LA REPRESENTACIÓN DEL OTRO EN EL CÓMIC
MIGUEL VAZQUEZ FREIRE

Resumen / Abstract:
El autor analiza el modo en que los cómics populares, que tienen éxito entre lectores adolescentes, afrontan la representación del “otro”, entendido bien como los antagonistas que se oponen a la acción de los protagonistas, bien como los pertenecientes a un grupo étnico o social diferente del “normal” en el contexto social del que forma parte el lector. Se tomarán en cuenta especialmente los cómics de éxito en los años sesenta y setenta en España, de producción nacional e importados de Estados Unidos. Partiendo de ese análisis se defenderá la tesis de que estos cómics pueden ser un excelente instrumento para reflexionar sobre los dilemas a los que se enfrentan las dos principales opciones de la ética universalista moderna: la kantiana o deontológica y la utilitarista o consecuencialista. / The author analyzes the way in which popular comics, which are successful among adolescent readers, face the representation of the "other", understood either as the antagonists who oppose the action of the protagonists, or as those belonging to an ethnic group or social different from "normal" in the social context of which the reader is a part. Especially the comics of success in the 60s and 70s in Spain, domestically produced and imported from the United States will be taken into account. Starting from this analysis, the thesis that these comics can be an excellent instrument to reflect on the dilemmas faced by the two main options of modern universalist ethics: the Kantian or deontological and the utilitarian or consequentialist one will be defended.
Palabras clave / Keywords:
Filosofía, Alteridad, Universalismo, Ética deontológica, Ética consecuencialista/ Philosophy, Alterity, Universalism, Deontological ethics, Consequentialist ethics

LA REPRESENTACIÓN DEL OTRO EN EL CÓMIC. 

 

El otro en la filosofía

Tomaré como punto de partida la conocida frase de Kant: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin en sí mismo y nunca solamente como un medio» (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. 2º). Se trata de la segunda fórmula del imperativo categórico kantiano, que del modo más manifiesto enuncia la universalidad de la condición humana. De esa universalidad se sigue que todo ser humano, por el solo hecho de serlo y al margen de sus peculiaridades singulares (edad, sexo, raza, nacionalidad, profesión…), es digno de respeto. Esa dignidad intrínseca a todo ser humano es la raíz del deber moral que cada individuo tiene en relación al resto de la humanidad, en justa reciprocidad del que los demás tienen respecto de él. Deber moral que ejemplifica Kant cuando habla de una persona que, pudiendo ayudar a otras que pasan por grandes dificultades, se dice a sí misma que eso no es de su incumbencia, pues, subraya Kant, es imposible querer como “ley universal” tal cosa, ya que «una voluntad que así lo decidiera se contradeciría a sí misma», pues ninguna persona puede negar que en algún caso se llegue a encontrar en la situación de necesitar «el amor y la compasión ajenos» (ibíd.).

La filosofía moral kantiana es la más acabada expresión del ideal universalista de la Ilustración. Ciertamente, antes de la Ilustración, y aún de la Modernidad (que en la historia de la filosofía se suele hacer comenzar con los grandes sistemas filosóficos del siglo XVII, racionalismo y empirismo), tenemos muchos modelos de éticas universales. De hecho, los principales autores de la antigüedad clásica que son recogidos en el currículo de la enseñanza secundaria (Platón, Aristóteles, estoicos, epicúreos, escolástica medieval) son también universalistas, al margen de que luego puedan aparecer determinadas incoherencias respecto de ese universalismo (justificación del esclavismo, exclusión de la mujer, por ejemplo). Sin embargo, aquí en principio no los tendré en cuenta porque me centraré exclusivamente en la filosofía de la Ilustración en adelante.

Lo que me propondré es analizar en qué medida la representación del “otro” en los cómics que lee (o podría leer) el alumnado de secundaria refleja o contradice ese universalismo moral ilustrado. Cuando hablo del “otro”, ese “otro” puede entenderse como el o los antagonistas que interaccionan con, y a menudo se oponen a, las acciones del o los protagonistas (con los cuales suele identificarse el lector); mas también podrá ser entendido como “otro” con respecto al grupo (étnico o de otro tipo) que se toma como referente “normal”, por ser el predominante en un determinado contexto social. Paralelamente, ese análisis me servirá para reflexionar también sobre el modo en que esa representación podría ayudar a ese alumnado (y eventualmente también a cualquier lector) a comprender las dificultades que ofrece la puesta en práctica del universalismo moral. Es decir, el cómic, en tanto que medio expresivo, describe de forma estetizada (que puede ser más o menos realista o fantástica, dramática o cómica) circunstancias que de algún modo reflejan conflictos que forman parte de la realidad social del mundo en que ha sido concebido, conflictos que en muchos casos tienen un carácter manifiestamente moral. Anticiparé la hipótesis de que ciertos de esos conflictos pueden ser vistos como manifestaciones de las dificultades de llevar a la práctica el ideal universalista ilustrado.

Debe quedar claro desde el inicio que no voy a buscar historietas que con sus relatos “ejemplifiquen” intencionadamente una posición filosófica o una determinada propuesta moral. No busqué, por lo tanto, “cómics filosóficos”, que existen y serán analizados en otro lugar en este mismo número de Tebeosfera. Al contrario, procuré buscar cómics populares, cómics que en general tienen, o han tenido, una gran recepción lectora, y solo excepcionalmente ampliaré el espectro con algún cómic que, no siendo de los considerados “comerciales”, entiendo que puede perfectamente interesar a un lectorado amplio, incluido el alumnado de secundaria.


El Guerrero del Antifaz, héroe prototípico de la posguerra española.

