LAS HOJAS DE RUTA DEL SUPERCÓMIC |
“Nada como la ignorancia para asegurar la fe en los milagros y la reverencia hacia los terratenientes. Este era un lema de los reaccionarios que no debemos rescatar. (…) La tendencia pedagógica de suplir contenidos con actitudes está en la onda de esta tendencia, que antepone curiosidad y espíritu, creatividad y sensibilidad, frente al conocimiento. Ninguno de los anteriores se sustenta en el vacío.”
A. Muñoz Molina (Babelia, 29-III-2013)
Supercómic, un libro de artículos sobre historieta publicado por el sello Errata Naturae, es muy bien venido entre todos aquellos a los que nos gustan los tebeos porque es una antología de textos que tratan el cómic como objeto de estudio con seriedad. Es grato señalar que se trata de un libro editado por un sello que no es habitual editor de tebeos (lo es de textos sobre arte, filosofía, cultura popular y los media), con lo que se suma a otros pequeños editores que se han arriesgado recientemente a publicar libros sobre cómic, como Fórcola, Pagès, Turner, Blackie Books, Confluencias, Iberoamericana / Vervuert, Modernito Books, Alpha Decay o el conocido sello Cátedra, que ha seguido sacando a la luz ensayos sobre historieta. Esto sin mencionar que existen otras experiencias aisladas como las de las revistas o antologías académicas, que en realidad adoptan también el formato de libros, como ha sido el caso de Historietas, Ítaca o Arbor, por ejemplo.
Supercómic es un libro de aspecto cuidado, muy bien anotado y traducido, y plagado de interesantes y buenos artículos sobre cómic, más de uno sobresaliente. Han sido escritos por reputados divulgadores y estudiosos del cómic (Eddie Campbell, A. García Marcos, Ana Merino, Óscar Palmer, Pepo Pérez) o por autores no especializados en cómic en algunos casos (Daniel Ausente es “arqueólogo de subculturas populares”, Fernando Castro es profesor de Estética, Jordi Costa es sobre todo crítico de cine, Eloy Fernández Porta es fundamentalmente escritor –
mal etiquetado “pop” –, Raúl Minchinela es analista cultural y videocreador). Uno de los textos traducidos lo firma David M. Ball, profesor de Literatura pero que también es un teórico reconocido de la obra de ciertos historietistas. Max y Mireia Pérez, finalmente, aportan una historieta que funciona como análisis y como creación al mismo tiempo, un ejercicio muy divertido y que alivia la densa lectura del volumen al situarse en el ecuador del mismo, en un cuadernillo en color.
Eddie Campbell, reconocido autor y teórico de la graphic novel, aporta un corto texto irónico en el que su carisma como autor y comentarista juega enorme baza dado que implica su experiencia en sus planteamientos. Su artículo versa sobre el cómic “confesional”, en el sentido de autobiográfico (en España se ha utilizado tradicionalmente este adjetivo para designar aquellos tebeos de contenido religioso), y alude a Justin Green como primer historietista autobiográfico por su excepcional Binky Brown Meets the Holy Virgin Mary, una obra ciertamente rompedora en su momento. Algunas afirmaciones resultan algo obvias si no se admiten como escritas con el cómic estadounidense como telón de fondo, donde la tradición divulgadora sobre el medio había ido “utilizando términos más serios desde 1973” (en Europa había sido así desde años antes). El repaso subsiguiente que hace Campbell de los hitos del cómic autobiográfico no deja de ser historiografía descriptiva, llanamente, pero aporta un sucinto y acertadísimo análisis de Pagando por ello, de Brown. Sus otros apuntes merecen también una reflexión pausada, aunque no parta el autor de ideas propias (como la de que la memoria es unipersonal y no historia), y su indicación de que “el novelista gráfico tiene que levantarse e ir a algún sitio” ya lo había tenido en cuenta algún historietista (Pratt, Hergé, Gir, Giménez...). Hubo historietistas que hicieron un camino previo a la creación, en efecto.
