Como cualquier otro medio artístico, también los cómics reflejan los anhelos y temores, los prejuicios y paranoias propios del contexto sociopolítico en que se gestaron. Por si fuera poco, su condición de medios de masas, y la consecuente facilidad para alcanzar a extensas capas de la población, han hecho del cómic un útil instrumento de propaganda[2]. Más útil, si cabe, por el hecho de que parte de sus destinatarios son niños y jóvenes, más receptivos a influencias exógenas.
Si nos ceñimos al caso del cómic norteamericano –dotado de una evidente fuerza germinal–, no puede negarse que, sobre todo en sus orígenes, sirvió fielmente a ese cometido propagandístico, fomentando ciertas ideas políticas y sometiendo a inmisericorde revisión otras. Uno de sus más encarnizados hostigamientos tuvo por destinatario al comunismo, movimiento político que gran parte de los norteamericanos percibió, antes incluso de la Revolución Rusa, como un peligro tanto para las instituciones liberales forjadas desde la Declaración de Independencia como para el modelo de economía de mercado que los estadounidenses habían convertido en axioma.
La crítica al comunismo a través de los cómics alcanzó tres niveles diferentes. El grado de mayor intensidad se percibe en aquellas revistas que abiertamente trataron de aleccionar respecto de los “peligros del comunismo”, utilizando para ello el modelo de los cómics “educativos”; un género que había proliferado desde las ediciones de EC Comics promovidas por Maxwell Charles Gaines. El siguiente escalafón correspondería a los cómics bélicos publicados durante las guerras de Corea y Vietnam, en los que el retrato del comunismo se incardinaba dentro de la lógica propagandística de aquellas contiendas armadas. En el menor nivel de intensidad se hallan aquellos cómics que, no siendo “educativos” ni bélicos, sino referidos a las más variadas temáticas (western, romance, superhéroes…), abordaron de forma más o menos larvada el tema del “miedo rojo”.
De todas estas variantes, quizá la que resulte más atractiva –y de ahí que le dedique una particular atención– sea la última. Por lo general, el lector de un cómic educativo o bélico puede ser perfectamente consciente del mensaje que va a encontrar en sus páginas. Sin embargo, quien busca sumergirse en una contienda superhéroe-supervillano, en un relato amoroso, en una exótica aventura ambientada en la jungla, en un relato de ciencia ficción, o en una historia del salvaje Oeste se halla en una posición de mayor vulnerabilidad. Cuanto más subliminal resulte un mensaje, más digno es de estudio, por cuanto la técnica de ocultación despliega una eficacia adoctrinadora difícilmente obtenible a través de referencias directas.
Esta acción-reacción (propaganda anticomunista-crítica antinorteamericana) merece una lectura de conjunto, relacionando entre sí ambas caras de la moneda… o ambos planos de la existencia, si optamos por una metáfora más propia del mundo del cómic: el de la realidad vista a través del cómic, y el del cómic visto a través de la realidad.
Telón de acero, telón de papel.
La imagen del comunismo en el cómic norteamericano
Aunque ya desde finales del XIX Estados Unidos mostró reticencias frente al ideario marxista, la primera oleada de “temor rojo” irrumpió hacia 1918. El 16 de mayo de ese año se aprobaba la Sediction Act, que modificaba la Sección Tercera de la Espionage Act(15 de junio de 1917) con el objetivo de combatir las actividades subversivas, considerando como tales, entre otras, la incitación a conductas insurreccionales o desleales, así como la publicación de cualquier escrito que impugnase la forma de gobierno o la Constitución de Estados Unidos. Un año más tarde Norteamérica asistió, con pavor, a un acontecimiento especialmente significativo: en el mes de junio, el fiscal general, Alexander Mitchell Palmer, fue objeto de un atentado frustrado; en realidad, una acción comprendida dentro de un objetivo más amplio, en el que se habían coordinado ocho detonaciones simultáneas en otras tantas ciudades norteamericanas. Estos actos terroristas se sumaban a varios envíos previos de bombas por vía postal, con destinatarios tan populares como el magnate Rockefeller o el presidente del Tribunal Supremo, Oliver Wendell Holmes. Los atentados de 1919 desencadenarían la constitución de la agencia estatal Anti-Radical Division (más tarde General Intelligence Division) para reprimir las actividades políticas subversivas, y promovida por el propio Palmer.
La formación del Communist Party of America y la publicación de las dos obras cumbres de John Reed narrando cual epopeya la Revolución Rusa (Red Russia y Ten Days that Socked the World) no impedirían que aflorara un creciente sentimiento anticomunista –promovido tanto por el Estado como por asociaciones ciudadanas patrióticas– que se vio fielmente reflejado en la prensa. Así, las viñetas de humor gráfico de los periódicos alertaban contra el peligro que implicaba la política de inmigración promovida por el Ejecutivo federal [3], al que se responsabilizaba de permitir la entrada de activistas políticos dispuestos a desestabilizar el Estado por medios violentos. En este contexto empezaron a popularizarse las primeras imágenes de los comunistas, a los que se retrataba siempre como individuos desarrapados, desaliñados, de mezquina mirada, y tomando parte en actos manifiestamente sediciosos. El comunista aparecía frecuentemente agazapado (síntoma de su bajeza y condición sibilina, taimada y cobarde), portando una bomba que acababa pareciendo una prótesis o una extensión natural de su mano. En otras ocasiones, su actividad subversiva no resultaba tan manifiestamente violenta y se reducía a propagar huelgas y actividades sindicales. Algo que se percibía como un atentado contra la industria –y por tanto la economía– de Estados Unidos.
Es preciso recordar, sin embargo, que, en sus primeros estadios, los cómics norteamericanos hicieron gala de una cierta conciencia social. Basta ver cómo Superman –personaje clave para la emergencia del género– aparecía caracterizado como el “campeón de los oprimidos”, entre los que se situaban también aquellos que sufrían las injusticias del sistema capitalista[4]. En sus primeras andanzas, Superman se enfrentaría al director de un orfanato estatal que maltrataba a los niños acogidos en la institución[5], así como a un desalmado empresario que ponía en riesgo las vidas de los trabajadores de su mina al prescindir de medidas de seguridad en aras de un mayor beneficio económico. No es casualidad que estos temas coincidieran cronológicamente con la política social del New Deal[6], en la que, para hacer frente a la emergencia nacional, Franklin Delano Roosevelt reclamó el ejercicio de un poder ejecutivo parejo al que tendría que asumir en casus belli[7].
En los años previos al estallido de la II Guerra Mundial, y ante la desconfianza que inspiraba la China de Mao Tse-tung (hoy, Mao Zegong), los cómics se plagaron de villanos con rasgos asiáticos. En realidad, algunas de estas caracterizaciones derivaban de los previos pulp magazines: tal es el caso de Buck Rogers, quien luchaba contra los “mongols”, en tanto que Flash Gordon tenía como Némesis al pérfido Ming. El “villano amarillo” solía asumir una apariencia vampírica (dedos largos, orejas puntiagudas y dientes afilados), que se perpetuaría hasta prácticamente los años cincuenta. Bien es cierto que la población china en general –indiferentemente de que se tratase de héroes o de villanos– sufrió desde los comienzos del cómic una constante caricaturización plagada de estereotipos, de la que es prueba evidente la obra de Milton Caniff Terry and the Pirates[8]. Y es que en el caso particular de los oriundos de China, la desconfianza política (el temor al comunista) se entremezclaba con otro miedo más atávico, de índole social: el denominado yellow peril, o recelo hacia la creciente población asiática en Estados Unidos, que se vinculó desde finales del XVIII a una pérdida de empleo entre los nacionales de EE UU.
Iósif Stalin, caricaturizado en Mad Magazine, núms. 24 y 23, ambos en 1955. EC Publications. |
Viñetas de "How Superman would end the war", Look (27 de febrero de 1940). |
Por su parte, el temor hacia la Unión Soviética se acrecentó a raíz de la presidencia de Iósif Stalin[9]. La inicial alianza germano-soviética durante las invasiones de Polonia y Francia hizo recelar más si cabe del comunismo, al que los cómics situaron en el mismo plano que el emergente nacionalsocialismo. Como prueba, en febrero de 1940 la revista Look publicaría una breve historia de Superman titulada “Cómo terminaría Superman con la guerra”[10], en la que el hombre de acero cargaba con Hitler y Stalin hasta Ginebra para ser enjuiciados por la Sociedad de las Naciones (se supone que en el Tribunal Permanente de Justicia Internacional).
Sin embargo, a raíz de la invasión alemana del territorio ruso y la incorporación de la Unión Soviética al grupo de los aliados, la peyorativa imagen que los cómics ofrecían de los comunistas quedaría en suspenso. Es más, la colaboración militar entre soviéticos y norteamericanos durante la II Guerra Mundial se trasladó también al papel, como refleja una historia de The Boy Commandos en la que los protagonistas acuden a auxiliar a una familia rusa que se resiste a la invasión nazi. Los rusos son adjetivados en esta ocasión como “el pueblo más valeroso del siglo”, en tanto que los militares soviéticos están caracterizados como esforzados, apuestos y abnegados, justo en las antípodas de como se les representará apenas tres años más tarde[11].
A raíz del apoyo de la República Popular China a Estados Unidos frente al enemigo común, Japón, también los comunistas chinos dejarían de ser un objetivo de los cómics norteamericanos. Los japoneses ocuparon su lugar, convirtiéndose ellos en los destinatarios de ofensivas caracterizaciones, en beneficio de la población china[12]. Buen ejemplo de ello es el folleto informativo How to spot a jap (1942), incluido en la Guía de bolsillo de China dirigida a los soldados norteamericanos[13]. Ilustrado por un políticamente implicado Milton Caniff, el texto –con una evidente connotación racista– pretendía servir al ejército como instrumento para diferenciar a la población china de la japonesa. Basta echar un vistazo para comprobar cómo los chinos aparecían retratados con rasgos más humanos, y con expresión siempre más amable, en tanto que los japoneses quedaban reducidos prácticamente a una condición subhumana, incluso en la posición semierguida con la que se caracterizaban sus andares[14].
Es obvio, pues, que durante la II Guerra Mundial el cómic volcó sus diatribas hacia nazis y japoneses, convertidos en los nuevos villanos y a los que obsequiaban con las más grotescas caricaturas. La lucha por los oprimidos –enseña de los superhéroes– ya no consistía en la lid contra gánsteres, sociópatas, científicos locos o empresarios sin escrúpulos, sino contra el común enemigo en la contienda bélica[15]. Pero esta situación no sobrevivió a la propia Guerra Mundial. Finalizada ésta, la antigua animadversión hacia el comunismo afloró y se vio acrecentada, sobre todo a raíz del estallido de la guerra de Corea. Muchos de los héroes patrióticos abanderados que, como Captain America, Captain Flag, Crimebuster, Captain Battle, Captain Red Blazer, Captain Courageous, The Skyman, The Black Terror, The Eagle, Super-American, The Fighting Yank y tantos otros, habían combatido a los nazis y japoneses en la década de los cuarenta, pasaron a enfrentarse, sin solución de continuidad, a las hordas de espías y tiranos rojos. Como describe Chabon en su entrañable retrato de la Golden Age, muchos de los villanos de los cómics habían sufrido “una transición fluida de nazi a comunista”[16]. Un buen ejemplo es el archienemigo del Captain America, Cráneo Rojo (Red Skull), que transitó de oficial nazi a agente soviético, en una nueva caracterización surgida en 1954[17]. Por su parte, en el primer número de Fighting American, de Simon y Kirby, uno de los villanos era un detestable científico de Hitler que, tras la caída del Reich, trabajaba para los comunistas.
El Capitán América... "Commie smasher". Captain America, núm. 76 (mayo de 1954), y núm. 78 (septiembre de 1954), Marvel Comics. |
Los propios héroes sufrieron esta mutación, siendo el ejemplo más evidente el del Captain America (Capitán América, en lo sucesivo), que, tras más de un lustro luchando contra el nazismo y el Imperio japonés, pasaría a ser el azote de los comunistas. Y para que no cupieran dudas al respecto, en la propia cabecera de sus aventuras se adjetivaba al héroe abanderado como “Commie Smasher”: “Con la llegada de la paz –se narraba en el primer número de esta nueva etapa del Capitán América– ¡no tuvieron [el Capitán y Bucky] todavía descanso! El comunismo estaba extendiendo sus desagradables y codiciosos tentáculos a través del mundo”[18]. Esta breve etapa del Capitán recoge todos los clichés de los cómics patrióticos durante la guerra fría: infiltraciones y espionaje[19], creación de supersoldados soviéticos para luchar contra los héroes norteamericanos[20], actividad de propaganda comunista[21], imposición del comunismo a los propios nacionales chinos y rusos[22], o actos de sabotaje[23]. Aunque el Capitán América no estaba solo en su cruzada. Otros de sus compañeros de la época en la que Marvel Comics aún era Timely Comics, como Namor, también cambiaron los enemigos, de nazis a comunistas[24].
Namor cambia de enemigos: de nazis a comunistas. Portadas de Sub-Mariner, números 33, 34, 35, 36, 37 (1954), 40 y 41 (1955). Marvel Comics. |
Pero, concluida la II Guerra Mundial, no sólo cambió el enemigo –para retomar al villano comunista, frente al nazi y japonés–, sino también la temática de los cómics[25], algo que entrañaría un vuelco sustancial para la crítica política. En efecto, con el fin de la contienda bélica, el género de superhéroes languideció, siendo sustituido por otras alternativas editoriales. Particularmente exitosos fueron los géneros criminal y de terror, abanderados, respectivamente, por Charles Biro y Bill Gaines, pero se realizaron otras muchas apuestas que abarcaban desde la ciencia ficción hasta el romance y desde las aventuras ambientadas en el salvaje Oeste hasta las que transcurrían en inhóspitas junglas. Un espectro temático al que habría que añadir cuantas combinaciones fueron posibles de todas aquellas alternativas. Si en el género superheroico resultaba fácil enfrentar al protagonista con el villano nazi, japonés o comunista de turno (según marcara la coyuntura), en estos nuevos géneros la crítica política no gozaba de igual facilidad, en especial en los géneros de terror, western y romance. Aun así, no faltaron ejemplos.
Marvel Boy, un cómic de ciencia ficción con abundantes metáforas anticomunistas (núm. 2, 1950, Atlas Comics). |
Particularmente prolífico fue el género de la ciencia ficción, donde el Captain Buck Vision abanderaba, con sus armas atómicas, una cruzada contra chinos y rusos. En otras ocasiones las referencias no eran tan explícitas y se empleaban las “metáforas futuristas”, en las que las amenazantes hordas de enemigos del espacio exterior simbolizaban, en realidad, el “peligro rojo”[26]. Un peligro en el que la amenaza atómica se hallaba siempre presente. De hecho, en la ciencia ficción el tema del armamento atómico constituiría una constante y se vería trasladado incluso a los títulos de los cómics: Atomic Spy Cases, Atomic Comics, Atoman, Atomic Attack, Atomic War, Atom-Age Combat… Habitualmente, el “peligro rojo” se disfrazaría de invasión extraterrestre, advirtiendo a los norteamericanos de los riesgos tanto de una infiltración como de un ataque masivo[27]. Así, por ejemplo, en la historia “The Lost World”[28], los pérfidos conquistadores procedían del planeta Volta (el nombre de una ciudad rusa)[29]. En otras ocasiones la denominación de los enemigos aparece más clara si cabe, como en el caso de la “Liga Roja Asiática”[30] o los “supercomunistas”[31]. El uranio Marvel Boy (de Medalion Publishing Group), por su parte, se enfrentaría a una invasión liderada por un científico extraterrestre que se había infiltrado para obtener la tecnología terrícola necesaria para someter a la raza humana, en lo que no deja de ser una clara alusión al comunismo[32]. Los peligros del espacio servirían incluso para poner de relieve la insolidaridad de los soviéticos, incapaces de juntarse a los occidentales para hacer frente a un enemigo común[33], demostrando su incompatibilidad con cualquier tipo de “cooperación”[34]. Tal actitud los convertía en enemigos no sólo de los estadounidenses, sino del propio género humano, resultando tan extraños a éste como los propios invasores procedentes del espacio exterior.