El otro como enemigo irreconciliable en la historieta española de posguerra

Permítaseme un apunte autobiográfico. Aunque mi primera infancia transcurrió en la década de los cincuenta del pasado siglo, y por lo tanto los peores años del franquismo más autoritario (abiertamente progermanófilo y profascista, no se olvide) ya habían pasado, yo mismo fui lector asiduo de El Guerrero del Antifaz y de Roberto Alcázar y Pedrín, las dos historietas populares que, con más o menos razón, acabaron siendo identificadas con la ideología del régimen (Agustín Riera ha dado argumentos que cuestionan esta identificación en un artículo también publicado en Tebeosfera). Al margen de esta controversia, es preciso reconocer en estas dos historietas un modelo caracterizado por un maniqueísmo que legitima el uso de todo tipo de violencia sobre los “malos” mientras reserva los comportamientos empáticos y generosos para los que forman parte del grupo de los “buenos”. En el caso de El Guerrero del Antifaz, esta escisión adopta una modalidad abiertamente racista, al ser los “buenos” los españoles cristianos y los “malos” los árabes musulmanes, sin que falte la presencia de judíos, representados también de acuerdo con estereotipos negativos.

Más compleja resulta esta división en Roberto Alcázar y Pedrín, pues no hay dos grupos manifiestos. El detective y su joven ayudante viven aventuras en muy diversos escenarios a lo largo del mundo sin que sus rivales respondan a un único grupo étnico, aunque sí aparecen muchas figuras que caen también en el estereotipo racista (así, por ejemplo, el malvado “oriental”) que por otra parte no son exclusivas de la cultura popular española sino, al contrario, imitación desde España de modelos tanto del mundo del cómic como del cine comercial de los Estados Unidos (el personaje de Fu-Manchú, que de las novelas de quiosco saltó al cómic, el cine y la televisión, puede ser tomado como paradigma). La justificación abierta de la tortura, tanto en El Guerrero del Antifaz como en Roberto Alcázar y Pedrín, nos proporciona un tipo de conducta que conculca de forma manifiesta el ideal universalista kantiano. Cuando los protagonistas “buenos” se consideran con derecho a infligir toda clase de violencia sobre los “malos” para arrancarles confesiones, incluso en algún caso rozando la simple satisfacción de ver sufrir al enemigo, no hay duda de que este pierde toda dignidad humana y es instrumentalizado como simple medio para obtener un fin. El gusto sádico por hacer sufrir al otro es notorio en más de una ocasión en las acciones violentas de Pedrín, que por cierto debo confesar que nos divertía mucho a mí y a mis amigos, que nos identificábamos con él (a mí aún se me escapa el «¡Ostras, Pedrín!» en alguna ocasión) en mucha mayor medida que con el atildado señorito que era su jefe.

Pero mi historieta favorita pronto fue El Capitán Trueno, el personaje más popular a partir de la década de los sesenta. Las aventuras imaginadas por Víctor Mora seguían respondiendo en lo básico al esquema maniqueo (años después, con Asfalto cantamos: «¡Ven, Capitán Trueno, haz que gane el bueno!»), pero la nobleza moral impecable del nuevo héroe no le permite de ningún modo entregarse a los excesos violentos de los precedentes. La violencia debe estar siempre debidamente justificada. De acuerdo con la moral caballeresca, el Capitán Trueno concede siempre a sus enemigos la oportunidad de recuperar la espada cuando la han perdido en el transcurso de un combate, un gesto que también en alguna ocasión se puede ver en el Guerrero del Antifaz (común a las películas de capa y espada y a clásicos de la historieta como El Príncipe Valiente), pero de los episodios de tortura y violencia sádica, nada infrecuentes en sus aventuras, él será siempre víctima, nunca verdugo.

     
     
El Capitán Trueno. Viñeta tomada del Almanaque para 1958. Debajo, viñeta tomada de El Capitán Trueno Extra nº 365.

       

Un rasgo diferenciador, especialmente significativo para nuestro tema, es el cuidado con el que se elude la identificación de los “malos” con un grupo étnico reducido a un estereotipo simplificador. Desde el primer momento el Capitán Trueno se distancia de la identificación de los musulmanes como simples villanos, a pesar de que él, como lo era el Guerrero del Antifaz, es un caballero cristiano que inicia sus andanzas en lucha contra ellos. En efecto, sus primeras aventuras nos lo presentan como participante en la cruzada que enfrenta a las tropas de Ricardo Corazón de León contra Solimán el Magnífico, en disputa por la posesión de las ciudades de Tierra Santa. Pero nada tiene que ver el retrato que de éste se nos proporciona con el del villano Alí Kan, despótico y traicionero, que se hace pasar por falso padre del Guerrero del Antifaz y asesina cruelmente a su madre. Al contrario, Solimán es un líder honesto de su pueblo, tan respetuoso de las reglas caballerescas de la guerra como el cristiano Corazón de León, de ahí que el Capitán Trueno busque, y finalmente consiga, que ambos pacten la paz.

Un defensor medieval de los derechos humanos

Otro elemento diferenciador es que lo que mueve al Capitán Trueno no es en ningún caso la venganza, que sí es el motor primordial de la lucha contra “los moros” del Guerrero del Antifaz (y, por otra parte, es causa también de la acción justiciera de muchos héroes del cómic e incluso de buena parte de los héroes del cine de acción más comercial). El Capitán Trueno viaja por el mundo, acompañado de sus inseparables Goliath y Crispín, e incluso en algún caso de su enamorada Sigrid, cual Quijote dispuesto a «desfacer entuertos», como se nos dice en repetidas ocasiones. Víctor Mora, el creador del personaje, llegó a decir que lo concibió como « un defensor de los derechos humanos», un anacronismo (la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue proclamada por las Naciones Unidas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial) que poco preocupó a sus lectores, pero que quizás merezca alguna reflexión por nuestra parte.

