LOS VERDUGOS A TRAVÉS DEL PRISMA DEL CÓMIC
En la plaza de mi ciudad, ante una multitud reunida, decenas de pares de zapatos de mujer pintados de rojo están esparcidos por el suelo. Un coro de plañideras vestidas de luto canta los nombres de Marta, Carmela, Mariluz... los de las mujeres asesinadas ese año por su compañero. En mis oídos resuena otra canción, Alberto, Jesús, Francisco... los nombres de los que dieron el golpe mortal. Los conflictos, la represión política, la violencia contra las mujeres, los medios de comunicación y los analistas nos invitan a reflexionar sobre el triste destino de las víctimas, a compartir su dolor y el de sus seres queridos y a mostrar compasión. Casi siempre están ausentes de este panorama los responsables de la violencia, los verdugos.
El carlista navarro que dispara a un vecino de izquierdas para compensar la muerte de su hermano en combate, el guardia nazi que rocía Zyklon B en las duchas, el oficial de la Gestapo que dispara con un revólver a un hombre porque este es judío o comunista, el oficial japonés que aplica el Sankō Sakusen (la política de los Tres Todo, "matar todo, saquear todo, destruir todo") a la población civil[1], el soldado francés en las cárceles de Argelia o estadounidense en centros de detención clandestinos esparcidos en el mundo que tortura para obtener alguna información, el policía latinoamericano que empuja al opositor político fuera del avión en pleno vuelo, la monja hutu que lleva bidones de gasolina para quemar a cientos de tutsis encerrados en un hangar[2]. Hemos oído hablar de ellos, a veces se han denunciado sus actos, pero rara vez se les nombra o muestra. Es más común deplorar los cientos, miles o millones de víctimas sin preguntarse demasiado sobre las circunstancias, motivaciones y responsabilidades de los perpetradores[3].
Existen algunas fotografías dispersas en las que los verdugos no temen mostrar sus hazañas y a veces incluso enorgullecerse de ellas. Estas fotografías no son muy comunes y se refieren significativamente a los actos perpetrados contra aquellos cuya condición humana se considera usurpada, aquellos que no merecen beneficiarse de la justicia ordinaria: el colonizado en África o en Filipinas, el “subhumano” judío en Europa, el campesino chino según las tropas japonesas[4], el islamista radical en Estados Unidos. Se niega la humanidad de la víctima, y el orgullo del verdugo es el del cazador que exhibe su trofeo.
Se considera que la Guerra Civil española causó, entre la violencia franquista y la republicana, unas 225.000 víctimas fuera de combate, excarcelaciones y ejecuciones sumarias, asesinatos locales y liquidaciones al final de juicios sumarios[5]. ¿Cómo saber la productividad de un verdugo en tales circunstancias? Suponiendo que cada uno de ellos tuviera en su historial unos cinco asesinatos, esto significaría que los ejecutores, por iniciativa propia o siguiendo órdenes que nunca deberían haber obedecido, hubieran representado en España una población de casi 50.000 personas, un grupo que en cualquier caso es lo suficientemente grande como para merecer ser estudiado. Mataban, a veces violaban, y después volvieron tranquilamente a casa al final de la contienda, orgullosos de la victoria de su bando, o forjaron nuevas vidas honorables en el exilio si estaban en el bando perdedor.
El cómic, espejo del verdugo
Como se ha mencionado, las ejecuciones han dado lugar a una cantidad microscópica de material fotográfico. La ficción cinematográfica ha mostrado a veces a los verdugos sin detenerse en ellos, un privilegio del que no goza el cómic, esclavo por naturaleza de la fijeza de sus imágenes. Además, los cómics están familiarizados con la violencia, ya que se ha convertido en parte de su fondo de comercio, lo que a veces les ha provocado conflictos con la censura, al no dudar en proponer imágenes a veces insoportables. Si hay un medio que pone a los verdugos ante nuestros ojos y no nos permite ignorarlos, es el cómic.
En sus descripciones de la Guerra Civil española, los cómics no siempre muestran a los verdugos. Algunos relatos intentan mostrar solo a las víctimas como si solo hubieran sido golpeadas por una violencia genérica, inmanente e incorpórea, como si solo fueran mártires de horrores de la guerra que no se quieren precisar ni atribuir. Más tarde, cuando los portadores de la memoria del bando republicano redescubrieron sus fracturas, los autores prefirieron atribuir la violencia a otro: el anarquista al comunista, el comunista al anarquista, o incluso a un vago miliciano sin etiqueta. El verdugo es anónimo y necesariamente invisible, mientras las víctimas están ahí, pueblan las páginas de los álbumes, pero no los verdugos, que se han ido a casa o a hacer lo que hacen los verdugos en su tiempo de ocio.
Cuando trató la Guerra Civil española, el cómic argentino hizo de la violencia contra los civiles su tema predilecto, en una incesante reflexión sobre la relación entre las responsabilidades individuales y colectivas, y sus dibujos están poblados de verdugos de ambos bandos. El cómic español se interesó por este tema solo a partir de la década de 2000, cuando por fin se midió la amplitud de la violencia franquista durante y al final de la guerra y cuando los portadores de la memoria republicana aceptaron, por fin, enfrentarse a los abusos de su propio bando. Otras historietas, como las obras franco-belgas o norteamericanas, se interesaron menos por la violencia contra los civiles, como si solo fuera un epifenómeno inherente a toda guerra, a pesar de que el número de víctimas fue tan grande como el de muertos en combate. Sin embargo, algunos álbumes, como Les Phalanges de l'Ordre Noir, de Pierre Christin y Enki Bilal[6], lo convertirán en el tema principal de su visión del conflicto al hacer hincapié en la esterilidad de la violencia.