Linchamiento de un presunto comunista. Shock SuspenStories, núm. 2, 1952 (EC Comics). |
Los cómics de terror compartieron con la ciencia ficción las metáforas anticomunistas. El miedo a lo desconocido, los seres de ultratumba que suplantaban a los humanos para condenarlos, las pesadillas nucleares, la hipnosis y técnicas de captación de voluntad… Obviamente, muchos de los elementos presentes en estos cómics se remontan a un acervo cultural característico de la literatura de terror (desde Mary Shelley a Lovecraft y Poe), pero también pueden interpretarse como imágenes de la época de desasosiego de unos Estados Unidos sometidos a la guerra fría[35]. Las referencias expresas al comunismo son, sin embargo, más excepcionales. Uno de los escasos ejemplos se halla en una historia publicada en Tomb of Terror, en la que el Gobierno soviético encomienda a uno de sus agentes residir en Estados Unidos, con la consigna de adoptar una conducta de total desprecio hacia los norteamericanos, algo que el agente asume para no sufrir represalias, y muy a pesar de sus principios. La historia transmite la idea de que son ante todo los oficiales y altos mandos comunistas los que, a través de amenazas, obligan a sus subordinados a actuar contra los intereses norteamericanos[36]. Por su carácter de excepción, merece la pena referirse a una particular historia aparecida en el número segundo de Shock SuspenStories, ya que se trata de uno de los escasos casos en los que se cuestiona la paranoia anticomunista[37]. Una ciudad norteamericana, un desfile militar y una población volcada con el evento conforman el contexto. Entre el público, un enjuto sujeto tuerce el gesto ante la parada castrense, incluso cuando pasa frente a él el estandarte norteamericano. Quienes le rodean empiezan a murmurar: tal desprecio sólo es posible en un comunista que está, de este patente modo, ofendiendo a los Estados Unidos. Así pues, los furibundos ciudadanos linchan hasta la muerte al infiltrado, bajo gritos de “¡Comunista!” y “¡Rojo asqueroso!”. De pronto irrumpe gritando una mujer, horrorizada por el espectáculo, y revela que aquel hombre –su marido– había sido un combatiente en Corea, donde había sufrido horribles heridas que le habían dejado ciego y le habían producido una parálisis facial que imprimía en su rostro una extraña mueca.
Otro particular locus de la campaña anticomunista fue el género del western, un ámbito en principio sorprendente para representar la amenaza del marxismo. Sin embargo, por cuanto el salvaje Oeste representa la más genuina forma de mitología norteamericana y, de resultas, una seña de su propia identidad nacional, el acercamiento a la crítica comunista no podía faltar en estos cómics. Y así, en los años cincuenta, el galán, valiente y astuto Roy Rogers –todo un referente para la infancia estadounidense– llegaría a colaborar con el FBI para combatir contra los agentes soviéticos[38]. En sus historias se difundía la idea de infiltración comunista y de los intentos de desestabilizar Estados Unidos con actos de sabotaje como el uso de ántrax para contaminar el agua[39], la obtención de uranio enriquecido[40] o el secuestro de científicos norteamericanos para ponerlos a su servicio[41]. Unos execrables actos terroristas que, por supuesto, Roy Rogers y los agentes federales lograban siempre desarticular.
Ni un género tan distante de la política cual era el romántico se vio exento de la campaña anticomunista. Desde luego, las historias que alertaban contra el peligro bolchevique no fueron abundantes, pero existen algunos ejemplos llamativos[42]. La trama solía ser recurrente: una chica norteamericana se enamoraba de un apuesto varón que a la postre resultaba ser un agente comunista dispuesto a aprovecharse de la ingenuidad de su pareja[43]. Este argumento –que se repetirá en tono jocoso en Fighting American[44]– pretendía alertar a las jóvenes lectoras (principales destinatarias de este género de cómics) sobre los riesgos de no estar prevenidas frente al comunismo incluso en las relaciones afectivas[45]. La advertencia se vería sancionada con hechos reales cuando en 1948 una empleada del Departamento de Justicia, Judith Coplon, fue acusada de transferir información sensible a su amante, Valentin Gubitchev, agregado soviético en las Naciones Unidas.
Los villanos asiáticos como aliados del comunismo. Yellow Claw, núm. 1, 1956 (Atlas). |
Menos sorprendente resulta, desde luego, la presencia del mensaje anticomunista en los cómics dedicados al espionaje. Éstos se centraban en la actividad desplegada por policías o miembros del FBI dedicados a abortar la maléfica acción de saboteadores, traidores e infiltrados que, en la mayoría de los casos, se hallaban al servicio del comunismo. Y, a fin de alertar más al lector y generar mayor sensación de verosimilitud, no faltaban frecuentes referencias al uso en las historias de “información clasificada” que los editores cambiaban intencionadamente por razones de seguridad nacional[46]. Sin embargo, y a diferencia de otros cómics, el género de espías no se ocupaba exclusivamente de la infiltración en Estados Unidos, sino en los cinco continentes, en un intento de frenar el afán bolchevique de dominar el mundo. Baste comprobar las historias, entre otras, de la serie Spy Hunters, en la que la lucha contra la infiltración comunista se desarrolla en los más diversos países: ninguno parecía estar libre, pues, de la amenaza roja. En algunos casos, los cómics de espías incurrían en desafortunadas conexiones raciales. Tal sucede con Yellow Claw, un mafioso de origen chino que, sin razones aparentes, se aliaba con los comunistas, del mismo modo que, por ejemplo, lo haría el archienemigo de Iron Man: el Mandarín. Tratándose de villanos carentes de ideario político y que se movían por el propio provecho, su alianza con el comunismo ofrecía la imagen de responder ante todo a afinidades patrióticas y raciales. El mensaje velado podía ser que “los chinos se alían con el comunismo”, idea ciertamente comprometedora para la extensa población asiática residente en los Estados Unidos.
Los cómics bélicos, por su parte, serían un campo abonado para retratar negativamente el comunismo, especialmente con el inicio de las hostilidades en Corea. Los soldados comunistas aparecían moralmente como taimados y cobardes, en tanto que físicamente se los retrata como seres subhumanos, recibiendo así el mismo tratamiento que los cómics bélicos habían dispensado en la II Guerra Mundial a los japoneses[47]. Los oficiales se llevaban siempre la peor parte, retratados como tiranos que subyugaban a sus propias tropas, a la par que las adoctrinaban sobre la indiscutible superioridad comunista[48]. La población civil se trataba, por el contrario, de forma más benevolente, distinguiendo así entre la iniquidad de los soldados (y, sobre todo, altos cargos norcoreanos) y la resignación sumisa del pueblo. Algo que congeniaba perfectamente con la política oficial norteamericana, en la que se diferenciaba entre el partido comunista y los ciudadanos que vivían sometidos a su control[49]. En todo caso, algo distanciaba a estos cómics bélicos de cuantos se habían elaborado durante la II Guerra Mundial: en los años cincuenta mostraban un mayor realismo, sin ocultar las penurias de las contiendas bélicas[50]. Algo especialmente perceptible, por ejemplo, en los cómics de Harvey Kurtzman Two-Fisted Tales y Frontline Combat.
En definitiva, puede afirmarse que, con la excepción del género bélico y el de espías, todas las demás temáticas que se difundieron en los cómics posteriores a la II Guerra Mundial tenían que recurrir a mensajes subliminales o historias forzadas para incluir una crítica al comunismo. Pero además estos nuevos géneros hacían que el ataque al bloque bolchevique no pudiese resultar siempre tan efectivo como las autoridades –con Hoover a la cabeza– desearían. Y es que algunas de las temáticas, como la criminal y la de terror, ofrecían una imagen oscurantista de Estados Unidos, poco aconsejable para oponerla a las naciones dominadas por el bolchevismo. Si en el género superheroico era fácil oponer al comunismo la brillante imagen de Metrópolis o cualquier otra ciudad norteamericana (con la excepción, bien es cierto, de Gotham City), los cómics de posguerra mostraban una visión lúgubre del “país de la libertad”. Resultaba, pues, difícil vender una imagen onírica e idealizada de Estados Unidos frente al oscurantismo que representaban los países del eje comunista. De ahí que la campaña anticómic que florecería sobre todo a partir de los escritos de Fredric Wertham (Seduction of the Innocent, 1953) acusase a los cómics de servir al comunismo, al debilitar la moral del país en sus eslabones más débiles –la infancia y la juventud– y en cuyas espaldas pesaría la responsabilidad en el futuro.
El renacimiento del género superheroico durante la denominada edad de plata del cómic permitiría, sin embargo, recuperar un cauce muy apropiado para extender la propaganda anticomunista[51]. El propio planteamiento filosófico de los superhéroes –el ciudadano capaz, en su autonomía, de combatir el mal– era un canto al individualismo, considerado como valor intrínseco de la sociedad norteamericana y opuesto al colectivismo que encerraban las doctrinas de Karl Marx[52]. Además, Marvel Comics aportaría un detalle de “realismo” al desarrollar las aventuras de sus personajes en ciudades norteamericanas reales (frente a la Metrópolis de Superman, la Gotham City de Batman o la Central City de Flash). Se producía así una contextualización que en realidad no sólo era espacial, sino también temporal, al situar a los superhéroes en su momento histórico y relacionarlos frecuentemente con personajes reales. Todo ello convierte a las décadas de los sesenta y los setenta en una etapa especialmente prolífica para la campaña anticomunista dentro del cómic.
Los comunistas retratados como opresores del pueblo. Battle Stories, vol. 2, núm. 10, 1953 (Fawcett). |
A lo largo de cientos de páginas, los cómics norteamericanos trataron de mostrar tres aspectos: la depravación (política, económica y moral) de los países comunistas; la superioridad política, económica, cultural y tecnológica de los Estados Unidos, y, en fin, el peligro de que el bienestar norteamericano se viera derrocado por el enemigo rojo. De este modo, los cómics trataban, por una parte, de retratar (a su particular manera) las diferencias entre Estados Unidos y los países comunistas, y por otra, de alertar sobre el constante riesgo de Norteamérica ante la amenaza roja.
El primer aspecto mencionado –la depravación del comunismo– tenía su reflejo más explícito en la identificación entre dicho movimiento político y tiranía. Los comunistas aparecían constantemente retratados como tiránicos dictadores o aspirantes a serlo. Esta representación se aplicaba muy en particular a los oligarcas del partido comunista (mandos militares y altos cargos políticos), a los que se escenificaba dispensando un trato vejatorio no sólo a las poblaciones a las que sometían, sino a sus propios subordinados, convirtiendo así la jerarquía en dominio incontestable[53]. La filosofía política en la que se había forjado Estados Unidos –la idea de pacto social como contrato voluntario, origen del Estado y de la civitas– se hallaría en las antípodas del comunismo, en el que el poder público no era fruto del consenso, sino el pérfido resultado de un derecho de conquista y dominación.
Pero además, la depravación moral del sistema se transfería a los propios comunistas, transmutándolos física y moralmente en un amasijo de defectos. En primer lugar, físicos. Siguiendo la pauta de las caricaturas periodísticas de comienzos del siglo XX, el comunista aparecía como un sujeto extremadamente grotesco, desaliñado [54] e incluso subhumano, al que se añadían detalles que servirían para que el lector pudiese identificar incluso su nacionalidad. Basta ver cómo los militares dictadores comunistas del Sudamérica eran una burda caricatura de Fidel Castro y de Ernesto Che Guevara: tal sucede, por ejemplo, con The Executioner, el comunista dictador del ficticio país San Diablo[55]. Unos retratos, dicho sea de paso, que comienzan a extenderse en el cómic norteamericano a partir de la crisis de los misiles en Cuba.
El grotesco comunista desentonaría todavía más al tener enfrente al superhéroe norteamericano, siempre impecable y de apolínea belleza. Incluso cuando el superhéroe era un monstruo, como Hulk, sus rasgos solían resultar más humanos que los del enemigo[56], como en el caso del deforme agente soviético Gremlin. En realidad, esta caricatura que los cómics ofrecían del comunista se halla en perfecta consonancia con la imagen difundida desde algunas instancias oficiales. Así, el fiscal general Mitchell Palmer, en su comparecencia ante el House Rules Committee del Senado destinada a defender las actuaciones de la División General de Inteligencia, había descrito en su día a los radicales comunistas como sujetos con rostros asimétricos, cejas inclinadas y facciones deformes[57]; rasgos, todos ellos, que evidenciaban su vocación criminal, según las teorías lombrosianas.
Esa brutalidad del comunista no se limitaría a la apariencia, sino que muy habitualmente se correspondía con una fuerza fuera de lo común, confiriéndole más, si cabe, los rasgos de un neandertal supérstite[58]. Lejos de emplear esa vitalidad para el bien, el comunista haría uso de ella para someter a otras personas, a la par que su descomunal fuerza también proporcionaba una espléndida ocasión para que el héroe se enfrentase a él. En este sentido, el excepcional poderío físico del comunista supone también una metáfora de la propia tiranía, identificándola como un gobierno cuya única legitimidad se basa exclusivamente en la fuerza con la que somete a los individuos (generalmente aldeanos indefensos) convirtiéndolos en súbditos, en vez de ciudadanos. Sólo la presencia del héroe norteamericano los acaba despertando de su adocenamiento y los carga de valor para enfrentarse al déspota rojo en una catarsis final[59].
La contrapartida de Los 4 Fantásticos: el Fantasma Rojo y sus simios irradiados de rayos cósmicos. Imágenes de Fantastic Four, vol. 1, núm. 13 , y Fantastic Four: Foes, núm 5, 2005 (Marvel Comics). |
Este retrato de los comunistas como bestias infrahumanas halla su mayor exponente en aquellos casos en los que, ya sin tapujos, adoptan formas simiescas. Así, cuando Red Ghost intenta emular el experimento que había dado vida a los Fantastic Four, se hace acompañar por tres simios, que serán los remedos comunistas de Human Torch, Invisible Woman y The Thing. Otro ejemplo significativo se aprecia en una aventura en la que Ant Man se traslada a Berlín y contempla horrorizado un experimento destinado a dotar de inteligencia a orangutanes para formar un poderoso ejército comunista[60]. La imagen de los simios desfilando con uniformes en los que se hallan estampados la hoz y el martillo no deja de ser una parodia del ejército soviético. Y para que el paralelismo no se pierda, Ant Man emplea el mecanismo experimental contra los soldados humanos de la Alemania del Este, invirtiendo los términos y convirtiéndolos intelectualmente en simios[61].
Un ejército simiesco. Tales to Astonish, núm. 60, 1959 (Marvel Comics). |
Pero esta brutalidad con la que se retrataba a los comunistas también era de índole moral. Su conducta es siempre de una absoluta bajeza: son traicioneros, cobardes, faltan a su palabra, no luchan limpio, explotan a los trabajadores en su egoísta beneficio y someten a sus subordinados a una cruel tiranía[62]. Representan, por tanto, lo opuesto al héroe norteamericano, adornado con las más altas virtudes. Unas virtudes que lo convierten precisamente en objeto de desprecio por los villanos comunistas: frecuentemente el pérfido bolchevique se mofa de la moral del héroe norteamericano, juzgando sus altos valores como síntoma de debilidad. Y así, ridiculizan el que sean “comprensivos y por tanto débiles”[63], el que se arriesguen para salvar las vidas incluso de los enemigos[64], o el que sean honrados, crédulos[65] y compasivos[66].
