LA VOZ DE CASANDRA
Reseña de A cada uno lo suyo, de El Roto
Observando sus numerosas viñetas que diariamente son colgadas con entusiasta admiración en blogs y en las redes sociales, o que se repiten en medios distintos al periódico en el que se publican, quizás no sea demasiado arriesgado afirmar que el dibujante más respetado en la actualidad es Andrés Rábago, El Roto. Más allá del sectarismo ideológico y las anteojeras con las que se leen los periódicos en España, este maestro de la sátira parece aunar las voces más dispares para ensalzar su obra. Sin embargo, su proverbial maestría, esa certera habilidad con la que pone de manifiesto las mistificaciones de la sociedad, no parece obtener la respuesta adecuada y, lejos de lograr una rehabilitación integral de las conciencias, su decidido propósito no consigue finalmente más que encendidos elogios ante las numerosas reproducciones virtuales de sus dibujos. Después, una vez satisfechos los envanecidos egos de unos lectores que más que aplaudir al autor parecen aplaudirse a sí mismos por ser lo suficientemente perspicaces como para asimilar una obra intelectual, la vida ciudadana vuelve a discurrir por sus caminos habituales: tras el regocijo bullicioso de un carnaval de afectada erudición, para dominar al entendimiento llega, indefectiblemente, la rasadora Cuaresma del cobarde utilitarismo que convierte a todos los ciudadanos en masa informe y sumisa. Porque si un discurso tan racional calara de verdad en la ciudadanía, hace tiempo que se hubiese subvertido el orden establecido.
Todo el mundo reconoce los valores de El Roto y hasta resulta grosero, por obvio, repetir que es un dibujante excepcional y un finísimo escrutador de los males humanos, digno heredero de su admirado Goya, pero viendo el nulo efecto que tiene su trabajo, cabe cuestionarse si es que sirve en realidad para algo más que para adornar los evanescentes muros de cibernautas con ínfulas. Y es que, como Casandra, El Roto es un profeta de la desgracia al que nadie obedece. Todos leen y hasta celebran sus viñetas, pero nadie las escucha. Casandra dominaba el arte de la adivinación pero estaba condenada a no ser entendida por los troyanos; El Roto domina el arte de la sátira, de desenmascarar a los fingidores, de distinguir en medio de la barahúnda jubilosa que el rey está desnudo, pero parece igualmente condenado a predicar en el desierto.
Reflexionando sobre el pasado reciente de falsa prosperidad que nos ha llevado al actual deterioro económico, político y social, en su apasionado ensayo Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina cita a El Roto como una voz de aviso a la que nadie escuchó:
«En medio de aquella demencia de los beneficios multiplicados como por milagro de un año a otro, de los bosques de rascacielos en la orilla del Júcar y los campos de golf en los secarrales de la España pobre, se filtra de vez en cuando un aviso al que nadie presta atención, una mirada lúcida que entra en la sala del Retablo de las Maravillas y no tiene reparo en decir en alta voz que el espectáculo es una estafa y una alucinación colectiva. Cada pocos días, en enero y febrero de 2007, El Roto publicaba viñetas alusivas a la escala inmensa de la corrupción que se alimentaba de la burbuja inmobiliaria y exageraba sus efectos. Dibujaba playas desfiguradas por murallones macizos de viviendas ilegales. Dibujaba edificios en construcción de los que ascendía el hedor de la mierda. Dibujó un domingo una bola de ladrillo gigante que parecía suspendida sobre figuras humanas diminutas. El texto que puso al pie es el dictamen más contundente sobre lo que sucedía entonces, lo que sólo a él parecía que le escandalizara tan abiertamente, tan obstinadamente: La aparición de grandes esferas de ladrillo era cada vez más frecuente, pero los expertos enviados por las autoridades para estudiar el fenómeno no encontraron nada raro».
¿Cuántos altos funcionarios recortarían aquella viñeta de 2007 gritando entusiasmados que El Roto es un genio mientras firmaban concesiones fraudulentas? ¿Qué cantidad de diputados de izquierdas comentarían con regocijo ese dibujo que aludía, clarísimamente, a los desmanes cometidos por sus adversarios de la derecha en las comunidades que gobernaban? ¿Con qué desvergüenza celebraría algún parlamentario de la derecha esa sátira brutal que era evidente que iba destinada a criticar las tropelías de la izquierda? ¿Acaso no comentarían con una sonrisilla de fatuidad miles de ciudadanos esta contundente viñeta mientras asentían con docilidad al informativo manipulado de alguna televisión pública afín a su ideología? ¿En qué periódico quedaría un solo director o redactor jefe sin encarecer el valiente compromiso de ese dibujo momentos antes de censurar una viñeta de un dibujante propio que osara criticar a algún político “amigo”, o simplemente que pecara de incorrección política? El clásico «nada importa nada» se ajusta a El Roto con una rigurosidad asombrosa. Y, tal vez, el hecho que demuestra de forma incontestable que su meritorio trabajo no tiene utilidad alguna sea que no lo despidieran tras publicar una viñeta crítica con Juan Luis Cebrián, presidente ejecutivo del grupo PRISA.