¿Tiene sentido presentar a un guerrero medieval como defensor de unos valores que no serían enunciados hasta siglos después? Obviamente, desde el punto de vista artístico esto no es especialmente problemático, salvo en lo que pueda afectar a la verosimilitud de lo narrado. Aunque las historias del Capitán Trueno son absolutamente imaginarias, no se trata de relatos del género fantástico, sino que cuanto ocurre, por improbable que nos parezca, entra siempre dentro de lo posible sin transgresión de las leyes de la naturaleza. Incluso los personajes y las sociedades o civilizaciones históricas que aparecen coinciden con el período en que se sitúa la vida del héroe, entre la segunda mitad del siglo XII y comienzos del XIII, aunque desde luego quien busque rigor en la descripción de los hechos históricos deberá buscar en otro tipo de texto.

No obstante, cuando se nos presentan sucesos u objetos que no están confirmados por documentos históricos, el propio relato nos proporciona una explicación que los dota de verosimilitud. Así, el viaje a América de Trueno y Sigrid, precediendo en dos siglos al de Colón, se justifica a partir de la leyenda según la cual los vikingos (el pueblo de Sigrid) ya habrían llegado antes. Y el uso del globo aerostático, y otros artefactos que tardarán también siglos en ser descubiertos, se relacionan con un singular personaje, el mago Morgano, que, a pesar de su nombre (trasunto del mago Merlín y su archienemiga Morgana, figuras de la saga artúrica que ocupan un lugar importante en las historietas de El Príncipe Valiente), no hace magia, sino que aplica la racionalidad científico técnica. El anacronismo de los valores morales defendidos por el Capitán Trueno puede situarse, por lo tanto, dentro de esa misma lógica narrativa: el héroe es un adelantado a su tiempo que, mediante el ejercicio sensato de la razón, es capaz de sustraerse a la ignorancia, el fanatismo y el dogmatismo de la época que le tocó vivir. Al fin y al cabo, téngase en cuenta que los filósofos defensores de la ética ilustrada universalista consideran que sus valores son accesibles al mero ejercicio de la razón.

Por todo lo dicho, y algún otro elemento más que añadiré, el análisis contrapuesto entre las viñetas de El Guerrero del Antifaz (dejemos de lado a Roberto Alcázar y Pedrín) y El Capitán Trueno ofrece una buena ocasión para reflexionar sobre las exigencias de la ética universalista deontológica, o ética kantiana del deber, frente a una moral tribal no universalista. Si la segunda considera al “otro” (miembro de otra familia, otra tribu, otra raza, otra nación) como un enemigo irreconciliable frente al cual no es posible otra relación que no sea la violencia, la primera exige regirse respecto del “otro” por la misma regla de conducta que se sigue con uno mismo. El “otro”, que la que acabo de calificar como “moral tribal” apenas reconoce como humano, para quien adopta la ética universalista nunca será alguien al que se puede torturar o matar sin más sino un ser humano con derechos y deberes, condición que ni siquiera pierde cuando por sus actos demuestra ser efectivamente un malvado.

El último elemento que añadiré es el relativo a la mujer. También la mujer es a menudo representada como “otra” respecto del protagonista, siempre masculino (aquí es obligado un paréntesis: en los años sesenta en España las niñas tenían sus propias historietas y tebeos con personajes y contenidos “femeninos”, que desde luego los niños no leíamos, del mismo modo que tampoco ellas leían nuestros tebeos… o sí, pero disimuladamente y casi a escondidas). Las enamoradas o novias del Guerrero del Antifaz y del Capitán Trueno, Ana María y Sigrid, respectivamente, no escapan del estereotipo femenino: las dos son salvadas por el héroe, y no una sino en repetidas ocasiones. Pero mientras que la primera aparece permanentemente reducida al papel de figura pasiva, siempre dependiente de la protección del héroe o en general de algún hombre, Sigrid escapa de ese reduccionismo y la veremos en más de una ocasión armándose de espada e interviniendo en la lucha, además de tomando decisiones de manera autónoma. Y no se trata de una excepción, pues también Grune, la hija del mago Morgano, entre otras, se aparta del estereotipo de mujer dependiente. En cambio, cuando en El Guerrero del Antifaz aparece un personaje femenino no pasivo, como la mora Zoraida, se la representa indefectiblemente bajo un halo de ambigüedad moral, como mujer “peligrosa”. Así que el universalismo del Capitán Trueno se extiende, al menos en parte, hasta el reconocimiento de los derechos de la mujer1.

               
           
     
  Dos de las primeras apariciones de Superman, en Action Comics números 7 y 21, en el primer caso interviniendo en el ámbito civil, en el segundo tomando partido en el ámbito militar.

 

Llegan los superhéroes

Y entonces llegó Superman. Yo lo comencé a leer en las versiones mexicanas de editorial Novaro, que me sorprendían de vez en cuando con expresiones latinoamericanas que reforzaban su imagen de héroe extranjero. Que lo era, y en grado sumo, pues había llegado del espacio. En principio Superman, con sus superpoderes, su invulnerabilidad que apenas alteraba la remota posibilidad de la kriptonita, y su dedicación absolutamente desinteresada a la protección de los débiles y la lucha contra los villanos, potenciaba aún más el compromiso que hemos visto en el Capitán Trueno con los valores del universalismo deontológico kantiano, que obliga a hacer el bien, no por la búsqueda de ningún interés, sino por el simple deber. Pero también pone más en evidencia los límites de este tipo de héroe de impecable perfección moral: en su exacta identificación con la bondad, nunca duda y con ello apenas deja lugar para el conflicto interior, para los dilemas morales vividos como una tragedia íntima. Ni el Capitán Trueno, ni mucho menos Superman, son héroes trágicos porque su absoluta firmeza moral prácticamente excluye el dilema moral, salvo casos extremos casi siempre en forma de chantajes a los que son forzados por los villanos (¿debo apresar al malo poniendo en peligro a los rehenes que tiene secuestrados o debo dejarlo escapar?).

