medios de comunicación no especializados– se le ha endosado la etiqueta de «novela gráfica» en un indisimulado intento de otorgarle cierto carácter de nobleza, algo que por lo general se le ha venido negando... muchas veces por parte de esos mismos lectores que ahora se esfuerzan por dignificar el medio para, de paso, dignificarse a sí mismos en tanto que consumidores del mismo.

No entraremos aquí en el poco fructífero debate terminológico[1], y nos limitaremos a destacar que esta campaña por la dignificación de la historieta pasa por subrayar en un gran número de las obras que conforman su corpus diversos rasgos característicos de la mucho más respetable tradición literaria, algunos presentes desde sus mismos orígenes. Aplicados a la industria de la narrativa gráfica, es el caso de una mayor extensión respecto de otros formatos de edición más livianos (como la tira cómica y la página dominical en prensa, la revista de historietas, cualquier tipo de cuadernillo o el comic book habitual en el mercado mainstream estadounidense), unos contenidos adecuados para un lector adulto, la exposición autobiográfica[2] y el aspecto que centrará la atención del presente artículo: la metaficción. El autor de cómics y teórico del medio Scott McCloud resumiría esta cuestión en la primera de sus doce revoluciones aplicables a la historieta, una tesis precisamente llamada «El cómic como literatura»: «Que los cómics pueden producir un corpus digno de estudio, y representar fielmente la vida, época y perspectivas de su autor» (McCloud: 2001, 14).

El término metaficción referido a la ficción autorreflexiva es acuñado por el escritor William Gass en 1970 para referirse a textos de Jorge Luis Borges, John Barth y Flann O’Brien; es, por tanto, consecuencia directa de la postmodernidad a la vez que rasgo definitorio de su literatura; y puede definirse breve y funcionalmente con estas palabras de Stanley H. Fogel, uno de los primeros teóricos del concepto: «una exploración de la ficción a través de la ficción misma»[3].

La aplicación de esta teoría a un medio como el cómic, que aúna palabra e imagen, presenta un número ingente de posibilidades, desde su manifestación en el contenido (esto es, la peripecia argumental) –al estilo de la llamada metanovela, de Cervantes a esta parte– hasta la manipulación del continente (la experimentación formal) –lógicamente, muy distinta en el campo de la narrativa–, pasando por la fusión de una y otra. Estas posibilidades se tornan casi infinitas si entendemos la idea de la autorreferencia en su sentido más laxo, incluyendo también en el presente ensayo a un par de autores contemporáneos de relevancia indiscutible que, sin violentar en ningún momento las convenciones de su gramática, han convertido al cómic en protagonista absoluto de sus obras[4]. Hablemos pues, si se nos permite el neologismo, de metacómic[5].

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Fig. 1: Scott McCloud explora en su obra las múltiples posibilidades expresivas del medio (Entender el cómic). © Astiberri 2005.

1. Los orígenes secretos del metacómic

Por más que pueda extrañar a algunos, la reflexión autorreferencial no es un fenómeno reciente en la historia del cómic. Así lo destaca un reciente estudio dedicado al análisis de algunos títulos emblemáticos de la prensa norteamericana de principios del siglo pasado; esto es, de los orígenes del cómic tal y como se lo entiende hoy:

«Sorprende comprobar cómo en los inicios de la creación de un lenguaje éste puede alcanzar la madurez de la autoconciencia. A priori cabría pensar que la reflexión sobre la esencia y los componentes que conforman una obra de arte debieran aparecer en una etapa posterior tras haber experimentado los límites formales de esa forma expresiva.» (Trabado: 2012, 141).

En efecto, y como demuestran algunas de las obras que centran la atención de dicho ensayo, a poco que se escarbe en los albores del noveno arte pueden encontrarse autores preocupados por esta cuestión autorreferencial e historietas que desde su misma ejecución reflexionan sobre el propio medio: es el caso de Winsor McCay y Dream of the Rarebit Fiend (1904), más incluso que su célebre Little Nemo in Slumberland (1905); George Herriman y Krazy Kat (1913); Frank King y Gasoline Alley (1918), o, puntualmente, el posterior Will Eisner y su fundamental The Spirit (1940).

Muy al contrario, fueron estas obras tempranas, seguramente desde la osadía que confiere la juventud y sin el peso de canon preestablecido alguno que impusiese su herencia, las que más (y en muchas ocasiones, mejor) se expusieron sin pudor alguno a la hora de mostrar al público las bambalinas ocultas de su arte. Así, estos autores, muy especialmente McCay y Herriman, optaron por desarrollar su interés autorreferencial desde la manifestación más arriesgada: el metalenguaje puro. De esta forma, el relato de estos incunables violentaba constantemente las recién nacidas convenciones de la historieta, quebrando la composición de página y rompiendo de paso con la convención de la llamada, por extensión de la terminología dramatúrgica, cuarta pared que separa al autor de su público.

 

2. Los pioneros: McCay y Herriman en el País de los Cómics

Si se admite la convención de que Will Eisner es el padre de la novela gráfica y Osamu Tezuka el del manga, no debería ponerse en duda que Winsor McCay es el padre del cómic entendido como (noveno) arte, y su Little Nemo in Slumberland la expresión diáfana de su capacidad para narrar una historia mediante unos recursos que, en teoría, todavía se encontraban en período de gestación. Como destaca José Manuel Trabado[6], es Dream of the Rarebit Fiend la obra en la que McCay manifiesta por vez primera (recordemos que debuta en la prensa un año antes que la anterior) y de forma más continuada su interés por la metaficción; pero el alcance de Little Nemo –y, para qué negarlo, su mayor disponibilidad para el lector español– nos lleva a centrarnos en esta última, sin lugar a dudas uno de los primeros clásicos indiscutibles del cómic.

El protagonista de estas historias de una página dominical publicadas en el New York Herald, el pequeño Nemo del título, es un niño que noche tras noche viaja en sueños a un universo maravilloso para, al final, acabar despertando inevitablemente en la última viñeta. Hasta la llegada de ese despertar, McCay opta por mostrar al lector dicho mundo onírico con todo lujo de detalles –en una plasmación cercana a la estética modernista, con influencia de los grabados de Giovanni Battista Piranesi–[7]; en cambio, le escamotea en su mayor parte la vida de su protagonista en el mundo físico.

Que ya desde su segunda entrega la disposición de las viñetas en cada plancha y el tamaño de aquellas estuviese condicionado por el desarrollo de la historia y por las dimensiones de las figuras que interactuaban en ella ya podría haber vaticinado lo que acabaría ocurriendo en la entrega del 1 de diciembre de 1907[8]: la toma de (auto)conciencia como objeto ficcional. En dicha historieta, el pequeño Nemo y sus amigos, desesperadamente hambrientos, acaban comiéndose las letras que dan forma al título que encabeza la página, a pesar de la preocupación del protagonista ante un posible enfado por parte del artista.

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Fig. 2: El origen de la autoconciencia del cómic (Little Nemo in Slumberland, 1/XII/1907 [detalle]). © Taschen 2000.

A partir de entonces, los ejercicios de metalenguaje se van a suceder de forma más o menos regular en las páginas de Little Nemo. Destaquemos un par de ejemplos más: algo menos de un año más tarde, en la página del 8 de noviembre de 1908[9], el pequeño protagonista se daba cuenta de que a McCay se le había olvidado dibujar la parte inferior de la viñeta –por tanto, el suelo que pisa el personaje, la base del mundo onírico que habita mientras duerme–, y su atropellado descenso acababa con el niño despertándose en el suelo de su dormitorio tras caerse de la cama. Y en la entrega publicada el 2 de mayo de 1909[10], Nemo observa atemorizado cómo, inexplicablemente, el mundo que le rodea va transformándose a su paso: en realidad, no es sino que el estilo con el que McCay dibuja esta historieta se va simplificando, primero en el escenario, después en los personajes incluyendo al propio protagonista, hasta alcanzar un trazo esquemático propio de una mano infantil. El autor revela así el simulacro que supone toda creación artística: una impostura solo creíble para los entes irreales que (co)existen en ella... y, momentáneamente durante la exposición a la obra, para el público que suspende su estado de incredulidad y es capaz así de sumergirse en la ficción para vivir la experiencia que le propone el autor.

Esta apuesta por la autoconciencia, explorada por ese auténtico pionero de tantas cosas que fue McCay, alcanzará su cénit en la figura de George Herriman y su indispensable Krazy Kat. Pero un análisis exhaustivo de las piruetas metalingüísticas presentes en este clásico del tebeo excedería con mucho el espacio del que dispone la presente publicación; por lo tanto, animamos al lector a completar esa tarea, tan ingente como placentera, y le remitimos como herramienta en la que apoyarse al citado estudio de Trabado, del que extraemos este fragmento revelador:

«Existe en estas tiras [Krazy Kat] una reflexión sobre la confusión que existe entre la realidad y su representación, máxime cuando en un mundo dibujado crear otro dibujo supone dinamitar las diferencias entre la realidad del personaje y los dibujos que él crea.» (Trabado: 2012, 82).

