Pagando por ello: memorias en cómic de un putero (Paying for it: a comic-strip memoir about being a john en su edición original americana) es exactamente lo que su título indica, la narración de todas y cada una de las ocasiones en las que el autor canadiense Chester Brown pagó por sexo entre 1999 y 2003. Pero lejos de ofrecernos un ejercicio de exhibicionismo a la manera de otros autores que utilizan la autobiografía para ahondar en los aspectos más patéticos o escabrosos de sus vidas (su amigo Joe Matt es un excelente ejemplo), Brown utiliza su experiencia personal a modo de arma arrojadiza contra ese ente conocido como “sociedad biempensante”. Así, este ensayo camuflado de autobiografía da voz a aquellos que son frecuentemente ninguneados en el eterno debate sobre la legalización de la prostitución –es decir, los directamente implicados–, los puteros, que no suelen expresarse en los medios puesto que ir de putas sigue siendo una actividad estigmatizada socialmente, y las prostitutas, que también hablan, aunque de forma indirecta, a través de las páginas dibujadas por Brown.
Chester Brown: un putero del siglo XXI
La estructura del libro alterna los encuentros con putas (desde la primeriza y casi entrañable torpeza de su primera visita a “Carla” hasta la “vuelta a la monogamia” con “Denise”[1]) con las discusiones con exparejas y amigos sobre la prostitución. Los encuentros sexuales sirven al autor canadiense para ilustrar lo que supone ir de putas en Toronto, tanto en su sentido práctico (cuánto, cómo, dónde, bajo qué condiciones...) como en el puramente físico o en el afectivo. Respecto a esto último, el autor llegará a escribir, sobre su primera experiencia con el sexo de pago: «Mientras salía del burdel me sentía lleno de júbilo y transformado». Por otro lado, las conversaciones con amigos tienen una función clara dentro de la obra: representan, de forma casi alegórica, los prejuicios de la sociedad, guiada por hábitos adquiridos y lugares comunes, frente a los cuales Chester Brown construye su argumentación (el propio autor reconoce en los apéndices que estas conversaciones han sido ligeramente alteradas para que él siempre aparezca como “la voz de la razón”). El libro concluye con una serie de apéndices en prosa y notas bibliográficas de una cincuentena de páginas, que subrayan las pretensiones ensayísticas de este tebeo, y cuya función es precisar el posicionamiento ético y legal del autor con respecto al tema.
El cómic de Brown no ofrece ni morbo ni excitación, en todo caso no como cabría esperar de las “memorias en cómic de un putero”, y en este sentido el libro puede decepcionar a algunos. Y es que no se trata de un relato erótico al uso: va mucho más allá; parecería incluso que Chester Brown huye de la idea de excitar al lector, empujándole hacia otros terrenos, como el de la reflexión sobre la propia vida sexual y afectiva. Salvo en contadas excepciones, se rehúyen los primeros planos de rostros y expresiones –para evitar, como Charles Hatfield ha señalado, una respuesta emocional directa– o genitales –que podrían desviar la atención del discurso y hacer que la obra se deslizase hacia el terreno de la pornografía[2]. El autor consigue representar el sexo de forma explícita, aunque desvinculado de su componente erótico.
Esta mecánica de lo habitual es fruto del metódico registro de sus experiencias con prostitutas, con la intención bien estudiada de buscar un distanciamiento que propicie la reflexión del lector. El tono de Brown recuerda en cierta forma al de Virginie Despentes, que narra, entre otras, sus experiencias como prostituta en su libro Teoría King Kong (reeditado por Melusina en 2009); ambos son crudos, sin adornos, en primera persona y sin ambages, lejos del victimismo femenino y del heroísmo masculino que suelen impregnar las crónicas sobre el placer de pago. Todo esto se ve subrayado por un vocabulario gráfico deliberadamente austero: se utiliza un escaso repertorio de expresiones faciales –el ejemplo más claro es el rostro monocorde del autor– y una retórica postural muy limitada; además, la mayor parte de la obra está compuesta por planos medios o generales, y los mismos encuadres y perspectivas son utilizados de forma sistemática. La elección de Brown de utilizar una mise en page regular de dos viñetas por cuatro[3], cuya cadencia parece imitar el pulso de la vida, se adapta perfectamente a las pretensiones autobiográficas del autor, que transforma lo que en un principio parece ser un relato de lujuria en una rutinaria sucesión de encuentros sexuales.