La viñeta mencionada, del 25-IV-2012. |
En marzo de 2012 y como antesala de los despidos masivos de periodistas con que la mezquina política empresarial de El País iba a encarar la crisis, Cebrián hizo unas declaraciones derrotistas acerca del poco futuro que auguraba a la prensa en papel. En abril obtuvo una valiente respuesta de El Roto en forma de rotunda viñeta en la que un sonriente ejecutivo con dinero en las manos decía: «El papel no tiene futuro… ¡Menos el de los billetes, claro!». Ingenuamente se podría suponer que su publicación es fruto de un respeto escrupuloso a la libertad de expresión, pero esa democracia interna que parece disfrutar El País no es más que una hipócrita coartada con la que se adorna el poderoso medio de comunicación. Con la misma arrogante liberalidad con que los reyes antiguos toleraban a los bufones, Juan Luis Cebrián consintió la viñeta de El Roto sabedor del poco daño que puede infligirle la crítica. Tras su publicación hubo grandes alabanzas a su autor, antes y después de los despidos canallas hubo manifestaciones y hasta huelgas de los trabajadores del periódico; luego, fuese y no hubo nada. Las aguas volvieron a su cauce. Aquellos movimientos sólo fueron leves espasmos que el vigoroso cuerpo empresarial soportó sin grandes trastornos. Nada importa nada, y si las viñetas satíricas de El Roto tuviesen alguna utilidad aparte de servir como permisible válvula de escape a esa indignación social que festeja su sagacidad mientras sigue estabulada en un servil pragmatismo, desaparecería. Si de verdad moviera las conciencias ciudadanas o resultara realmente incómodo para ese Poder del que su periódico es un destacado representante, su presencia dejaría de tener sentido. De cumplirse la primera posibilidad, si la lectura de sus viñetas hiciera pensar efectivamente a todos los ciudadanos que las elogian, quizás se cumpliera aquella parábola que ideó José Saramago en Ensayo sobre la lucidez y todos los votos que salieran de las urnas serían blancos. O las escombreras se llenarían de televisores, o se respetaría más el medio ambiente... De igual forma, si sus viñetas afectaran verdaderamente a El Poder, si por ejemplo Juan Luis Cebrián intuyera un peligro real, esos mordaces aguijones dibujados tendrían sus días contados. Como los héroes de ficción, El Roto necesita para vivir a su antagonista, pues es en la lucha contra éste donde cobra auténtica significación y sin él no tiene sentido. Esta paradoja, tan discutible por otro lado, deviene en trabalenguas al intentar explicarla: El Roto lucha contra El Poder desde una plataforma que es parte de ese Poder y que le permite existir porque es consciente de su invulnerabilidad, porque si se sintiera de veras amenazado por sus sátiras lo prohibiría. En cuanto a los adversarios ideológicos y empresariales al grupo que lo alberga, tentáculos colocados en el lado opuesto pero que forman parte al fin y al cabo del mismo leviatán, desactivan fácilmente las críticas gracias a un tozudo argumentario que les confiere una altura moral a prueba de los juicios, por ponderados que éstos sean, de cualquier elemento perteneciente al bando enemigo al que siempre se le atribuye una maldad connatural. Y es precisamente en este disparatado territorio donde se vuelve oportuno preguntar de nuevo si estas sátiras, habida cuenta de su poca utilidad, tienen de verdad alguna razón de ser; cuestión ésta que bien podría ser respondida por algún flemático personaje anónimo de El Roto que hiciera suya la contestación que Stendhal dio a un amigo con el que paseaba por Roma cuando le preguntó para qué servía la cúpula de San Pedro del Vaticano: «Sirve para conmover el corazón humano».
Esta contestación viene a introducir un elemento discordante que podría impugnar todo lo que se ha dicho anteriormente. Porque, aunque es una realidad palpable que la sociedad sigue adormecida y que El Poder no se destruye, sólo se transforma, quizás habría que replantearse el discurso y calibrar la utilidad de la sátira no en términos de éxito mensurable, como una simple cuenta de resultados comercial, sino en un sentido más elevado.