Por nuestra parte, nos limitaremos a señalar que se trata de un cómic que no puede transferirse a otro medio que no sea la historieta, y cuya traslación a otro idioma resulta problemática por la gran cantidad de juegos lingüísticos que se pierden en la traducción. No en vano se ha comparado a Herriman con James Joyce, y se ha dicho de esta su obra maestra que es el primer cómic de naturaleza verdaderamente poética de la historia.

 

3. (Auto)ejercicios de estilo

A estos nombres se les ha sumado, en tiempo más cercano, el de otro autor que ha hecho del estudio de las posibilidades del lenguaje del cómic el centro neurálgico de buena parte de su obra: en sus fundamentales Understanding Comics. The Invisible Art (1993) y su secuela Reinventing Comics (2000), el citado Scott McCloud se ha acercado al mundo del cómic (más como lenguaje en el primero, más como objeto artístico e industrial en el segundo) con una voluntad de análisis seria y exhaustiva como solo se había visto en el fundacional El cómic y el arte secuencial (1990), del maestro Will Eisner. Pero por vez primera este acercamiento se llevaba a cabo desde el propio medio. Esto es: los de McCloud son dos cómics sobre cómics, sendas novelas gráficas en las que el propio autor ejerce de protagonista a modo de maestro de ceremonias en un viaje virtual por los universos infinitos de la historieta.

En lo que respecta al tema que nos ocupa, la primera de ambas obras se nos antoja fundamental: publicada en España con el título de Cómo se hace un cómic primero y con el más fiel de Entender el cómic. El arte invisible después, sus páginas revelan al creador de Zot! como un autor brillante a la hora de explicar cómo funciona el lenguaje de la historieta mediante el uso de sus mismas herramientas: a lo largo de nueve capítulos, McCloud propone una definición del vocablo cómic a partir de la propuesta previamente por Eisner (arte secuencial), desgrana la historia del noveno arte desde sus antepasados (algunas pinturas de las culturas egipcia y precolombinas) hasta nuestros días, analiza los distintos recursos expresivos de los que se vale la historieta para construir su relato y, en última instancia, explica la plasmación del paso del tiempo en un arte aparentemente estático e inmediato. Y todo ello, valiéndose con una brillantez asombrosa de los mismos instrumentos cuyo funcionamiento se dispone a desvelar.

 

Menos popular que la obra del anterior, pero precisamente por ello muy reivindicable dado su gran interés, es el libro 99 ejercicios de estilo (2005), de Matt Madden: autor vinculado al mundo de la historieta tanto en su entorno profesional (es profesor de cómic en la School of Visual Arts[11] y en la New School de Nueva York) como en el personal (está casado con la guionista y dibujante de cómics Jessica Abel), realiza aquí, en palabras del mismo Scott McCloud, una «pura diversión formalista, cortesía de una de las mentes más inventivas del cómic norteamericano. Una utilización inteligente y divertida de los muchos matices que tiene un cómic»[12]. Inspirándose en los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, Madden realiza noventa y nueve historietas de tan solo una página con otras tantas versiones de la misma anécdota banal: el protagonista –que no es otro que un trasunto del propio autor– está trabajando frente a la pantalla del ordenador, pero se levanta de la silla y se dirige –como descubriremos después– a la cocina; a mitad de camino, una voz –luego sabremos que es la de su esposa, Jessica– le pregunta la hora, y él le contesta, y cuando acto seguido alcanza el frigorífico y lo abre se da cuenta de que ha olvidado qué es lo que ha ido a buscar allí.

A partir de este hecho indudablemente trivial, Madden nos ofrece casi un centenar de variaciones en las que se suceden diversos estilos de trazo, perspectivas, textos, figuras... y hasta lenguajes, en la medida en que la topografía o la publicidad (por citar solo dos de los códigos utilizados aquí) no pueden ni deben considerarse subgéneros de la historieta:

«El lector encontrará aquí distintos puntos de vista, diversos estilos de dibujo, homenajes y parodias, además de interpretaciones que pueden llevar a contradecir el concepto generalizado de lo que es narrativo. Por ejemplo, ¿puede un mapa contar una historia? ¿Y una página llena de anuncios? No quiero decir que estas preguntas tengan una respuesta clara, sólo apuntar lo emocionante que resulta el pensar en la multitud de formas en que puede contarse una historia, la manera en que interactúan dibujo y texto, y en que esas historietas están relacionadas con otros medios visuales y narrativos.» (Madden: 2005, 12).

El autor titula «Modelo» a la primera de las historietas, y a partir de ahí construye el resto de variaciones: la 2, «Monólogo», sustituye el estilo directo por el indirecto al convertir al protagonista en un busto parlante que relata la situación de la que el lector ha sido testigo inmediatamente antes; la 3, «Subjetivo», está narrada desde el punto de vista del personaje principal y no por un narrador omnisciente; la 4, «Desde arriba», supone otra alteración de la perspectiva, esta vez convirtiendo a la esposa (hasta el momento personaje secundario e invisible) en protagonista de la historia; y así hasta alcanzar las historias 98 y 99, «Sin Jessica» y «Sin Matt» respectivamente, donde se nos cuenta la misma historia original prescindiendo de sus dos únicos personajes; de esta forma, 99 ejercicios de estilo concluye brillante e inquietantemente con la desaparición del autor.

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Fig. 3: El proceso de creación, desvelado al lector (99 ejercicios de estilo, 10: «¿Cómo se hace?»). © Sins Entido 2007.  

Pero entre unas y otras, y aunque no todas las propuestas brillen a la misma altura, Madden nos regala diversos homenajes, algunos bellísimos, a autores y estilos clave de la historia del noveno arte: de los pioneros Rodolphe Töppfer, Richard F. Outcault y los citados McCay y Herriman a Jack Kirby y el propio Scott McCloud, pasando por la línea clara de Hergé, la truculencia camp de la desaparecida editorial EC Comics y hasta las fotonovelas. Con todo, es de justicia destacar el ejercicio 10, «¿Cómo se hace?», en la que el autor revela cada uno de los pasos que conforman el proceso de creación del cómic al mismo tiempo que va desgranando el relato; una historia destacable no solo por su indudable brillantez, sino porque junto con otras de índole parecida son las que justifican el concurso de Madden y sus ejercicios de estilo en un estudio acerca del metalenguaje como este.

Sin duda alguna, McCloud y Madden son los autores cuyo trabajo resulta más revelador en cuanto a la naturaleza del medio, pues las novelas gráficas que llevan su firma desbordan las fronteras de la ficción para erigirse en verdaderos ensayos construidos mediante viñetas. Pero en la parcela de los cómics metalingüísticos tratados en el presente apartado no está de más citar a otros artistas, como los franceses Jean Giraud, ‘Moebius’, y Marc-Antoine Mathieu: del primero no queremos dejar pasar la ocasión de recomendar Inside Moebius, una de las últimas (y más osadas) obras, en la que el autor se encuentra con sus personajes más emblemáticos y autoconscientes de serlo, caso de Arzak, el teniente Blueberry o el Mayor Grubert de El garaje hermético. En cuanto a Mathieu, es de justicia llamar la atención sobre la serie protagonizada por Julius Corentin Acquefacques, inédita hasta la fecha en el mercado editorial español... probablemente porque no disponemos de una industria firme que sustente la manufacturación de álbumes en los que se experimenta con el lenguaje del cómic mediante troquelados, viñetas recortadas y demás recursos técnicos que hacen de cada entrega casi un libro pop-up.

Si atendemos a la historieta española contemporánea, merece atención un trabajo tan ambicioso como Sin título (2008-2011) de Rayco Pulido, que en principio se podría haber limitado a ser una novela gráfica de contenido social acerca de la problemática de la inmigración, pero que se transforma de inmediato en una reflexión acerca del proceso creador cuando se descubre que el que parecía destinado a ser el protagonista de la historia, uno de los guardias civiles encargados de vigilar el flujo de inmigrantes que llegan a España hacinados en pateras, no es sino el personaje central de Pie de trinchera, un cómic dentro del cómic. Un trabajo verdaderamente osado que mezcla con acierto ilustración y fotografía sin que chirríe el resultado final.

