PALABRA DE RAÚL
Acceder a la obra de Raúl Fernández Calleja (Madrid, 1960) es ingresar en un universo gráfico densamente poblado. La evolución y la continuidad de su trabajo en el tiempo así lo testifican. Raúl goza de una obra historietística tan personal como significantes resultan su dilatada actividad de ilustrador de prensa y su labor como caricaturista. En tanto que importante colaborador en destacados medios de prensa (El País, La Vanguardia, La Razón) y en prestigiosas revistas de cómic (Cairo, Madriz, Medios Revueltos, NSLM), participante en catálogos además de ilustrador de libros —con guiones propios o ajenos— en editoriales nacionales (SM) y extranjeras (Thierry Magnier Editions), conferenciante, ensayista que piensa cómo interpretar la ilustración y creador a través de internet, Raúl es un militante continuo que explora sin cesar en el vasto terreno del arte gráfico en su más amplio sentido. La naturaleza metafórica de su mirada recuerda un poco a la de Mario Ruoppolo, el cartero de Pablo Neruda, quien, charlando con el poeta en la playa (en la película Il Postino), descubre que el mundo entero, con el mar, el cielo y las nubes... es la metáfora de otra cosa. Los dibujos, historietas e imágenes objetuales de Raúl son metáforas visuales que invitan a la contemplación, pero también a la reflexión. Raúl es también un hombre generoso, y como tal ha accedido a concedernos su tiempo, su palabra y su voz a la hora de confeccionar la siguiente entrevista.
¿Cómo empezó todo, Raúl? ¿Al principio está la imagen aislada o la historieta?
Al principio siempre estuvo la historieta y sus múltiples posibilidades narrativas. La ilustración de prensa advino en determinado momento como una oportunidad “alimenticia” de la que, sin embargo, muy pronto descubrí el particular e increíble mundo creativo que permitía. De ahí ambas vocaciones.
Hablaremos primero, entonces, de tus historietas. Pero antes de empezar, ¿qué influencias destacarías en tu proceso de formación?
¡TODAS!: soy deudor de todo tipo de arte, saber o disfrute que se ponga a tiro y, me gusta recalcarlo, de muchos compañeros de andadura y amigos.
¿Te sientes cómodo cuando se te relaciona con los artistas de “la movida madrileña”?
Tengo un buen concepto de aquella “movida madrileña”. Me parece que fue un despliegue de creatividad y frescura, que el tiempo se encargará de cribar, como es lógico. Pero sí, me agrada que vinculen mis inicios a aquella fructífera época.
¿Crees que es factible hablar de una Escuela de Madrid, o tal vez de Madriz, representada por autores como Federico del Barrio, Antonio Navarro, Keko, Ceesepe o tú mismo?
Sí y no.
No considero que en esa generación pueda hablarse de una Escuela de Madrid como tal. Aunque se compartieran e intercambiaran influencias, creo que los paradigmas personales, búsquedas y objetivos nunca fueron tan comunes como para aunarnos bajo ese nombre.
Por otro lado, sí es cierto que, jugando con el término, para mí existió una “escuela”, llamémoslo así, instituto o grado universitario del Madriz, en el que conseguí matricularme comenzando los estudios en el número cinco de la revista, con el curso ya empezado, podría decirse.
Tu faceta como historietista se inició a comienzos de los ochenta pasados, en plena edad de oro de las revistas de cómic. ¿Qué opinas acerca del formato de historieta breve (pocas planchas) asociado a estas publicaciones?
Solo he participado con cierta asiduidad en tres cabeceras: Madriz, Medios Revueltos y M21, en esta última bajo el seudónimo de Luisa Marín, y siempre con ese breve formato, tan desafiante.
La realización de historias en apenas una o dos páginas es un género en sí mismo. La brevedad impone sus reglas y, curiosamente, da alas.
En esos tebeos-píldora, el tiempo narrativo se achata de tal manera que densifica el espacio de aquel par o trío de planchas. Del cual, de acertar con el desarrollo y la grafía, surge un cerrado y singular relato.
Tras tu comienzo en 1982 en la revista Cairo, con “Los irregulares de Baker Street”, pasaste a la revista Madriz. ¿Qué significó este cambio en tu concepción del cómic? ¿Fue determinante en tu desarrollo el contacto con Felipe Hernández Cava?
De autodidacta vocación tardía, venía bregando desde años atrás con la ilusoria pretensión de convertirme en dibujante de tebeos, a pesar de mis pobres facultades para ello y al alto precio del futuro incierto que me auguraba mi torpeza.