En su defensa de la filosofía, decía Adorno que no estaba aún caduca precisamente porque no sirve para nada. De El Roto, modificando en parte la tesis que ha presidido estas líneas, pergeñada posiblemente con más intuición que rigor, cabría decir que es útil precisamente porque no sirve para nada. Porque conmueve el alma y eleva el espíritu aunque sólo sea por un momento, por ese revelador instante en el que un lector, fertilizado por su clarividencia, recorta una viñeta con la misma fruición con la que Montaigne grababa citas clásicas en las vigas de su biblioteca. Después, ese mismo lector volverá a alienarse con la televisión, porque nada importa nada. Y precisamente por eso, porque nada importa nada, El Roto, tenaz como Casandra sigue alzando su juiciosa voz, aun sabiendo que no será escuchada. Fruto de esa encomiable tenacidad es su determinación por reunir en libros las viñetas que publica diariamente. En octubre de 2013 se publicó su última antología, A cada uno lo suyo, compendio de excelentes viñetas que vienen a confirmar la altura plástica, literaria y moral de un autor inservible, que no vale para nada y que por eso mismo, como la filosofía, no sólo es necesario sino imprescindible. El ejército de bobos “internautas” que a diario cortan y pegan las sátiras de El Roto junto a las fotos de sus gatitos, tiene en esta antología, publicada como las anteriores Viñetas para una crisis, y Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente (de opinión), por la editorial Mondadori, una fantástica oportunidad para enriquecer sus “perfiles” en la red. No servirá para nada, pero sin duda conmoverá los corazones de quienes repasen estos trabajos que compilados cobran una dimensión nueva, como si al unirse las voces diarias se transformaran en poderoso grito unitario, un grito de aviso: («¡No es un túnel, es el esfínter del sistema…!», p.42; «Vivimos en la dictadura del monetariado», p.60; «Nos están borrando conciencia para que nos quepa más memoria…», p.61; «Cuando despertaron, la democracia ya no estaba allí», p.62), y de denuncia: («Bajaron las persianas y nos dijeron que era de noche», p.7; «El mundo está cambiando, decían mientras lo manipulaban», p.10).
Viñetas de las páginas 42, 60 y 61 (arriba), y 62, 7 y 11 (abajo). | ||
Nadie lo escuchó en 2007 cuando clamaba contra los falaces caballos de madera, ahora, una vez destruida Troya, con su dedo de tinta señala a los culpables dibujándolos tal cual, dejando que sus cínicos discursos los retraten: («Enriquecer a los ricos, empobrecer a los pobres. A cada uno lo suyo», p.11; «¡Cerradles todas las puertas…! Menos la de servicio, claro», (p. 26); «Qué importa hundirlos un poco más, si ya están ahogados…», p.27; «Para limpiarme las manos, saludo a todo el mundo», p.98; «Todo el mundo tiene derecho a rebelarse, siempre que cuente con la debida autorización», p.100).
Viñetas de las páginas 26 y 27 (arriba), y 98 y 100 (abajo). | ||
Leer de nuevo estas viñetas en la elegante, manejable y económica edición de Mondadori, es un ejercicio terapéutico. Como un facultativo especialista en sátira, El Roto analiza a la sociedad, emite su certero diagnóstico y hasta prescribe remedios que, ya lo sabemos, no servirán para nada. Y lo hace como suele, con un poderoso dibujo con el que crea hábiles metáforas y frases aceradas con las que atraviesa la cáscara sucia de desinformación que opaca el horizonte: la imagen de portada, un estiloso jockey montando un dinosaurio, es un retrato concluyente de la carrera hacia el poder; en la página 12 un enorme martillo se enfrenta, altivo y trajeado, a una puntilla que, en mangas de camisa, agacha con resignación la cabeza para resumir, con una lastimosa perfección, la lucha de clases; una gigantesca, regia y muda estatua ecuestre a la que sigue una cola ingente de pequeños ciudadanos en la página 14, en su silencio clamoroso dice mucho del Poder y desde luego lo dice todo de la mansedumbre popular; en la página 38, como severa cura de humildad contra la prepotencia tecnológica, dibuja a unos cavernícolas con garrotes bajando de un helicóptero en perfecta formación militar; «¡Dadme una mecha y haré historia!», dice un simple fósforo en la página 65; «Las alcantarillas del estado eran oleoductos del poder…», p.57; «Sin terremotos, somos invisibles», afirma en la página 71 una voz anónima desde una favela; «Las luces de neón proclamaban los nombres de sus dioses», p.79.
Viñetas de las páginas 12, 14 y 38 (arriba), y 65, 71 y 79 (abajo). | ||
Y no son pocas las ocasiones en las que este creador único regala a la posteridad unos deliciosos microrrelatos, artefactos narrativos de una precisión sintáctica admirable: «En un claro del bosque, un obrero atado a una estaca servía de señuelo para predadores financieros», p,44; «Las chabolas rodeaban el palacio, mientras en su interior proseguían las deliberaciones…», p.70; «Las chabolas trepaban por las fachadas de los rascacielos deshabitados… (Apocalipsis)», p.73; «Cuando amaneció en la calle, se hizo de noche en los palacios…», p.86; «Con el paso del tiempo, la gente se acostumbró a vivir en el túnel y dejó de intentar encontrar una salida», p.101.