 

 

4. La vida en viñetas

Frente a la osadía de estos y otros autores de discurso metalingüístico propiamente dicho, otros más recientes se han limitado a hacer del cómic un objeto de reflexión al que acercarse desde parámetros únicamente temáticos, nunca formales. Esto es: han sustituido el metalenguaje por un relato que solo puede considerarse como metanarrativo si, como señalamos al principio, se admite este vocablo en su versión más libre. Este es el caso de muchos de aquellos escritores que han hecho del género autobiográfico el que articula buena parte de su producción y donde, por tanto, se muestran a sí mismos como autores de cómic plasmando los gozos y los sinsabores de su arte y de la industria en la que están inmersos.

Por supuesto, un listado exhaustivo de las obras que reflejasen esta temática en alguno de los episodios que recogen sería interminable[13], pero sí deberían destacarse por la importancia que adquiere en el relato la condición profesional del artista algunos casos concretos, empezando por tres autores de gran calado: el inevitable Will Eisner y sus historias autobiográficas recogidas en el volumen La vida en viñetas (Norma, 2009), muy especialmente «El soñador» y «El día en que me convertí en un profesional»; Art Spiegelman y su celebrado Maus (Mondadori, 2007), relato biográfico del padre del autor como superviviente del Holocausto, pero también autorretrato del propio Spiegelman en una obra que incluye incorporado en sí misma su making of, así como su antología de historietas breves Breakdowns (Mondadori, 2009), significativamente subtitulada «Retrato del artista como un joven [...]» a la manera de Joyce; y Carlos Giménez y su serie de álbumes Los profesionales (recopilada en DeBolsillo, 2011), donde el autor revela los entresijos de un capítulo importante de la industria del tebeo patrio basándose en su propia experiencia y en la de algunos de sus colegas (como Josep Maria Beà, Luis García o Pepe González)[14] durante su labor para la agencia Selecciones Ilustradas de Josep Toutain en la década de los sesenta.

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Fig. 4: El artista ante su creación: la sombra de Maus es alargada (Breakdowns). © Random House Mondadori 2009..

Sin llegar al nivel de excelencia de los anteriores, también merecen atención títulos como Diario de un álbum (Planeta, 2001) de Dupuy y Berberian; las dos entregas de Diarios de Festival (Dentro, 2006 y 2008), de Ángel de la Calle; El destino del artista, de Eddie Campbell (Astiberri, 2010); Los ignorantes, de Étienne Davodeau (La Cúpula, 2012)[15]; Otra puta novela gráfica, de Jorge de Juan (La Cúpula, 2012), o Portugal, de Cyril Pedrosa (Norma, 2012). Y ya dentro de las fronteras del manga, un universo mucho más rico y complejo que el estereotipo que del cómic nipón ofrecen los mass media, debe recordarse dos títulos tan recomendables como el monumental Una vida errante (Astiberri, 2009), de Yoshihiro Tatsumi, y Un zoo en invierno (Ponent Mon, 2010), de Jiro Taniguchi[16].

Al respecto también merecen mención aparte algunas de las historias recogidas en la antología AutobioGraphix (Glénat, 2006), que recopila historietas breves de Frank Miller, Sergio Aragonés, Will Eisner, Jason Lutes, Paul Chadwick, William Stout, Bill Morrison, Linda Medley, Diana Schutz & Arnold Pander, Matt Wagner, Eddie Campbell, Fabio Moon & Gabriel Bá, Stan Sakai, Metaphrog, Richard Doutt & Farel Dalrymple y Paul Hornschemeier.

Fuera del campo autobiográfico hay que señalar el poco transitado subgénero del cómic biográfico sobre personalidades ajenas del noveno arte, del que queremos dejar constancia de un par de títulos destacados: para empezar, El invierno del dibujante (Astiberri, 2010), de Paco Roca, reconstrucción de un hecho histórico acaecido a finales de los años cincuenta durante la época de esplendor de la llamada «Factoría Bruguera»: el abandono de la editorial por parte de los autores Cifré, Conti, Escobar, Giner y Peñarroya, que acabaron fundando la revista Tío Vivo. También merece leerse Las aventuras de Hergé (Norma, 2011), donde Bocquet, Fromental y Stanislas nos ofrecen una biografía en viñetas de Georges Rémi, más conocido por el sobrenombre de ‘Hergé’, con el gran acierto de imitar el estilo de línea clara que precisamente haría célebre después al autor de Tintín.

Frente a todos estos autores, que optan por tomar un camino si se quiere más convencional (aunque eso no vaya nunca en detrimento de la calidad y el interés de su trabajo, en algunas ocasiones incuestionable), en las líneas que siguen se ha optado por centrar nuestra atención en tres casos muy particulares: por un lado, un par de autores que han hecho de la historieta el objeto central de su relato pero al que, lejos de optar por mostrarse a sí mismos o a algún que otro colega célebre en tanto que artistas con sus cuitas, han decidido retratar el mundo del cómic desde un acercamiento puramente (o casi) ficcional –más allá de algunos elementos autobiográficos que se hayan colado, conscientemente o no, en la trama–; por otro, un escritor que consiguió introducir su propuesta cuasi experimental, que pasaba esta sí por un acercamiento metalingüístico stricto sensu, en el seno de la industria del cómic de ficción comercial estadounidense. Estos tres autores son el canadiense Seth, el neozelandés Dylan Horrocks y el británico Grant Morrison.

 

5. Seth: el mayor autor de cómics del mundo

El canadiense Gregory Gallant, más conocido por su alias artístico ‘Seth’, ha trascendido las fronteras de su país para convertirse en uno de los autores más relevantes y reverenciados del panorama independiente internacional. No en vano, y a la hora de resumir con su característica perspicacia en tan solo seis autores y una única viñeta el aumento de la diversidad de géneros en la evolución experimentada por el cómic en la década que va de 1984 a 1994[17], Scott McCloud se acordó de citar a Seth y a su título más celebrado, La vida es buena si no te rindes (1996)[18], que vuelve a citar varias veces en páginas posteriores, llegando a referirse explícitamente al debate que desde siempre ha acompañado a esta obra: «La vida es buena si no te rindes, de Seth, se consideró autobiográfica, aunque era ficción» (McCloud: 2001, 44). También se refiere a esta naturaleza mutante el crítico Bart Beaty en su reseña para el volumen colectivo 1001 cómics que hay que leer antes de morir, definiéndola con un aparente oxímoron, «La autobiografía ficticia de Seth» (Gravett: 2012, 650), para a continuación explicar así la razón del malentendido habitual:

«Aunque la historia describe a Seth, a sus amigos íntimos y a su colega dibujante Chester Brown tal como son en realidad, el nudo de la trama, que incluye un idilio romántico, es ficticio» (Gravett: 2012, 650).

En efecto, una lectura superficial de esta obra, serializada en su día en los números 4 a 9 de la revista Palookaville y recopilada luego en un solo volumen, dará a entender que nos encontramos ante un relato autobiográfico comme il faut: para empezar, el protagonista de la historia se llama como el autor, y el parecido físico entre ambos es incuestionable. Por si esto fuera poco, el personaje de Chet, que ejerce de réplica en los abundantes diálogos con el protagonista que jalonan el relato, no es otro que Chester Brown, al igual que Seth autor de cómics canadiense. Téngase en cuenta que nos encontramos ante tres autores –el tercero en discordia es el estadounidense Joe Matt, que acabó mudándose a Toronto–, amigos en la vida real, que han acabado retratando su vínculo de amistad en sus respectivas novelas gráficas, las cuales por lo tanto y en algunas ocasiones parecen formar parte de una obra total a seis manos donde los caminos de estos autores / personajes se entrecruzan constantemente, creando así un curioso microcosmos de ficción interrelacionado que no se reduce a la obra de uno solo de ellos. Así, Brown hace aparecer al autor de La vida es buena si no te rindes hacia el final de El Playboy (1992), que además dedica explícitamente «a Seth por su ejemplo como artista» (Brown: 2008, 4), de igual modo que dedicaría más tarde Pagando por ello (2011) –obra donde aparecen reflejados los tres– a Joe Matt: «Es un buen amigo y un personaje en las páginas siguientes» (Brown: 2011, III). Por su parte, Matt dedicaría su Pobre cabrón (2002) a ambos y también los retrataría en diversas escenas con conversación a tres bandas[19].

Pero si a tenor de las obras mencionadas Chester Brown y Joe Matt parecen obsesionados por el sexo (real o soñado, gratuito o de pago), a Seth solo parece obsesionarle una cosa: las ilustraciones. Y, por extensión, los cómics. No es por tanto de extrañar que aunque Fantagraphics no cuente con él en su catálogo –el canadiense publica en la nacional Drawn and Quarterly–, esta emblemática editorial independiente de Seattle haya contado con ilustraciones suyas para las cubiertas de la revista The Comics Journal o de publicaciones especiales como Top 100 Comics of the Century[20]. De hecho, una obra como La vida es buena si no te rindes se construye toda ella alrededor de la búsqueda que el protagonista lleva a cabo de un dibujante olvidado, y como él canadiense: Jack Kalloway, alias ‘Kalo’, descubierto azarosamente por Seth gracias al (único) chiste gráfico que aquel publicó en la página 37 del número de The New Yorker correspondiente a abril de 1951. Dicha página se reproduce, junto a otras diez muestras rescatadas de la obra gráfica de este artista, así como una foto suya en la ciudad de New York a finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, como apéndice al final del libro.