Merino trata en su artículo sobre los hermanos Hernandez, que revolucionaron el cómic americano con su obra nacida en el otoño de 1982 y en la que las mujeres tienen un papel protagónico. Merino insiste en reforzar la idea de que los cómics de estos creadores de origen mexicano (pese a ser “cuadernillos en blanco y negro”) mostraban ya entonces texturas literarias de primer nivel que se enfrentaban al anterior o coetáneo “onanismo autobiográfico underground”. Este comentario comparativo resulta ciertamente simpático si tenemos en cuenta otras referencias expuestas en este libro sobre los cómics autobiográficos y del underground. Merino adopta una postura de alabanza sobre la obra de los Hernandez Bros., lógicamente, destacando que con su obra rompieron estereotipos y reivindicaron la cultura mexicana. En su ensayo no hace aportaciones especialmente originales al respecto de los padres de Love and Rockets, pero sí que resulta gratificante y hasta “algo nuevo” su manifestación de lástima por la pérdida de la tradición seriada en los cómics. Una idea con la que estamos de acuerdo, si bien esa tradición aún no se ha perdido en otras industrias, como la japonesa, la italiana o la francesa. Ni siquiera en los EE UU.
La aportación de Ball consiste en una recuperación de un texto ya publicado en los Estados Unidos en 2010. Disfrutamos con él principalmente por dos cosas: una traducción excelente y un repaso de la obra de Chris Ware, incidiendo en su “retórica del fracaso”, que este autor entiende como intento de situar los cómics dentro del canon literario. Parte de la argumentación de Ball brota de la idea de que el escritor de prestigio rehúye la novela popular por atender a una “división canónica entre valor literario y popularidad”, algo muy discutible hoy en día, como también lo es la afirmación de la nota 12: «Los teóricos del cómic han ignorado los debates sobre la fractura entre arte elevado y cultura de masas». Quizá se refiere a los estadounidenses. En suma, la reflexión de Ball es notable, meritoria, incluso valiente, en una industria del cómic como la de Estados Unidos (fuertemente pendiente de un formato, obsesionada por el éxito a ultranza, con la divulgación muy ligada al mainstream por tradición), pero su argumentación se diluye si la trasladamos al escenario europeo. Amén de que Ware no ha sido pionero en anteponer la consideración artística de la obra a su valor comercial, hubo varios autores desde los años setenta que desde el seno del mainstream alzaron las primeras voces de protesta (no obstante jamás se plantearon hacer “literatura”). Ante la conclusión de Ball de que Ware usa su publicitado “fracaso”, todo un leitmotiv, como un “mecanismo para transformar los cómics en literatura” surgen las preguntas lógicas: ¿Por qué? ¿Y por qué pueden o deben ser transformados? ¿Otros medios podrían observar la misma transformación? Y siendo posible… ¿para qué, con qué fin?
El ingeniero industrial Minchinela parte de la retícula de viñetas humorísticas de 13, Rue del Percebe para plantear su tema: el cruce de series de cómic. Es un arranque divertido e inteligente, pues es cierto que este modelo narrativo entrelazado germina en el humor gráfico y en las tiras de prensa, pero el autor se fija en los “multiversos” superheroicos partiendo de un hito clásico: Crisis on Infinite Earths (DC, 1985). Minchinela plantea un puñado de ideas muy estimulantes: el final de las ficciones como departamentos estancos en la posmodernidad, la vinculación cada vez más fuerte de la cultura popular actual con el juego, con el tiempo y la vigencia de contenidos, las posibilidades del cómic para mostrar relaciones de contigüidad o continuidad fundamentadas en estilemas de autor o en el tipo de rotulación, o bien en referentes metalingüísticos de diverso tipo. Un artículo realmente inspirador cuya lectura se hace breve.