La memoria del conflicto se fue haciendo más asertiva y sin duda también más reflexiva, el recuerdo perdió sus pudores ante las exacciones cometidas de una parte y otra, y guionistas y dibujantes comenzaron a exhibir a los verdugos además de a las víctimas. Aquí presentaremos algunos de ellos, aunque la lista no sea exhaustiva. El oficial que dispara a la madre y a la hermana pequeña del joven asturiano porque son las mujeres las que transmiten el odio entre generaciones. El falangista que ejecuta al niño que no sabe rezar ni cantar el Cara al sol. El regular marroquí que viola a la mujer antes de dispararle. El cura que acompaña a los soldados a un paseo y a una ejecución sumaria de los prisioneros sacados de sus celdas. El miliciano que quema al sacerdote en su propia iglesia. El carlista que conjura su miedo a las mujeres jugando con un cuchillo. El capellán de la prisión que da el golpe de gracia durante las ejecuciones. Mucho después del final de la guerra, policías que golpean a su prisionero y le hunden la cabeza en la bañera. Las dos últimas escenas provienen de cómics que tratan específicamente del verdugo, una historia corta, “Hestutasena”[7], para señalar el dolor y el descenso a los infiernos del soldado condenado al papel de verdugo, el otro, y un álbum, Speak Low[8], para cuestionar el hecho de ser descendiente de un verdugo.
Diez verdugos de la Guerra Civil, diez entre otros
«No solo sois unos ateos y unos antipatriotas [...] los socialistas ni siquiera respetáis lo único que hay sagrado en la vida, la familia», sermonea el oficial español, obligando al padre minero asturiano y a su hijo a mirar sus actos (figura 1). Le canta a la pequeña Tomasina «Pinto pinto gorgorito, donde vas tú tan bonito, a la era de mi abuela, pim, pam», la pistola suena a bocajarro y al “pum” la niña se desploma muerta, dejando caer su muñeca de trapo. También mata a la madre, porque “las mujeres transmiten el odio entre generaciones”, pero, por esta misma razón, no al joven hijo Terio.
Figura 1: MIGOYA, Hernán, y BEROY, José María: “Dos águilas de un tiro”, Nuevas Hazañas Bélicas, Glénat, 2011. |
En su camión, dos falangistas se divierten, acaban de disparar al burro que les impedía el paso (fig. 2). Esteban, el niño que conduce el animal, disfrazado de miliciano con su gorra y su pañuelo rojo, también es un objetivo divertido. No conoce ni el “Cara al sol”, el himno de la Falange, ni siquiera ninguna oración. Una buena razón para dispararle con un revólver antes de que el camión vuelva a salir mientras sus ocupantes cantan.
Figura 2: LOTH, Bruno: Los fantasmas de Erno 3 - La última esperanza, Kraken, 2013. | |
Una vez más, la línea clara de Beroy transmite lo insoportable (fig. 3). La cara de una mujer está clavada en una mesa con un puñal, en la misma postura de la violación que acaba de sufrir, y un niño muerto yace a pocos metros. El violador y asesino no es seguramente un simple soldado, como el desdentado que fuma en su silla, sino más bien, enfundado en un uniforme impecable, un oficial “moro", uno de los elementos de élite marroquíes de las Fuerzas Regulares. También él fuma con aire impasible, consciente del poder y la impunidad que le confiere su "amigo español", Franco.
Figura 3: MIGOYA, Hernán, y BEROY, José María: “Dos águilas de un tiro”, Nuevas Hazañas Bélicas, Glénat, 2011. |
En su gran bondad, el sacerdote viene a salvar las almas de los prisioneros alineados frente a la fila de sus compañeros fusilados (fig. 4). Tiene el rostro cerrado, no espera ningún reconocimiento, y de hecho los presos le insultan, qué más se puede esperar de semejantes desgraciados. Sin embargo, los ejecutores pagan al cura su tiempo así perdido y acepta con gratitud un reloj de bolsillo perteneciente a una de las víctimas y ofrecido amablemente por un guardia civil.
Figura 4: SENTO: Un medico novato, Sin Sentido, 2013. |
«Vosotros, rojos, ¿sabéis a lo que tenéis derecho? ¡De la tierra que pisáis hacia el cielo no tenéis derecho a nada! ¡De la tierra que pisáis hacia abajo tenéis derecho a unos centímetros donde enterraros!»[9] (fig. 5). Otro rostro cerrado de un eclesiástico, insensible a las críticas y seguro de su misión, inmortalizado en el poema atribuido a Miguel Hernández[10] que, como el protagonista del cómic, Miguel Núñez González, pasó por la cárcel de Toledo: «Más negro, más que la noche, menos negro que su alma, el cura verdugo de Ocaña». El padre Rodríguez, capellán del penal de Ocaña, en la provincia de Toledo, donde unos mil trescientos presos fueron ejecutados entre 1939 y 1959, se reserva el placer de dar el tiro de gracia a los fusilados, y a veces los remata a martillazos.
Figura 5: GÁLVEZ, Pepe; LÓPEZ,Alfonso, y MUNDET, José: Mil vidas más, De Ponent, 2010. |
”El hombre oculto” es un road-comic, el itinerario de un testigo de la guerra española que termina frente a la tumba donde yace su amigo Federico García Lorca. La violencia delirante del conflicto español es un tema recurrente entre los guionistas y dibujantes argentinos, que temen que los excesos de sus dictadores y revolucionarios degeneren en una guerra civil en su propio país. El protagonista atraviesa las líneas republicanas y luego franquistas. Asiste así a la furia de un miliciano que ha venido a incendiar una iglesia (fig. 6). El párroco protesta, lo que hace que el miliciano le eche gasolina y lo convierta en una antorcha humana. En las viñetas siguientes, otro miliciano viola una monja que en su momento había despreciado sus avances.