Siguiendo una tendencia a buscar la identificación con el lector adolescente, con las dudas e incertezas propias de esa edad, no es extraño que la larga serie de superhéroes que, siguiendo la senda marcada por Superman, fueron apareciendo en la industria del cómic estadounidense, redujesen su distancia con respecto a la simple condición humana. Y que los dos que antes alcanzaron un éxito generalizado, capaz de hacer sombra al hijo del planeta Kripton, fuesen dos humanos normales que adquieren sus superpoderes por una combinación de recursos económicos y habilidades técnicas (Batman) o por vía accidental (Spiderman).

Pero aquí no me interesa, dado el tema central adoptado (la representación del “otro”), esta mayor humanización del superhéroe. Pondré el foco en otro tipo de sagas, las promovidas por la editorial Marvel, y en especial la aparecida en 1963, X-Men (en España difundida en principio como Patrulla-X) de la que yo ya no llegué a ser lector en mi adolescencia. Esta saga nos sitúa ante el conflicto radical que opone a una humanidad “normal” enfrentada a la aparición de unos humanos diferentes, los “mutantes”. Aunque no se nos da una explicación precisa sobre su origen, se sugiere que quizás algún incidente relacionado con el armamento atómico (en 1962 se produce la crisis de los cohetes soviéticos instalados en Cuba, que llevaron a los Estados Unidos y la URSS al límite de la guerra nuclear), o un accidente en la incipiente industria nuclear, pudo producir escapes radioactivos que estarían provocando mutaciones genéticas en determinados individuos. La humanidad no mutante reacciona con pánico y hostilidad ante los extraordinarios poderes que presentan estos individuos, en los que ven un peligro, dando lugar a un movimiento social que exige que sean detenidos o incluso exterminados.

Esta representación del otro diferente como una amenaza, y la reacción social de defensa mediante el exterminio, obviamente evocan la memoria, aún muy viva, del totalitarismo nazi. Una asociación que facilita la propia saga puesto que Magneto, el líder mutante rival del Profesor Xavier, revela su origen judío, como superviviente de una familia víctima del nazismo. Resulta especialmente perturbador que Magneto justifique mediante el antecedente nazi su falta de confianza respecto de la humanidad y su rechazo al proyecto benefactor de Xavier, al que desprecia como ingenuo. Puesto que contamos con el antecedente de que prácticamente todo un país, Alemania, un país además culto, dotado de un avanzado sistema educativo y un gran desarrollo científico, técnico e industrial, abrazó sin gran resistencia una ideología que justificaba la persecución, discriminación y finalmente exterminio del “diferente”, ¿por qué pensar que eso no se podría reproducir en los Estados Unidos de América? ¿Por qué presumir que lo que ocurrió con los judíos no ocurrirá con los mutantes, cuya diferencia respecto de la humanidad “normal” es aún más notoria?

     
   

Páginas de La Patrulla X, tomadas ambas de su edición en Biblioteca Marvel nº 10.

   
   


La igualdad democrática y el respeto al diferente

Como lector adulto, que me acerco a estos cómics con un interés analítico y no como el lector aficionado adolescente, encuentro sus relatos repetitivos y escasamente elaborados. En especial el tipo de argumentación que se pone en boca de los protagonistas resulta casi siempre excesivamente simplista. No obstante, ese mismo simplismo puede proporcionar cierta ventaja a la hora de presentar los conflictos, y los dilemas morales que provocan, a los adolescentes, al pretender trabajar con ellos desde una perspectiva filosófica. Así, un conflicto central es el que plantea la cuestión de la democracia: si la esencia de la democracia es que las leyes las decide la voluntad de la mayoría, ¿por qué no habría de ser democrático que la mayoría discrimine a una minoría en la que ve un peligro potencial? La respuesta de la teoría clásica de la democracia liberal es: porque esa misma esencia exige que la voluntad mayoritaria respete el derecho a la diferencia de las minorías, de lo contrario estaríamos hablando, no de democracia, sino de la tiranía de la mayoría. En la historieta sobre los orígenes del Hombre de Hielo (Ice Man, alias de Bobby Drake) vemos como en efecto este se resiste a huir de la turba que lo persigue porque «Estoy seguro de que no me pueden hacer nada tan solo por ser diferente a los demás...», y acude a los principios democráticos para reclamar la protección de la ley.

La democracia liberal precisamente se presenta históricamente como la expresión política de los ideales éticos de la Ilustración. No es este el lugar para detenernos en los problemas de fundamentación que por un lado vinculan y por otro diferencian lo ético y lo político, junto con las diversas propuestas con las que la filosofía moderna los ha afrontado, desde el realismo político de Maquiavelo hasta la teoría de la justicia de Rawls, por no hablar de las distintas variantes de la crítica marxista o la reevaluación de la teoría del poder por parte de Foucault, que cuestionan la superioridad del modelo liberal. Me limitaré a señalar los puntos básicos de la teoría de la democracia liberal que sin duda convergen con el ideal kantiano: la democracia no es el simple resultado de la decisión de la mayoría, pues esta decisión no puede en ningún caso conculcar ciertos principios sin los cuales ya no habría democracia; entre estos principios, que incluyen los derechos básicos individuales ( llamados “derechos del hombre y del ciudadano” por la Revolución Francesa, antecedente de la Declaración Universal de los Derechos Humanos) , uno fundamental es que todos somos iguales ante la ley y nadie podrá ser discriminado en razón de su condición sexual, social, creencia religiosa o ideología política. Pero este enunciado aparentemente nítido no está exento de problemas. ¿Qué sucede si, en base a este principio, alguien ejerce su libertad para difundir una ideología antidemocrática? ¿Cómo se defiende la democracia de sus enemigos? Mas, si aceptamos que en defensa de la democracia esta puede prohibir determinadas expresiones ideológicas (y los individuos y grupos políticos que las difunden), ¿cómo evitar que el gobierno use esa prohibición para excluir, no a los enemigos de la democracia, sino a sus rivales políticos?