Daniel Ausente aborda en su texto el tema de la memoria en los tebeos, un asunto ampliamente tratado en historietas pero no muy habitualmente con profundidad dramática, al menos hasta los años setenta. El articulista parte de ese mito de nuestra historieta referido a los “autores editores” de Tío Vivo (que ni fueron editores ni desarrollaron una conciencia autorial demostrada) y luego hace un recorrido descriptivo y coherente de los tebeos de este tipo en un ejercicio historiográfico que ya se ha hecho antes, si bien con otro sesgo. Además, Ausente alcanza a analizar el hoy, llegando a la figura de Marcos Prior en un ejercicio de reconocimiento acertado y que compartimos, porque posiblemente Fagocitosis y otras obras de Prior y Danide sean algunos de los tebeos más interesantes de los últimos años. Con todo, se echa de menos un mínimo debate sobre la frontera entre autor satírico e historietista, puesto que la obra mencionada es un híbrido de ambas disciplinas creativas (para algunos ambas son historieta). También se hubiera agradecido una reflexión más larga sobre esa idea que Ausente da por probada: que las obras de Prior “aspiran a dinamitar el sistema”. Aparte de que es harto difícil conocer las aspiraciones de las obras, a ojos de otros lectores podrían solamente mostrar el desmoronamiento de ese sistema, y siempre acomodado en su seno. Esto despierta una preocupante cuestión: ¿Y si no se puede ir más allá del simulacro? El argumento final del autor del artículo en pro del activismo resulta también fresco y muy de agradecer, aunque su vínculo con la bomba icónica de Bruguera es algo débil (en aquel entonces ni se encendían las mechas).
Fernández Porta comienza en su texto con la sorprendente afirmación de que el origen del ciberpunk español debe buscarse entre castellanoleoneses. Se trata de un juego inteligente para presentar a Miguel Ángel Martín, que destacó con su firma Mrtn desde el periodo mágico de los años ochenta. Fernández se apoya en él para hablarnos de la fisicidad reimaginada a través del gore, de la biopolítica, del eco fantasmal en el factor biológico de la sexuación, y de la sordidez como rutina. Es un texto atrevido, no sólo por los temas analizados, también por hacer una relectura de Rubber Flesh como “una respuesta a las exigencias feministas”, lo cual argumenta disponiéndose el teórico en un plano en el que no cabe valorar la humanidad de los torturados o asesinados, como obvios sujetos de ficción que son. Muy provocativo resulta lo que nos cuenta sobre el mito de la impersonalidad, y más aún lo es la idea de usar como espectros sublimados unas imágenes de impacto en otro soporte o contexto, lo cual viene a ser la esencia de gran parte de la creación actual de vanguardia. Eso sí, que Mrtn propone una revisitación estilizada de la negritud local para “europeizar” la patria vieja por la vía criminal… pues es algo que exige una discusión más larga.
Jordi Costa llega a la obra de Shintaro Kago apoyándose en referentes cinematográficos, concretamente Antonioni y Argento. El rodeo fílmico es tan grande que apenas atina a brindarnos una idea destacable relacionada con la historieta (sólo la referida al encuadre) y sabe a poco lo que extrae de la obra del japonés o lo que se detiene en ella. Su aportación constituye una aproximación escrita con brillante prosa pero que no logra penetrar en la historieta de Kago; si acaso lanza garfios entre medios para intentar aproximarlos. Una buena intención.
Palmer habla del “noir” y también traza puentes, en este caso entre lo literario y lo historietístico, en referencia al género negro. Nos recuerda una vez más la cuestión de la bastardía en origen y lo de la legitimación acomplejada para luego hablar de “los recursos del cómic para una obra de voluntad literaria”. Esto de que las obras tengan voluntad es ciertamente chocante, porque no hay modo de saberlo. Es muy atinado el autor cuando habla de literatura y televisión, a lo que dedica más de dos tercios de su texto, y cuando cita la relación entre sagas tebeísticas y serialidad televisiva. Esto es algo que ya dábamos por sabido pero que ahora parece haber adquirido un renovado interés a raíz de que sirve para argumentar que obras seriadas y serias pueden considerarse novelas gráficas. Palmer se muestra sorprendido de que pueda hallarse un relato genuinamente “noir” en Punisher (se refiere al de Garth Ennis), sin dejar de ser cómic de superhéroes, y luego reclama que el cómic debe seguir explorando en lo genérico. Se trata de un buen artículo, escrito por un buen conocedor del género negro, que reclama para la historieta algo que ya tenía: el potencial de desarrollar historias densas, tan oscuras como se desee, con la extensión que el autor estime oportuno, bien que eso siempre ha dependido del público y los editores (no de las “claves de la novela gráfica”) y que cuenta con la posibilidad de la fragmentación del relato extenso sin abandonar las claves genéricas. No viene mal recordar que la fusión –o hibridación– de géneros se ha dado en muchas ocasiones antes en los tebeos que en la literatura y siempre antes que en el cine.