Figura 6: BARRÓN, Néstor, y CASALLA, Carlos: “El hombre oculto”, Todo Color Nippur Magnum nº 106, Columba, 1996. |
Al pasar por las líneas adversas, el protagonista encuentra escenas de violencia equivalente. Un soldado carlista ironiza sobre el hecho de que las mujeres participen e incluso dirijan la lucha republicana (fig. 7). Los líderes tienen que ser hombres, y no pueden exhibir pechos, una buena razón para amputar con una navaja los de su prisionera.
Figura 7: BARRÓN, Néstor y CASALLA, Carlos: “El hombre oculto”, Todo Color Nippur Magnum nº 106, Columba, 1996. |
«Nadie sabe que te hemos detenido. No has sido registrado en el libro de entrada en la Jefatura. Te vamos a sacar como sea todo lo que sabes, y si te mueres, pues una piedra en los pies y al mar, que está bien cerquita»[11] (fig. 8). Aquí la línea es expresionista, el retrato del verdugo no es más que una alegoría de la violencia. Si tuviéramos que darle un nombre, podría ser el del inspector de la Brigada Político-Social Antonio Juan Creix, que detuvo al dirigente comunista Miguel Núñez González en abril de 1958 y lo torturó durante un mes en la sede de la Jefatura Superior de Policía, Vía Layetana de Barcelona. Formado en las técnicas contrainsurgentes del FBI, las aplicó, aunque prefería los métodos antiguos: “Como el palo no hay nada”.
Figura 8: GÁLVEZ, Pepe; LÓPEZ, Alfonso, y MUNDET, José, Mil vidas más, De Ponent, 2010. |
Escasas obras han presentado a los verdugos no para denunciar sus actos, sino para reflexionar sobre su condición. “Hestutasuna”, de Jesús de Miguel (fig. 9), aborda la deshumanización del adversario, la transformación del ser humano en verdugo y sus consecuencias psicológicas, el encierro en uno mismo y la soledad que ello conlleva. «Muy pocos son los que saben de la terrible soledad que acompaña al hombre en la plaza (de toros) […] pero lo que de verdad nadie puede conocer es la infinita soledad del torero, cuando lo que hay que apuntillar no es un toro»[12].
Figura 9: DE MIGUEL, Jesús: “Hestutasena”, TMEO nº 8, 1990. |
Por su parte, Montesol encuentra a uno de los verdugos de la guerra, uno de aquellos soldados que, sin querer queriendo, se convirtieron en asesinos, y una vez depuestas las armas, llevaron la vida tranquila de hombres honrados (fig. 10). Se trata de su propio padre, que cuando se arriesga a hablar de la guerra se encierra en evidentes mentiras. No mató sumariamente, no dio el golpe de gracia para acabar con los prisioneros. Montesol nos enseña a un hombre mudo cuyo silencio se transmite a su hijo, al que le pesa como algo insoportable. Ser descendiente de un verdugo representa una carga tan dura como ser descendiente de una víctima.
Figura 10: MONTESOL: Speak Low, Sin Sentido, 2012. |
El nacimiento del verdugo
Entender quiénes son los verdugos en un conflicto como la Guerra Civil española se enfrenta a varios obstáculos. Se acepta una oposición entre la violencia franquista, organizada y alentada por la sublevación militar y más tarde por las nuevas instituciones franquistas, y una violencia de izquierdas que es una mezcla nebulosa de arrebatos individuales y reacciones populares espontáneas. Sin embargo, parece legítimo dudar ante la excesiva conveniencia de esta tesis. La simple lógica de las cifras (decenas de miles de personas ejecutadas), la existencia en ambos bandos de grandes masacres: en el bando republicano, la de Paracuellos en noviembre de 1936, con unas dos mil ejecuciones sumarias en pocos días, que contribuyó a alimentar la propaganda del levantamiento, y en el bando franquista, la de Badajoz, con entre dos mil y cuatro mil muertos, muestran que la cuestión de la responsabilidad de la institución republicana así como de la franquista en la violencia sigue lejos de resolverse. En las zonas que permanecieron fieles a la República, la participación ciudadana en la violencia no pudo existir sin el establecimiento de un entorno —institucional, político— que la autorizara y fomentara.
El historiador Rodrigo Javier[13] destaca que, lejos de ser una locura colectiva, la violencia de ambos bandos tenía su propia utilidad, sus propias normas, su propia lógica. En el lado republicano, la violencia inicial durante 1936[14] no fue premeditada, pero tampoco fue espontánea. Por un lado, respondía a una lógica de aplastamiento de la sublevación militar, y por otro, a una lógica revolucionaria de limpieza política, cuyos objetivos eran compartidos por una parte de los políticos y de la población. No era violencia de Estado, sino delegación de la violencia de Estado. Al principio de la contienda, la elección de la República de privarse de sus propios medios de represión y manteniendo en sus cuarteles a una Guardia Civil demasiado marcada por las luchas asturianas, hizo efectiva esta delegación.
Del mismo modo, la violencia franquista respondía a una lógica análoga de limpieza política, de eliminación de los militares tibios opuestos a la sublevación y, más ampliamente, de aniquilación de los poderes regionales y locales para poner fin a las reformas de la República. Pero la existencia de localidades diezmadas y otras a salvo de la violencia en las zonas conquistadas por los militares insurgentes nos lleva también, sin negarla, a replantear la responsabilidad del bando franquista en otros términos, aceptando que también dependía de las opciones locales. La violencia franquista se ejercía a menudo detrás de las líneas y después de la salida de las tropas. Es cierto que los insurgentes establecieron un marco favorable a la violencia, pero muchos asesinatos y violaciones no habrían tenido lugar sin el apoyo de iniciativas esencialmente locales. No se trata de la violencia de la guerra, sino de la violencia de tiempos de guerra, una época en la que se rompen las reglas y todo vale.