Las cualidades ensayísticas de Pagando por ello lo convierten en una potente arma de debate. Chester Brown se dedica a desmontar de forma concienzuda los argumentos contra la descriminalización de la prostitución, basados en su mayoría en clichés, lanzados por sus amigos a lo largo de la obra o por personajes ficticios y reales, como Sheila Jeffreys, en los apéndices. Mediante este ejercicio de retórica, Brown consigue poner de manifiesto tanto los prejuicios sociales como la actitud paternalista de los que esgrimen argumentos contra la prostitución, muchas veces más preocupados por hacer encajar a todas las mujeres dentro de su estrecho marco ideológico (como es el caso de las feministas antiprostitución) o de cuestiones ligadas a la moral (como en el caso de la iglesia), que a los derechos de las trabajadoras sexuales. A nosotros nos cuesta ver en qué podría perjudicarles la descriminalización de su actividad profesional. Quizá llega el momento de escuchar a los directamente implicados, las trabajadoras y trabajadores del sexo y sus clientes y clientas, puesto que ya hemos visto a dónde nos ha llevado el debate mantenido hasta ahora por políticos, sociólogos, juristas y un largo etcétera. Pero si es raro encontrar una voz que hable desde donde lo hace Chester Brown, más raro aún es oír la voz en primera persona de las propias prostitutas. No porque no lo intenten, sino porque todavía siguen siendo voces despojadas de credibilidad, de autoridad, que no queremos oír si no es revestidas de la pátina del sufrimiento y la exclusión. Sin embargo, el relato de Brown desmiente y cuestiona tópicos como éste, que todavía impregnan la idea de la prostitución, como también lo es la supuesta sobreexposición de las putas a la violencia. Los argumentos del autor se apoyan en gran parte en los planteamientos políticos de las trabajadoras sexuales, del feminismo prosexo o de los grupos poliamorosos. Tal y como se viene reivindicando desde los años setenta, la prostitución en sí no es la causa de la violencia, el sexismo y la explotación de las mujeres; más bien al contrario. Ésta no deja de ser un reflejo de la sociedad y sus valores, lo que implica naturalmente un alto grado de machismo y abuso de poder, tal y como sucede en cualquier otro ámbito de la vida (la familia, el trabajo, la escuela, la pareja...). Dejando a un lado las cuestiones morales, nos parece que plantear la abolición de la prostitución equivaldría a reclamar la abolición de otras relaciones humanas y socioeconómicas, como podrían ser las que tienen lugar entre empresarios y trabajadores o, sin ir más lejos, el matrimonio.
Pero Chester Brown no sólo construye argumentos a favor de la despenalización de la prostitución, sino que parte de su discurso va dirigido a atacar la monogamia posesiva y el concepto de amor romántico: este último punto ha resultado ser el más polémico y el más atacado por parte de la crítica norteamericana. El desencanto con respecto a las relaciones de pareja, debido principalmente a los vínculos de posesión y dependencia que se establecen frecuentemente en las mismas, lleva al autor a la soltería. La prostitución es para él tan sólo el modo de poder disfrutar de su situación sin tener que renunciar al sexo, puesto que, como el propio Brown reconoce, carece de las habilidades sociales suficientes como para conseguir sexo esporádico sin tener que pagar por él. Así que en la raíz de la obra se encuentra esta animadversión hacia el amor romántico y hacia la monogamia posesiva –que en un principio son sinónimos para el autor–. Creemos que se le debe reconocer a Chester Brown el mérito de poner de manifiesto la presión que ejerce nuestra sociedad, de forma más o menos velada, para que todos encajemos en un modelo prototípico de pareja, que casualmente es también sobre el que se estructura la sociedad capitalista y tardocapitalista. Un modelo que puede ser válido para algunos, pero frustrante para muchos otros. El autor de Pagando por ello manifiesta que los celos, estrechamente ligados a la noción de propiedad, son fomentados por el entorno cultural, invitando a la reflexión sobre lo natural y lo adquirido de nuestras conductas.
Por otra parte, Chester Brown confunde conceptos al mezclar de forma indiscriminada amor romántico y monogamia, obviando otros modelos de relación posibles aunque socialmente poco aceptados, como las relaciones abiertas –es su hermano Gordon el que introduce este tema de forma abrupta al final del cómic–. Que la alternativa ideal a la monogamia sea el sexo de pago nos parece bastante cuestionable, puesto que no entendemos la necesidad de mercantilizar la más importante fuente de placer “gratuito” de la que dispone el ser humano. Aun así, se trata de un modelo que resulta plenamente satisfactorio para el autor, así como para otras muchas personas, a las que no se debería tratar de imponer un modo de vida más acorde con lo que dicta la sociedad: tan ingenuo es pensar que la prostitución es apta para todo el mundo como pensar que el modelo convencional de pareja, la “monogamia en serie” propia de la sociedad occidental actual, puede proporcionar la felicidad a cualquiera. Cada persona debería tener libertad para experimentar un modo de vida acorde con sus deseos –tanto físicos como afectivos– y sus limitaciones.