Frente a la bajeza física y moral del comunista, los cómics norteamericanos propagaban la presunta superioridad del sistema político, económico, cultural y moral de Estados Unidos. A la que habría de añadirse, cómo no, una superioridad también tecnológica. En este sentido, la inicial ventaja de los norteamericanos al disponer de armamento atómico se vio reflejada a mediados de los años cuarenta en los cómics de ciencia ficción, donde se trataba a ese armamento como un fiel aliado. Superman llegaría a filmar la primera detonación en las islas Bikini[67], acontecimiento que, a la sazón, también le devolvería la cordura arrebatada por el villano Specs Dour, en una evidente metáfora de los presuntos beneficios de la experimentación atómica[68]. En la ciudad de Las Vegas, la posibilidad de presenciar una detonación atómica se ofrecía como reclamo turístico, y las aplicaciones de la energía nuclear a la vida doméstica parecían no tener fin[69].
Pero la situación se tornaría muy distinta a partir de septiembre de 1949, fecha en la que la sociedad norteamericana conoció, de boca de su presidente Harry S. Truman, que Rusia había detonado con éxito un arma atómica apenas un mes antes (29 de agosto). A partir de entonces, el optimismo norteamericano se vio superado por el temor a que la Unión Soviética emplease su armamento atómico, algo especialmente preocupante cuando el 26 de agosto de 1957 el país comunista anunciaba haber lanzado con éxito un misil intercontinental, detonando cuatro años más tarde un artefacto atómico en Nueva Zelanda treinta veces más potente que la bomba que había arrasado Hiroshima. Comienza entonces el miedo al antiguo amigo –la energía atómica–, evidenciado en libros como el de Pat Frank (Alas, Babylon, 1959) o el de Helen Clarkson (The Last Day, 1959) y en películas como The Day the Earth Stood Still (Robert Wise, 1951), Invasion USA (Alfred E. Green, 1952), The World, The Flesh and the Devil (Ranald MacDougall, 1952), Day the World Ended (Roger Corman, 1955), The Time Machine (George Pal, 1960) o Panic in Year Zero (Ray Milland, 1962), entre otras muchas. Cuando en 1952 el Gobierno Truman consiguió detonar la primera bomba de hidrógeno, la gran preocupación era la posibilidad de que la Unión Soviética siguiese sus pasos, algo que, en efecto, se hizo realidad apenas seis meses más tarde[70]. Y es que el progreso tecnológico de la Unión Soviética llegaría en breve a alcanzar la estratosfera. El 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética ponía en órbita el Sputnik, generando una nueva escalada de pánico en Estados Unidos, temerosos de que desde el cielo pudieran resultar espiados por el enemigo comunista. Un mes más tarde, el Sputnik II, de mayor tamaño, entraba también en órbita. Pero la aventura espacial rusa no había hecho sino comenzar: el 12 de septiembre de 1959 lograba enviar un artefacto no tripulado a la Luna, y el 12 de abril de 1961, Yuri Gagarin se convertiría en el primer hombre en surcar el espacio.
En esta escalada tecnológica, los Estados Unidos comenzaron a sentirse superados, al punto de ir al remolque de los avances soviéticos. Pero los cómics reflejaban otra realidad[71]. En ellos, Norteamérica disfrutaba de los mayores prodigios armamentísticos y ganaba la carrera espacial. Eran los soviéticos quienes se hallaban rezagados, y de ahí sus continuos esfuerzos por hacerse con la tecnología norteamericana merced al espionaje o incluso al secuestro de científicos[72]. Así, Bruce Banner creaba la devastadora bomba gamma, en tanto que los Fantastic Four alcanzaban el espacio antes que Red Ghost, quien, en realidad, sólo había conseguido entrar en órbita gracias a su conocimiento de cuanto había pergeñado previamente Reed Richards[73]. La superioridad era tal, que los comunistas adoptaban como estrategia más habitual el espionaje y el robo de tecnología norteamericana[74]. Pero, sobre todo, la superioridad tecnológica de Estados Unidos tenía un protagonista concreto: Iron Man. En su identidad privada, Tony Stark se erigía en el más cualificado constructor de armas del mundo. En su identidad secreta, operaba con una armadura dotada de “transmisores” que le permitían hacer virtualmente casi de todo[75].
En los cómics de Iron Man, la rivalidad tecnológica adquiere presencia física, puesto que los soviéticos buscan en todo momento construir una armadura antagónica con la que oponerse al héroe norteamericano. La condición de rico playboy de Stark, además, lo convertía en símbolo del capitalismo en su versión más acendrada, por lo que la lucha trascendía el campo tecnológico para alcanzar al económico e ideológico. Y, en efecto, entre los primeros enemigos de Iron Man se sitúan Crisom Dynamo y Titanium Man, que no son, en realidad, sino sus versiones tras el Telón de Acero (si se me permite el juego de palabras)[76].
Las luchas entre Iron Man y sus “reversos tenebrosos” tienen tanto de contienda como de competición. Así, en su primer encuentro con el Hombre de Titanio éste reta a Iron Man a un combate en un campo neutral que se retransmitirá a todo el mundo. Las autoridades, tanto soviéticas como estadounidenses, conciben la liza como una especie de justa moderna en la que se dirime la superioridad tecnológica de sus respectivas naciones[77].
La lucha tecnológica seguida por autoridades y ciudadanos. Tales of Suspense, núms. 70, 1965 (arriba), 83, 1966 (derecha) y 71, 1965 (abajo). Marvel Comics. |
Una parodia de la explotación a la que, según el cómic norteamericano, la Unión Soviética sometía a sus ciudadanos. Fighting American, núm. 3, 1954 (Harvey Comics). |
Pero, más allá de esa presunta ventaja tecnológica de los estadounidenses, los cómics también –y sobre todo– escenificarán la superioridad del modus vivendi norteamericano. Quizá la representación más hiperbólica se encuentre en la conscientemente exagerada aventura “Stranger from Paradise”, publicada en el tercer número de Fighting American, obra de Kirby y Simon[78]. La historia narra el contenido de una misiva que un niño ruso envía a Speedy, el púber compañero de Fighting American, describiéndole las ventajas de la Unión Soviética y lo feliz de su vida allí. Sin embargo, las imágenes de cómo es su vida en realidad contrastan con el tenor literal de la carta[79]. Especialmente hilarante es la viñeta en la que el niño ruso se vanagloria de que producen para el Estado y, a veces, incluso para ellos mismos (ausencia de propiedad privada), en tanto que en la viñeta se ve a un anciano cargando pesadas cajas mientras el padre del niño le comenta: “¡Mira al abuelo! ¡Ciento dos años y todavía activo!”. Los niños no juegan, sino que visitan lugares sagrados de su cultura (la tumba de Lenin); no echan de menos la voluptuosa comida norteamericana ni sus electrodomésticos, porque disponen de su propia comida artesanal (en realidad, plato único: la intragable “borscht”) y, en fin, no necesitan televisión, porque ya se divierten oyendo cómo la policía tortura a sus presos. En las páginas finales, Fighting American y Speedy realizan una incursión en el pueblo del niño para trasladarlo a él y a su familia a Estados Unidos. Lo de menos, por supuesto, es la invasión de un Estado soberano. El resultado final, la última viñeta, es la moraleja que realmente importa en la historia: el niño ruso y su familia reconocen lo bien que se vive en Norteamérica, mientras degustan helados. La deliberada ingenuidad de la historia no tiene desperdicio.
Aunque esta narración supone un caso extremo, lo cierto es que el final catártico resulta bastante recurrente en los cómics norteamericanos. En no pocas historias, el comunista deserta tan pronto se percata de la superioridad del capitalismo estadounidense, o de los valores de sus héroes[80]. Y así, el científico ruso que se enfunda la armadura de Crinsom Dynamo decide trabajar para su enemigo, Tony Stark, cuando éste le convence con las palabras “haz que tu trabajo sea para ayudar a la humanidad, no para destruir a los demás” (¿pero acaso Tony Stark no construye armas?). Y en ocasiones ese auto de fe se acompaña de un cambio incluso físico del comunista. Cuando Banner logra que el Gremlin recupere su forma humana, éste comprende que había estado sirviendo en el lado equivocado, renuncia a seguir trabajando para la Unión Soviética, y acaba destruyendo la base militar en la que desempeñaba sus funciones[81]. La metáfora no deja lugar a dudas: el físico grotesco es, a la par, expresión de la bajeza moral y la denigración política; cuando se recupera la apariencia humana, también se asumen los superiores valores de Norteamérica. Algo parecido sucede con un cómic de vocación tan hiperbólica y jocosa como Fighting American. En una de sus aventuras debe enfrentarse a un supersoldado soviético creado para hacerle frente –Super-Khakalovitch– cuya habilidad especial consiste en desprender un hedor capaz de deshacer cuanto se le acerca. Al final de la historia, aplicadas las convenientes medidas de higiene al pérfido comunista, éste se convierte en un partidario del capitalismo[82].
Antes y después: mutación física e ideológica. La gárgola comunista (a la izquierda) y la "democrática" (a la derecha). The Incredible Hulk, núm. 1, 1962 (Marvel Comics). |
Sin embargo, como ya he señalado, los cómics de la década de los años cincuenta y sesenta no se detenían en “describir” la inferioridad comunista y la superioridad norteamericana, sino que también alertaban sobre el riesgo de que, mediante subterfugios varios, Estados Unidos cayera en manos de los rojos. La infiltración, la traición y el robo de secretos tecnológicos y militares eran, por descontado, los grandes males que aquella nación debía conjurar. De hecho, el Gobierno norteamericano había considerado la infiltración como la forma preferida por el comunismo para sus propósitos de dominación. Una infiltración que tendría como objetivo principal aquellos elementos de la vida norteamericana “que tocan más de cerca nuestra fuerza material y moral (…): sindicatos, empresas cívicas, colegios, iglesias y todos los medios de comunicación”[83].
El miedo a la infiltración, una de las constantes en la temática de los cómics de los años cincuenta. Tomb of Terror, núm. 11, 1953 (Harvey); Young Men, núm. 5, 1950 (Atlas).
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En este sentido, la “bondadosa ingenuidad” de los héroes norteamericanos –a la que ya me he referido– les hacía más confiados y, de resultas, más vulnerables. Aquí los héroes representarían a la sociedad misma, de modo que la inocencia del ciudadano norteamericano constituía una grieta por la que el taimado comunismo podía infiltrarse.
El miedo al quintacolumnismo –tan evidente en las películas Invasion of the Body Snatchers (1956) y The Blob (1958)– resulta palpable en los cómics de superhéroes. De hecho, algunos de los más tempraneros villanos tienen capacidades miméticas: los Skrull, en el caso de los Cuatro Fantásticos; Chameleon, en las historias de Spiderman, o Space Phantom, en una de las primeras aventuras de los Avengers. En otras ocasiones, el enemigo simplemente se hace pasar por un científico al que, por otra parte, debiera resultar fácil identificar como villano a tenor de la grotesca apariencia con la que los dibujantes lo retratan. El “científico infiltrado” puede, incluso, llegar a ser responsable del nacimiento del superhéroe, como en el caso de Hulk, nacido por la detonación de la bomba gamma de Igor (así de original)[84], el ayudante de Bruce Banner[85]. En este punto merece la pena recordar que Hulk no es el único personaje nacido a raíz de un acto comunista: Iron Man es resultado del secuestro del que Anthony Stark es víctima en el escenario de la guerra de Corea, en tanto que Fighting American surge con el propósito exclusivo de luchar contra el comunismo, cuyos agentes asesinaron a su hermano[86].
Un caso muy particular lo ofrecían las espías soviéticas. En contraste con el grotesco aspecto de los comunistas varones, las agentes rusas adoptaban, cómo no, la imagen característica de la “mujer fatal”. Astutas y taimadas, siempre lograban en primer término engatusar al ingenuo héroe, sólo para ver cómo sus planes se deshacían en las viñetas finales de la historieta. Los ejemplos de la espía soviética son muy numerosos: logra infiltrarse en el equipo Blackhawk[87], engaña a Bucky y al Capitán América[88] y, con una apariencia tomada de Marlene Dietrich, embauca al Santo[89]. Pero el prototipo se encuentra, cómo no, en Black Widow (Viuda Negra)[90]. En sus primeras apariciones adopta la forma de frágil damisela, aunque fría y distante, sin que aflore en ella ninguna especial habilidad superhumana. En esta inicial caracterización, por tanto, subyace el patrón machista de los años cincuenta y sesenta, en los que la mujer aparece sustancialmente como objeto sexual. Habrá que esperar unos números para que cambien las tornas y la Viuda Negra adopte un rol distinto: entrenada en artes marciales, se convierte en una agente letal por su destreza física[91]. Y es que, descubierta su identidad secreta, la infiltración deja de ser posible, y tiene que ser reemplazada por la táctica del espionaje. Aun así, la Viuda sigue engatusando a los héroes, y Hawkeye (Ojo de Halcón) cae en sus garras, incapaz de desprenderse de ellas aun cuando asume que está colaborando con una agente enemiga.
Una práctica habitual de los comunistas en los cómics: el lavado de cerebro. Blackhawk, núm. 89, 1955 (Quality Comics). |
Relacionado, aunque no coincidente, con la infiltración estaba el temor de que el enemigo comunista pudiera emplear artimañas para someter al ciudadano norteamericano a su voluntad. En el cine, este miedo se retrataría en películas como Invaders from Mars (William Cameron Menzies, 1953), en tanto que en el cómic los ejemplos resultan abundantes. El primer villano a quien se enfrenta Hulk, Gremlin, había inventado una pistola con la que podía someter a sus víctimas a la voluntad del portador[92]. Poco después, al general norteamericano –y rival amoroso de Banner– Glenn Talbot le transfieren la mente de un espía soviético para que, aprovechándose de su posición, asesine al presidente[93]. Controller, por su parte, aumenta exponencialmente su fuerza a medida que anula la psique de sus víctimas[94], en una clara metáfora del control de masas por el comunismo (a más sometimiento, mayor fuerza de los bolcheviques). Un caso particular es el del comunista chino Radioactive Man, que combina dos de los temores hacia el comunismo: la radiactividad atómica y la posibilidad de controlar a sus víctimas; un poder, este último, que manifiesta sólo en su primera aparición[95].
Pero la técnica de captación ofrecía su cara más temible cuando se dirigía contra la indefensa juventud norteamericana. El ejemplo más claro se halla en una de las aventuras de Fighting American en la que un deforme ruso (con el “original” nombre de Iván) afincado en Estados Unidos se dedica a contar a los niños del barrio historias ensalzando el régimen soviético a fin de captarlos para la causa comunista[96].
Más allá del mensaje implícito de los cómics de superhéroes que hemos visto hasta aquí, se empleó el género educativo para alertar a los norteamericanos de los supuestos peligros de la infiltración comunista. Especialmente significativos son los cómics Is This Tomorrow: America Under Communism (1947), Watch out for Big Talk (1950)[97], Blood is the Harvest (1950)[98], How Stalin Hopes We Will Destroy America (1951)[99], This Godless Communism (1961)[100] y Two Faces of Communism (1961)[101]. Emanados de asociaciones católicas, contaban mayormente con el beneplácito de las autoridades federales, que llegaban a instar su publicación, como muestra una carta remitida por John Edgar Hoover a Treasure Chest (13 de marzo de 1961), poco antes de que This Godless Communism viera la luz[102]. En sustancia, todos los cómics citados oponían un adornado modo de vida norteamericano con las supuestas penurias económicas (pobreza), sociales (destrucción de valores) y políticas (tiranía) que entrañaba el comunismo. Un sistema que, sin embargo, contaba con una poderosa máquina propagandista mediante la cual ocultaba la verdad de su miseria.