Uno de los espantapájaros de los caricaturistas madrileños de la prensa republicana de los años treinta era el soldado-monje vasco, con su boina y su escopetín. Pero, independientemente de lo que se piense sobre el sentimiento nacionalista vasco o sobre su fervor católico, durante la Guerra Civil estos dos sentimientos demostraron ser un cemento consensuado que superó las divisiones políticas e hizo que la violencia contra los civiles fuera mucho menor que en otras regiones españolas. El resultado fue un mejor control de los estallidos republicanos al principio del conflicto y una venganza menos cruel cuando el país cayó en manos de los italianos y de los sublevados. Por el contrario, los resentimientos heredados de las guerras carlistas y el fervor antirrepublicano exacerbaron la violencia en las zonas rurales de la vecina Navarra, muy por encima de la triste media nacional. Allí la gente asesinaba porque había perdido a un ser querido, o asesinaba sin ninguna razón en particular, simplemente porque era la fiesta del pueblo.
Otro historiador, Carlos Gil Andrés[15], detalla la cadena de responsabilidad necesaria para el ejercicio de la violencia, entre los directores que la autorizan y la fomentan, los empresarios políticos que activan las líneas divisorias locales y elaboran listas negras, los especialistas en violencia (a menudo con experiencia militar o policial) y los ejecutores (algunos delincuentes, pero sobre todo hombres comunes, trabajadores o aldeanos, a menudo jóvenes, que la utilizan como rito para pertenecer al grupo). Esta violencia se ejercerá con más o menos fuerza si hay intercesores, dotados de cierto prestigio y vinculados a los poderes locales. Entre ellos se encuentran los sacerdotes, los notables y los concejales, que durante la Guerra Civil española solo en raras ocasiones desempeñaron un papel moderador, alentando sin embargo, a veces, los excesos. Las responsabilidades son, pues, múltiples, pero hay que subrayar que no se comparten, sino que se suman.
El levantamiento fue acompañado de un discurso de reconquista (la “guerra de liberación nacional”, en la terminología franquista). La columna vertebral de las tropas la proporcionaban los veteranos coronados por sus victorias en Marruecos, cuyo orgullo militar se acompañaba del desprecio por el enemigo indígena. El traslado mental (del enemigo moro al enemigo rojo) se produjo durante la abortada revolución de Asturias, y la Guerra Civil tomó la apariencia de una colonización interna en la que el enemigo no era un par, sino una alimaña a la que había que exterminar. La reputación de los regulares marroquíes es ejemplar en este sentido, con su cortejo de mutilaciones del enemigo (decapitación, castración) y la benevolente indulgencia de su jerarquía española hacia las violaciones[16]. Probablemente esto tiene su eco en las grandes haciendas feudales de Extremadura o Andalucía, donde el campesino sin tierra y el jornalero analfabeto son en esta época considerados poco más que animales de carga, y es significativo que el principal asesinato en masa del bando franquista se produjera en Badajoz, bajo la mirada aprobadora o indiferente de las élites locales[17]. Los soldados que habían llegado de África lo sabían todo sobre la conquista y la represión, y los reclutas ordinarios que iban a unirse a las columnas de Franco tenían que demostrar su valía ante los profesionales.
Los jefes militares hablaron de guerra total; la Iglesia católica, tras un breve momento de vacilación, se comprometió, juzgando el levantamiento como una cruzada y rompiendo la barrera moral de la violencia. Los golpes asestados por la República a sus privilegios y los asesinatos de los suyos fueron más que suficientes para influir en la jerarquía y el clero de base. Estos últimos, en la gran mayoría de los casos, se pusieron del lado de los soldados sublevados, e incluso participaron en los combates y las exacciones. No más de medio siglo después, en Ruanda, el país más católico de África, la Iglesia local no buscó el apaciguamiento sino que, por el contrario, se convirtió en cómplice de las masacres. Apenas vemos al sacerdote de buena voluntad haciendo de intermediario e intentando proteger a su rebaño de la furia y la arbitrariedad de los militares. Entre las imágenes que nos ofrecen los cómics sobre la guerra, la que más surge es la del sacerdote que acompaña las ejecuciones sumarias, como se pudo ver en el cómic de Sento. Otras imágenes nos muestran a clérigos disparando tiros desde el campanario de su iglesia o dando el golpe de gracia para acabar con los condenados, como el de Ocaña.
Evidentemente, el asesinato de José Calvo Sotelo no puede considerarse como la causa desencadenante de la Guerra Civil, como lo han pretendido algunos historiadores. Pero su tratamiento laxo por parte de las autoridades pone de manifiesto la incapacidad de la República Española para desempeñar el papel que en principio le es propio, el de primer intercesor con todo el poder de la institución ante la violencia particular. Hay que aceptar que, aunque acompañada de excesos intolerables, la represión de los anarquistas de Casas Viejas en 1933, bajo Azaña, o la de la revolución asturiana en 1934, bajo Lerroux y luego Martínez Barrio, formaba parte de la misión legítima del Estado, la de mantener el orden republicano, ya fuera obra de un Gobierno de izquierdas o de derechas. El año 1936 supuso la dimisión casi total del Estado, antes de una recuperación en los años siguientes y una drástica disminución de la violencia por parte del bando republicano.
La Revolución Francesa llevó a la guillotina a más de doce mil personas, aristócratas por supuesto, cuyo recuerdo hemos conservado, pero también plebeyos que solo se habían atrevido a protestar contra el nuevo régimen, y nos hemos olvidado convenientemente de estos. Se produjeron crueles represiones, como en la Vendée, donde decenas de miles de civiles fueron ejecutados y donde las mujeres y los niños tampoco se salvaron. Esto no impide considerar la Revolución en retrospectiva como un motivo de orgullo y una etapa prestigiosa de la historia de Francia. Por su parte, en la España de la Segunda República, la Revolución de Octubre en Rusia gozó de un prestigio equivalente a la de la Revolución Frances, a pesar de que tuvo en su tiempo su cuota de miles de víctimas civiles y que los años treinta fueron la época de los grandes juicios en los que los revolucionarios históricos fueron diezmados.