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  Fig. 5: La gran impostura: la página de The New Yorker con la que empezó todo... (La vida es buena si no te rindes). © Sins Entido 2009.

Ahora bien: la hipótesis que defiende la condición autobiográfica de La vida es buena si no te rindes se desmorona cuando se busca a Jack Kalloway en el índice de autores del indispensable The Complete Cartoons of The New Yorker para comprobar que no aparece por ninguna parte. Y es que, como más tarde ha confesado el propio Seth, Kalo no es sino una invención suya; un engaño que el autor de Ventiladores Clyde (2000) urde con malicia al proporcionar datos biográficos del personaje muy concretos[21] o al establecer un paralelismo entre este y un colaborador de The New Yorker sí real[22].

Esta condición ficticia del personaje es una de las características principales que hacen de La vida es buena si no te rindes una obra de gran calado: dado que la búsqueda de Kalo por parte de Seth es, en buena medida, la búsqueda de sí mismo, las concomitancias que surgen entre ambos –son compatriotas, coincidieron durante algunos años como ciudadanos de una misma población cuando Seth apenas era un niño, su estilo gráfico guarda ciertas similitudes, etcétera–, no son fruto del azar, sino que forman parte de un plan premeditado por parte del autor para reflejar la psicología de su trasunto ficcional, al que muestra como un individuo presa de una depresión crónica de la que es consciente y que asume con resignación, y que es capaz de juzgar constantemente y con gran dureza no solo a sus semejantes sino también a sí mismo.

Con todo, si La vida es buena si no te rindes puede considerarse una suerte de metacómic se debe no solo a la presencia de Kalo y de The New Yorker, «una de las revistas literarias más sofisticadas de América» (Seth: 2009, 37), sino a que su discurso remite constantemente a la tradición editorial de la que forma parte: ya desde su misma cubierta, el diseño y la tipografía no disimulan su deuda con la portada de Hauntings. Tales of the Supernatural (Doubleday, 1968), antología de relatos de terror editada por Henry Mazzeo y con ilustraciones del célebre Edward Gorey[23]. A continuación, y casi como una declaración de intenciones, la historia propiamente dicha arranca con el siguiente monólogo interior de su protagonista:

«Los dibujos siempre han sido una parte importante de mi vida. Me han afectado profundamente desde que era muy niño. No me refiero a los de Disney o los de la Warner o esas cosas. Hablo de tiras diarias, de chistes gráficos, de historietas. Ocupan una GRAN parte de mi mente. Parece como si siempre estuviera relacionando todo lo que me pasa en la vida con alguna historieta antigua o así. Si quieres que te diga la verdad, pienso demasiado en este tipo de cosas.» (Seth: 2009, 1-2).

Efectivamente, Seth (el personaje, y qué duda cabe que también el autor en cierta medida) articula su existencia a partir de su relación con los cómics; no solo dedica a ellos su vida profesional, sino que basa por entero su filosofía vital, el Evitacionismo, en una tira de Peanuts, de Charles Schulz:

«Mi actitud ante la vida debe más a “Carlitos”. Bueno, dentro de lo que te puede influir una historieta, claro. Lo cierto es que podría resumir mi vida en una sola tira de “Carlitos”. Linus habla con Carlitos, y cito: “No me gusta afrontar los problemas. Creo que la mejor forma de resolver un problema es evitándolo. Esa es mi filosofía...”. Y termina diciendo: “No existe problema, por grave que sea, del que no pueda huir”. Fin de la cita. Así soy yo, en blanco y negro. Un fiel seguidor del Evitacionismo, sin duda. Pero, no quiero que parezca que saqué eso de la tira... en todo caso, me reconocí en ella. Es una filosofía lamentable, pero cargo con ella.» (Seth: 2009, 95).

Pese a su postura evitacionista, una vez se interesa por el chiste gráfico de Kalo (en la medida en que se reconoce en él) al descubrirlo en un ejemplar de The New Yorker, el protagonista es incapaz de pasar por alto tal hallazgo y decide iniciar una búsqueda que ocupará el resto del relato, obligando al lector a sumergirse con él en un universo donde, como en el de Hicksville, de Dylan Horrocks, se sugiere que todo el mundo parece vivir por y para los tebeos[24]. Al hilo de dicha búsqueda, cabe señalar que en su desarrollo y desenlace puede verse un claro paralelismo con la investigación que centraba la película Ciudadano Kane (1941)[25], sustituyendo al remedo ficcional del magnate de la prensa William Randolph Hearst por el dibujante rescatado del olvido por Seth, que traslada así la propuesta a su propio terreno: el cómic.

La influencia del film seminal de Orson Welles está también presente en la construcción y estructura de otras dos obras de Seth: Wimbledon Green. El mayor coleccionista de cómics del mundo (2006) y George Sprott (1894-1975) (2009), pues en ambas se retrata a sus respectivos personajes titulares a partir de una reconstrucción caleidoscópica fruto de las declaraciones de varias personas que los conocieron personalmente o que al menos tuvieron noticia de su existencia. Pero si en esta última el imposible protagonista es un antiguo explorador del Ártico reconvertido en estrella de una televisión provincial, en Wimbledon Green sí entramos de lleno en la temática que nos ocupa.

En la primera página del cómic propiamente dicho, y en la que es por tanto su primera aparición, el personaje titular de la obra se refiere a sí mismo con estas palabras: «¿Sabe usted con quién está tratando? ¡Soy Wimbledon Green! ¡El mayor coleccionista de cómics del mundo!» (Seth: 2011, 14). Pero en las páginas precedentes Seth ya se ha encargado de poner al lector sobre aviso de que, aunque vuelve a centrar su atención en el mundo de la historieta, esta vez estamos ante una obra de ficción confesa y no una impostura como La vida es buena si no te rindes: y no solo porque las fotografías de los autores (ficticios) Lester Moore y Hal Drake reproducidas al comienzo sean ilustraciones y no fotos con un modelo fingiendo ser quien no es, sino también porque el propio Seth explica en el prólogo el origen de Wimbledon Green como un personaje ficticio... aunque no se resista a querer mantener un tanto la magia de la fabulación llegando a recomendar que «igual es preferible que lean esto como epílogo en vez de como introducción» (Seth: 2011, 11). Al parecer, el germen de la obra radica en el interés que despertaba en el autor una fórmula común a algunos cómics de sus colegas Daniel Clowes, David Heatley y Chris Ware (al que está dedicado el presente libro)[26]: «un planteamiento con el que cuentas una historia larga mediante diferentes historias cortas inconexas. La acumulación es lo que proporciona la imagen general». (Seth: 2011, 11). De nuevo, el interés por el medio, en este caso por sus posibilidades expresivas en concreto, está en el origen de todo. Pero aún hay más:

«Durante esa época también estaba leyendo un maravilloso libro sobre bibliófilos titulado A Gentle Madness, de Nicholas A. Basbanes. El comportamiento obsesivo y excéntrico de esos coleccionistas de libros me pareció un material estupendo para crear personajes, y no me costó mucho esfuerzo transferirlos del mundo de las primeras ediciones al mundo del comic-book.« (Seth: 2011, 11).

Por supuesto, llegado este punto a ningún lector de La vida es buena si no te rindes podría sorprenderle lo más mínimo esta última confesión. De hecho, al propio Seth no le resulta demasiado ajeno ese mismo «comportamiento obsesivo y excéntrico» en cuanto a su condición de coleccionista de historietas.

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Fig. 6: La gran impostura (y 2): la fotografía dedicada de Hal Drake, el autor de The Green Ghost. (Wimbledon Green). © Sins Entido 2011.  

Esta, en definición del propio Seth, «amable chanza del mundillo del cómic» (Seth: 2011, 11) es en efecto una obra paródica, aunque solo en sus pretensiones más superficiales: dejando a un lado que su lectura deja en el lector un gran poso de amargura y melancolía, Wimbledon Green presenta no pocos puntos de interés, sobre todo en lo que respecta al objeto de estudio del presente artículo. Para empezar, y como decíamos antes, que su estructura se articule en torno a las opiniones que del personaje principal manifiestan otros de carácter secundario, por un lado, posibilita mostrar toda una retahíla de arquetipos propios de ese mundillo del cómic al que se refería el autor: una comedia humana constituida por autores, editores y lectores, vendedores y coleccionistas, historiadores y aficionados; y por otro, sugiere a Seth experimentar con la composición de las páginas y la superposición de géneros y formatos (más que de estilo gráfico, que como veremos se manifiesta más o menos uniformemente).