Viñetas de las páginas 44 y 70 (arriba), y 73 y 101 (abajo). | |
Ningún estamento de la sociedad queda libre del agudo análisis de este Diablo Cojuelo que levanta los tejados de las casas y palacios para mostrar sus miserias. Así, nadie está a salvo de su penetrante mirada: ni la monarquía («La corona perdió sus formas y se convirtió en un trozo de metal…», p.77); ni la Iglesia («La posición de la iglesia permanecía inalterable», reza una viñeta en la que se ve una catedral bocabajo, p.80); ni el poder económico («Tú vigila que no entre ningún ladrón», dice un vigilante a su compañero en la puerta de un banco, «¿Y los que hay dentro?», contesta el otro, «¡A esos ni tocarlos!», p.17); ni el poder político, ya sea ese poder transnacional que habla alemán con acento inglés y que opera en la sombra para ensombrecer la vida social (los famosos “hombres de negro” europeos aparecen dibujados como insectos antropomorfos, p.33); ni por supuesto el pequeño poder de la cicatera política nacional, títere obediente capaz de sacrificar, con mansedumbre bíblica y crueldad presupuestaria, al primogénito en aras de designios superiores («Tenéis que reducir también un diez por ciento la esperanza de vida», ordena la muerte transmutada en burócrata a un político que, servicial, contesta: «¡Lo que haga falta!», p.25, «¡De la guardería a la penitenciaría y nos ahorramos la educación!», p.28, «¡No hay dinero para medicinas! ¡Rematad a los enfermos!», p.31, «Haremos cambios, dijo el fósil», p.35).
Viñetas de las páginas 80, 33 y 25 (arriba), y 28, 31 y 35 (abajo). | |||
Aunque no deja de censurar el inquietante candor “orwelliano” de una ciudadanía con pulsiones ovinas («Si las autoridades no fuesen de fiar, ya nos lo habrían advertido las autoridades», p.96), su afilada inteligencia se muestra compasiva prestándole la mayoría de las veces una lucidez de la que normalmente carece para enfrentarse a sus cuitas vitales («Desoyen nuestros gritos. Pero nos espían los correos», p.51; «De nuestros menos salen sus pluses», p.53; «O restaurantes de lujo o comedores sociales… ¡Qué gastronomía!», p. 88; «Todo es coherente [dice una camarera]: el contrato basura, el trabajo de mierda y la porquería que sirvo», p.90; «Si no piensas como los que no piensan, te señalan», p.93). Y también presta su voz, quizás nostálgico de tiempos más reivindicativos, a ese fugaz movimiento que protagonizaron miles de jóvenes indignados en 2011: «¿Quién habla de sueños? ¡Hablamos de despertar!», p.105.
Viñetas de las páginas 96, 51 y 53 (arriba), y 90, 93 y 105 (abajo). | ||
En el prólogo, El Roto cuenta que cuando era pequeño su padre le dibujó en una libreta un hombrecillo que al pasar las hojas a gran velocidad caminaba, tropezaba, caía, se levantaba y volvía a caminar en un bucle obsesivo. Vista desde la distancia, le parece que aquella secuencia reflejaba la absurda, eterna y dolorosa historia del género humano; y al repasar las viñetas para este libro, al intentar darles una mínima estructura narrativa, «descubrí que curiosamente el ciclo resultante guardaba un alarmante parecido a la descoyuntada marcha de aquella patética figura del viejo cuadernillo». Ciertamente, este fresco de nuestros días es un retrato cabal, grotesco y cruel, de la fragilidad de la condición humana, una suerte de Caja de Pandora con todos los males del mundo, un mundo del que cabe sospechar, según nos dice El Roto en el prólogo, su inminente destrucción y necesario renacimiento. Y, quizás por tener esa certeza, en el último momento cierra la maldita caja embrujada para que no se escape la esperanza. Conocedor como pocos del alma humana, El Roto reserva para el final del libro una hermosa viñeta que es como una ventana abierta para airear la habitación cerrada de la realidad. En ella, un joven con una mochila a la espalda se aleja mientras dice una frase que haría palidecer de envidia a los jóvenes del mayo francés: «Si no podemos cambiar de horizonte, cambiemos de perspectiva».
Tan inútil como la filosofía o la cúpula de San Pedro del Vaticano, El Roto es imprescindible: a cada uno lo suyo.
Viñeta final del libro. |