La izquierda española, en el momento de la llegada del Frente Popular, estaba dividida, incluso en su franja institucionalizada, como el Partido Socialista. Mientras algunos expresaban su adhesión a la República, otros solo la veían como un paso intermedio hacia un régimen social o, a lo sumo, como una fachada para negociar con las democracias. En este contexto, la relación con la violencia solo puede ser ambivalente. Para algunos, existe una violencia necesaria y legítima, que debería permitirles deshacerse de una vez por todas de los pilares del antiguo régimen, los grandes terratenientes, los capitalistas y sus lacayos, los ideólogos de la derecha y sus seguidores, los militares profesionales, los miembros de la Iglesia... Esta ambivalencia recorre los diferentes partidos y movimientos políticos, impregna los diferentes niveles de decisión pública, hace posible todo tipo de abusos, incluso asesinatos en masa.
La revista anticlerical La Traca pasó de encuestas a los intelectuales (“¿Cómo ve usted el problema religioso en España?”) en los primeros años de la República a encuestas a sus lectores al llegar la guerra (“¿Qué haría usted con la gente de sotana ?”)[18]. En esta última encuesta, casi un millar de respuestas aparecen en el semanario, y cada una rivaliza con la otra en crueldad. Incluso si uno está dispuesto a admitir una cierta dosis de humor negro, las propuestas son bastante espantosas, tomando prestado el imaginario de la Inquisición: el desmembramiento, el descuartizamiento, la tortura con agua, y mejorándolas gracias a los avances tecnológicos: colgar de las hélices de los barcos, freír en la silla eléctrica, clavar explosivos en las partes íntimas. Uno podría contentarse con reírse de ello si 1936 no hubiera sido el escenario de miles de asesinatos de sacerdotes y monjas. No hay ninguna llamada al crimen en el semanario, La Traca no es, obviamente, Radio Mille Collines[19], sino que propone una impresionante observación de la visceralidad de los resentimientos anticlericales por parte de la población española. Pasar de la fantasía a la acción requiere un detonante y el deseo de un cambio radical de sociedad, así como el derrumbe del control estatal lo proporcionan.
La Inquisición como legado
Aquí ya planea la sombra de la Inquisición española, la referencia indispensable para cualquier verdugo digno de ese nombre. El historial de sangre no es tan grande, entre tres mil y diez mil personas asesinadas a lo largo de más de cinco siglos de existencia, lo que representa unas pocas docenas al año, unos pocos cientos en su apogeo en el siglo XVI. Pero el uso extensivo de la tortura, su aplicación a todos —hombres, mujeres, niños mayores de catorce años—, los relatos detallados por los escribanos de los abusos y las reacciones de los condenados, han alimentado la imaginación con prácticas como el potro, el aplastapulgares, el tormento del agua, la pera vaginal, oral o anal, la garrucha, la cuna de Judas, la doncella de hierro, la sierra... Sade se inspiró en gran medida de sus obras, la policía y los ejércitos adoptaron sus recetas, primero en las colonias y luego en sus propios países. Es impresionante seguir el itinerario de algunas de estas técnicas, como el uso del agua, desde la represión de los movimientos indígenas hasta las luchas independentistas, desde la actuación policial contra los movimientos revolucionarios en América Latina hasta, más recientemente, las técnicas de interrogatorio en las cárceles clandestinas donde se encontraban los islamistas radicales.
Aunque no parece haber un cómic que describa la historia de la Inquisición española in extenso, decenas de creadores la han integrado a veces en historias más o menos inverosímiles, algunas de ellas procedentes del mundo hispanoamericano y enmarcadas en el género “horror y terror patético”[20] (figs. 11 y 12). También se ha utilizado en la ciencia ficción, probablemente en los momentos en que los guionistas se han quedado sin ideas nuevas, y en un episodio de Star Trek, el capitán Kirk y Spock caen en manos del Gran Inquisidor[21]. Otros álbumes más ambiciosos la evocan en relación con el tema de las brujas y el odio a las mujeres[22].
Otro ejemplo de cómo la Inquisición española sigue viva en el imaginario popular internacional: en este cómic de Batman publicado en 2018 (fig.13), el guionista Tom King recicla un personaje creado por Jack Kirby casi cuarenta años antes, Kanto, uno de los Nuevos Dioses exiliados de Apokolips y traído a la Tierra en el Renacimiento. Kanto consigue capturar a Batman y pretende deshacerse de él aplicando la tortura de la sierra, una técnica especialmente cruel que dice haber aprendido en España a finales del siglo XV[23]. La Inquisición no es algo del pasado, de unos eclesiásticos algo bruscos en un país un poco supersticioso, sigue siendo un instrumento moderno de imaginación y poder.
Figura 13: KING, Tom, y DANIEL, Tony S.: Batman nº 56 - Beasts of Burden 2, D.C. 2018. | Figura 14: ANÓNIMO, Museo de la Inquisición, Carcasona (Francia). |
El Gobierno de Franco creó consejos de guerra en las zonas ocupadas por sus tropas y luego en todo el país tras la victoria. Supuestamente su función era solamente la represión de delitos de sangre. Sin embargo, se castigó metódicamente a todos los que habían colaborado con el orden republicano, ya fueran hombres de izquierdas o incluso conservadores moderados. Fue una máquina de purgar gobiernos locales, sistemas judiciales y sistemas educativos. Al igual que para la Inquisición, no se trataba tanto de castigar los delitos como de inspirar miedo y obediencia. Es probable que la represión tuviera también otra finalidad, a saber, asegurar que los ejecutores serían inquebrantablemente leales al régimen, siendo su lealtad la condición para protegerles de posibles represalias de las familias y amigos de los ejecutados.