Por lo tanto, Seth acaba ofreciéndole al lector historias dentro de la historia central al estilo de los clásicos medievales Decamerón, de Boccaccio, y Los cuentos de Canterbury, de Chaucer. Es el caso de la humorística «Una aventura de “Fan-Boy Green”» –que concluye con el mismo recurso que utiliza Matt Madden en su ejercicio de estilo 27, precisamente su «Historieta de humor»– o la más extensa «The Green Ghost», una suerte de thriller en dos partes donde, con brillantez, Seth transpone el universo de los coleccionistas de cómics a un entorno más propio de las novelas y películas de espionaje al estilo de Ian Fleming, el padre de James Bond: en sus páginas no faltan agentes secretos, persecuciones trepidantes, sabotajes aéreos, aliados exóticos, bóvedas secretas, espías con nombres clave como Sr. Grapa o Sr. Tinta... y hasta un villano de postín, el coleccionista (y presunto ladrón de cómics) Jonah, que físicamente se nos antoja un sosias del propio Seth. En la propia transposición genérica radica buena parte de la carga paródica de la propuesta, pero no toda: no en vano la historia se titula «The Green Ghost» («El Fantasma Verde»), para luego descubrir que el verdadero protagonista no es el héroe superheroico de reminiscencias pulp creado por Hal Drake, sino el propio Wimbledon Green, y la justificación del título proviene de que el macguffin[27] de esta historia es el mítico primer número de The Green Ghost, que finalmente no tuvo continuidad y que por tanto se convirtió en una preciada pieza de coleccionista. De esta forma, Seth antepone la ficción a cualquier otra consideración, concediéndole el honor de reservarse el título para sí.

Pero si hay una historia independiente que merece ser tratada con más detenimiento, esa es «Fine and Dandy»: subtitulada como «Una conferencia breve de Wimbledon Green», se trata de ocho páginas en las que el protagonista de la obra nos cuenta la historia de la creación más popular de Lester Moore, una serie de 36 números publicados entre 1946 y 1951 protagonizada por los dos vagabundos del título, «no muy distintos de Laurel y Hardy» y que su autor «concibió como un estudio de contrastes» (Seth: 2011, 93). Esta historia es una transposición al lenguaje del cómic de un discurso más propio de otro código (como conferencia, debiera ser un texto de naturaleza oral: un acto público en directo o la grabación del mismo mediante un artilugio técnico) llevada a cabo hasta sus últimas consecuencias: la cabecera de la misma, como ocurría con «The Green Ghost», es idéntica a la del objeto que trata, e incluso concluye de la misma forma que este: «El último número acababa como casi todos los números de la serie. Con una viñeta de esos dos queridos vagabundos alejándose en silencio por el camino infinito» (Seth: 2011, 99). Ni que decir tiene que este será también el final de Wimbledon Green, en la que el protagonista, durante un paseo nocturno por las calles de la gran ciudad, rememora algunos episodios de su infancia en busca de, si se nos permite recurrir de nuevo al símil de Ciudadano Kane, su Rosebud particular.

Junto a estas historietas autoconclusivas, el discurso central de la presente novela gráfica es, como señalábamos, las declaraciones de diversos personajes relacionados con el mundo del cómic (editores, vendedores de tiendas especializadas, empleados de empresas de subastas, coleccionistas rivales, el propio Wimbledon Green) acerca de la personalidad del desaparecido protagonista, que también podría ser o no el misterioso Don Green ya envejecido o alguien ajeno al mundillo del cómic como el coleccionista de monedas H. Arbor Grove, y al que se define como un hombre capaz de saber la fecha de publicación de un comic book observando la posición de las grapas o qué editorial lo imprimió olfateando el papel y la tinta, así como de valorar su precio en el mercado a cien metros de distancia. Se trata de una sucesión de entrevistas en las que los distintos personajes rompen la convención de la cuarta pared y hablan directamente a un lector que se ve obligado así a usurpar el papel del entrevistador / investigador que representaban por igual el periodista del film de Welles y el protagonista de La vida es buena si no te rindes.

Finalmente, cabe destacar la uniformidad del estilo caricaturesco que el autor imprime a la presente obra, sea cual sea el episodio que se relate en el momento; una decisión que aunque el autor achaca a su, al menos en este caso, escasa ambición formal –«Todo el libro está dibujado siguiendo el principio de “así ya está bastante bien”» (Seth: 2011, 11)–, parece pensado para unificar el discurso como uno solo y dar a entender por consiguiente que en la vida todo, tanto la realidad (entendida como el plano superficial del relato: la realidad de Wimbledon Green y sus semejantes) como la ficción que en ella se contempla (las peripecias de The Green Ghost o las desventuras de Fine y Dandy), viene a ser el mismo tebeo[28].

 

6. Dylan Horrocks: Comicville

Con Hicksville, novela gráfica publicada por vez primera en 1998 y reeditada en 2010 con una nueva y pequeña historieta a modo de introducción, el neozelandés Dylan Horrocks, como Seth un fanático irredento de los cómics[29], parecía atreverse a materializar lo que aquel apenas sugirió en La vida es buena si no te rindes: la posibilidad de un microcosmos –allí Strathroy, aquí la localidad que da título al libro– donde «a todo el mundo le gustan los tebeos» (Horrocks: 2011, contracubierta).

La asociación entre estas dos obras no es gratuita: al margen de que ambas estén publicadas por Drawn and Quarterly, de que sus autores se autoimpongan incluir al final de sus respectivas obras sendos glosarios que aclaren muchas de las referencias del relato de cara a los lectores no iniciados, y de que en sus páginas los dos se confiesen por igual seguidores de Peanuts y Tintín desde su más tierna infancia, Hicksville debe mucho al relato falsamente autobiográfico de Seth en la medida en que su trama también se centra en la investigación que rodea a un autor de cómics, esta vez vivo y en activo, por parte del personaje que podríamos considerar como principal (aunque finalmente la trama adquiera tintes de relato coral).

Horrocks cuenta aquí la peripecia de Leonard Batts, un periodista y crítico de cómics que afirma ser de Los Ángeles –más tarde se descubrirá que, como Seth, Kalo e incluso H. Arbor Grove, uno de los posibles alias de Wimbledon Green, es canadiense–, y que ejerce de colaborador de la revista especializada Comics World además de ser autor de El Rey, una biografía de Jack Kirby[30]. Su nuevo proyecto, un trabajo sobre Dick Burger, la última estrella del cómic mundial (y, de paso, también de los blockbusters de Hollywood) gracias a su superhéroe Capitán Tomorrow, lo lleva a viajar hasta el lugar donde aquel nació y vivió hasta su traslado definitivo a Estados Unidos: la pequeña localidad australiana de Hicksville, un lugar de lo más pintoresco donde el hecho de que nadie tome café pero todos consuman té no será lo más extraño que descubrirá allí.

Y es que en Hicksville todos los ciudadanos, con la salvedad de una chica que responde al nombre de Grace (primera lugareña a la que Leonard conoce poco antes de llegar al pueblo), son lectores de cómics; más aún, todos conocen muchos pormenores de la historia del medio y debaten a menudo sobre el asunto, ejerciendo de críticos amateur y llegando al punto de entablarse una pelea entre dos adultos por defender quién es mejor dibujante, si Edgar P. Jacobs (autor de Las aventuras de Blake y Mortimer) o Sergio Aragonés (colaborador de Mad y dibujante de Groo). Por si esto fuera poco, la tetería (que no cafetería) más popular del pueblo se llama The Rarebit Fiend (en claro homenaje a la primera obra destacable de Winsor McCay), y la fiesta anual del pueblo recibe el nombre de Callejón de Hogan (Hogan’s Alley, como la tira de prensa de Richard F. Outcault de la que surgió su popular The Yellow Kid) y consiste en un gran evento en el que los ciudadanos se disfrazan de sus personajes de cómic predilectos[31].