Buena parte del desarrollo de los X-Men puede verse como la modulación, en diversos registros, de estos conflictos básicos. Por supuesto, el cómic no nos proporciona una respuesta filosóficamente bien construida a estas preguntas (ni tiene sentido exigírselo) pero en las resoluciones de los subconflictos a que dan lugar se sugieren respuestas implícitas. Así, la oposición entre Magneto y el profesor Xavier expresa dos concepciones antagónicas respecto de la confianza en el sistema democrático. El primero considera que no constituye ninguna garantía de reconocimiento del diferente y declara la guerra abierta al sistema como único modo de autodefensa, mientras que el segundo cree imprescindible preservar la democracia y en consecuencia combatir los movimientos excluyentes desde dentro de ella. Esta oposición, aunque mantiene rasgos del característico maniqueísmo de las historietas de aventuras (Magneto es finalmente el antihéroe, Xavier el héroe positivo), lo atenúa considerablemente. Magneto no es el típico malvado de una pieza, movido en exclusiva por sus vicios o su ambición (de hecho, originalmente es el mejor amigo de Xavier), sino que el lector llega a encontrar razonables las causas de su rebeldía contra el sistema. Por otra parte, la confianza del profesor Xavier en la democracia es continuamente puesta a prueba, porque no faltan los políticos corruptos y demagógicos que se sirven del rechazo popular a los mutantes para hacer carrera. Estamos, pues, lejos de las fáciles soluciones a los dilemas morales que veíamos en las historietas de aventuras previamente analizadas.

De la ética deontológica a las éticas consecuencialistas

Se ha dicho que esta incerteza moral es una de las características de los héroes de la editorial Marvel. En todo caso, no cabe duda de que la firme convicción deontológica no es atributo suficiente para guiar sus acciones, lo que da paso a otra modalidad de la ética universalista que acepta que, en determinadas circunstancias, el lugar del deber lo ocupa el cálculo racional. Hablo de las llamadas éticas consecuencialistas, propuestas por vez primera por la filosofía utilitarista, en especial por Stuart Mill. El utilitarismo adopta una modalidad de la ética hedonista que considera que el bien está vinculado con la satisfacción de los deseos, de modo que bueno es lo que proporciona placer y felicidad (aquello que deseamos), malo lo que ocasiona dolor (aquello que intentamos evitar). Ahora bien, el utilitarismo de Stuart Mill no es meramente individualista sino altruista, de modo que considera superior el bien que se genera al conjunto de la sociedad sobre el que obtiene uno mismo. Como a menudo los individuos nos enfrentamos a dilemas en los que la propia felicidad entra en contradicción con la felicidad de los demás, o la satisfacción de un grupo origina dolor o insatisfacción en otro, propone como solución para esos dilemas una fórmula: bueno es lo que proporciona el mayor grado de felicidad o satisfacción para el mayor número de personas, con el menor dolor o insatisfacción para el menor número de personas. Es aquí donde debe entrar el cálculo racional: si la satisfacción de un determinado deseo, incluso si este es el deseo de un gran número de personas, requiere el sufrimiento de una sola persona, será preferible otro tipo de satisfacción que no requiera sufrimiento alguno. Pero si se diese la circunstancia de que solo el sufrimiento, o incluso la muerte, de una persona o un pequeño grupo de personas, fuese imprescindible para salvar la vida de una mayoría, pues el cálculo racional nos demostrase que no existe ninguna opción sin aquel sufrimiento, tendríamos que reconocer que esa es la mejor opción desde el punto de vista ético.

Este tipo de dilemas son frecuentes en los cómics de la primera generación de héroes de Marvel (los X-Men, los 4 Fantásticos, los Vengadores) pero aparecen con toda crudeza en lo que algunos han llamado la “edad oscura” de los superhéroes, que tiene en Watchmen (1986-1987) y Kingdom Come (1996), ambas del sello DC Comics, dos de sus creaciones más representativas. Precisamente con el nombre de “edad oscura” se designa la transformación de los viejos héroes, de moralidad clara e inamovible, en otros llenos de dudas que en algunos casos derivan en un abierto cinismo, entendiendo por cinismo la desconfianza respecto de cualquier principio moral firme y la aceptación de que cualquier comportamiento que aspire a la mejora moral de los seres humanos está condenado al fracaso. Los viejos “justicieros” decepcionados que se juntan en Watchmen se han resignado a aceptar que el mundo es un lugar lleno de corrupción, vicio y maldad que nadie podrá cambiar y al que no cabe sino adaptarse. Aparentemente solo el desasosegante Rorschach, que anuncia con tonos apocalípticos la llegada del fin del mundo, sigue creyendo en la existencia de una nítida distinción entre el bien y el mal.

 

Monólogo interior de Rorschach en Watchmen.

Pero la certeza de Rorschach no lo convierte en un hombre de moral íntegra sino en un peligroso fanático. Y es que en efecto es de la mayor importancia distinguir entre el universalismo moral como creencia racional en la capacidad para distinguir lo que está bien de lo que está mal, y el dogmatismo moral como certeza de que uno está en posesión de la verdad indiscutible sobre lo bueno y lo malo (o incluso, como justifica el propio Rorschach, que la propia decisión es la única moral válida para escapar de un nihilismo fatal). La primera es no solo compatible sino inseparable, como hemos visto con Kant, del reconocimiento de la libertad y la autonomía moral del otro, de cualquier ser humano, al que de ningún modo puedo sustituir yo como juez último de sus actos porque, en última instancia, lo que los convierte en actos buenos o malos no son sus efectos, que cualquiera podría comprobar objetivamente, sino la voluntad que los guía, que no puede ser otra que el estricto cumplimiento del deber moral. Por eso no cabe, desde la perspectiva deontológica kantiana, que un sujeto moral, como hace Rorschach, se erija no solo en juez de la moralidad de los demás (los otros) sino incluso en brazo ejecutor de la ley moral, creyéndose legitimado para matar a los corruptos, a los viciosos, a los malvados.