Se trataba también de una justicia arbitraria, un juego de azar cuyos resultados estaban sesgados por la corrupción y el tráfico de influencias. Las familias acomodadas se apoyaban en sus contactos, mientras que otras compraban testimonios favorables escritos a medida por notables cercanos al nuevo régimen o sacerdotes. Es curioso que la evocación del fusilamiento de Carlos Gómez Carrera, "Bluff", caricaturista de La Traca, se ilustre a menudo con caricaturas especialmente ofensivas para el franquismo, a pesar de que estas fueron dibujadas por José María Carnicero, hijo de arquitecto, que finalmente solo estuvo encarcelado tres años y reanudó su actividad como caricaturista en España en los años cuarenta. ¿Arbitrariedad, corrupción o influencia?
Aquí también se cierne la sombra de los Tribunales de la Fe, con sus fallos absurdos y sus castigos arbitrarios. Según Gerald Brenan[24], la última víctima de las hogueras de la Inquisición fue una vieja monja sevillana, María de los Dolores López, una de esas “beatas” temidas por la Iglesia, quemada en 1781 «por tener comercio carnal con el demonio y por conseguir que las gallinas» (o ella misma, según otras fuentes) «pusieran huevos con profecías escritas en la cascara»[25]. De nuevo, se trata de inspirar obediencia y miedo, que el pueblo aprenda que el conformismo es la mejor estrategia de supervivencia, una lección que les enseñó posteriormente el poder franquista. Bartolomé Bennassar[26] lamenta una consecuencia de la Inquisición que podría ser también asimilada a la represión del final de la Guerra Civil y la posguerra: la de la desconfianza hacia los libros, un sentimiento que, según este historiador, durará hasta hace muy poco, lo que en términos educados significa hasta nuestros días.
Los verdugos, las víctimas y nosotros
El álbum Tigre d’avril[27], de Marcel Rouffa y Marvano, mantiene un discurso sobre la violencia durante la Guerra Civil española que podríamos calificar de nauseabundo, pero también necesariamente interesante, ya que pretende descaradamente aplicar la mirada impasible de Cervantes sobre su propia sociedad. Según dicho cómic, en el bando franquista, el toro cornea a los prisioneros en la arena frente a un público satisfecho; en el bando republicano se debe fusilar a un niño para ser considerado digno de unirse a las filas. El autor simplemente quiere decir que cruzar los Pirineos (de norte a sur, por supuesto) es entrar en un mundo salvaje. Se trata de un discurso xenófobo, pero sin duda cercano a la afirmación franquista de que "España es diferente", que justificó la mano dura de la dictadura cuando el país intentaba sin éxito entrar en la Comunidad Europea. Las razones de este cómic pueden encontrarse en el deseo de exorcizar otros demonios, el hecho de que ninguna sociedad, y mucho menos las que se enorgullecen de estar entre las más avanzadas y democráticas, ha dejado de incurrir en algún momento de su historia reciente en abusos similares.
Lo que se aplica a los países también se aplica a las personas. La expresión de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann es bien conocida[28], la "banalidad del mal". Lejos de ser el genio maligno que se podría suponer, Eichmann no era más que un funcionario demasiado celoso, un hombre mediocre que en otro contexto habría sido, como mucho, un viajante de comercio. El padre de Montesol, como miles de sus compañeros, vivió probablemente una vida tranquila y honorable antes y después de la guerra. El mundo de los verdugos no es diferente de nuestro mundo, los verdugos no son diferentes de nosotros, ¿quién puede presumir de no llegar a serlo si las circunstancias lo requieren o lo favorecen? Dos conocidos míos perdieron su calidad de amigos porque golpeaban a sus esposas, dos hombres inteligentes, cultos y amables; uno fue ministro y el otro sigue siendo editor. Lo que nos fascina en la persona del verdugo es lo cercanos que se encuentran.
La borrosidad y la porosidad de los límites entre los verdugos y nosotros es una de la razones por las que preferimos no mirarlos de cerca, pero no es probablemente la única. Con algunas excepciones de evidente psicopatía, los verdugos son gente razonable y tienen sus razones para actuar. El militar franquista español considera que su país corre el peligro de perder sus valores y sus tradiciones y caer en manos de potencias extranjeras y juzga que la violencia es el camino más corto para terminar con el enemigo. El miliciano asesino de curas actúa porque contesta la validez de la religión, la altivez y el peso de la institución católica. El oficial francés que ordena a sus soldados torturar al combatiente del FLN piensa que eso permitirá conseguir la información que ahorrará nuevas muertes a los suyos. El islamista que provoca un atentado no lo hace gratuitamente, considera su acto como legítimo. El marido asesino lleva al extremo una ideología de dominación y de posesión masculina de siglos, propiciada por las sociedades y las religiones, que justifica o excusa su acto (en Francia, hasta hace poco, el feminicidio se llamaba “crime passionnel”, la pasión siendo considerada por los jueces como una circunstancia atenuante). Se puede juzgar de diferentes formas las razones de los perpetradores pero no negar la existencia de estas mismas razones.
Al contrario, focalizarse sobre las víctimas ofrece un espacio remarcable de ausencia de reflexión, característico de nuestra creciente incapacidad de debatir sobre ideologías y valores sociales y políticos que modelan los comportamientos y que conducen, entre otros, a los actos de violencia. Según Daniele Gigioli, la víctima es el “héroe de nuestro tiempo”, un héroe para el que poco importan las circunstancias de su tortura o muerte y con quien es demasiado fácil identificarse[29], mientras el verdugo es, en paralelo, una sombra cruel cuyas razones ya no nos importan. Volviendo a la Guerra Civil española, recuperar los cuerpos dispersos de los fusilados es evidentemente legítimo, pero reducir la memoria histórica a esqueletos y fosas es hacer de la contienda una masa informe donde ya no se distingue las visiones y aspiraciones franquistas y republicanas. Independientemente de nuestro rechazo a la violencia, ponerse en el lugar del verdugo y entender las circunstancias y las razones que hicieron de él un asesino son un paso hacia la reflexión política y social.