Esto, que podría haberse quedado en una lectura paródica del tema como lo sería, por ejemplo, la historieta «The Green Ghost» de no estar incluida en una obra de las características de Wimbledon Green, va mucho más allá gracias a la pericia narrativa de Horrocks, que desde el primer momento fusiona niveles de lectura diferentes: para empezar, en el cuerpo central del relato aparece un cómic de época protagonizado por el capitán James Cook, el descubridor inglés de Nueva Zelanda; un cómic que el autor ya se ha encargado de adelantar páginas atrás introduciéndolo en un primer nivel de la narración, donde él mismo se autorretrata en su residencia en Reino Unido recibiendo por correo unas muestras de dicho tebeo que al parecer son enviadas por su autor, un misterioso habitante de Hicksville que responde al nombre de Augustus E. Estamos por tanto ante una variante muy sui generis de la popular técnica del manuscrito encontrado, habitual en la tradición literaria gracias a títulos como el Quijote de Cide Hamete Benengeli en versión de Miguel de Cervantes (sic), San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno, o, ya fuera de nuestras fronteras, algunos relatos de H. P. Lovecraft, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, o, por supuesto, el cuento de Edgar Allan Poe Manuscrito hallado en una botella y la novela de Jan Potocki El manuscrito encontrado en Zaragoza.

Acto seguido, y en el plano de lectura correspondiente al personaje de Leonard Batts y su periplo en Hicksville, Horrocks introduce no solo páginas de esa misma historieta ambientada en el siglo xviii, sino también pasajes del cómic Capitán Tomorrow: Renacimiento (el que convirtió a Burger en un autor de primera fila) y un par de ejemplares completos de Pickle, la serie de pequeños cuadernillos autobiográficos y humorísticos que realiza Sam Zabel, otro autor de cómics local aunque de mucho menos éxito que Burger, y que publica Hicksville Press, la pequeña editorial independiente que gestiona la señora Hicks –de nombre nada casual: Hicksville podría traducirse como El pueblo de Hicks– en la parte trasera de la librería y biblioteca de intercambios de la localidad, negocio del que esta «anciana adorable en plan tía May»[32] (Horrocks: 2011, 95) es propietaria.

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Fig. 7: Un estupefacto Leonard descubre uno de los tesoros que esconde la biblioteca de Hicksville: varias copias en perfecto estado de Action Comics n.º 1 (junio 1938), la primera aparición de Superman (Hicksville). © Astiberri 2010.

Por supuesto, hay más citas: en la página 60, un interludio onírico en el que Leonard está soñando, Horrocks apuesta por una osada disposición de viñetas al estilo de los pioneros McCay y Herriman, y en la página siguiente el personaje se cae de la cama para despertarse del mismo modo que le ocurría al pequeño Nemo –por si queda alguna duda, un cuadro en la pared del dormitorio se encarga de recordarnos la obra maestra de McCay–. Además, cada capítulo está encabezado por una cubierta de comic book (ficticia) y una cita textual de una personalidad (real) del mundo del cómic: Jack Kirby, Stan Lee, Will Eisner, Al Capp, Osamu Tezuka, Martin Goodman, Joe Simon, Steve Englehart, Kirk Alyn[33], George Herriman y Milton Caniff.

Por otro lado, y como ya hiciera Seth en Wimbledon Green, Horrocks también apuesta por la acumulación de formatos: los cómics dentro del cómic, el monólogo interior, la reproducción de cartas manuscritas y mapas... Recursos estos a los que hay que añadir algunos cambios leves en el trazo de los personajes y los ambientes, configurando un relato cuyo desenlace explica por qué los habitantes de Hicksville odian tanto a Dick Burger y cuál es el oscuro secreto que oculta el faro de la localidad, dos elementos que nos guardaremos mucho de desvelar aquí pero que en cierta medida establecen un vínculo entre esta obra de Dylan Horrocks y otro cómic igual de recomendable aunque muy distinto, puesto que pertenece al género fantástico y forma parte del mainstream: The Sandman, la premiada serie escrita por Neil Gaiman y dibujada por una larga nómina de artistas a cual mejor.

Como puede verse, esta propuesta de Horrocks –dedicada por cierto al teórico Paul Gravett, ya citado en este artículo– no está muy lejos del universo de Seth, pero si el canadiense ha permanecido fiel a su universo, Horrocks se dejó tentar (como sus personajes Dick Burger y Sam Zabel) por los cantos de sirena de la gran industria (léase DC Comics), esa misma industria que se aprovechaba del talento de los autores veteranos[34], y acabó por traicionarse a sí mismo:

«Tras la publicación de Hicksville, empecé a recibir ofertas de trabajo por parte de las grandes editoriales de cómic norteamericanas. Pagaban muy bien y trabajé con gente agradable... pero las historias no surgían con facilidad. Por primera vez en mi vida, estaba creando tebeos que no podía respetar. A medida que pasó el tiempo, se me fue haciendo cada vez más difícil escribir y dibujar mis propios tebeos. Pronto, ya sólo ver un cómic bastaba para llenarme de desasosiego. Dejé de encontrarle sentido...» (Horrocks: 2011, VIII).

Efectivamente y para pesar de toda una legión de admiradores, la propuesta de Hicksville no tuvo una continuidad regular, si bien Horrocks volvería al universo de su aplaudida novela gráfica en algunas de las historias incluidas en su serie Atlas (2001), tres números publicados por Drawn and Quarterly en Canadá pero que todavía no han visto la luz en nuestro país.

 

7. Grant Morrison: el Amo de los Espejos

1986 fue el año en que vieron la luz dos obras destinadas a cambiar la historia del cómic estadounidense para siempre: Watchmen y Batman: The Dark Knight Returns[35]. La primera, con guion de Alan Moore y dibujos de Dave Gibbons, y la segunda escrita e ilustrada por Frank Miller, se revelaron como dos relatos crepusculares capaces de poner en tela de juicio un buen número de los supuestos que habían venido sustentando el género superheroico desde que la aparición de los personajes de Superman y Batman a finales de la década de los treinta constituyera su punto de partida.

El éxito, no solo de crítica sino también de público –este último más importante en la medida en que posibilitó mucho de lo que vino después–, de estas dos propuestas de DC Comics convenció a la por aquel entonces directora de la editorial Jenette Kahn de la necesidad de reclutar a algunos de los guionistas británicos que habían llamado la atención de crítica y lectores del Reino Unido en las páginas de la mítica revista 2000 AD o con su labor para la división inglesa de su máxima rival, Marvel Comics. El buque insignia de esta nómina de fichajes fue, por supuesto, el mencionado Alan Moore, pero gracias a esta iniciativa (que, entre otras consecuencias, acabaría originando la creación del sello para lectores adultos Vertigo en 1993) también empezaron a publicar al otro lado del charco autores como Jamie Delano, Peter Milligan, el citado Gaiman... o el que estaba llamado a redefinir algunos personajes superheroicos tan icónicos como los propios Superman y Batman, y con ello a revolucionar un tanto el adocenado panorama del cómic mainstream: Grant Morrison.

Si convocamos en el presente texto a este guionista escocés nacido en 1960 es gracias a su primer trabajo para DC Comics: Animal Man (1988). Dado que se trataba de una nueva serie protagonizada por un personaje prácticamente olvidado desde hacía décadas, y con la intención de repetir la jugada ganadora del Swamp Thing (La Cosa del Pantano) puesto al día por Moore, la editorial dio a Morrison carta blanca para desarrollar libremente sus obsesiones. El público, toda una legión de lectores cansados del más de lo mismo y agradablemente sorprendidos por algo que les parecía nuevo, pronto descubriría que una de esas obsesiones era la metaficción.

Pero eso todavía tardaría unos meses en llegar: aunque finalmente acabaría encargándose de escribir los primeros veintiséis números de la colección[36], Morrison se había planteado Animal Man como una miniserie de tan solo cuatro en la que iba a ofrecer, disfrazado de relato superheroico, un panfleto militante a favor de la causa ecologista y los derechos de los animales, utilizando para ello la figura del personaje central como una suerte de personificación de la consciencia del reino animal, al estilo de lo que la mencionada Cosa del Pantano venía a ser para la flora del planeta Tierra.

Fueron los lectores los que, con el apoyo que brindaron a su propuesta, obligaron a Morrison a esforzarse por superar un bloqueo creativo que amenazaba la continuidad de la misma; algo que el autor logró gracias a «El Evangelio del Coyote», quinto número de la colección y todavía hoy una de las historias favoritas de entre las escritas por Morrison tanto para sus seguidores como para él mismo. Con este homenaje a los cinéticos cartoons de la Warner[37], por vez primera en la colección y con la complicidad de los dibujantes Chas Truog y Brian Bolland (este último autor de las cubiertas), Morrison revelaba sin tapujos el carácter ficcional del relato, ejecutando así una pirueta metalingüística que daría mucho más de sí en entregas posteriores.