Otro de los textos sobresalientes de este libro es el de Pepo Pérez sobre el tratamiento de la política en el cómic estadounidense, fundamentalmente todo a través de la interpretación de las obras de Frank Miller Holly Terror y DK2. Un documento el de Pérez de excelente estructura formal, de lenguaje muy preciso, una redacción perfecta, y muy bien argumentado todo él. Sólo podrían achacársele dos defectos a este documento: la extensión y el desafecto. La longitud del arranque y en algunas argumentaciones es dilatada, más de la mitad del artículo versa sobre la evolución de la historieta de superhéroes en los EE UU, sin llegar a entrar en materia, y el autor recurre en exceso a las teorías sobre el género del western de Slotkin (es correcto, pero insiste demasiado en algo que no parece relevante para alcanzar conclusiones). Lo dilatado del comienzo puede ser debido a que el trabajo procede de un cuerpo superior, pero en modo alguno obstaculiza la lectura, antes bien al contrario: la enriquece, porque el libro no va dirigido al habitual conocedor de la historia de los comic books. Lo del desafecto hace referencia al interés evidente del autor por no posicionarse sobre la ideología de Miller o la que su obra trasluce. Esta falta de análisis ideológico del expeditivo mensaje de Miller es una postura que debe ser respetada, pero en algunos paladares podría deja un regusto amargo esa idea de que el mensaje de Miller se encuadra en una “tradición de violencia populista fuera de la ley netamente americana” (p. 254), lo cual no debe confundirse con fascismo, al parecer. Entre otras cosas, el análisis de la falta de ironía en Miller o el engarce de las propuestas de Eagleton o de Hatfield con sus obras, hacen de este un texto excepcional.
Castro Flórez aborda el tema del “héroe sacrificado” en los cómics, sobre todo a través de Watchmen y, de nuevo, Holy Terror. Es un texto que integra algunas de las claves de la interpretación de los mensajes audiovisuales en la posmodernidad última, acaso en el terreno de la ultramodernidad (si bien el autor no usa esta terminología). El texto está cargado de conceptos, referencias y apuntes lúcidos, pero viene lastrado por una sobreabundante profusión de notas al pie, que hacen la lectura lenta y difícil la comprensión, más por cuanto algunas alusiones reiteradas o algún panegírico resultan innecesarios en un texto de estas características. Con todo, Castro señala varios puntos de gran interés para comprender la deriva de la historieta contemporánea. Uno de ellos es la fabricación del simulacro como la “forma más visible de nuestra dogmática contemporánea”. Paradójicamente, ese “tomar como referencia la simulación que [se] produce” (página 301) puede aplicarse también al propio concepto de la novela gráfica del que se habla en este libro. Hay buenas ideas en este artículo, como esa tan necesaria de admitir que la posmodernidad supuso la ruptura entre la experiencia y el sentimiento, y que permite apuntar que quizá la ultramodernidad, en la que nos hallamos según dicen algunos sociólogos, supone la quiebra entre conocimiento y actitud, con lo que la cultura queda sostenida sobre la simulación o el vacío. Algo terrible para los estructuralistas, pero perfectamente defendible en un contexto en el que se acude con facilidad al eufemismo (recordemos que el siglo quedó inaugurado con aquello de la “guerra humanitaria”, la ficción se benefició de la “realidad virtual”, la economía se ha caracterizado por el “crecimiento desacelerado”, etc.). Castro Flórez redunda en la idea de la ruptura revolucionaria, en la transgresión como modo de acceder a nuevos niveles de comprensión y de cultura cuando dice, en p. 326: “toda evolución de la cultura está gobernada por el deseo de borrar las huellas”, y luego alude a Walter Benjamin ajustadamente: “El carácter destructivo (…) ve también un camino”. Está claro, aunque da un poco de miedo esto.