Pero, entonces, ¿qué debe hacer el virtuoso cuando comprueba que no solo no se cumple el progreso moral en el que creían los filósofos ilustrados, Kant incluido, sino que ve cómo la sociedad se degrada cada vez más? Este es el problema radical al que se enfrentan los cansados héroes de Watchmen. Y la solución extrema que encuentra uno de ellos, Adrian Veidt, es una maquiavélica adaptación del principio utilitarista. El único modo de salvar a la tierra “del infierno” al que, según él, era arrastrada por el caos social y la división política entre naciones en feroz competencia, que inevitablemente habría de conducir a una devastadora guerra, era fingir el ataque de un enemigo exterior alienígena que obligase a todos los países y pueblos de la tierra a unirse en paz con un objetivo común. Ante el horror de tres de sus compañeros, que no aceptan los millones de muertes que acaba de provocar por mucho que pretenda haberlo hecho por fin tan loable, el frío y racional Doctor Manhattan confirma la lógica impecable del cálculo racional de Adrian Veidt.

 

Dr. Manhattan da la razón a Conrad Veidt, si bien este no está del todo seguro de haber hecho lo correcto.
 
 

En este episodio se muestra el riesgo al que conduce la ética consecuencialista cuando se reduce al puro cálculo desprovisto de cualquier dimensión emocional. Pero también la ética deontológica kantiana ha sido acusada de exceso racional. En el debate sobre el derecho a mentir en determinadas circunstancias, Benjamin Constant objetará que la inflexible ley moral kantiana que considera inmoral cualquier mentira consciente2 (para Kant no existe la “mentira piadosa”) conduciría al absurdo de tener que revelar dónde se oculta nuestro propio hermano, a quien busca la policía por haber infringido la ley, aunque el Gobierno tenga un carácter tiránico y por ende injusto. Si la ética consecuencialista se presta a la instrumentalización de otros seres humanos como medios para conseguir fines estipulados como “superiores” (esa es la lógica perversa del terrorismo), la deontológica corre el riesgo de encerrarse en la pureza autosuficiente de la buena intención personal, desentendiéndose de la responsabilidad sobre los efectos de nuestros actos, tal como se expresa en la fórmula extrema (que desde luego no cabe atribuir a Kant) «haga yo el bien aunque de esa acción se derive la destrucción del mundo».

Todo esto debería llevarnos a considerar el lugar que corresponde a la dimensión emocional en la justificación de los actos morales, y en especial a la empatía como proyección emocional sobre los otros que nos impide considerarlos meros instrumentos para el cumplimiento de un fin superior, por grande que este nos parezca (la imposición de la “fe verdadera” a los impíos, la revolución que traerá una sociedad más justa o la extirpación del vicio mediante el exterminio de los viciosos). Como hemos podido ver, en los cómics encontramos distintos tratamientos de estas aporías éticas a las que la filosofía moral lleva años dándoles vueltas, y por lo tanto pueden ser útiles recursos para trabajarlas con los adolescentes.

Del otro representado como lo exótico a la superación de la ideología colonialista

Ya hemos visto más arriba cómo el cómic comercial, en paralelo a lo que ocurría en los otros medios de masas, como el cine y la televisión, tendía a representar al “otro”, considerado desde el punto de vista étnico (el árabe, el oriental), mediante estereotipos que lo asociaban con lo exótico y a menudo con la amenaza del mal. En el universo de los superhéroes de la primera generación se constata prácticamente la inexistencia de cualquier tipo de diversidad étnica. Las ciudades de Estados Unidos donde se desarrolla la acción parecen habitadas exclusivamente por blancos anglosajones. Para encontrar una persona de color en el imaginario Smallville de Kansas City, donde transcurre la infancia y adolescencia de Superman, hay que esperar a la revisión de Jeph Loeb y Tim Sale de 1999, en que aparece muy en segundo plano el encargado afroamericano de un surtidor de gasolina, que será la primera persona a la que salve la vida el joven hombre de acero.

   
    Superman. Las cuatro estaciones.
     

Cierto que ya Marvel introduce por vez primera en 1966 un superhéroe de raza negra, llamado la Pantera Negra, lo que quizás alimentó la idea de una dicotomía ideológica entre los superhéroes de DC Comics (Superman, Batman) y los de Marvel Comics (X-Men, los 4 Fantásticos, los Vengadores), según la cual los primeros responderían a una moral “buenista” de boy scouts que en todo caso entroncaría con el pacifismo de Martin Luther King, y los segundos a una crítica antisistema que se podría asociar con Malcom X y el Black Panther Party. Al margen de estas especulaciones, que nos llevarían lejos del núcleo de nuestro actual interés, creo que se puede afirmar que la representación de la diversidad étnica en los llamados cómics “clásicos” (anteriores a los años setenta, en que la irrupción del cómic underground en los Estados Unidos y el cómic de autor en Europa cambiará radicalmente su concepción tanto temática como formal) se mueve mayoritariamente entre la invisibilidad y el exotismo.