Tras otros dos números más de carácter independiente (uno relacionado con la macrosaga DC del momento y el otro un precioso homenaje a Watchmen protagonizado por un enemigo de tercera categoría), en el octavo cómic de Animal Man Morrison hacía debutar al villano Evan McCulloch, alias Amo de los Espejos –apelativo que, para el caso, le venía ni que pintado al propio escritor; además, ambos son escoceses–, y sembraba unas semillas que acabarían floreciendo del todo en el número 26 y último de su etapa. De esta forma, los autores iban a construir una historia de largo recorrido durante diecinueve episodios en los que el guionista redefine no solo al personaje de Animal Man dentro del universo de ficción al que pertenece, sino también la figura del superhéroe en general como icono cultural de nuestro tiempo. En este relato, que podríamos titular «Deus ex machina» rescatando el lema que encabeza el último capítulo, Morrison deconstruye el icono del superhéroe, relegándolo a un papel secundario en ocasiones, multiplicándolo en otras, llevándolo a través del tiempo y el espacio, y sometiéndolo a un descenso a los infiernos tan metafórico como (casi) literal, hasta conducirlo por fin al encuentro con su creador, que no es otro que el propio Grant Morrison. Él mismo lo explica así:

 

«Para mí, la clave radicaba en llevar “el realismo” al siguiente nivel. ¿Cuál era la realidad tangible y demostrada de los superhéroes del cómic? ¿Qué era en realidad un superhéroe? ¿Cuál era el intercambio, la relación, entre nuestro mundo real y sus universos de papel? ¿Qué ocurría cuando nos pasábamos la vida con los superhéroes en nuestras manos y en nuestras cabezas?
Si realmente fuesen reales, ¿qué aspecto tendrían? La respuesta resultó ser tan sencilla como obvia. [...]
Mis experimentos en Animal Man fueron descritos por los críticos como “metaficción”, o ficción sobre la ficción, y puede que para algunos lectores esa fuese una forma fácil de entenderlo, aunque, personalmente, sentía que tenía entre las manos algo mucho más concreto, menos abstracto o teórico. [...]
En Animal Man, con la ayuda del ilustrador Chaz [sic] Truog, creé una versión en papel de mí mismo que podía integrarse en el universo de dos dimensiones de DC. Envié a mi avatar dentro de las páginas del cómic para que el personaje de Animal Man, al conocerle, confirmara sus sospechas de que la historia de su vida había sido escrita por un demiurgo gnóstico supremo. También expliqué a mi personaje que quienes escribían su vida necesitaban incluir el dramatismo, la conmoción y la violencia para hacerla interesante. Esta idea implicaba que quizá nuestras propias vidas estuviesen “escritas” para entretener o instruir a un público situado en perpendicular a nosotros al que nunca podríamos conocer, que interactuaba con nosotros por medio de mecanismos casi incognoscibles, pero que podrían intuirse en la relación entre el mundo del cómic y el mundo de su creador y su público.
Intenté condensar la dolorosa autoconciencia adolescente que se había apoderado de los cómics de superhéroes en un único personaje: cuando Buddy Baker, el álter ego de Animal Man, sintió la extraña presencia del lector, volvió la cabeza para mirarle y le gritó: “¡Puedo verte!”. Estábamos ante el superhéroe espiado que por fin se enfrentaba al lector voyeur. Quería que los superhéroes nos mirasen a la cara.» (Morrison: 2012, 259-261).

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  Fig. 8: La ruptura de la cuarta pared más osada del cómic de superhéroes de todos los tiempos (Animal Man). © Planeta de Agostini 2011.

Palabras estas de Morrison que pueden aplicarse, con las lógicas modificaciones, a obras literarias de renombre: es el caso del Quijote y la presencia en sus páginas del mismo Miguel de Cervantes; el episodio de Hamlet en el que los cómicos ambulantes representan una reveladora función teatral para los reyes de Dinamarca a petición del príncipe y escrita por él mismo; la parte final de Niebla, en la que Augusto Pérez, personaje, y Miguel de Unamuno, autor, se encuentran frente a frente[38]; o, ya en el siglo xx, el relato de Julio Cortázar «Continuidad de los parques» (primero del libro Final del juego), con su característica estructura circular. Y es que, como estas y otras obras, Animal Man es un relato que hace gala de varios niveles de lectura, repleto para la ocasión de referencias a Albert Einstein y Alicia en el País de las Maravillas, la Edad de Oro de los tebeos de superhéroes, las drogas alucinógenas y la cultura chamánica, además del discurso ecologista de un Morrison que por aquel entonces se acababa de convertir al veganismo más radical y combativo.

Por supuesto y como ya hemos visto, esta lectura metaficcional no era algo nuevo en el medio: ya estaba presente en algunas de las páginas que a principios del siglo pasado elaboraron pioneros como Winsor McCay o George Herriman. Lo más sorprendente del asunto es que, al contrario de lo que le sucedió a Dylan Horrocks, Grant Morrison sí supo adaptarse al gran mercado del cómic comercial. Y no solo eso: con Animal Man y, en menor medida, su posterior etapa al frente de The Doom Patrol (1989), consiguió dinamitar el cómic de superhéroes poniendo en entredicho tanto su lado más naif, repleto de ingenuidades y lugares comunes, como sus aspectos más oscuros y moralmente cuestionables, pero siempre desde dentro de la propia industria e incluso desde dentro de las coordenadas del mismo género. Así, su talento empezaba a despuntar en un par de series en formato comic book que se vendían junto al resto de cabeceras mensuales de DC protagonizadas por los personajes de la compañía; artículos culturales y productos de consumo aparentemente inofensivos, pero que escondían en su interior un explosivo con temporizador... que acabaría explotando en las páginas de una posterior obra del autor considerada como el súmmum de su postura ante la ficción popular del siglo XX: Los Invisibles (1994). Pero, como suele decirse, esa ya es otra (meta)historia.

 

 