La entrevista a Guibert con la que se cierra el libro es interesante pero breve. La hace García Marcos, que se muestra interesado por conducir al autor francés hacia un terreno deseado, la historieta como producto cultural para adultos, mientras que Guibert se enorgullece con naturalidad de su doble carrera como autor de ficciones infantiles a la par que como cronista de hechos reales dirigidos a lectores adultos. Guibert recuerda con cierta nostalgia el final del siglo XX como un momento bueno precisamente porque había un buen público (global, general) que les “permitía libertad para desarrollar historias en cualquier dirección” (p. 340). Ante la pregunta de García Marcos sobre si la aparente ligazón actual del cómic con otras artes es “un fenómeno nuevo” Guibert declara que no, y también estima muy educadamente que el etiquetado de nouvelle bande dessinée alude a un grupo que es difícil de encuadrar bajo un nombre genérico (p. 347). Su planteamiento del medio, como buen francés, es más amplio, más psicosociológico que sociocultural, y tiene claro que distinguir las industrias culturales de la cultura de masas y, al mismo tiempo, de la Cultura con mayúscula, es un buen ejercicio, sobre todo para un autor que depende de sus lectores en última instancia.
Supercómic es un documento dirigido a un lector interesado en la historieta contemporánea, que le permitirá bucear un poco por los cómics de los años setenta a noventa (los de tipo biográfico, los de los Hernandez, los de Mrtn, las continuidades en los universos superheroicos, Watchmen), hacer un recorrido por la memoria tratada en los tebeos españoles hasta la hibridación de la sátira con la historieta de denuncia, y atender al enfoque sobre algunos cómics recientes estadounidenses (los desencantados de Chris Ware o los reaccionarios de Punisher y Frank Miller). El libro se completa con una alusión a un autor japonés, una corta entrevista a uno francés y con una ingeniosa historieta alusiva a la presunta brecha entre creadores de antaño y de hoy, que no es tal según se concluye, resuelta al alimón por Max y Mireia Pérez.
Se trata de un libro eminentemente sobre historieta norteamericana, con varias miradas dispersas a otros cómics (guiándose cada autor por su “hoja de ruta”, como se suele decir) y que no cumple los objetivos que aparentemente se propone desde su subtítulo. Es decir, no se abordan las transformaciones últimas del cómic: no se habla del cómic en espacios digitales, de la historieta abstracta, de los nuevos usos del medio o de otras cuestiones que podrían atañer a la transformación aludida en el título con la palabra “mutación”. Se tratan temas de interés, es innegable, pero sobre autores y obras concretos a los que ya se ha acudido a menudo cuando se habla de graphic novels. Nada ha cambiado, salvo la cuestión de las categorías, porque con el prefijo “súper” parece querer señalarse que el cómic del que se habla aquí es de calidad superior a otro tipo de historieta de menor interés o calidad porque no evoluciona o no muta.
Hacia el ultracómic
Más adecuado hubiera sido utilizar el prefijo ultra para señalar las transformaciones de la historieta convencional. Precisamente ese prefijo “ultra” viene a la mente cuando se lee la introducción del libro, “Después del cómic”, texto firmado por el coordinador del recopilatorio, Santiago García, donde además de presentar a sus colegas habla de la “novela gráfica” con un tono cercano al manifiesto y con los recursos retóricos que se han venido usando para ensanchar la brecha entre el tebeo tradicional y el nuevo cómic que les interesa a ciertos teóricos / autores / editores. Esto no debe ser malinterpretado: aunque el tono del discurso de García es monocorde en su orientación desde hace tiempo, alberga siempre buena intención, la de valorar los tebeos y los autores que a él le gustan especialmente, protegidos todos ellos bajo el manto del impreciso concepto “novela gráfica”.