¡A leer más cómics!
Los cómics no dudan en mostrar a los verdugos, recordándonos que cuando hay tortura, ejecución sumaria o violencia, se trata de mirar, no solo a las víctimas, sino también a los verdugos. Ellos son los que generan la violencia, una evidencia que generalmente preferimos olvidar para concentrarnos en las víctimas. Enorgullecerse de proteger a las víctimas de violencia doméstica porque se les ofrecen condiciones no mucho mejores que las que se facilitan a los inmigrantes recién bajados de sus pateras, aislarlas de su entorno y dejar al perpetrador tranquilamente instalado en su casa y en su trabajo no es un logro, es la admisión de un fracaso. Mandar a los autores de violencia machista a la cárcel aureolados de su dudosa reputación, donde se prevalecen de su hombría frente a guardias y presos exclusivamente masculinos, tampoco es la solución. Para este tipo de población existen en Europa algunos centros especializados que aplican medidas parcialmente penales y terapéuticas, pero son pocos y escasamente apoyados por las instituciones, lo que es lamentable, porque estos centros tienen un doble interés: tratar de modificar la perspectiva de los hombres ingresados y acumular información sobre los factores y mecanismos de la violencia.
En 1961 se hizo famoso el “Experimento de Milgram”, en la Universidad de Yale, una investigación universitaria destinada a evaluar el peso que puede tener un grupo o un marco institucional para que un individuo se convierta en verdugo. El profesor Stanley Milgram pedía a sujetos de prueba que por cuatro dólares enviaran a otros individuos descargas eléctricas cada vez más fuertes (de quince a cuatrocientos cincuenta vatios), hasta que fueran extremadamente dolorosas y potencialmente letales. Dos tercios de los sujetos, tantos hombres como mujeres, llegaron a enviar la potencia máxima sin protestas, a pesar de los aullidos fingidos de sus supuestas víctimas. Por su sensacionalismo, el experimento ha generado tanto interés como irritación, y no estamos seguros de que se hayan desarrollado posteriormente líneas consistentes de investigación.
De igual forma encontramos la reflexión fundamental del historiador Carlos Gil Andrés sobre la participación ciudadana en la violencia, los grupos que la propician y las condiciones de su establecimiento. El autor abre aquí todo un campo de investigación que merece ser profundizado y documentado, lo que a la fecha no parece ser el caso. La historia, la sociología o la psicología del verdugo parecen temas difíciles de abordar y explorar. Aquí probablemente la historieta tiene poco que aportar sino a través de su exhibición más flagrante de los perpetradores y de las circunstancias de sus actos. Pero, por eso solamente, el historiador, el sociólogo, el psicólogo, tendrían que leer más cómics. Por otro lado, todo ello nos interroga indudablemente sobre la relación que la violencia mantiene con el autor, la obra dibujada y el lector.
La exhibición de la violencia es uno de los pretextos para desprestigiar al cómic, no solamente a nivel de sus detractores, sino también de sus propios aficionados. Mangas como los de Katsuhiro Otomo, cómics como los de Miguel Ángel Martín, nos dejan con malestar al hojear sus páginas. Su exposición de una violencia extrema es evidentemente perturbadora, casi insoportable. Generan el mismo sentimiento que el experimento de Milgram, juzgamos que asocian sensacionalismo e incitación al voyeurismo. Queremos olvidar la lectura de sus obras, la contemplación de actos insoportables y quizá la parte de fascinación que nos ha generado.
Eso muestra las dos caras de exposición de la violencia, da pistas para explicar la polarización sobre las víctimas y el olvido de los verdugos. Contemplar y deplorar a las víctimas nos une a una comunidad persuadida de que solamente denunciar los hechos servirá de algo en el futuro y finalmente nos valoriza a nuestros propios ojos. Contemplar a los verdugos nos desvaloriza, nos obliga a mirar donde no queremos, empuja a reflexiones que no queremos llevar a cabo, nos muestra cuán fina es la pared entre lo que pretendemos ser y ellos, nos pone frente a nosotros mismos y nos aísla.
NOTAS
[1] Se considera que esta política, promocionada oficialmente por el Gobierno imperial japonés, causó del orden de tres millones de muertos civiles entre 1940 y 1945, principalmente en China. Ver FAIRBANK, J. K., y GOLDMAN, M. (2006): China: A New History. Harvard University Press.
[2] En 1994, unos ochocientos mil tutsis fueron asesinados en Ruanda, con la aprobación de la jerarquía católica hutu y la participación de miembros del clero en el genocidio. Se cita el caso de dos monjas benedictinas juzgadas por crímenes contra la humanidad, una de las cuales habría comprado el combustible utilizado por los genocidas para quemar vivas a entre quinientas y setecientas personas que se escondían en una nave. Ver CASTRO, A. (2009): Oscuro papel de la Iglesia en el genocidio de Ruanda de 1994. Disponible en línea el 4-III-2024 en: https://laicismo.org/oscuro-papel-de-la-iglesia-en-el-genocidio-de-ruanda-de-1994/10147.
[3] Podemos mencionar como caso excepcional el documental Ganz normale Männer - Der 'vergessene Holocaust' (Aquellos hombres grises), realizado en 2022 por Manfred Oldenburg y Oliver Halmburger, que describe cómo varias decenas de miles de hombres alemanes ordinarios se convirtieron en verdugos, asesinando cara a cara cerca de dos millones de personas, hombres, mujeres y niños, sin que fueran obligados o hubieran temido represalias de haberse negado a participar en las matanzas.
[4] «En el campo de batalla, nunca hemos considerado que los chinos eran seres humanos», TAYA COOK, H., y COOK, T. (1993): Japan at War, p. 153.