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NOTAS


[1] En las líneas que siguen usaremos las voces cómic, historieta y tebeo como sinónimos referidos a la generalidad del objeto de estudio, y reduciremos el uso del término novela gráfica a algunos títulos muy concretos que nos parecen tales de forma inapelable. Para profundizar en la cuestión de la nomenclatura, consúltese García: 2010.
[2] Respecto de esta temática en particular, consúltese Fernández: 2010.
[4] Admitimos aquí el prefijo meta- con la misma libertad con la que se aplica las etiquetas de metacine o metapelícula a todos aquellos filmes cuyo argumento refleja algún aspecto del séptimo arte: los casos son innumerables, de El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) a La invención de Hugo (Martin Scorsese, 2011) pasando por (Federico Fellini, 1963), La noche americana (François Truffaut, 1973) o Ed Wood (Tim Burton, 1994), aunque no revelen en ningún momento su propia naturaleza como ente de ficción... como sí hacen, por ejemplo, la tramoya visible al final del episodio «Los Wurdalak» de Las tres caras del miedo (Mario Bava, 1963), el celuloide ardiendo de Persona (Ingmar Bergman, 1966), el desenlace de Arrebato (Iván Zulueta, 1980) o la secuencia rebobinada por los propios personajes de Funny Games (Juegos divertidos) (Michael Haneke, 1997). Cuatro casos, estos últimos sí, de metacine puro.
[5] Término empleado previamente por otros teóricos del medio; véase, por ejemplo, Varillas Fernández: 2005.
[6] «Dentro de la obra de McCay, la serie que más profundiza en la veta metalingüística es, por supuesto, Dream of the Rarebit Fiend». (Trabado: 2012, 142).
[7] No en vano Art Spiegelman, galardonado con el premio Pulitzer por su cómic Maus, consideraba a McCay «el arquitecto del cómic». (Cit. en Trabado: 2012, 17).
[8] Vid. McCay: 2000, 120.
[9] Idem, 169.
[10] Idem, 194.
[11] Organismo para el que Will Eisner trabajó como profesor de arte secuencial durante quince años, y de cuyas clases y su preparación extrajo el material para una serie de ensayos publicados en la revista The Spirit que, recopilados con posterioridad, dieron lugar al citado El cómic y el arte secuencial, título pionero en el estudio del medio.
[12] Cit. en Madden: 2005, contrasolapa.
[13] Pese a ello, no resistimos la tentación de recomendar, aunque sea a pie de página, la obra autobiográfica (o al menos autobiográfica en buena parte) de autores como, en estricto orden alfabético, Felipe Almendros, Jonathan Ames, Aurélia Aurita, Hideo Azuma, David B., Parsua Bashi, Edmond Baudoin, Alison Bechdel, Gabrielle Bell, Ramón Boldú, Émile Bravo, Jeffrey Brown, Ed Brubaker, Nacho Casanova, Robert Crumb, J. M. DeMatteis, Rachel Deville, Miguel Fuster, Miguel Gallardo, Gipi, Pascal Girard, Sarah Glidden, Phoebe Gloeckner, Dominique Goblet, Justin Green, David Heatley, Hiromi Hiraguchi, Olivier Ka, Miriam Katin, Peter Kuper, Liniers, Willy Linthout, Ulli Lust, Lars Martinson, Fabrice Neaud, Joe Ollmann, Bruce Paley, Harvey Pekar, Rosalind B. Penfold, John Porcellino, Rubén del Rincón, Alex Robinson, Paco Roca, Joe Sacco, Juanjo Sáez, Aitor Saraiba, Marjane Satrapi, Riad Sattouf, David Small, Craig Thompson, Adrian Tomine, Vázquez o Karlien de Villiers.
[14] A este último autor, ya fallecido y popular por su trabajo con el personaje de Vampirella para el mercado anglosajón, Giménez le dedica la serie biográfica recién iniciada y por tanto todavía inconclusa Pepe (Panini, 2012 y ss.).
[15] En la medida en que, siendo el retrato de la amistad que une al viticultor Richard Leroy y al propio autor y el intercambio de experiencias y anécdotas entre ambos, varios de los episodios están relacionados con la industria del cómic: la labor de la editorial, la visita a festivales especializados, las relaciones amistosas con otros autores, etcétera.
[16] La creación y publicación de un cómic también supone el núcleo de otra serie manga, aunque recree los acontecimientos en clave de ficción: la reciente Bakuman, de Tsugumi Ohba y Takeshi Obata.
[17] El resto de autores y obras que tuvieron el honor de ser seleccionados para tal menester fueron Jeff Smith (Bone), Reed Waller (Omaha), Joe Sacco (obra no identificada), Dave Lapham (Balas perdidas) y Linda Medley (Castle Waiting). Vid. McCloud: 2001, 17, viñeta 4.ª.
[18] It’s a Good Life, If You Don’t Weaken fue editada en nuestro idioma primero como La vida está bien si no te rindes y después como La vida es buena si no te rindes; también se la ha llamado La vida es bella, si no desfalleces (Vid. Gravett: 2012, 650). El título que se ha utilizado en el presente ensayo es el más aceptado comúnmente, y por ello ha sido el elegido a la hora de unificar las referencias a dicha obra con el fin de evitar confusiones.
[19] En la dedicatoria de La vida es buena si no te rindes, además de a otros conocidos, Seth también menciona a sus dos colegas.
[20] En el caso del número 197 de The Comics Journal, Seth se autorretrata caminando por la calle felizmente absorto en la lectura de un tebeo y totalmente ajeno a la muchedumbre que le rodea; en cambio, para la cubierta de Top 100 Comics of the Century opta por un retrato coral de un gran número de personajes populares de la historieta, de Yellow Kid, de Richard F. Outcault, a Jimmy Corrigan, de Chris Ware, pasando por varios personajes de DC y Marvel, el icónico Alfred E. Neuman del magazine humorístico Mad, Robert Crumb, Buddy Bradley, de Peter Bagge (Odio); Enid, de Daniel Clowes (Ghost World), o Hopey Glass, de Jaime Hernandez (Locas). Vid. Merino: 2003, 168-169.
[21] «Según el Registro, nació en Goderich, Ontario, el 23 de mayo de 1914 y murió el 6 de noviembre de 1979 en Strathroy, Ontario, con sesenta y cinco años». (Seth: 2009, 70).
[22] «El otro dibujante canadiense del “New Yorker” que conozco es Richard Taylor». (Seth: 2009, 52).
[24] En Strathroy, pueblo al sudoeste de Ontario en el que Seth vivió mientras cursaba de primero a quinto curso, dos adolescentes se burlan de él y de su vestimenta –tanto el autor como el personaje siempre visten de traje y van tocados con sombrero a juego–, simulando que lo confunden sucesivamente con Dick Tracy y Clark Kent. El primero es el popular detective de mandíbula cuadrada de la tira de prensa homónima de Chester Gould; el segundo es el álter ego civil de Superman, el superhéroe más famoso de todos los tiempos, creado por Jerry Siegel y Joe Shuster y publicado por DC Comics. Vid. Seth: 2009, 94.
[25] Célebre película de Orson Welles, considerada por muchos como la mejor de la historia del cine, a la que Seth hace referencia explícita al mencionar que su madre y su hermano disponen en casa de una copia en vídeo. De ser este un apunte verdaderamente autobiográfico, el autor habría tenido la oportunidad de verla allí en más de una ocasión. Vid. Seth: 2009, 132-133.
[26] Chris Ware, figura capital del cómic independiente contemporáneo y uno de los autores más experimentales y atrevidos del medio, también cuenta con su propio personaje coleccionista de cómics: Rusty Brown, obsesionado desde niño por los tebeos de superhéroes en general y por el personaje de Supergirl, la prima de Superman, en particular.
[27] Término para el caso muy apropiado por su origen cinematográfico, que se suele atribuir al realizador Alfred Hitchcock, y que podría definirse como una excusa utilizada para impulsar el arranque y desarrollo de la trama pero que, a la postre, se demuestra como un elemento sin verdadera relevancia o incluso vacío de contenido. Vid. Truffaut: 1995, 115-118.
[28] Merece destacarse la espléndida edición de la obra, en formato pequeño con las tapas en imitación de tela, letras y figura doradas en relieve y puntas bordeadas a modo de cuaderno, y con guardas donde se reproducen unas páginas de las dos obras de ficción (en este caso, doblemente de ficción) más importantes del relato: The Green Ghost y Fine and Dandy.
[29] Para conocer las lecturas que abonaron la afición de Horrocks, véase la entrevista incluida en la entrada «Conversaciones perdidas: Dylan Horrocks» del blog Yo también compito.
[30] Por si alguien se lo pregunta, y aunque Jack Kirby sea un personaje histórico, ni Leonard Batts ni Comics World existen en realidad, y por lo tanto mucho menos dicha biografía dedicada al apodado «el Rey de los cómics».
[31] No es difícil reconocer a personajes tan variopintos como –citando solo algunos y por orden de aparición– Charlie Brown, Spiderman, Spirit, Batgirl, Shang-Chi, La Sombra, el sargento Rock, Superman, Tintín, el capitán Haddock, Thor o Popeye.
[32] El personaje de Leonard describe a la señora Hicks comparándola con May Parker, la tía de Peter Parker, álter ego civil de Spiderman. De nuevo, como en La vida es buena si no te rindes, de Seth, muchos elementos de la vida real parecen tener su correspondencia en la ficción de los cómics.
[33] Como el propio Horrocks se encarga de aclarar en el glosario final, se trata de un actor que ha pasado a la posteridad por haber encarnado a Superman en sus primeras apariciones en el cine de imagen real: concretamente, en los seriales Superman (1948) y Atom Man vs. Superman (1950). En 1951, el hoy más popular George Reeves recogería el testigo en Superman and the Mole-Men.
[34] Por autor veterano entiéndase por igual artistas reales como Jack Kirby (que en los años ochenta protagonizó un conflicto con Marvel Comics cuando la empresa se negó a devolverle sus originales) y personajes de ficción como Lou Goldman y Mort Molson, todos ellos de importancia fundamental en Hicksville.
[35] Ambas obras fueron serializadas en su aparición original pero recopiladas luego en álbumes unitarios, muchas veces en formato de lujo y con la etiqueta «novela gráfica» bien visible (este un argumento más de los que hacen tambalearse la estabilidad de dicho marchamo). Tanto una como otra pueden encontrarse fácilmente en el mercado español en distintas ediciones, la última con dos títulos diferentes: Batman: El regreso del Señor de la Noche y Batman: El regreso del Caballero Oscuro.
[36] Una colección que llegaría a alcanzar las 89 entregas mensuales, entre septiembre de 1988 y noviembre de 1995, y donde la labor de Morrison fue continuada sucesivamente por los guionistas Peter Milligan, Tom Veitch, Jamie Delano y Jerry Prosser.
[37] Warner Bros. Entertainment es un gran emporio audiovisual del que, no lo olvidemos, DC Comics es empresa subsidiaria desde 1976.
[38] Declarándose así heredera de una tradición de la que pasa a formar parte, pueden encontrarse referencias explícitas a las obras citadas de Cervantes y Shakespeare en las páginas de esta nivola de Unamuno. Se trata de una jugada parecida a la ejecutada por autores como Seth o Dylan Horrocks en sus obras aquí comentadas.
Creación de la ficha (2013): Francisco J. Ortiz. Edición de Félix López, revisión de Alejandro Capelo.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
FRANCISCO J. ORTIZ (2013): "La madurez de la autoconciencia. De Winsor McCay a Grant Morrison: Variaciones del metacómic", en ÍTACA. REVISTA DE FILOLOGÍA, 3 (8-VII-2013). Asociación Cultural Tebeosfera, Alicante. Disponible en línea el 30/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_madurez_de_la_autoconciencia._de_winsor_mccay_a_grant_morrison_variaciones_del_metacomic.html