En su celo crítico , García se atrevía hace tiempo a plantear un rechazo reactivo de la historieta tradicional, que comenzaba por afear términos como “historieta” (en su libro La novela gráfica) y proseguía certificando la “muerte del tebeo” o la inexistencia de una crítica de los tebeos en España (en el catálogo Tebeos. España en Angoulême). Precisamente en este catálogo de la exposición celebrada en la “capital europea del cómic” incidía en la pirueta fenomenológica a la hora de calibrar la calidad de ciertos cómics frente a otros o al establecer la existencia de un “movimiento de renovación” que influía claramente en “las estrategias comerciales de las grandes”. En aquel texto, además, García volvía a intentar explicarnos la novela gráfica mediante el uso del oxímoron: “una tradición internacional y nueva”; “su acento está en lo global y en lo local”; [de] “los nuevos autores (…) y los veteranos”. Y también mediante construcciones metafóricas cercanas a la parábola: “(…) es una sensibilidad (…) o un espíritu que se extiende por encima de las fronteras (…) no es tanto un formato como una forma (…) [es] un canal”. Culminaba aquel artículo García con un elocuente discurso en el que manifestaba conocer al público que “aguarda” el advenimiento de la novela gráfica, porque (el subrayado es nuestro):
“hace apenas diez años no teníamos nada más que tristes cuadernillos de grapa en blanco y negro y la nostalgia de volver a ser lo que fuimos” (…) “Este es el momento en el que la sociedad y los media nos están mirando, el momento en el que tenemos que hacer un gesto (…) el momento de tomar una decisión de seguir hacia delante, de avanzar” (…) [el cómic / la novela gráfica] “¡Será lo que decidamos que sea!”
En esta alocución se fija la idea de un “nosotros” que es el depositario de toda decisión y de cuya voluntad depende todo triunfo. Se trata de la típica estructura discursiva polarizada, con proposiciones axiomáticas y recursos retóricos para manifestar la minusvaloración del “otro” y aquello que interesa rechazar o vencer. Un discurso útil en las proclamas ideológicas. Esta misma estrategia retórica inflama el prólogo de Supercómic, donde se defiende una posición contra la tradición historietística española para reafirmar los postulados a favor de la novela gráfica, pero en este caso generalizando ideas o mostrando cierto desdén hacia editores, teóricos y aficionados. He aquí algunos extractos del prólogo (repárese en nuestro subrayado):
“[muchos no dejan de] legitimar el cómic… como residuo consumista de una rancia tradición de escapismo figurativo”
“Hoy las editoriales que antes se lucraban con la propiedad de personajes superventas se mantienen como meros departamentos de desarrollo creativo al servicio de las grandes producciones de Hollywood”
“[el público que leyó “cómic alternativo” de joven] “ha querido seguir haciéndolo con naturalidad una vez que se ha hecho adulto”
“Esos autores [madurados en los últimos veinte años] y ese público, junto con los editores que lo han sabido entender, han aprovechado la oportunidad histórica que se les ha presentado para generar un nuevo sistema para el cómic”
“Hasta ahora el lector adulto que leía cómics era alguien que vivía en el recuerdo de lo que había leído de niño y adolescente (…) y que ya de mayor reivindicaba su nostalgia, más de una vez incluso con un toque de esnobismo”
Tan fascinante inspiración para la obtención de certezas la observamos también en este texto cuando García exculpa a Lichtenstein de plagiar a Tony Abruzzo con el fin de plasmar en lienzos la pobreza de las artes populares porque declaró ser un “artesano” en una charla. O en la simplista comparativa entre los premios Eisner, Harvey y Kirby y el catálogo de una exposición en el Museo del Louvre, celebrada en 1968, en la que se exhibieron obras de Harold Foster y Burne Hogarth como representativas del “arte del cómic”. En alusión a esa exposición afirma García que “fosilizaba al cómic tradicional, museizándolo”, y luego indica: “Semejante vuelco teórico en el canon [en referencia a lo establecido por el Museo del Louvre con la exposición, al parecer] en un periodo de apenas unas décadas es sintomático de la endeblez crónica de la literatura sobre cómic”. Por el contrario, al referirse a los articulistas participantes en Supercómic, ellos hacen “visiones y lecturas parciales, personales y adultas, exentas de nostalgia y desacomplejadas”.