[5] 55.000 víctimas de la violencia republicana y 170.000 víctimas de la violencia franquista. ESPINOZA MAESTRE, F., et al (2010): Violencia roja y azul - España, 1936-1950, Crítica.
[6] CHRISTIN, P., y BILAL, E. (1979): Les Phalanges de l’Ordre noir, Dargaud.
[7] DE MIGUEL, J. (1990): “Hestutasena”, TMEO nº 8.
[8] MONTESOL (2012): Speak Low, Sin Sentido.
[9] CRUZ VILLEGAS, I., y CRUZ VILLEGAS, M. D. (2008): «Las condiciones de vida en la comarca de La Mancha toledana durante la Guerra Civil y la postguerra. Una aproximación desde la historia oral», en La guerra civil en Castilla-La Mancha, 70 años después, actas del Congreso Internacional coordinado por Francisco Alía Miranda, Angel Ramón del Valle Calzado y Olga Mercedes Morales Encinas, pp. 725-744
[10] Puede que los versos no sean de Miguel Hernández sino de los alumnos de su clase de poesía en la misma cárcel.
[11] NÚÑEZ GONZÁLEZ, M. (2002): La revolución y el deseo, Península, p. 368.
[12] Original en euskera: «Oso gutxik dakite gizonari zezentokiaren erdian laguntzen dion bakardade ikaragarriaz […]. Baina egiazki inork jakin ez dezakena toreroaren bakardade infinitoa da. Puntzetiltzatu behar duena zezen bat ez denean».
[13] JAVIER, R. (2014): “Guerra civil y violencia en España”, On-line encyclopedia of violence, Sciences Po.
[14] Solé y Villarroya señalan, por ejemplo, que el 80% de las ejecuciones en la retaguardia republicana de Cataluña ocurrieron en 1936. SOLÉ i SABATÉ, J. M., y VILLARROYA, J. (1989): La repressió a la retaguardia de Catalunya (1936-1939), Barcelona, Abadía de Montserrat.
[15] GIL ANDRÉS, C. (2013): “También ‘hombres del pueblo’. Colaboración ciudadana en la gran represión”, en Miguel Ángel del Arco Blanco (dir.), No solo miedo - Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977), Granada, Comares, pp. 47-63.
[16] La violación de las mujeres siempre ha sido un arma de guerra, pero aquí tiene una dimensión particular: se trata de romper el tabú de la mujer blanca, por definición inaccesible a los hombres de color. Un fenómeno similar puede verse en las miles de violaciones cometidas por las tropas coloniales negro-estadounidenses y francesas durante la Segunda Guerra Mundial, un hecho ampliamente explotado por la propaganda nazi y fascista. Ver, para la campaña de Italia, LOWE, K. (2012): Continente salvaje, Barcelona, Galaxia Gutenberg, y para Francia, ROBERTS, M. L. (2014): What Soldiers Do: Sex and the American GI in World War II France, Chicago, Chicago University Press.
[17] Haciendo eco a la formula famosa de las dos Españas, Gwen Raverat habla en su relato de infancia en el final del siglo XIX de dos Inglaterras: la gente (su familia pertenece al medio universitario) y los agricultores, que no son más que animales para el resto de la sociedad. Estos son miserables, pero ni siquiera pueden ser considerados como pobres, y las sociedades de beneficencia reservan sus ayudas a los obreros. RAVERAT, G. (2009): Un retrato de época – Las memorias de infancia de la nieta de Darwin, Siglo XXI.
[18] Ver La Traca entre los números 1140 y 1170 (solo cuatro de estos números han sido disponibles para el investigador).
[19] Radio que incitaba al genocidio de los tutsi en Ruanda.
[20] Me permito pedir prestada la expresión a Manuel Barrero.
[21] LEIN, W., y Sulaco Studios (2996): Star Trek Classic nº 6.
[22] Véase, por ejemplo, MINDEGIA, M., y LARREA, A. (2018): María de Zugarramurdi y las mujeres que fueron embrujadas, Nabarralde.
[23] La Inquisición se creó a raíz de una bula del papa Inocencio IV en 1252: «El oficial o párroco debe obtener de todos los herejes que capture una confesión mediante la tortura sin dañar su cuerpo o causar peligro de muerte, pues son ladrones y asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe. Deben confesar sus errores y acusar a otros herejes, así como a sus cómplices, encubridores, correligionarios y defensores». Se supondrá que en el caso de la sierra no habrá peligro de muerte a condición de disponer del pegamento adecuado.
[24] BRENAN, G. (2017): El laberinto español, Planeta, p. 278.
[25] Al haberse “arrepentido” en las horas previas a su ejecución, María Dolores fue ajusticiada con el garrote vil antes de quemarla ya cadáver. Ha sido la última condenada a la hoguera, pero hubo otras víctimas: se considera que el último ejecutado por la Inquisición (o más exactamente por la Junta de Fe de Valencia) fue, en 1826, Cayetano Ripoll, un maestro de escuela catalán tachado de hereje y condenado a la horca por no llevar a sus alumnos a misa.
[26] BENNASSAR, B. (1979): L’Inquisition espagnole, Hachette, p. 380.
[27] ROUFFA, M., y MARVANO (1995): Rourke 4 - Tigre d'avril, Marcinelle, Dupuis.
[28] ARENDT, H. (2021): Eichmann en Jerusalén, Debolsillo.
[29] «La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. […] Si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca. En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, o son manifiestamente postizas, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo. Solo en la forma hueca de la víctima encontramos hoy una imagen verosímil, aunque invertida, de la plenitud a la que aspiramos, una “máquina mitológica” que, a partir del centro vacío de una falta, carencia o ausencia, genera incesantemente un repertorio de figuras capaz de satisfacer una necesidad que tiene su origen precisamente en ese vacío. Lo indeseado se torna deseable». GIGLIOLI, D. (2020): “Crítica de la víctima”, Santiago, artículo basado sobre su libro epónimo.