Pero, junto con esta descripción, los citados cómics –en especial Is This Tomorrow– mostraban a través de distopías qué sucedería si Estados Unidos cayese en manos de los temibles comunistas. A tales efectos, advertían tanto de los medios empleados por el comunismo para introducirse en el sistema como de la situación que se viviría si Estados Unidos dejase de ser un país democrático. De resultas, estos cómics educacionales se situaban en la misma dinámica aleccionadora del ya referido libro de J. Edgar Hoover, combinando un análisis histórico del comunismo, una descripción de los países bolcheviques, una exposición de las técnicas de infiltración y, finalmente, un relato fantástico sobre cómo sería una Norteamérica comunista.
La irrupción del comunismo en Estados Unidos se produciría a través de tácticas de infiltración fruto de un abyecto plan trazado por las autoridades soviéticas. La repercusión pública de los procesos instruidos contra Alger Hiss (1948) y Ethel Rosenberg (1951), por presunta colaboración con la Unión Soviética, y las acusaciones de afiliación comunista a Robert Oppenheimer (director del Proyecto Manhattan) sirvieron también para difundir la imagen de unos Estados Unidos atenazados por el constante riesgo del espionaje y la infiltración. El cauce para implantar el comunismo podía ser democrático, utilizando los partidos políticos y las instituciones para captar el voto ciudadano, especialmente en épocas de crisis[103]. Unas crisis que podrían ser causadas por los propios comunistas, obligando a Estados Unidos a invertir en armamento, descompensando la balanza comercial y fomentando un incremento de la inflación que depauperaría el dólar, beneficiando con ello a los bolcheviques[104]. Pero, sobre todo, el comunismo pretendía actuar subrepticiamente, minando el sistema económico y social desde dentro. Para acabar con el primero, emplearía las huelgas fomentadas por infiltrados sindicales[105]. En este sentido, cabe recordar que el propio Walt Disney acusó en el Comité sobre Actividades Antiamericanas (House Committee on Un-American Activities) al comunismo de estar detrás de las huelgas sufridas por sus estudios de animación y que una conocida tira cómica, como Little Orphan Annie, de Harold Gray, representaba a los sindicalistas como siniestros bolcheviques[106]. Para desestabilizar a la sociedad, los medios resultaban más variados. Aparte de fomentar acciones violentas y atentados –algo que evocaba los miedos de principios de siglo–, se advertía de que el comunismo buscaría controlar los medios de comunicación social para difundir su programa. Del mismo modo, trataría de fomentar el odio racial y religioso entre una sociedad tan plural como la norteamericana[107] (algo presente en la novela Invisible Man, de Ralph Ellison, y en la película I Was a Communist for the F.B.I., de Gordon Douglas) y, en fin, debilitar los valores morales a través del arte e instrumentos de ocio: cine, literatura… cómics.
Portada y varias viñetas del cómic anticomunista Two faces of communism, 1961. |
En realidad, resulta evidente la mentalidad ultraconservadora que subyacía a estas narraciones, en muchos casos implicadas en frenar el intervencionismo gubernamental que había caracterizado al New Deal[108]. Siguiendo la doctrina de McCarthy, cualquier conducta podía considerarse como sospechosa por más que nada tuviera que ver con el comunismo[109]. La lectura que se extraía era que las huelgas en demanda de mejoras laborales, o la supuesta amoralidad de los medios de comunicación de masas, debilitaban al Estado y sociedad norteamericanos y, por tanto (en un silogismo claramente erróneo), colaboraban con el comunismo. De este modo, no sólo se estigmatizaba el legítimo ejercicio de derechos y libertades públicas (libertad de expresión, derecho de sindicación, derecho de huelga, derecho a la creación artística…), sino que incluso se excusaban los prejuicios propios, convirtiéndolos en males ajenos: así, el odio racial, endémico en Estados Unidos, pasaba a considerarse un mal aportado por el comunismo infiltrado. En todo caso, a poco que se lean los citados cómics “educativos” anticomunistas, resulta evidente que respondían milimétricamente a la política gubernamental de la guerra fría. Baste referirse al telegrama remitido por el diplomático George Kennan al secretario de Estado norteamericano (James Byrnes) desde Moscú resumiéndole las estrategias soviéticas y los medios para neutralizarlas. Kennan señalaba que el partido comunista soviético pretendía desestabilizar a los países occidentales minando su confianza nacional, potenciando las disidencias internas (raciales, sociales, religiosas) y penetrando por la vía de los sindicatos y asociaciones de grupos minoritarios (religiosos, raciales, juveniles, de mujeres…)[110].
Tras perfilar la estrategia de infiltración[111], los cómics anticomunistas relataban a qué quedaría reducida una Norteamérica comunista, del mismo modo en que lo habían narrado novelas como Not This August (C. M. Kornbluth, 1955). Obviamente, en este extremo el paroxismo resultaba todavía mayor. Primero llegarían las nacionalizaciones (energía, universidades, cultivos), de modo que el Estado acabaría con el individuo (un miedo siempre presente entre el republicanismo norteamericano, reacio a cualquier síntoma de estatalismo)[112]. El control (económico e intelectual) de todos los medios de producción aseguraría al Estado comunista su longevidad: los alimentos sólo se distribuirían a los ciudadanos afines, en tanto que la educación serviría al único propósito de adoctrinar en la fidelidad absoluta al tiránico Estado[113]. La disidencia quedaba, por supuesto, eliminada y perseguida por un Estado policial del que no se libraban ni las familias: significativamente, en Is This Tomorrow se mostraba a un niño delatando a sus progenitores ante las autoridades por ser creyentes. En definitiva, el resultado era, para estos cómics, el que había advertido Hoover: la captación de Norteamérica por el comunismo convertiría a los estadounidenses en “esclavos el siglo XX”[114].
Portada del libro de 1974 y cartel de la película de 1976 dirigida por Alan J. Pakula. |
Llegados a estos extremos puede decirse que la histeria ante el “peligro rojo” tocó techo y empezó a remitir. A partir de los años setenta, la propaganda anticomunista empieza a desaparecer progresivamente de los cómics norteamericanos, aunque conocerá ciertos repuntes, en especial durante la invasión soviética de Afganistán. A pesar de ello, Estados Unidos se repliega ante todo hacia sus propios problemas nacionales: la tensión racial, los estupefacientes y la corrupción gubernamental, escenificada en el escándalo Watergate, magistralmente expuesto en el libro (luego convertido en película) All the President’s Men (Carl Bernstein y Bob Woodward, 1974). Unos aspectos, todos ellos, que empezarían a encontrar reflejo en los cómics, como es de sobra conocido. De este modo, la cuestión racial se escenifica tanto en la vida universitaria de Peter Parker como en las historias de Iron Man[115], a la par que la presencia de afroamericanos se hace más habitual en los cómics: así, el nuevo compañero de Hulk ya no será el caucásico Rick Jones, sino el oriundo de Harlem Jim Wilson[116]; en los cómics de Spiderman debutan Robertson y su hijo, un activista de los derechos civiles y políticos de la población negra. Pero no sólo se trata de personajes secundarios: aparecen también los primeros superhéroes afroamericanos, The Falcon y Power Man[117]. En las aventuras de este último, además, hay un claro predominio de población negra, tanto en lo referente a su entorno personal como a los villanos a los que se enfrenta. El problema de la drogadicción también halla su reflejo en los cómics de Spiderman, Green Lantern y el Capitán América (que pasa, así, de azote de comunistas a asistente social). En fin, la situación política derivada de la presidencia de Nixon –amenazado con un proceso de impeachment del que apenas se libró merced a su precipitada dimisión– se vería también reflejada en un desengañado Capitán América que abandonaba su identidad para convertirse –eso sí, brevemente– en el independiente Nomad (un nombre, por otra parte, que evoca en cierto sentido un carácter apátrida). Otro dato relevante es la diferente concepción de la familia: si en los años cuarenta se temía que el comunismo se infiltrase en el ámbito familiar, rompiendo una idealizada armonía, en los años ochenta y noventa los cómics reflejan que aquella institución se halla aquejada de males internos. Un buen ejemplo lo representa el Hulk de Bill Mantlo[118], donde se revela cómo Bruce Banner y su madre habían sido objeto de malos tratos por el padre de aquél[119], el alcoholizado Brian Banner, al punto de que el monstruo esmeralda no había surgido sólo de la irradiación gamma (origen propio de la cultura radiactiva de los cincuenta), sino del odio heredado de esa terrible infancia[120].
"Conquest", historieta de Harvey Kurtzman, es considerada como una crítica a la intervención norteamericana en la guerra de Corea. Two-Fisted Tales, núm. 18, 1950 (EC Comics). |
Los años setenta y ochenta suponen, por tanto, una quiebra de la conciencia homogénea nacional[121] y un divorcio de la sociedad con el Gobierno, por lo que el “temor comunista” que éste había propagado los años anteriores hallará un eco mucho más escaso. Basta ver cómo la guerra del Vietnam obtuvo en Estados Unidos unas críticas más severas que las que habían existido durante la intervención en Corea. Algo que se percibe claramente en los cómics. La postura contestataria hacia la guerra de Vietnam ya tenía ciertos precedentes –más o menos tibios– en los cómics de los años cincuenta. Algunos autores, como Harvey Kurtzman en Two-Fisted Tales y Frontline Combat, a los que ya me he referido, habían narrado la virulencia de la contienda bélica, e incluso habían ofrecido una crítica velada a la intervención norteamericana en Corea[122]. En 1965, Blazing Combat ofreció una imagen todavía más realista y crítica de la guerra del Vietnam, en la que ya no había espacio para grotescos retratos de los comunistas. Algo que acarrearía su oposición por el ejército norteamericano y la cancelación de la serie en su cuarto número. A finales de los ochenta, The Nam retomaba la idea, ofreciendo una imagen objetiva del conflicto, en la que tampoco se parodiaba a los comunistas, ni física, ni intelectual, ni éticamente. El verdadero villano del cómic –y al que no hacía ni siquiera falta deformar– era la guerra.
Este rechazo al belicismo y, por tanto, la negativa a admitir la imagen oficial de los comunistas vietnamitas como depravados también tuvo eco en los cómics de superhéroes. Particularmente puede destacarse la presencia oblicua de este tema en Spiderman, un personaje muy propenso a los temas sociales, por ser Peter Parker un adolescente de clase media. En una historia editada en 1972, un meditabundo y pesimista Flash Thompson regresaba de la guerra del Vietnam. Atrás quedaba la vitalidad y fanfarronería: el Flash que había regresado de la guerra era muy distinto. A lo largo de la historia, Flash cuenta a Spiderman cómo durante la guerra llegó hasta un templo vietnamita cuidado por “los rostros más amables que he visto jamás” y por los “seres más amables del mundo”. De regreso al campamento, se le notifica que precisamente la zona en la que se encuentra el templo va a ser objeto de un ataque por parte del ejército norteamericano. A pesar de intentar advertir a los mandos que en ese territorio se encuentra emplazado un templo habitado por gente pacífica, éstos ignoran sus advertencias y bombardean la zona, aniquilando a sus habitantes. Flash se ve entonces perseguido por vietnamitas que le culpan, erróneamente, de haber revelado la situación del templo para su bombardeo, pero sobre todo se ve perseguido por sus propios remordimientos al no haber sido capaz de evitar la matanza[123]. Más allá de esta referencia a la población del país invadido, también cabe destacar la incorporación a la plantilla de los Vengadores de una superheroína de nacionalidad vietnamita: Mantis[124].
Este cambio de actitud hacia el comunismo resulta patente, además, por la propia incorporación de superhéroes rusos al Universo Marvel. Así, Red Guardian se une momentáneamente a los Defenders[125], Colossus (Coloso) se incorpora a la refundación de los X-Men, la Viuda Negra –ahora al servicio de SHIELD– formará parte de la plantilla de los Vengadores, y, años más tarde, Radioactive Man se integrará en los Thunderbolts. Esta fase de aceptación / incorporación va más allá con la presentación incluso de un supergrupo soviético: los Soviet Super Soldiers. Un grupo concebido, en cierta medida, como el equivalente a The Avengers tras el Telón de Acero: Crisom Dynamo por Iron Man, Vanguard (y después Perun) por Thor, Major Ursus como Hulk, Darkstar a modo de Wasp o, incluso, Scarlet Witch (también representada con Phantom), Red Guardian como contrapartida del Capitán América y Sputnik haciendo las veces de Vision.
Winter Guard, o la alternativa comunista a los Vengadores. Hulk: Winter Guard. One shot, 2009 (Marvel Comics) y Captain America, núm. 352, 1989 (Marvel Comics). |
Los héroes rusos batallan contra sus coterráneos dispuestos a instaurar el estalinismo. Hulk. Winter Guard. One shot (Marvel Comics, 2009). |
Este grupo es, a todos los efectos, un equipo de héroes, al servicio del pueblo ruso –como The Avengers lo están al del pueblo norteamericano– y presentan una apariencia física y moral que ahora en nada se puede diferenciar de los superhéroes de Estados Unidos. Así, cuando Hulk entra en una zona restringida de territorio ruso, la inclinación de los Soviet Super Soldiers es dialogar con el gigante esmeralda, con el que finalmente se alían contra el verdadero enemigo: un mutante parásito, cuya condición de villano nada tiene que ver con factores políticos[126]. Es el mero afán de poder, de dominación, el que le mueve, como a cualquier otro villano, y no el intento de conquistar el mundo para la madre Rusia, como se habría retratado en los años cincuenta. Tras la extinción de la Unión Soviética, adoptarían definitivamente el nombre de Winter Guard[127] y pasarían a estar al servicio de la Federación Rusa, planteando batalla incluso contra sus compatriotas. Y es que algunos de los villanos rusos –en su mayoría enemigos de Iron Man, como Titanium Man y Unicorn– se unirían en el grupo Remont Six con el objetivo de reinstaurar la Unión Soviética estalinista. El detalle es importante: los villanos no buscan restablecer el comunismo, sino su etapa más oscura, y por ese motivo –y no por su orientación política– son el enemigo al que ha de batirse.
Los Soviet Super Soldiers, y luego la Winter Guard, llegarían a contar incluso con miniseries propias y se cruzarían con frecuencia con otros superhéroes de Marvel. Aunque no faltan refriegas entre los superhéroes rusos y norteamericanos (ya se sabe que cuando dos héroes se cruzan el esquema es: confusión inicial, pelea, reconciliación, colaboración), prima el elemento colaborativo: todos son héroes y el enemigo es siempre un tercero al que batir. Especialmente significativo es ver al Capitán América luchando codo con codo junto a su contrapartida, Red Guardian[128]. En el extremo contrario, si en los años sesenta Hulk luchaba contra otro ruso, Abomination, en los setenta llega a aliarse con él contra la humanidad. No importa que ambos procedan de naciones rivales; tienen en común su naturaleza monstruosa y, por tanto, su enemigo natural es el propio ser humano[129]. En esta tesitura, hasta la profanación de la estatua de la Libertad no llega de mano de un comunista, sino del propio Hulk[130].
Soviet Super Soldiers, Supreme Soviets y Winter Guard: la nueva imagen amable del comunismo. |
Aun así, también es cierto que ciertos estereotipos político culturales estarían muy presentes a la hora de tratar al superhéroe comunista. Vanguard porta una hoz y un martillo, y tiene el “poder del pueblo”; el Major Ursus tiene, cómo no, la apariencia de un enorme oso, al ser este plantígrado el símbolo de Rusia. Coloso, por su parte, trabajaba en una granja que evoca a los koljós soviéticos. En todo caso, debe tenerse presente que estos estereotipos forman parte de la esencia del cómic de superhéroes.