En este sentido, cabe preguntarse por qué, antes del reconocimiento de la complejidad del “otro” real, próximo o distante, los creadores de las historietas gráficas optan por recurrir a la invención de “otros” imaginarios: mutantes, seres venidos del espacio, figuras más o menos monstruosas al límite de lo humano. Pienso que podría aventurarse la hipótesis de que en la industria del cómic predominaba el prejuicio de que el público popular al que se dirigía, mayoritariamente blanco y anglosajón, no estaba preparado para aceptar la representación de una diversidad étnica cuya discriminación los poderes gubernamentales daban por buena (no será hasta los gobiernos de Kennedy y Johnson que la discriminación racial en los estados del sur se cuestione y finalmente, con la aprobación de la Ley de Derechos en 1964, sea declarada ilegal). Recuérdese también que en 1954 los principales editores de la industria del cómic crearon el llamado Comics Code, aceptando autocensurarse, después de que un comité del Senado denunciase que los contenidos de los cómics eran “inmorales” y estaban contribuyendo a la corrupción de niños y jóvenes. En ese contexto no es raro que los creadores de historietas interesados en dar una visión social crítica optasen por fórmulas más metafóricas que explícitas.

Así, en un episodio de los X-Men de 1966, un villano llamado Mente Maestra conduce a Bestia a un circo, el lugar, dice sarcásticamente, que «proporciona refugio a aquellos que son diferentes», en un guiño que recuerda la extraordinaria película Freaks de Tod Browning (1932). De este modo se denuncia la resistencia de la sociedad mayoritaria a aceptar al diferente, al que excluyen como atracción de feria, algo que como vimos constituye un elemento nuclear en los X-Men.

 

Un momento de la historieta comentada de The Uncanny X-Men, alusiva a Freaks (viñeta tomada de la edición Grandes Héroes del Cómic, editada por El Mundo en 2003).

Lo cierto es que, si nos centramos explícitamente en la representación del “otro” como perteneciente a un grupo étnico diferente de aquel al que pertenecen los lectores a quienes se dirigen, los cómics comerciales americanos y europeos (no entro aquí a analizar el manga o cómic japonés), con algunas excepciones, tardan en darle acogida más allá de la imagen exótica a que ya hice referencia. Un ejemplo, en parte, de excepción puede ser la serie The Phantom (serie difundida en España como El hombre enmascarado), que ofrece una singular adaptación de Tarzan, figura típica de la ideología colonialista que presenta a los indígenas como salvajes que solo adquieren costumbres civilizadas bajo la dirección de un sabio hombre blanco. Esta serie, aparecida por vez primera como tira diaria en 1936, en el dominical del periódico New York American Journal, aunque mantiene la imagen del hombre blanco como guía paternal de los indígenas, con lo que prolonga el mensaje colonialista, paralelamente juega con la oposición entre una cultura autóctona justa y respetuosa con la naturaleza y el afán codicioso y destructivo de los hombres blancos empeñados en destruir el equilibrio entre la acción humana y la diversidad de la naturaleza, en un anticipo del mensaje ecologista.

Pero hay que esperar a la última mitad del pasado siglo para encontrar ejemplos que se propongan explícitamente cuestionar el discurso colonialista. Previamente al análisis de alguno de esos ejemplos, el lector me permitirá introducir unas nuevas consideraciones de orden filosófico. ¿Cómo es posible que ese discurso se desarrolle, justificando las operaciones de explotación colonial (incluido el tráfico de esclavos), al tiempo que se imponían las ideas de la Ilustración? ¿Cómo se tardó tanto en advertir la notoria contradicción entre la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano , proclamada por la Revolución Francesa en 1789, y la negativa a extender esos derechos a los hombres y mujeres de las colonias (y, por cierto, también a la mujer en general, aunque esta es una cuestión en la que finalmente no entraré)?

Dos son los procedimientos mediante los cuales se restringe la generalización universal de esos derechos. El primero y más radical es el racismo: existe una “raza superior”, identificada con la potencia colonial, y “razas inferiores” a las que pertenecen los grupos étnicos colonizados; solo a la primera se aplican los derechos ciudadanos porque las segundas ni siquiera merecen ser consideras “humanas”. Aunque ninguno de los grandes autores ilustrados, ni ningún gran filósofo, ha sostenido una concepción nítidamente racista, este substrato ideológico no ha dejado de estar presente de algún modo, fomentado por ciertas teorías elitistas que, estas sí, tuvieron (y tienen) desde Platón notables defensores entre los filósofos. Como es sabido, a partir del siglo XX, alimentado por interpretaciones absolutamente acientíficas de la teoría darwinista de la evolución, el racismo acabó provocando una de las mayores catástrofes morales de nuestro tiempo: el totalitarismo nazi y la operación de exterminio masivo de los judíos europeos.

El cómic nos ha proporcionado con Maus (1980-1991), de Art Spiegelman, un extraordinario monumento estético de denuncia del genocidio nazi. Lo insólito del ejercicio expresivo de su creador es haber utilizado la imagen descalificadora que los propios nazis lanzaban contra los judíos para representarlos (están dibujados como ratas), lo cual inicialmente no fue bien comprendido e incluso le valió críticas de organizaciones judías. Sin embargo, hoy prácticamente nadie duda de que esa elección es uno de los grandes hallazgos de esta obra esencial, al mostrar cómo el estereotipo despectivo, en este caso de carácter icónico, se puede volver contra quien lo construye. La abyección del racismo no merece mayor despliegue argumentativo. Su indigencia intelectual queda en evidencia cuando se muestran los hechos con la misma fría descripción de las conductas que el observador científico aplica en el estudio de la vida de los animales. No importa que unos aparezcan como “ratas” y otros como “gatos”, finalmente el lector sabe que todos son humanos y que unos son las víctimas mientras los otros son sus verdugos.

 
 
           
  Dos viñetas de Corto Maltés. Bajo el signo de Capricornio.  