Es obvia la intencionalidad discriminatoria de este discurso, que insiste en señalar hacia quienes no defienden los postulados o no comparten los gustos del teórico con escaso aprecio (“el viejo entramado”, “los dinosaurios moribundos”) para emitir luego asertos que siguen sin demostrarse, como la existencia de “una masa crítica necesaria para mantener una nueva industria: una industria del cómic de autor”. Y obsérvese el estratégico viraje hacia ese concepto, el de “cómic de autor”, que viene a sustituir en sus textos recientes a la “novela gráfica”, lo cual parece un eco de ciertos postulados de los años ochenta, paradójicamente.
Ya resulta extraño anteponer fenomenología a sistemática en los estudios y defender lo contrario, o proponer modelos discursivos para (citando a Schumpeter) avanzar sobre los escombros de lo que no le gusta o no quiere defender un teórico, pero… ¿realmente es necesario partir del desconocimiento y, de paso, desdeñar a otros aficionados, autores y teóricos? ¿No se podría hacer defensa de sus tebeos predilectos con elegancia? Hay aficionados que prefieren otros cómics. Hay editores que estiman que hay un mercado para muchos tipos de cómics. Merecen un respeto y existir. Así como lo merecen otros teóricos que han usado y usan herramientas bibliográficas, historiográficas, semiológicas, narratológicas, iconológicas, psicosociológicas, ideológicas, etc. Es innegable que hay quienes prefieren utilizar la hermenéutica subjetiva a través de los llamados estudios culturales, y escribir y teorizar sobre cómic desde disciplinas no estructuradas. Últimamente ha cundido esta deriva consistente en potenciar la interpretación del significado de los fenómenos antes que la interpretación del significado de las obras (saltándose todo significante, eso ya da lo mismo). Y algo inquietante anida en teorías como las gadamerianas, esas que señalan sin reparos dónde se encuentra "la verdad" de los nuevos lenguajes y mundos que nos trae el arte: en la interpretación de la élite. Si admitimos el arte como lo describía Formaggio, pues… sí, claro, podría ser así. Pero… ¿por qué negar la posibilidad de seguir trabajando con otras herramientas y con otros impulsos? Y más por cuanto se ha negado la existencia de un colectivo teórico organizado que teorice sobre cómic en España, de lo que se deduce que es imposible que exista una fuerza reactiva contraria al “canon de la novela gráfica”. Algunos todavía confiamos en que una interpretación vale tanto como la solidez de sus razones, pero sólo si mantienen la inteligibilidad y la consistencia (los sicólogos sociales no se han equivocado mucho en esto).
Vivimos en una época complicada en la que los colectivos abogan por el diálogo enarbolando, cada uno, su respectiva “hoja de ruta”, ese término tan borgiano al que aludíamos antes. Esa hoja es una cartografía de una realidad posible pero futurible, inexistente, que a menudo no se materializa como algo real y, casi siempre, impide la celebración del deseado diálogo. Dentro de la teoría del cómic, la hoja de ruta para la defensa de la novela gráfica está peligrosamente cerca del simulacro. Y parece ser que la opción de diálogo no figura en sus mapas.
Es lástima que un libro repleto de interesantes artículos sea presentado con un texto tan intransigente, en el que solamente encontramos una frase con la que estar de acuerdo: “Basta ya de monsergas.”.