Por supuesto, los conflictos con el bloque comunista no se abandonan totalmente en el cómic de superhéroes, del mismo modo que tampoco se hizo en otros medios (recuérdese por ejemplo la serie televisiva Amerika)[131]. Los combates con Titanium Man siguen teniendo una abundante carga de contienda política. Así sucede en los años ochenta, cuando vuelve a enfrentarse con su eterno rival, Iron Man, pero también cuando se enfrenta a Beta Ray Bill en un cómic en el que Simonson parece parodiar la animadversión comunista de los años cincuenta[132]. En el nuevo milenio, The Ultimates también se las verán con un grupo de supervillanos, The Liberators, la versión ultimate de los Soviet Super Soldiers, pero con una notable actualización política: el grupo ya no se encuentra integrado sólo por rusos, ni está al servicio de este único Gobierno, sino de agentes de diversas naciones opuestas al incremento armamentístico norteamericano (Corea del Norte, Rusia, China y Siria). Dos detalles son interesantes: por una parte, la caída de la Unión Soviética impide ya hablar de hostilidades bilaterales, de modo que sólo merced a la unión de agentes de diversas nacionalidades parece posible hacer frente a los superhombres norteamericanos. Por otra, The Liberators, a diferencia de los Soviet Super Soldiers, no hallan el respaldo (al menos explícito) de sus respectivos países[133], de modo que su actuación se convierte en un acto de terrorismo, y no en un enfrentamiento entre Estados. El antiguo miedo al comunismo ha quedado transfigurado, y se diluye dentro del gran enemigo de los Estados Unidos del siglo XXI: el terrorismo internacional.
A pesar de los casos citados, lo cierto es que los conflictos con los comunistas son aislados desde los años ochenta y noventa, y en muchos casos, hasta comprensibles en términos jurídico políticos. Tal sucede cuando los Vengadores han de atravesar territorio soviético de regreso de la localidad de nacimiento de Scarlet Witch (la Bruja Escarlata). El Capitán América se muestra reticente a sobrevolar el espacio aéreo ruso porque, en efecto, se trata de una flagrante violación de la soberanía estatal. Aun así, habiéndose declarado una emergencia en el territorio que sobrevuelan, se plantea una disputa entre los miembros de The Avengers: ¿deberían ayudar a los rusos o evitar el conflicto internacional? Finalmente optan, como es obvio, por lo primero, en un diálogo que esta vez recuerda a otra aventura de los años sesenta[134]: The Avengers ayudan a todo el mundo, sean o no soviéticos. Al final de la aventura, el ejército ruso, al que han ayudado a solventar un peligro de naturaleza nuclear (de nuevo el gran miedo de antaño), pretende capturar a The Avengers, que, lejos de hacerles frente, huyen con una reflexión final del Capitán América: “¡Prefieren la destrucción a perder su seguridad nacional!… Mmm, ¡Conozco a alguien con su misma filosofía!”[135]. Esta última reflexión se refiere a Henry Gyrich, un funcionario del Gobierno norteamericano que, desde varios números atrás, se había propuesto controlar al supergrupo. En definitiva, las autoridades soviéticas y las norteamericanas no parecían ahora ser tan diferentes.
En fechas más recientes, la imagen conflictiva del comunismo en el cómic de supehéroes suele referirse en flashbacks a la época de la guerra fría. Tal es el caso del arco argumental de Ed Brubaker en el que se presenta al Winter Soldier, que no es otro que Bucky Barnes, el antiguo compañero del Capitán América, quien habría sido utilizado como asesino por los soviéticos durante la guerra fría. En ocasiones, también se ha traído a colación el deterioro socioeconómico que ha representado el capitalismo para el bloque soviético. Así se aprecia en la línea ultimate de Marvel Comics –con un marchamo más adulto[136]– en la que una traicionera Viuda Negra clama venganza contra Estados Unidos, país al que acusa de haber convertido a Rusia “en una nación en bancarrota de zorras y gánsteres”[137]. El mito del capitalismo como modelo inapelable queda, por tanto, en entredicho: si los cómics de los años sesenta oponían al marxismo las bondades de una economía de mercado, en el siglo XXI ya no esgrimen una postura tan maniquea. El tránsito al mercantilismo no ha convertido a Rusia en una gran nación –parece decir el mensaje–, sino que la ha arrojado al fango.
La fase que he denominado como “asimilación” del comunismo va a verse agudizada con un momento final de “interiorización” que se irá forjando desde mediados de los ochenta hasta la actualidad. Hasta entonces, los comunistas eran aceptados, pero siempre eran extranjeros, especialmente rusos (Coloso, la Viuda Negra, los Soviet Super Soldiers), de modo que no había norteamericanos comunistas. Varios factores contribuyen a ello. Por una parte, los superhéroes intentan estar por encima de los gobiernos, lo que contribuye a proporcionarles una imagen “apolítica”. Incluso el Capitán América, que quizá podría considerarse la personificación del Gobierno norteamericano, representa en realidad al pueblo estadounidense, como se evidencia en el arco argumental Civil War, en el que decide luchar por la libertad al margen de la Superhuman Registration Act. Otros superhéroes muestran una vocación social (lucha contra las desigualdades). Tal es el caso de Green Arrow, al que esta vocación ha convertido en paradigma de un “superhéroe de izquierdas”, si bien en los cómics no se menciona su filiación comunista. Hay una cierta pretensión, por tanto, de que la orientación política de los superhéroes no salga a relucir, del mismo modo que se eluden otros aspectos referentes a la ideología como puede ser la religión (con algunas excepciones, como la profunda religiosidad de Nightcrawler o el judaísmo de Kitty Pryde).
El Capitán América deja claro su rechazo a cualquier instrumentalización política de su figura. Captain America, núm. 280, 1983 (Marvel Comics). |
Sin embargo, en los años ochenta y noventa los cómics tratan de mostrar a la persona que está detrás del superhéroe, sus inquietudes, sus filias y sus fobias. En definitiva: su personalidad. De este modo, no es de extrañar que la orientación sexual del superhéroe empiece a quedar patente, convirtiéndose en un aspecto central de la narrativa. Así sucede en el momento en el que, al fin, la homosexualidad empieza a ser tratada en un género tan homófobo como el superheroico; algo que sucede cuando Byrne (implícitamente) y Bill Mantlo (sin tapujos) convierten a North Star en el primer superhéroe gay. ¿Por qué no incluir, entonces, también a personajes comunistas? La razón estriba en que el comunismo, como movimiento político, sigue sin tener aceptación entre la mayoría de la población norteamericana. La mejora de las relaciones políticas con la Unión Soviética se produjo, precisamente, a raíz de su desintegración y su tránsito hacia un sistema capitalista. Y, en todo caso, el comunismo se tolera siempre que sea algo externo al país.
Esta situación cambia claramente a partir del cómic que revolucionaría el género superheroico: Watchmen. Posiblemente el que Alan Moore sea británico, y por tanto habituado a convivir con una mentalidad políticamente más pluralista, haya posibilitado que sus superhéroes pudiesen exhibir una ideología política. Moore ya mostró componentes políticos de izquierdas en otras series. Así, en V for Vendetta daba rienda suelta a su declarada orientación anarquista[138], convirtiendo al anónimo protagonista en la personificación del ius resistendi y del máximo nivel del individualismo; un individualismo extremo que, en realidad, no conduce al liberalismo, sino a la anarquía. En Miracleman, por su parte, el superhéroe forjaba una utopía política en la que desaparecía el dinero, lo cual no deja de ser una utopía de izquierdas[139].
Watchmen, es cierto, se ambienta en un hipotético mundo en el que, gracias al Dr. Manhattan, Estados Unidos ha vencido la guerra del Vietnam, catapultando a Nixon a un nuevo mandato inmerso en la guerra fría. Ahora bien, el tratamiento que se dispensa al comunismo vietnamita y soviético es totalmente aséptico en la obra de Moore. La presencia del Dr. Manhattan ha distorsionado hasta tal punto las relaciones internacionales, que los países del eje comunista se encuentran en una situación de franca inferioridad[140]. En las escenas del Vietnam, los personajes más mezquinos son todos ellos norteamericanos, y en particular, el Comediante y el Dr. Manhattan, que, el uno por acción y el otro por omisión, llegan a asesinar a la amante vietnamita del primero, sin importarles ni siquiera su avanzado estado de gestación[141]. Los norteamericanos tienen el poder, y abusan de él. Rusia, por su parte, aparece retratada como un lobo enjaulado, frustrada por no poder competir militarmente con los Estados Unidos, lo que le lleva a invadir Afganistán tan pronto como el Dr. Manhattan desaparece de escena, en un insensato e inane intento de mostrar una fuerza de la que carece[142].
Dos imágenes de Watchmen. El Dr. Manhattan pone fin a la guerra del Vietnam, y un detalle de una caricatura aparecida en The New Frontiersman, el ficticio periódico fascista del cómic, en la que se incluye a la Unión Soviética como una de las patologías contra las que ha de luchar Estados Unidos. Watchmen, núms. 4 y 8, de 1986 y 1987. DC Comics. |
El relato “Dr. Manhattan: Super-powers and the superpowers”[143], del ficticio profesor Milton Glass, que acompaña al capítulo sexto, muestra la guerra fría desde una perspectiva bien distinta a la que habían ofrecido los cómics en los años cincuenta y sesenta. En el citado ensayo, la postura soviética, lejos de ser estigmatizada, parece comprenderse dentro del juego de relaciones internacionales y a partir de un análisis psicosociológico del pueblo ruso. Un pueblo capaz de asumir el sufrimiento de la II Guerra Mundial (ninguna fuerza aliada tuvo tantas bajas como la Unión Soviética) no cejaría en la escalada nuclear por la mera presencia del Dr. Manhattan[144]. Las palabras del profesor Milton Glass recuerdan muchísimo a los escritos de Bertrand Russell (británico, como Moore) cuando mostraba su escepticismo sobre el hecho de que la escalada nuclear trajese, por vía disuasoria, la paz mundial[145]. Del mismo modo, el ficticio autor del documento afirma que la presencia del Dr. Manhattan supone una amenaza para Rusia que no la disuadirá de su rearme, como en la realidad había puesto de manifiesto Linus Pauling en 1958[146]. En definitiva, el escrito parece acusar a Estados Unidos de extralimitarse en las relaciones internacionales al disponer de una fuerza superior –el Dr. Manhattan– y muestra comprensión con la respuesta soviética. De resultas, Estados Unidos no aparece ya como la víctima, sino como la causante de la crisis internacional.
Otro cambio perceptible de la imagen del comunismo se aprecia en el final mismo de la historia. El plan de Adrian Veidt para acabar con la tensión internacional entre norteamericanos y soviéticos resulta exitoso. Ante la presunta presencia de un enemigo exterior[147], el bloque comunista se muestra dispuesto a olvidar su actitud hostil y unirse a los Estados Unidos, poniendo fin a la guerra fría e inaugurando una nueva etapa de paz utópica. Una imagen muy distinta a la ofrecida en los cómics de los años cincuenta: recordemos aquella historia de Marvel Boy donde los rusos se negaban a colaborar con el resto de países incluso para frenar una invasión extraterrestre.
Pero donde realmente brilla el retrato comunista de Watchmen es en una escala humana. Los héroes son más humanos que nunca, y eso entraña mostrar también sus inclinaciones políticas. Algunos son declarada o veladamente fascistas (Rorschach, Comedian, Hooded Justice y Captain Metropolis), lo cual no es sorprendente puesto que, en realidad, a los superhéroes se les ha tachado habitualmente de ser expresión de un ideario fascista. Pero de otros héroes se insinúa que están próximos al comunismo. Así, Byron Lewis, Mothman (Polilla), habría sido incluso acusado de comunismo por la Comisión de Actividades Antiamericanas. La presión a la que se había visto sometido acabaría por convertirlo en alcohólico[148]. Una crítica evidente de los excesos del macartismo, capaz de acabar con los héroes del país. Otro de los personajes clave de Watchmen, Adrian Veidt (Ozymandias), aparece retratado como “de izquierdas”, a pesar de ser un magnate que ha aprovechado su extraordinaria inteligencia para amasar una fortuna partiendo desde cero[149].
La postura anticomunista, por el contrario, sale malparada en la obra de Moore. No sólo por la ya mencionada crítica al macartismo y la destrucción de personas que éste había ocasionado, sino porque identifica la campaña contra el comunismo con posturas de extrema derecha. Tal es el caso del editor de la revista nazi New Frontiersman, que defiende precisamente a aquellos héroes con mayor pulsión fascista, a la par que pretende desprestigiar a la revista progresista Nova Express, a la que, por su crítica de los vigilantes, le imputa la condición de comunista y antiamericana[150]. Llegados a este punto, las tornas han cambiado: el anticomunismo no es ya una postura legítima, sino que aparece identificado con el fascismo.
En los años inmediatamente posteriores al fin de la II Guerra Mundial, y con el restablecimiento de las tensiones con el eje comunista, en Estados Unidos se emprendió una intensa campaña de persecución contra los cómics. El punto de partida suele referirse al editorial de Sterling North para el Chicago Daily News (8 de mayo de 1940) con el título “A National Disaster”, aunque, sin lugar a dudas, el personaje que llevaría la campaña anticómic a sus más altas cotas fue el psiquiatra Fredric Wertham. Tras publicar diversos escritos en revistas dirigidas a padres y educadores (Parent’s Magazine, Ladies’ Home Journal, Saturday Review of Literature, entre otras), Wertham dio a la luz su conocido libro Seduction of the Innocent Rinehart and Company 1954), en el que acusaba a los cómics de depravar la moral de los lectores menores de edad, incitando a la delincuencia juvenil; un mal, este último, que se había convertido en los años cuarenta y cincuenta en una de las principales preocupaciones de la sociedad norteamericana, por más que las estadísticas demostrasen que no se había producido un incremento sustancial en los delitos cometidos por menores de edad[151].
A los efectos que aquí nos interesan, es preciso destacar que la persecución de los cómics –que desembocaría en quemas públicas, prohibiciones normativas y la formación de un subcomité de investigación en el Senado[152]– se encuadró dentro del obsesivo ambiente de la guerra fría[153]. Las temáticas cada vez más oscuras (crime comics y horror comics), moralmente más heterodoxas (romance comics) y visualmente más escandalosas (como en el caso de los denominados headlight comics)[154] quedaron de inmediato bajo sospecha, al considerarse que depauperaban la juventud y, con ello, corrompían y desmembraban la sociedad norteamericana. ¿Y quién podría tener interés en hacerlo? Para los instigadores de la campaña anticómic (que incluía no sólo a católicos y conservadores, sino a liberales progresistas como el propio Wertham) estaba claro: el comunismo.
Estas afirmaciones –que coincidían con las críticas a otros medios, en especial el cine[155], aunque también la literatura[156]– se correspondían milimétricamente con los argumentos de Kennan y Hoover: debilitar el espíritu nacional, mostrando un Estados Unidos depravado y criminal, sería una táctica empleada por los comunistas para minar la moral nacional[157]. Así, en las audiencias del subcomité del Senado emergieron voces que acusaban a los cómics de servir a propósitos comunistas[158]. Y cuando alguna entidad salía en defensa de este medio de entretenimiento, como la American Civil Liberties Union, ella misma se convertía en sospechosa de bolchevismo[159]. En 1948, el comisario de la policía de Detroit Harry S. Toy, tras analizar cómics leídos en aquella ciudad, llegaría a concluir que dichas revistas contenían enseñanzas comunistas[160].
