¡MALDITO PINOCHET!
La tiza, el barro, la niebla, la pátina del tiempo, todo eso es brumoso, como el recuerdo en los tebeos de Jorge González. Este artista argentino, que nos sorprendió con Fuelle, aquella plasmación efectiva de la tristeza acunada por el tango, vuelve a contener la incertidumbre y la desesperanza en sus viñetas vaporosas para contar el ascenso de Pinochet al poder en Chile.
De eso trata ¡Maldito Allende!, un tebeo escrito por Olivier Bras que puede definirse mejor como una historieta biográfica de la carrera política truncada de Salvador Allende, aunque el tebeo le sobrepasa y llega hasta el final de la vida de Pinochet. Bras ha querido enfocar esta obra desde la distancia que permite ser hijo de afines a Pinochet, como lo es él, pero convencido de que la herida abierta con la dictadura sigue expuesta a ojos de todos. Todas las zanjas que abrieron los dictadores para sus cadáveres siguen así, sin adecentar, sin reparación posterior. Esto de reparar tumbas es difícil que ocurra si el dictador se aferró al poder el tiempo suficiente, como ocurrió en Chile o en nuestro país. Por eso este tebeo resulta tan interesante para un lector español en estos años de efemérides de la Guerra Civil.
El tebeo ha sido editado en España por ECC en 2017 (previamente por Futuropolis, en Francia, en 2015; luego en Chile, por Grafito, en 2016, bajo el título ¡Ese maldito Allende!, aunque nada de eso se dice en los créditos del tebeo español), y en sus páginas se describen dos trayectorias opuestas. Una es la de un militar prudente que en su fuero interno interpreta el socialismo que se aproxima como “el caos”, y finalmente se ve impelido a tomar las riendas de un país traicionando al Gobierno. La otra es la de un político inflamado de entusiasmo ideológico que desea cambiar una realidad sin percatarse de que el caos ya se había instalado en ella, y cuando se percata decide no traicionar al pueblo. La consecuencia del choque de esos dos egos es, cómo no, el caos.
El relato que han construido Bras y González es doloroso. Es claro, hasta luminoso en las primeras páginas, en las que se describe un encuentro casual del socialista con el militar. Luego, los autores nos llevan hacia la negrura de una mina en África y ya no podremos volver a escapar de la oscuridad. Las viñetas se vuelven sepia, o grises, salvo por algunas ventanas abiertas a la luz o al fútbol (siempre luminoso el fútbol) para explorar algún recuerdo o ciertos momentos jóvenes, pero en general el retrato de la vida de Allende o las decisiones de Pinochet ocupan viñetas neblinosas. González es todo un experto en esto de sumir en la sordidez al lector. Resulta fascinante su juego de gasas, guaches y collages; impresiona su uso del azul (excelente la doble página del Tren de la Victoria atravesando la noche del fracaso); clínico es su modo de retratar a Pinochet tomando decisiones, con esos ojos deshabitados. Es borrosa y duele toda la narración del ascenso al poder de Allende, sus tomas en contrapicado con el rostro cortado, su pose desdibujada según crece la crisis y toda la bruma que se extiende por el palacio presidencial durante el golpe militar. Es la fotografía movida pero perfecta de la historia, el mejor retrato de aquella decepción. Porque, en efecto, tras el golpe llegó un tiempo de desgracia para los opositores al nuevo régimen, una represión brutal que quedó más resaltada por el hecho de que el dictador terminó muriendo libre y tranquilo.
Si hay un momento de esta historia triste y brumosa que cabría destacar es precisamente ese que no se dibuja en un principio, el que tiene lugar tras pronunciar Allende la frase: «Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo». Está claro que Allende fallece y que su muerte es el prólogo de miles de otras muertes. Hemos de suponer que su mente quedó invadida en aquel momento por una humareda espesa de desesperado terror. No era solo el fin para él, no era solo un suicidio, era el prólogo a innumerables muertes de todo un pueblo, de todo un proyecto. Allende se enfrentó al cañón del arma con la que se disparó sumido en la mayor congoja, porque al apretar el gatillo abría una herida que no se podría cerrar, y él lo sabía muy bien. De hecho, la herida sigue abierta, pero parece que se ha instalado en la Historia una calima que no nos deja verla. Y González y Bras construyen un relato que lleva esa niebla incorporada para que no nos demos cuenta de que la veladura la impusimos nosotros.
Con tebeos magníficos como este, aunque aplomados por el ritmo que impone toda biografía, es posible que vayamos despejando el recuerdo y veamos más claramente la herida. Ojalá.