El otro como igual

El segundo procedimiento, más sutil, es la idea de progreso. La concepción de la historia generalizada entre los ilustrados, y que adquirirá su forma más acabada con el historicismo hegeliano, asegura que toda la humanidad sigue un desarrollo civilizatorio de mejora, pero que el ritmo de ese desarrollo no se produce por igual en todos los países y culturas. La cultura europea estaría en la cabeza del desarrollo y por esa razón su intervención colonizadora sobre los pueblos “subdesarrollados” (es decir: que aún no han alcanzado el desarrollo europeo, adoptado como ideal civilizatorio) no solo es legítima sino que es indiscutiblemente benéfica, bien porque de otra manera estos pueblos tardarían muchos más años en alcanzar ese ideal, bien porque (y aquí la tentación racista está apenas disimulada) nunca lo conseguirían sin la guía externa de los hombres de la metrópolis. A partir de esa premisa se abre la puerta a la justificación de casi cualquier operación de sometimiento de los “salvajes subdesarrollados”, mientras que su acceso a la condición de desarrollo civilizado se va dejando para un futuro siempre pospuesto.

La participación de tropas coloniales en la Segunda Guerra Mundial fue el hecho desencadenante que rompió el inestable orden colonial. Corto Maltés, la obra maestra de Hugo Pratt, es uno de los raros ejemplos de historieta de aventuras que sugiere esta crisis, anticipándola a la Primera Guerra Mundial, en episodios como los de “Un águila en la jungla”, donde un soldado togolés de la marina alemana, pero agente británico encubierto, a la pregunta de Corto «¿Por qué tomas parte en esta guerra?», responde: «Para ayudar a eliminar las colonias alemanas en África. Cuando la guerra haya terminado, trabajaremos para eliminar las inglesas. Por algo hay que empezar, ¿no?»

Mi impresión, sin embargo, es que el cómic comercial de aventuras todavía hoy no concede gran atención a los fenómenos contemporáneos que evidencian la persistencia de actitudes discriminatorias de tipo etcnocéntrico, como por ejemplo los dramas de los movimientos migratorios. Si queremos un tratamiento exigente de este tema tenemos que buscarlo fuera del género de aventuras. Pienso, por ejemplo, en el extraordinario Emigrantes de Shaun Tan (Barbara Fiore editora, 2006-2016), que traduce la tragedia del extraterrado en imágenes de un poderoso lirismo. Lo mismo sucede si buscamos una representación de otros pueblos liberada del estereotipo exótico. El palestino Edward W. Said ya señaló, en su ensayo Orientalismo (1978) que la superación de la visión deformada del “oriental” (una noción en si misma ya absolutamente cuestionable, como demuestra Said) solo se acabará produciendo cuando sean los propios “orientales” quienes tomen la palabra y se nieguen a ser representados mediante imágenes construidas desde la perspectiva exterior del hombre occidental, se presente como estudioso o como creador literario. O como creador gráfico, añado yo. Esta toma de la palabra lentamente va llegando al cómic en obras como Persépolis (Norma editorial, 2002), de la iraní Marjane Satrapi, o El árabe del futuro (Salamandra, 2015), de Riad Sattouf, hijo de padre sirio y madre francesa.

     
   
    Estela nº 3: Engranajes (Norma, 2002). En la cuarta viñeta alude a la búsqueda de la "fraternidad universal".

Quiero cerrar este concentrado viaje con un excelente cómic de aventuras, de un género mestizo entre la fantasía y la ciencia ficción, Estela (Norma, 2002), de los franceses Morvan y Buchet. Muchos de los temas que he ido analizando a lo largo de este artículo se pueden encontrar, en clave metafórica o simbólica, en esta saga de viajes espaciales y civilizaciones galácticas protagonizada por Navis, una joven humana aislada de su especie. Como cierre escojo el momento en que, en la entrega número 3 de la saga, la joven Navis reprocha a su compañero en la lucha contra un poder tiránico: «Pero… ¡pensaba que buscabas la fraternidad universal!», al constatar que no siente la menor empatía respecto de los puntas, un grupo étnico que vive en condiciones aún más miserables de las que él y los rebeldes que lidera sufrían. La fraternidad universal: sin duda ese es el ideal final de todos los proyectos éticos universalistas.

 

AGRADECIMIENTO.- Agradezco a mi hijo Miguel Vázquez Espinosa su valiosa contribución, en especial en lo relativo al apartado de los superhéroes. Y a Pío Barreiro y Xaime Lis, de la Librería Komic de Santiago de Compostela, su buena disposición a responder a mis preguntas y encontrar lo que busco, incluso cuando ni yo mismo lo sé muy bien. Por supuesto, las opiniones finales y los probables errores son de mi exclusiva responsabilidad.

 

NOTAS:

1. El tema del “otro” mujer merecería un tratamiento más extenso que en este artículo no podré hacer. Tampoco el análisis de los y las “otros” respecto de la ortodoxia normativa heterosexual. En general, cabe decir que los comportamientos sexuales divergentes en el cómic comercial clásico, o bien son invisibles, o bien parecen en todo caso sutilmente sugeridos, lo que ha dado pie a hipótesis especulativas de imposible verificación, del tipo de la homosexualidad encubierta de Roberto Alcázar y Pedrín, Tintin o Batman y Robin. Prescindiré del análisis de esta dimensión de la alteridad en este artículo.

2. Por supuesto, en sentido estricto si no es consciente no sería mentira sino un error. Por eso la filosofía dice que la mentira implica siempre una dimensión ética. Pero en el lenguaje común no siempre efectuamos esta distinción.

Creación de la ficha (2020): Miguel Vázquez Freire. Revisión de Jesús Gisbert, Félix López. Antonio Moreno y Manuel Barrero.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
MIGUEL VAZQUEZ FREIRE (2020): "La representación del otro en el cómic", en Tebeosfera, tercera época, 14 (19-VII-2020). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 24/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_representacion_del_otro_en_el_comic.html