Los editores de cómics trataron, no obstante, de formular reconvención, y acusaron a su vez de comunistas a quienes promovían la campaña anticómic[161]. Abanderando esta posición se hallaba el principal responsable de los cómics de terror, Bill Gaines (EC Comics), quien esgrimió un hábil argumento: el ataque a los cómics suponía restringir la primera enmienda –la libertad de expresión– y, de resultas, laminar el sistema de derechos de los Estados Unidos; algo que sólo cabía en la mente de los comunistas[162]. De este modo, Gaines no dudó en incluir una irónica página en una de sus revistas[163] con el título “Are you a red dupe?”, en la que afirmaba que “el grupo más ansioso en destruir los cómics son los comunistas”. Más tarde, Gaines afirmaría que la caricatura tenía el objetivo de enfurecer a los detractores de los cómics –en su mayoría procedentes de la derecha política–, para lo cual había utilizado un absurdo silogismo (tan propio del editor de la célebre Mad Magazine): entre los críticos más furibundos del cómic se hallaba Gershon Legman[164], conocido por su ideario de izquierdas y sus contactos con el periódico comunista Daily Worker, de donde se desprendía que la campaña anticómic contaba con la aquiescencia de la izquierda norteamericana[165]. En definitiva, la acusación de comunismo se había convertido en un arma arrojadiza entre detractores y defensores de los cómics.
Pero más allá del país que había visto crecer a los cómics, en el resto del mundo éstos hubieron de sujetarse a la acerada crítica de un comunismo que había cobrado especial fuerza al fin de la II Guerra Mundial. Precisamente esa contienda bélica había propiciado la difusión a nivel global del cómic norteamericano: éste era frecuentemente leído por las tropas estadounidenses acuarteladas en Europa, de modo que, a su través, las revistas llegaron a irradiarse, sobre todo, entre las poblaciones francesa y británica. Finalizada la guerra, el movimiento comunista no quería que aquellas publicaciones se mantuvieran por más tiempo “contaminando” las mentes de los jóvenes con propaganda capitalista.
Intelectuales, políticos o meros simpatizantes comunistas criticaron los cómics, tanto por la forma que adoptaban como por su contenido. Porque, en efecto, el primer rechazo lo suscitó la propia técnica narrativa de los cómics –combinación de texto y dibujo–, que el comunismo adjetivó como una muestra de subcultura, en la que los niños perderían capacidades lectoras.
En realidad, la crítica al cómic como género artístico resulta más compleja de lo que a primera vista se pudiera considerar, ya que a ella subyacen prejuicios no sólo políticos, sino también culturales e incluso nacionalistas. Así, en el caso de la Unión Soviética, el rechazo a la combinación narrativa léxico pictórica entroncaba con la fobia que al bolchevismo inspiraban los conocidos como “lubok”, narraciones populares y religiosas en las que se combinaban ilustraciones y breves textos descriptivos. El comunismo soviético veía en este género artístico un vestigio del pasado burgués de Rusia y, por tanto, un elemento al que erradicar en sus pretensiones de hacer tabula rasa. Los cómics representaban, para los soviéticos, una actualización de los “lubok” y, por tanto, un símbolo del enemigo liberal[166]. En Francia, sin embargo, las motivaciones eran diferentes. También allí tenían su propia tradición pictórico narrativa, materializada en las Images d’Épinal (1796), difundidas por Jean-Charles Pellerin. Con posterioridad, las historietas satíricas del suizo francófono Rodolphe Töpffer (1799-1846) –admiradas por el mismísimo Goethe[167]– emplearían una narrativa secuencial y constituirían otro claro precedente de las bandes dessinées francesas. A diferencia del comunismo soviético, el galo no deseó en ningún momento enterrar este vestigio cultural, sino todo lo contrario: pretendía revitalizarlo frente a las técnicas narrativas foráneas procedentes de Estados Unidos. Dicho en otros términos: en Francia el comunismo arrojó un cariz nacionalista ausente en la Unión Soviética.
En este sentido, debe tenerse presente que el Partido Comunista Francés había incluso empleado él mismo la técnica de combinar dibujo con texto en los años treinta como elemento de adoctrinamiento de la juventud. Siguiendo la tradición de los diarios dirigidos a la infancia que se popularizaron durante la III República (como Le Journal de la Jeunesse, desde 1870, y Le Jeunesse Illustrée, en 1903), el comunismo francés editaría bajo la dirección de Georges Sadoul la revista infantil Mon Camarade, en la que se difundía el ideario comunista. Por tanto, el comunismo francés era consciente de la potencialidad de los cómics, unidos de algún modo a su propia tradición patria. Lo que rechazaban, por tanto, no era el género en sí, sino la particular fórmula narrativa del cómic norteamericano, caracterizado por los “globos” y lo que, según ellos, era una evidente reducción del texto. El desembarco de la técnica narrativa norteamericana llegaría en los años treinta de mano de Le Journal de Mickey, considerado por Sadoul como “el primer paso de la ofensiva contra la prensa francesa”[168]. Algo que ya había advertido el novelista Georges Duhamel en su obra Scènes de la vie future, traducida al inglés con el significativo título de America the Menace[169].
Aunque de forma menos acusada, también en Gran Bretaña el comunismo esgrimió argumentos nacionalistas para oponerse a los cómics estadounidenses. El Reino Unido contaba con un sólido plantel de ilustradores de los siglos XVIII y XIX (William Hogarth, Thomas Rowlandson, Henry William Bunbury, James Gillray y George Cruikshank, entre otros) y sus propias revistas (Ally Sloper’s Half-Holiday, Comic Cuts, Illustrated Chips, Funny Wonder, The Dandy, The Beano, Eagle…) que, en su mayoría (y en tanto no imitaran el ejemplo norteamericano) se consideraban beneficiosas para los niños. De hecho, habían incluso contribuido a que muchos jóvenes incrementaran su interés por la lectura, y habían ayudado a la alfabetización durante los duros momentos de la II Guerra Mundial, cuando eran una de las escasas lecturas accesibles para la infancia. Sin embargo, el producto norteamericano no era sino una sucesión de imágenes impactantes y coloristas, carentes de más letra impresa que la de las continuas onomatopeyas[170].
A pesar de estas diferencias entre los comunistas soviéticos, por un lado, y franceses y británicos, por otro, había, por tanto, una nota común en la crítica comunista a los cómics norteamericanos: su fórmula narrativa fomentaba el analfabetismo. Así, intelectuales soviéticos como Alexander Kukarkin e Isaak Lapitsky calificaban al cómic norteamericano como “seudocultura”, situada en las antípodas del programa político comunista, a saber, el fomento de la cultura[171]. Lo que Wertham denominaba como “lectura visual” tendería a reducir el hábito de lectura, creando un país de analfabetos. En Francia incluso se acudía a estereotipos culturales para afirmar que, con los cómics, se vería decaer el espíritu reflexivo que había caracterizado a la nación gala, en tanto que en Gran Bretaña se apelaba a su “espíritu humanista y racionalista” para tratar de impedir lo que se veía como una depauperación cultural evidente[172].
Pero al margen de la forma que adoptaban los cómics norteamericanos, lo que más disgustó al comunismo internacional fue el contenido de aquéllos. Ahí fue donde las críticas resultaron más severas. Conviene adelantar, no obstante, que los comunistas vilipendiaban prácticamente los mismos contenidos que también rechazaba la campaña anticómic orquestada en Estados Unidos. De ahí que, aunque pueda resultar sorprendente, el soviético Alexander Kukarkin evocase en sus propias argumentaciones los debates acaecidos en el subcomité del Senado norteamericano para el estudio de la delincuencia juvenil, o que los comunistas británicos y franceses se aliasen con grupos conservadores católicos con los que tenían al menos en común su rechazo a las revistas norteamericanas.
El comunismo atacó en primer lugar el espectáculo de depravación moral que ofrecían los cómics norteamericanos: así, destacaban la beatificación de la delincuencia que traslucían los crime comics. A pesar de que éstos se ofertaban a la juventud bajo el rótulo de “crime does not pay” (el delito no compensa), lo cierto es que, a la postre, el protagonista de las historias, y el personaje con el que el lector tendía a identificarse, era invariablemente el gánster o el delincuente de turno[173].
El capitán Marvel se enfrenta al ignominioso Red Crusher. Captain Marvel Adventures, núm. 139, diciembre de 1952 (Fawcett). |
Otro aspecto que desagradaba al comunismo era el género de ciencia ficción, que solía hallar en los cómics un locus perfecto. El rechazo a esta particular temática de los cómics se entiende dentro del panorama del realismo cultural al que se adscribía el comunismo y que consideraba esencial para la formación del intelecto humano. A su parecer, la ciencia ficción de los cómics norteamericanos tampoco tenía nada que ver, por ejemplo, con el “género de anticipación científica”, del que sería un claro expositor Jules Verne. Sus aportaciones habían tenido una base científica, en tanto que los cómics norteamericanos sólo mostraban disparates físicos e imposibles tecnológicos que, una vez más, servían para adocenar a la juventud inculcándole fútiles esperanzas. El propio George Orwell –que ya había atacado a las tiras cómicas en su temprano artículo Boys’ Weeklies (1939)– llegaría a contemplar con asombro los cómics norteamericanos, en los que “un sorprendente número de personajes tienen capacidad de volar” y que, en definitiva, no resultaban sino un compendio de “sensacionalismo sin sentido, sin nada del interés científico que desprenden las historias de H. G. Wells”[174].
¿Y si Superman hubiese crecido en la Unión Soviética? Superman. Red son, núm. 1, 2003 (DC Comics). |
Pero más reprobable era, al parecer del comunismo, la inadmisible imagen que el cómic norteamericano ofrecía del ser humano. En particular, hubo un clamoroso rechazo hacia el racismo que exudaban aquellos cómics a la hora de representar cualquier etnia que no fuese la caucásica. En esta crítica tomó partido activo un partidario del marxismo humanista como Jean-Paul Sartre. Para el intelectual parisino, el ejemplo que proporcionaban a la juventud héroes como Tarzán –cuyas exitosas tiras cómicas generaban nada menos que dos mil dólares semanales en los años treinta[175]– no podía ser más nefasto: “Un mundo de (…) negros idólatras, donde Tarzán es rey, y donde nada se resiste al poder del Dios blanco”[176]. Llevando su postura hasta extremos casi paranoicos, Sartre llegaba incluso a comparar el adoctrinamiento de los cómics con el operado en las Juventudes Hitlerianas, acusación trascendental en un país que acababa de liberarse de la opresión alemana. Del mismo modo, el soviético Lapitsky atacaba a Superman, un héroe cien por cien blanco que defendía el país frente a las hordas de “negros, indios, comunistas y extranjeros”[177]. Los chilenos Dorfman y Mattelart –sobre cuyo trabajo luego habrá ocasión de extenderse– verían incluso en los aparentemente inocentes cómics de Disney un canto a la superioridad occidental, al representar siempre a los oriundos de países subdesarrollados (cargados, por otra parte, de estereotipos) como sujetos de escasa inteligencia, necesitados de la guía moral de un ciudadano norteamericano[178].
El culto a la violencia que emanaba de los cómics también fue un referente crítico para el comunismo. El uso de la fuerza bruta se hallaba extendido por los géneros más representativos de los cómics norteamericanos (crimen, terror, superhéroes, western…), despreciando cualquier intento de arreglo pacífico de controversias. De ahí que algunos llegasen a considerar que el único contenido real de los cómics norteamericanos era “la violencia, lo brutal, lo desagradable y a menudo lo terrorífico”[179]. La misma representación gráfica de los personajes evidenciaba el predominio del factor físico sobre el intelectual: los superhéroes, por ejemplo, aparecían retratados como sujetos microcefálicos, cuyos bíceps duplicaban en tamaño al de su propia cabeza. Este culto a la violencia se interpretaba entre los comunistas no sólo como la glorificación de una “mentalidad de guerra”[180], sino también como una exaltación de los valores fascistas[181], algo que, por otra parte, también se había argumentado en la campaña anticómic estadounidense.
De nada valía la excusa de que la violencia también se hallaba presente en la literatura clásica. En palabras de Orwell: “La sociedad que se describe [en la literatura clásica] es contenida, ilustrada y casera; mientras que [la descrita en los cómics] muestra un mundo loco de bandidos, minas de oro, duelos, borracheras e infiernos de juego”[182]. Obviamente, la postura de Orwell resultaba simplista y maniquea: no sólo porque generalizaba a la hora de describir el contenido de los cómics, sino porque ofrecía una imagen bucólica de la literatura infantil y juvenil que no se correspondía siempre con la realidad. La violencia en los cuentos clásicos de Perrault, Andersen o los hermanos Grimm, por poner sólo algunos ejemplos, resulta explícita, aunque en la actualidad hay quien considere que esa virulencia –más perceptible aún en el folclore que en sus compiladores–contribuye en su crudeza al desarrollo personal del menor de edad[183].
Todas estas críticas hasta ahora referidas se hallaban contrastadas por uno de los más tempranos escritos sobre el efecto de los cómics en la infancia. Me refiero al breve ensayo de Gershon Legman The Psychopathology of the Comics (1948), que, bajo el nuevo título de “Not for Children”, vería la luz también en su obra cumbre, Love and Death: A Study in Censorship.
Thor se enfrenta a los supuestos males políticos de Midgard... el comunismo. Journey into Mystery, núm. 87, diciembre de 1962 (Marvel Comics). |
George Alexander Legman fue uno de los más activos defensores de la “liberación sexual”, dedicando parte de su vida al estudio de la literatura erótica (muy en particular el folclore) y a la dimensión cultural del sexo, aspectos en los que contó con el expreso apoyo de algunas de las más emblemáticas figuras del estudio del comportamiento sexual en Norteamérica, como Robert L. Dickinson y Alfred C. Kinsey[184]. Su libro Love and Death suponía una crítica hacia la doble moral norteamericana, capaz de censurar cualesquiera referencias sexuales en los medios artísticos (literatura, revistas, cómics, música o cine), pero glorificando, al mismo tiempo, el uso de la violencia. En particular, el emergente mundo de los cómics, decía Legman, propiciaba una militarización en la mente del menor[185], más acusada todavía en el caso de las historietas de superhéroes, de inequívoca esencia fascista[186]. Esta violencia desmedida no sólo se percibía en los crime comics –que ensalzaban la delincuencia[187]–, sino incluso en los supuestamente más inocuos cómics educativos y de temas clásicos, en los cuales siempre se potenciaban las escenas escabrosas y se describían los homicidios como actos heroicos[188].
La obra de Legman –calificada como una de las publicaciones más provocativas de la época[189]– se encontró con problemas de distribución al considerar el Servicio de Correos de Estados Unidos que violaba la legislación postal, que prohibía la circulación de obras obscenas. Sin embargo, a pesar de estas restricciones, el texto –difundido también a través de conferencias por el propio Legman[190]– alcanzó gran notoriedad más allá incluso de las fronteras norteamericanas. Y así, el propio Sartre lo tradujo en su revista Les Temps Modernes[191], lo que pone de relieve la comunión existente entre uno y otro intelectual de ambas orillas del Atlántico.
A pesar de que, como acabo de señalar, los comunistas vertían contra los cómics algunas críticas coincidentes con las empleadas en Norteamérica, en otros aspectos aportaban sus propios argumentos. El punto cardinal, allí donde la campaña anticómic de los comunistas difería de la norteamericana, residía en percibir los aspectos negativos de los cómics hasta aquí narrados (depravación, racismo y culto a la violencia) como ejemplo del modus vivendi estadounidense, y no como una desviación de éste. Para el comunismo, sexo, violencia y racismo no eran sino la cobertura con la que Estados Unidos trataba de exportar los valores capitalistas, identificados con la ley del más fuerte: la sumisión de la mujer y de etnias no caucásicas y el uso de la fuerza no eran más que reflejo de la idea de dominación subyacente en la economía de mercado. Buena prueba de ello era, según mencionaba Isaak Lapitsky, que el prototipo de héroe del cómic norteamericano era el “vividor”, aquel capaz de aprovecharse de cualquier situación para obtener rédito propio. “Los héroes de los cómics [norteamericanos] no son mineros, soldadores, ingenieros, granjeros, conductores de tractores. Son gánsteres exitosos, astutos hombres de negocios u oficiales de policía que logran llevar a cabo una operación provechosa en el ‘mercado negro’ en Europa o Asia”[192].