Otro de los prejuicios que la narración de Chester Brown contribuye a desmentir es el desequilibrio psicológico de que supuestamente son víctimas las prostitutas, y que es atribuido también al putero, aunque en menor medida. Ser prostituta presupone que se debe odiar el trabajo que se realiza, y por extensión, a una misma. Sin embargo, no es ésta la imagen que transmiten las experiencias del autor, vividas siempre desde el respeto a la otra persona y en las que no podemos afirmar que el hecho de prostituirse cause en las mujeres ningún trauma psicológico en especial (dentro de lo que cabe en una sociedad cada vez más psicótica, angustiada y deprimida como la nuestra). A través de su libro, el autor viene a decir que las putas son simplemente personas. Mujeres muy diversas que realizan el trabajo de la prostitución con mejor o peor suerte; que se aburren, que disfrutan, que se sienten satisfechas o hastiadas, pero al fin y al cabo mujeres que negocian y toman sus propias decisiones, por obvia que parezca esta afirmación. Y es que plantearse la prostitución sin recurrir al victimismo ni a la marginación de quienes la ejercen parece inconcebible. En este sentido, Brown ilustra con su relato la idea de que no hay “una realidad de las putas”, sino situaciones y experiencias diferentes. Pensar que las prostitutas puedan –o deban– ser reducidas en su conjunto a una categoría uniforme es absurdo. Y lo peor de este reduccionismo es que el prototipo de la puta explotada e infeliz pretende englobarlas a todas.
Volviendo a Virginie Despentes, en su libro nos recuerda la facilidad con que, desde una óptica biempensante, emergen el paternalismo y los prejuicios. Los relatos como el suyo –se da cuenta de que es posible ganar mucho más dinero como prostituta autogestionada que trabajando de cajera en un centro comercial, con una jornada laboral muy reducida que le permite tener tiempo libre y una calidad de vida considerable– tienden a ser especialmente ignorados, infravalorados y deslegitimados. Parece que sólo queremos oír lo desgraciadas que son todas las putas, y cualquier otro discurso es simple y llanamente silenciado. Como explica con lucidez e ironía la activista Itziar Ziga en su artículo “¿Por qué gritamos las putas?” (Revista Zehar, nº 64, 2008, pp. 118-123), esta actitud no hace otra cosa que incapacitar a las prostitutas, impidiéndoles construir su propio discurso, que nunca es escuchado porque desde la posición de víctima que les estamos adjudicado no es posible hacerse oír. En el artículo, Itziar Ziga narra cómo Cristina, una prostituta, es invitada a un programa de televisión, y cómo se ve empujada a gritar para lograr ser oída, al verse silenciada frente a los “expertos” que están hablando de ella y de su realidad sin conocerla. El pretexto de estos “expertos” no es otro que la falta de representatividad de Cristina, que ni está descontenta con su elección, ni manifiesta signos de trastorno psicológico, ni desea dejar su oficio. sexescortguide.com Como el libro de Brown ilustra, las putas realizan sus elecciones y negocian, no son marionetas al servicio de las necesidades sexuales de los hombres. Y ésta parece una idea terrible para la sociedad, que una mujer pueda decidir ser puta y llevar una vida plena y feliz. Quizá porque amenaza nuestro concepto de pareja, de placer sexual; nuestra noción de amor y afectividad, con sus celos y su exclusividad...
Cabe destacar también cómo Chester Brown se esfuerza mucho en ofrecer una imagen de “buen putero”, lo que resulta muy didáctico; en cambio, nos molesta esa distinción entre determinadas prácticas sexuales que él considera “normales” y otras que serían “pervertidas”. Aunque tal vez el aspecto más discutible de Pagando por ello sea, como ha destacado Naomi Fry, el vínculo que establece el autor entre democracia y capitalismo, como si una cosa fuese indisociable de la otra[4]. Partiendo de los postulados del partido libertario al que pertenece, Brown defiende la prostitución en términos de individualismo y propiedad privada, de intercambio de bienes. Así, en la sociedad utópica que propone –distópica, dirían algunos–, pagar por sexo sería normal y frecuente, puesto que el hecho de que el dinero intervenga en las actividades humanas es para él lo más deseable para preservar el equilibrio social (“el sexo es siempre un intercambio” llegará a decir el autor). Esta visión del cuerpo como propiedad privada “de la misma forma que posees tu ropa o tus libros”, este individualismo extremo, que parte de la base de que el capitalismo liberal es el modelo económico más justo y deseable, puede llevar a que cada individuo disponga de tanta libertad sexual como pueda comprar, limitando las opciones en lugar de multiplicarlas. También nos parece muy cuestionable la idea de que el sexo es sagrado y que por ello debe ser comercializado, al tratarse prácticamente de un derecho al que cualquiera debe tener acceso. Este argumento resulta cuanto menos sorprendente, después de haber dedicando más de doscientas páginas a desacralizar el sexo, la pareja y el amor. En general, sus aclaraciones se agradecen y son bienvenidas, pero el autor llega a perderse en una marea de argumentaciones y datos, con los que más bien parece querer justificar su elección. Pero en su conjunto es un cómic cuya existencia celebramos, principalmente por su valor didáctico, nada desdeñable, sobre todo en un contexto en el que la creciente moralización y lo políticamente correcto nublan con demasiada frecuencia el sano ejercicio de la reflexión.