Un desgarrador relato de las supuestas atocidades de los comunistas con el pueblo coreano. War Adventures, núm. 2, 1952 (Atlas). |
Por lo que se refiere a la representación de la mujer, es de notar que esta crítica constituye una de las señas de identidad del comunismo. El descarado contenido sexual de los cómics había sido destacado tanto por autores de talante liberal (Wertham) como por reputados conservadores (Marcus Morris en Gran Bretaña o Jean Pihan en Francia), pero en ambos casos se solía atender al perjuicio que las imágenes eróticas podrían causar en el desarrollo moral e intelectual del menor. El comunismo, sin embargo, reparó también en la denigración que sufría la mujer al verse indefectiblemente representada como un mero objeto sexual, “como un ser inferior cuya única arma son las curvas”[193]. Los cómics de Disney, por su parte, representarían un caso muy particular para los críticos comunistas. En ellos, el intento de ocultación de cualesquiera elementos sexuales –considerados pecaminosos por una retrógrada sociedad norteamericana– acababa conduciendo a un “mundo asexuado aberrante”[194], en el que no existían progenitores ni, de resultas, auténticas relaciones familiares. De ahí que se viese en las historietas de Disney la mejor representación “del orfanato del siglo XIX”[195], en el que incluso existiría una inversión de los roles sociales, ya que el adulto aparecía siempre como irresponsable, en tanto que el niño mostraba actitudes más adultas[196]. A pesar de esta ausencia de familia, la mujer estaría desde luego presente en los cómics de Disney, pero reducida a un sujeto frívolo, subordinado al hombre y con el único objetivo de servir al cortejo del protagonista varón[197].
Arriba: el comunismo representado como represor de cualquier disidencia política. Battle, núm. 20, 1953 (Atlas Comics). |
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Puesto que los cómics norteamericanos reflejaban los valores capitalistas y liberales, huelga decir que siempre ofrecían una imagen inadmisible de cualquier otra opción económica y política, y muy en particular del comunismo. Ésta era, precisamente, una última crítica que la intelectualidad comunista vertió sobre los cómics: el desprecio que mostraban por la ideología marxista. De hecho, el profesor británico (aunque después nacionalizado norteamericano) Geoffrey Wagner, en su análisis de los cómics norteamericanos, no pudo más que subrayar que éstos denigraban sistemáticamente al socialismo como opción política, convirtiendo a sus seguidores en villanos contra los que sólo cabía aplicar la violencia[198].
Y es que, en realidad, el comunismo vería en los cómics norteamericanos un instrumento más de propaganda para difundir por el mundo los valores de Estados Unidos, imponiendo una suerte de “imperialismo cultural” que llevaría al imperialismo económico. Uno de los libros que mejor evidencian esta crítica comunista al intento de difundir el capitalismo a través de los cómics es Para leer al Pato Donald, escrito en Chile, un año antes del golpe de Estado de Augusto Pinochet, por Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Bonaerense el primero (aunque luego adquiriría la nacionalidad chilena) y belga el segundo, ambos desarrollaron actividades académicas en Chile, colaborando activamente con el Gobierno de Salvador Allende. Interesados en la repercusión de las lecturas sobre la infancia, abordaron el estudio de la obra de Disney bajo el confesado riesgo de que su obra no sería bien entendida por muchos padres, que veían en Disney un guía moral adecuado para sus hijos[199]. La obra, traducida a varios idiomas (entre otros, italiano, portugués, francés, sueco, alemán, danés, griego, finés, japonés, húngaro o turco), tuvo también una edición en los propios Estados Unidos en 1975, con posteriores reediciones[200], y es considerada como un hito en el análisis sociológico y político de los cómics. De una marcadísima impronta marxista, el discurso del libro se encuadra dentro de un ortodoxo materialismo dialéctico, a través del cual disecciona la producción de cómics de la factoría Disney llegando a la conclusión de que “bajo la apariencia simpática, bajo los animalitos con gusto a rosa, se esconde la ley de la selva: la crueldad, el chantaje, la dureza, el aprovechamiento de las debilidades ajenas, la envidia, el terror”[201].
El mensaje del libro aparece muy claro desde sus primeros párrafos: bajo la falsa imagen de difundir los valores democráticos,[202] los cómics de Disney en realidad representarían un descarado intento de propagar los valores norteamericanos. Es más, en realidad no serían expresión del “modo de vida norteamericano” (es decir, de la realidad social, política y económica), sino del “sueño de vida” de aquel país, de la falsa y distorsionada forma en la que éste se representaría a sí mismo[203].
Nikita Khrushchev, un habitual en la popular revista Mad. Mad Magazine, números 27, 1956 (detalle de portada); 32, 1957; 38, 1958, y 54, 1950. EC Publications. |
A diferencia de otros cómics que hemos analizado, las historietas de Donald y Mickey no se enzarzaban en una crítica al comunismo, sino que, simplemente, abogaban por glorificar el sistema capitalista como único válido. A pesar de que algunas historias tratarían de disfrazarse de propósitos educativos (relatando sucesos históricos), el mensaje subyacente era siempre, indefectiblemente, la búsqueda del lucro personal, materializado en la forma de oro[204]. Parafraseando a Kruschef (hoy, Jruschov), el aspecto primordial del capitalismo occidental, que reflejaban fielmente las historietas de Disney, sería la “estimación del dólar, en lugar de la apreciación del ser humano”[205]. El lucro, en estos cómics, se obtenía exclusivamente a través de la aventura, pero nunca mediante un proceso productivo[206]. De hecho, la fase económica de producción no estaría presente en las historias de Disney, al punto de que incluso los oficios que se escenificaban en ellas eran siempre profesiones libres; no se representaba a obreros, a la clase proletaria[207]. Y cuando se hacía, era disfrazándolos de seres socialmente subordinados o desarraigados: el proletario, en las historias de Disney, estaba caracterizado ora como subdesarrollado salvaje, ora como ladrón. Un ladrón, por cierto, de apariencia desaliñada y sin nombre, identificado sólo con un número, como muestra de que el proletario debía mantenerse en su particular estatus, sin que pudiese llegar a superarlo[208].
Y es que hasta las relaciones familiares quedarían distorsionadas por el imperativo material, según hemos visto: aquéllas serían frías y distantes, con una apariencia “contractual”[209]. No habría padres, ni tampoco cariño entre tíos y sobrinos. Todo giraba, por tanto, en torno al consumo o, por mejor decir, en adoctrinar al joven lector en los valores del consumismo[210]. Un consumismo que, por su vocación expansiva, adoptaba además moldes imperialistas. En los cómics de Disney se vislumbraría la idea de dominación de los países subdesarrollados; unos países que, según aparecían retratados (con toda suerte de estereotipos)[211], no tendrían auténtica capacidad para explotar sus recursos, al punto de tener que ser descubiertos, valorados y comercializados por occidentales[212].
Hasta aquí el debate doctrinal. Pero éste se trasladó también al debate jurídico. Merece la pena recordar que la campaña anticómic norteamericana se había traducido, en términos normativos, en diversas ordenanzas municipales y leyes estatales (aunque no federales) destinadas a prohibir la circulación de los cómics. Pues bien, los comunistas europeos intentaron hacer lo propio. No se detenían, pues, en la mera confrontación dialéctica con el mundo de los cómics, sino que fueron activistas que buscaron –y a la postre lograron– la adopción de medidas legislativas restrictivas de los cómics norteamericanos. Bien es cierto que éstas no tenían por qué entrañar necesariamente una censura previa, y así, por ejemplo, George Orwell, a pesar de despreciar a los cómics –según hemos visto–, apostaba por un control paterno[213]
Aunque excepcionalmente, también Tarzan encontraba tiempo para deshacerse de los comunistas. Tarzan the untamed (1932). |
Sátira de anuncio de Kodak, en la revista Mad. Nikita Khrushchev muestra las fotos de espionaje obtenidas por sus familiares. Mad Magazine, núm. 53, 1960 (EC Publications). |
El movimiento comunista es uno de los principales responsables de dos de las leyes más emblemáticas de regulación de los cómics que todavía a día de hoy se hallan vigentes en Europa: la francesa Loi du 16 juillet 1949 Sur les publications destinées à la jeunesse y la británica Children and Young Persons Act, de 1955 (más conocida como Harmful Publications Act). Ambas tienen en común el intento de proteger a la infancia respecto de lecturas consideradas inapropiadas, y ambas nacieron en un mismo contexto de guerra fría, en la que los comunistas, aliados con fuerzas conservadoras, emprendieron una activa campaña contra los cómics estadounidenses.
Como ya he apuntado, el comunismo francés empezó su contienda contra estos cómics antes que el británico. Ya en los años treinta, con la irrupción de Le Journal de Mickey y la técnica narrativa de viñetas y bocadillos, el comunismo francés empezó a clamar por una defensa de las revistas autóctonas. Pero fue sobre todo tras la II Guerra Mundial, y en el citado contexto de la guerra fría, cuando el comunismo galo levantó barricadas contra los cómics procedentes de la otra orilla del Atlántico, solicitando el intervencionismo estatal[214].
El intento de frenar las importaciones de cómics norteamericanos respondía a factores muy diversos, entre los cuales también estaban los socioeconómicos. El Partido Comunista Francés consideraba que la llegada masiva de revistas estadounidenses ponía en peligro la industria nacional, de modo que sus pretensiones se revistieron de intento de defensa del trabajador autóctono[215]. Sin embargo, sus principales argumentos –y en los que coincidieron con los conservadores– residían en la tutela de la infancia. De hecho, las propuestas de regulación de los cómics se entreveran dentro de la emergencia de una legislación criminal que pretendía culpabilizar al contexto de la delincuencia juvenil. Así, la Ordenanza 45-174, de 2 de febrero, relativa a la infancia delincuente, obligaba a que los jueces tomasen en consideración en su enjuiciamiento el entorno familiar y escolar del menor, así como cualesquiera otros condicionantes de su actividad delictiva.
La presión comunista pareció surtir efecto cuando en 1947 el ministro de Juventud, Artes y Letras (Pierre Bourdan) decidió crear un comité para estudiar la necesidad de introducir restricciones a los cómics norteamericanos. Una comisión en la que tenían entrada, por supuesto, los comunistas, representados a través de la Unión Patriótica de Organizaciones de la Juventud. El comité Bourdan elaboró dos proposiciones de ley relativas a la prensa infantil (números 1.374 y 1.375)[216], orientadas tanto al proteccionismo del mercado de cómic francés como al fortalecimiento moral de la juventud. El primero de estos objetivos resultaba de especial interés para el Partido Comunista Francés, que nunca había aceptado de buen grado los acuerdos Blum-Bynes (28 de mayo de 1946); unos acuerdos que obligaban a la adquisición de productos de entretenimiento estadounidenses y que, a su parecer, implicaban una americanización inadmisible de la cultura gala. Del mismo modo que tampoco consideraron aplicables los acuerdos de la Unesco sobre libre circulación de la cultura[217], al considerar que los cómics norteamericanos no podían definirse como tal.
A pesar de que las iniciativas no llegasen a prosperar, el asunto quedaba al menos ya planteado en el foro parlamentario. Y así, un año más tarde, el senador conservador Georges Penot volvió a plantear la posibilidad de introducir una regulación sobre las lecturas de la infancia, momento que los representantes comunistas aprovecharon de nuevo para solicitar medidas protectoras de las revistas francesas[218]. Pocos meses después, el ministro de Justicia, André Marie, presentaría el proyecto de ley número 3838, destinado a regular las lecturas de la infancia y que, en realidad, tenía en el punto de mira a los cómics norteamericanos. En el seno de los debates parlamentarios, el partido comunista volvió a insistir en los argumentos arancelarios[219], pero también en la depravación moral que los cómics estadounidenses ocasionaban a la juventud gala. Acusaron abiertamente a éstos de difundir ideas fascistas, dejando claro que el problema no residía en los cómics, en general, sino tan sólo en los procedentes de la otra orilla del Atlántico: “Todas las publicaciones perniciosas para nuestra juventud proceden de Norteamérica y exclusivamente de Norteamérica”, diría el diputado André Pierrard[220]. Estas mismas ideas se difundieron, extramuros del Parlamento, a través de la asociación comunista Comité de Défense de la Littérature et de la Presse pour la Jeunesse, creada en 1949[221].
El proyecto de ley 3.838 acabó convirtiéndose en la actual Ley 49-956, de 16 de julio de 1949, sobre las publicaciones destinadas a la juventud, todavía hoy vigente con varias enmiendas. Aprobada con un amplio consenso, apoyó el texto una mayoría de cuatrocientos veintidós diputados, frente a ciento ochenta y uno. En contra votaron, precisamente, los comunistas, a pesar de haber sido ellos quienes habían encabezado la campaña anticómic. Su oposición se fundamentaba en que consideraban al texto insuficiente, ya que no recogía sus pretensiones de vetar las importaciones de cómics norteamericanos[222]. La ley tenía –y aún tiene– por objeto de aplicación las publicaciones destinadas a niños o adolescentes, ya se editasen en Francia, ya fuesen obras importadas. No se trataba, por tanto, de una norma específicamente dirigida a los cómics, pero, desde luego, éstos se hallaban en su punto de mira y habían sido el detonante de su aprobación. La norma prohíbe en suelo francés cualquier obra impresa que contenga texto, imágenes o anuncios que puedan considerarse perjudiciales para la moral de la infancia y juventud (artículo 2)[223], sancionando con pena de hasta un año de prisión y multa de veinte mil francos a los responsables de la edición[224] o a los importadores (art. 13). La fiscalización de las publicaciones destinadas a los menores se halla en manos de una “Comisión encargada de la vigilancia y control de las publicaciones destinadas a la infancia y a la adolescencia”, órgano que revisa las publicaciones periódicas ya editadas, con la posibilidad de requerir modificaciones para el futuro, o incluso de instar a su prohibición a través del Ministerio del Interior. Así pues, aunque no se trata en realidad de una censura previa –el control versa sobre obras ya publicadas–, la capacidad que tiene la comisión para formular sugerencias para futuros números sí que puede actuar, de facto, como una auténtica censura[225].
Los cómics bélicos publicitaban sólo las atrocidades cometidas por los comunistas en la guerra de Corea. Battle, núm. 10, 1952, Atlas. |
En el caso británico, el papel desempeñado por el partido comunista se centró, sustancialmente, en la presión ejercida sobre el Gobierno Churchill para que presentase un proyecto de ley que limitase la circulación de cómics norteamericanos. La presencia de comunistas en el Parlamento británico fue casi insignificante, y, de resultas, su participación en la tramitación parlamentaria hubo de ceñirse a la influencia ejercida extramuros de la Asamblea. De hecho, gran parte de la campaña contra los cómics norteamericanos (y sus respectivas versiones inglesas) fue orquestada por integrantes del Communist Party of Great Britain, interesados en promover el antiamericanismo[226]. No en balde las primeras voces de alarma contra los cómics surgieron en Inglaterra de dos miembros de dicho partido político: el profesor de historia Peter Mauger[227] y el pediatra del Whittington Hospital, Simon Yudkin. Y en su campaña anticómic, el partido comunista no tuvo reparos en aliarse con otros grupos a veces poco afines –como la Iglesia y la National Union of Teachers– para forzar medidas legislativas contra el cómic estadounidense[228]. También los comunistas británicos estuvieron presentes en la formación del Comics Campaign Council[229], al que incluso llegaron a atraer a intelectuales, como George Pumphrey, a fin de dar más repercusión a su campaña anticómic[230].
Alan Moore ridiculiza la paranoia anticomunista de los años cincuenta. Tomorrow stories, vol. I, núm. 7, 2000 (America's Best Comics). |
Manchester Guardian, 19-11-1954. |
A igual que en Francia, el comunismo británico centró sus diatribas no ya en el cómic, sino sólo en el procedente de Norteamérica. De hecho, hasta 1953 los cómics considerados perjudiciales para la juventud se nominaban como “American Style Comics”, dejando clara su procedencia geográfica. Sólo a partir de la citada fecha esta terminología se reemplazó por la más neutra de “horror comics”, que no hacía ya referencia a Estados Unidos y, por tanto, no enturbiaba tan claramente las relaciones culturales con aquella nación.
En todo caso, el partido comunista hubo de maniobrar con cuidado, a fin de evitar que la campaña anticómic se interpretara como una postura exclusivamente política, debilitando sus argumentos. De ahí que emplearan también un discurso pacifista y humanista, muy adecuado para una época que acababa de conocer el terror de la bomba de hidrógeno, detonada por vez primera en Eniwetok, el 1 de noviembre de 1952. A ello había que añadir el nuevo clima de inestabilidad política y de desconfianza que generaba la guerra fría y, de resultas, el miedo a nuevos conflictos de alcance internacional que el partido comunista intentó explotar[231].
Con el apoyo de intelectuales como Pumphrey y Wagner, las asociaciones de filiación comunista no cejaron en su empeño de que se aprobara una legislación anticómic. En su batalla contaron con el apoyo inestimable del Comics Campaign Council, nacido en 1953 a partir de la London Federation of Parent-Teachers Association. A finales de 1954, esta asociación remitió un proyecto de ley al secretario del Interior, Gwilym Lloyd George, que vendría a sumarse a una campaña previamente iniciada por la National Union of Teachers. Ésta había promovido unos meses antes una exposición sobre los cómics, a la que había asistido el ministro de Educación, sir David Eccles, y que poco después también se podría ver en la mismísima Cámara de los Comunes[232].
Daily Mirror, 16-10-1954. | |
Eerie, núm. 1, 1951 (Avon Comics). Un ejemplar que fue foco de críticas en la campaña anti-cómic británica. |
En un primer momento se planteó la posibilidad de frenar el impacto de los cómics norteamericanos adoptando medidas sobre la importación de dichas revistas[233]. Sin embargo, las dificultades intrínsecas a tal posibilidad, señaladas por el presidente del Comité de Comercio (entre otras, la conversión de los agentes de aduanas en censores), obligaron a optar por alternativas que no sólo controlasen la entrada de cómics, sino, sobre todo, su circulación. De hecho, en este sentido sería determinante el apoyo ofrecido a la compaña anticómic por la National Federation of Retail Newsagents, Booksellers and Stationers[234], por cuanto mostraba la disposición de los vendedores a que se restringieran las transacciones sobre ese tipo de revistas
Así las cosas, la presión ejercida por los comunistas, y apuntalada por las más diversas e ideológicamente distantes instancias, acabó por convencer al gabinete de Churchill sobre la necesidad de elaborar un proyecto de ley regulador de las lecturas de los menores. Tres miembros del Ejecutivo (el ministro de Educación, el secretario del Interior, y el secretario de Estado para Escocia) serían los encargados de elaborar un memorando en el que se fijaban las líneas legislativas que debían seguirse para controlar las revistas que llegaban a las manos de los menores[235]. A pesar de la oposición manifestada por el fiscal general[236], el memorando se debatió en el gabinete de Churchill el 6 de diciembre de 1954, que resolvió autorizar al secretario de Interior para que preparase un proyecto de ley. El texto se presentó unos días más tarde[237], con un título que evidenciaba ya su intencionalidad: “Proyecto de ley para prevenir la distribución de publicaciones gráficas perjudiciales (harmful) para los niños y jóvenes” [238].
Remitido al Parlamento, el texto se convirtió en la todavía vigente Harmful Publications Act, que somete a las publicaciones destinadas a menores a un control ex post facto que puede entrañar la persecución penal de quien edite, venda o transmita una revista considerada perjudicial para los menores. Como ya he señalado, en los debates parlamentarios el comunismo no tuvo parte. Pero sí había contribuido previamente, y de manera indiscutible, a avivar la llama de la citada ley.
Prácticamente desde sus orígenes el cómic estadounidense tomó parte en una campaña anticomunista –especialmente visible en los años cincuenta– que coincide en sustancia con la emprendida por otros medios artísticos, como la literatura y el cine. En todos ellos el comunismo se percibía como un sistema antagónico a los valores políticos y económicos implantados en los Estados Unidos desde el siglo XVIII: liberalismo burgués, mercantilismo y democracia representativa.
El hostigamiento hacia el comunismo apenas se relajó durante la II Guerra Mundial, momento en el que nazis y japoneses llenaron las viñetas antaño ocupadas por rusos y chinos, respectivamente. Finalizada la contienda armada, el rechazo al comunismo a través del cómic se intensificó, debido a un nuevo contexto plagado de tensiones: la guerra fría, la nueva escalada bélica (guerra de Corea) y, sobre todo, la presencia de un factor tecnológico que afectaba a la seguridad nacional (armamento atómico y nuclear, proliferación de misiles intercontinentales y presencia de satélites).
El retrato del comunismo a través del cómic alcanzó su versión más prístina en las historietas de tipo “educativo”. Producidas en su mayoría por asociaciones religiosas, constituían auténticos panfletos anticomunistas con una patente vocación propagandística. Por lo general, estos cómics contenían una parte presuntamente histórica, en la que se analizaba (de forma obviamente muy sesgada y parcial) el origen del comunismo para, a continuación, describir las tácticas que aquel movimiento político empleaba para infiltrarse en Estados Unidos. Y harto frecuentemente el desenlace de estos cómics era siempre el mismo: mostrar, a modo de distopía, la pérdida de libertades (incluida la religiosa, por supuesto) a la que se verían abocados los Estados Unidos en caso de que el comunismo lograse arraigar.
Pero el anticomunismo también se reflejó en cómics de temáticas no estrictamente educativas. Los géneros de ciencia ficción y terror hicieron hincapié, sobre todo y de forma un tanto metafórica, en el miedo a lo foráneo (extraterrestres y monstruos sin sentimientos ni raciocinio) y a la energía atómica (tras su uso con fines militares por la Unión Soviética); los cómics del salvaje Oeste y de espías se centraron ante todo en el temor a la infiltración y el quintacolumnismo, en tanto que los cómics románticos advertían del riesgo de dejarse engatusar por apuestos, aunque abyectos, comunistas. Pero entre todas estas temáticas de cómics si hubo una especialmente prolífica en la campaña anticomunista fue la de superhéroes, por tratarse de un género fronterizo, en el que aventuras, ciencia ficción, terror, romance y espionaje tenían cabida.
A diferencia de los cómics educativos, todos estos últimos géneros que acabo de referir no se centraban sólo (ni principalmente) en retratar al comunismo, sino más bien al comunista. O, por mejor decir, trataban de vilipendiar al régimen rojo retratando a sus acólitos. Los comunistas de los cómics representaban siempre el papel de villanos, a los que se imputaban todos los males imaginables: eran depravados, viles, taimados, traicioneros y sin escrúpulos. En las historietas bélicas, sólo los comunistas parecían cometer atrocidades, frente a los honrados soldados norteamericanos, a los que se mostraba en actitudes humanitarias, sobre todo con la población civil. Y en el género superheroico, el pérfido rojo de turno se mofaba de los altos valores del héroe norteamericano, por considerarlos síntoma de debilidad.
En los cómics, la propia bajeza moral del comunista llegaba a traducirse en una apariencia grotesca. El aspecto desarrapado (que ya había estado presente en los dibujos cómicos de la prensa estadounidense de comienzos de siglo XX) se llevaba al extremo de caricaturizar al comunista con rasgos simiescos e infrahumanos. Y, en ocasiones, los líderes militares rojos aparecían dotados de un enorme poderío físico con el que imponían su voluntad a la sumisa población. De este modo se diseñaba una hábil metáfora de la tiranía, en la que la fuerza, y no el consenso, forjaba el gobierno.
Esta imagen de los comunistas –y del comunismo– sólo decayó a partir de los años ochenta del pasado siglo, cuando Estados Unidos empezó a sufrir una crisis de identidad que le llevó atender más a sus problemas internos. El gran enemigo no era ya el comunista infiltrado, ni tampoco el que diseñaba armamento nuclear tras el telón de acero. El auténtico enemigo también era estadounidense: el racismo, la exclusión social, el tráfico de estupefacientes, la degradación del medio ambiente o el Gobierno mendaz (con los visibles casos del Vietnam, en el exterior, y el asunto Watergate, dentro del propio territorio norteamericano). Los comunistas no tenían culpa de ninguno de esos problemas. Provenían del seno de aquel sistema capitalista y liberal que antaño habían visto como único modelo válido.
Este clima refractario, este giro hacia las dificultades internas, unido a la perestroika y, posteriormente, a la caída del muro de Berlín, propició una imagen más amable de los comunistas en el cómic. Algo especialmente perceptible en el género de superhéroes, donde personajes soviéticos pasan a incorporarse a equipos estadounidenses (Avengers y X-Men) o forman supergrupos foráneos que ya no se consideran hostiles, sino como aliados (Soviet Super Soldiers).
Ello no obstante, los comunistas, aun pudiendo ser héroes, seguían teniendo la condición de extranjeros: soviéticos, chinos o vietnamitas. El paso definitivo hacia la asimilación del comunismo en el cómic llegará cuando, sobre todo a raíz de obras como Watchmen (no se olvide, nacidas de la pluma de un británico, no de un estadounidense), se plantee la existencia de héroes estadounidenses de filiación comunista. A esas alturas el cómic alcanzaría un mayor grado de madurez sociopolítica: la admisión plena, sin tapujos, del pluralismo y la disidencia como factores integrantes de la propia democracia.
Pero el retrato mostrado hasta aquí quedaría inconcluso si no se atiende a la otra cara de la moneda, a saber, la reacción del movimiento comunista hacia esos cómics estadounidenses que difundían una imagen tan peyorativa del bolchevismo.
La respuesta del comunismo al cómic estadounidense –expresada a través de intelectuales y de miembros de los distintos partidos comunistas nacionales– no pudo ser más negativa. Desde un principio pusieron empeño en combatir la propia forma que adoptaba el nuevo medio artístico. Acusaban a su seña de identidad, la combinación léxico-pictórica, de ser forja de ignorantes y analfabetos, por cuanto retraía (más que contribuía) a formar lectores. Pero, sobre todo, el movimiento comunista imputó al cómic estadounidense el ser un disfraz que ocultaba una táctica imperialista orientada a difundir los ideales del sistema político y económico estadounidense.
Así, en primer lugar, se criticó al cómic por promover el capitalismo como modelo incontestable, convirtiendo al ánimo de lucro en prius movens de los héroes de papel. De hecho, en las aventuras los héroes no solían ser obreros ni trabajadores, sino sujetos apostados en la cumbre de la cadena productiva, o bien personas dedicadas a profesiones liberales.
Cualquier alternativa a este paradigma resultaba estigmatizada en los cómics. De ahí una segunda crítica del movimiento comunista: el cómic estadounidense promovía el “pensamiento único”. Todo ideario disidente –en particular el comunismo– se percibía como un anatema, y era objeto de ridículo y ataque inmisericorde.
No eran éstos lo únicos “implantes” del sistema burgués en el mundo del cómic. Había otro perfectamente visible: los cómics estadounidenses ensalzaban el individualismo extremo, una de las esencias del liberalismo burgués. Y así, por ejemplo, en los cómics bélicos los triunfos no eran fruto de una acción conjunta de los soldados, sometidos además a la férrea cadena de mando característica del ejército, sino resultado de heroicidades de algún recluta voluntarioso. Una actitud todavía más evidente en el género de los superhéroes, puesto que el propio presupuesto de partida de éstos –la lucha de un individuo contra el mal, al margen del sistema legal– constituía un canto al individualismo.
A esos valores burgueses que irradiaban los cómics (capitalismo, pensamiento único e individualismo) se sumaban otras señas de identidad de los Estados Unidos. Por ejemplo, aquéllos mostraban una sociedad que, aunque se autoproclamaba democrática, no asumía el principio de igualdad. De resultas, los cómics exudaban un marcado racismo, perceptible en Tarzán, pero también en las historias de superhéroes, donde, hasta los años setenta, no hubo superhéroes afroamericanos. Desigualdad, por otra parte, no sólo racial, sino también sexual. En los cómics se degradaba a la mujer, convirtiéndola en un mero objeto decorativo o erótico al servicio del héroe masculino.
Los cómics también reflejaban la depravación de los Estados Unidos al mostrar una sociedad marcada por la violencia. La mayoría de los géneros –ciencia ficción, superhéroes, aventuras en la jungla…– contenían una exaltación de la fuerza física, en detrimento de actitudes dialogantes y reflexivas. De ahí que el movimiento comunista acusara a los cómics estadounidenses de portar valores fascistas y de rendir culto a la violencia. Algo particularmente perceptible en los cómics del tipo “crime does not pay”, que, lejos de contener un valor moralizante, acababan por ensalzar al delincuente. Por ello, los cómics representarían un ejemplo pernicioso para el menor; argumento este que los comunistas compartirían con la propia campaña anticómic que se extendió por Estados Unidos, centrada en el problema de su conexión con la delincuencia juvenil. En definitiva, si la discriminación racial y sexual resultaba incompatible con los valores democráticos, el ensalzamiento de la violencia contrariaba incluso al Estado de derecho, por cuanto dejaba en manos privadas el uso de la fuerza.
Las críticas hasta aquí referidas fueron comunes entre los intelectuales comunistas, cualquiera que fuese el país de su procedencia, por traer causa en el ideario marxista. Sin embargo, los comunistas británicos y franceses añadieron unas señas de identidad propias, al emplear para sus ataques también argumentos de cariz nacionalista. Y así, opusieron al cómic estadounidense la defensa y promoción de los productos culturales autóctonos, especialmente durante la etapa de reconstrucción nacional emprendida tras la II Guerra Mundial.
En todo caso, la reacción comunista frente a los cómics no se redujo ni al debate académico ni a la controversia doctrinal, sino que se tradujo también en acción normativa. En Gran Bretaña y Francia los respectivos partidos comunistas nacionales llevaron a cabo una campaña social y política muy activa, orientada a influir en sus Gobiernos para que elaborasen leyes represivas de los cómics. A fin de lograr sus objetivos no dudaron incluso en buscar alianzas “anti natura”, por ejemplo con el movimiento conservador católico, igualmente interesado en reprimir unas lecturas infantiles y juveniles que consideraban inmorales.
En Gran Bretaña la participación del Communist Party of Great Britain quedó reducida a la presión social, en tanto que en Francia, el Parti Communiste Français logró llegar más lejos, al obtener representación parlamentaria. Pero en ambos casos los objetivos y las estrategias resultaron muy parejos: las medidas legales que promovieron no se reducían a controlar la edad de acceso a los cómics, sino a soluciones más drásticas, que iban desde la represión penal por contenidos inadecuados, hasta la prohibición de importaciones o incluso la censura. Finalmente, las leyes resultantes de esta acción se centraron en controlar “a posteriori” el contenido de los cómics, introduciendo sanciones administrativas y penales, aunque incluyendo, en el caso francés, un soterrado sistema de censura previa.
En realidad, ni estas leyes (todavía en vigor), ni los cómics estadounidenses que las produjeron, pueden entenderse cabalmente prescindiendo del contexto en que aquéllas y éstos se gestaron. Un contexto en el que el mundo estaba dividido en dos bloques políticos de los que ni el fantástico mundo de los cómics quedó exento.
[238] Draft of a Bill to prevent the dissemination of certain pictorial publications harmful to children and young persons, 20th January, 1955, The National Archives, CAB/129/73. El texto está acompañado por un breve memorandodel secretario de Estado, fechado el 22 de enero de 1955.