Aun así, porfiando en el empeño, de la mano en ocasiones, eso sí, de generosísimos profesionales, como mi querido Rodrigo Hernández, aquel afán, digo, por manejar los rudimentos clásicos de la profesión abarcaría todo el periodo que se extiende hasta la época de la publicación en Cairo de la truncada serie “Los irregulares de Baker Street”.
Pero el hambre de aprendizaje digamos que traicionó mi inicial propósito de alguna manera. Porque el picoteo de saberes de los que me procuraba apropiar para intentar subsanar las deficientes facultades naturales con las que contaba me derivó lejos de la estricta estela de los autores de cómic o ilustradores para, a golpe de entusiasmo por todo aquello que descubría, también empaparme del legado de pintores o escritoras, músicos, poetas y filósofas, que se sumaron así al batiburrillo de influencias que me asaltaban cuando planteaba un tebeo.
Compañero de viaje de este proceso fue Federico del Barrio, compartiendo ambos cada hallazgo y la convicción de que, si la literatura o la pintura permitían por sí solas esclarecernos interiormente, una peculiar unión de ambas, de igual a igual con las otras artes o expresiones que el tiempo estructura era, del mismo modo, una excelente herramienta para… “comprender”, como nos gustaba decir.
Naturalmente, todo esto contaba con predecesores desde el mismo nacimiento de los tebeos, pues existía un hilo de oro de autores que no siempre siguieron la vía de la rigurosa narración cinematográfica en papel, llegando, en ocasiones, a pagar un alto precio por su disidencia.
A este respecto, en una carta que Alberto Breccia escribió meses antes de morir me decía, y transcribo: «Desde hace muchísimos años y en la más completa soledad e incomprensión he trabajado con honestidad y amor tratando de llevar al cómic por caminos más adultos y artísticos. Esa actitud me valió el ostracismo y la marginación…». Buen testimonio.
Con todos estos mimbres y en un arranque de clara y supina inocencia, llegué a pensar que era necesario diferenciar los cómics al uso de los tebeos realizados con una concepción narrativa más amplia, y les pergeñé a estos últimos un nuevo nombre: “sequigrafía”, neologismo que, con raíz griega, fundía ese “sequi”, seguir, con grafía o grafismo. Algo así como “dibujo que sigue o continua”. Y todas sus acepciones: “sequígrafo”, “sequigrafiar”, “sequigrafiado”… Da risa, lo sé.
Aunque es llamativo que no anduviera lejos el nombrecito del enunciado que pasados los años armé, para hacerme entender en conferencias y talleres, sobre lo que consideraba como definición de historieta. A saber: “Un espacio que en realidad es tiempo”.
Pero volviendo al periodo que relataba: resulta que por aquel entonces, contradictoriamente y atrapado en una medrosa inercia, los trabajos que presentaba en editoriales aquí y allá en nada reflejaban aún esa nueva deriva. Comprendí que me estaba equivocando.
Con la aparición del Madriz y el que Felipe me aceptara en sus páginas, me resolví a ser consecuente y a dar un salto, estético, en el vacío.
Y de los traspiés y magulladuras del topetazo de caída son reflejo mis colaboraciones para esa revista.
Con el Madriz me zambullí en un mundo de libertad creativa que me permitía reinventarme cada mes de dos en dos páginas.
La niñez y una onírica Andalucía, pues, aunque madrileño, pasé toda mi infancia en Córdoba, situaron mis primeros relatos para la revista; que luego, ya en distintos marcos, no abandonarían las referencias a avatares personales, más o menos poetizados, más o menos transcritos en juegos gráficos que procuraba no dejar de renovar… Fiel a aquella intención de comprender sirviéndome de las historietas.
Fuimos alrededor de trescientos los que participamos a lo largo de los treinta y tres números que del Madriz se editaron.
Felipe Hernández Cava, como artífice y director, supo ver la valía de muchos, cuando no parecía estar tan clara, y fue piedra angular de aquella estimulante licencia creadora, tan a la mano gracias a él.
En mi caso, además, la oportunidad de dibujar, entonces y después, algunos de sus guiones, significó, sinceramente, el privilegio de trabajar con uno de los muy grandes que, de cuando en cuando, tienen la generosidad de volcar su talento en este bastardo y ninguneado medio y no en otro de mucha más consideración y relumbre.
¿La progresiva colaboración con Hernández Cava, que escribe varios guiones de historietas que tú dibujas, está relacionada con tu dedicación a la ilustración de prensa a partir de 1986, en el sentido en que entonces empiezas a repartir tu tiempo entre nuevas actividades?
No, en absoluto. En nada pesó que en determinado momento se diversificara mi trabajo.
Surgían encargos que acometíamos juntos, como el del suplemento El Pequeño País, donde rechazaron el proyecto que presentamos, “Niños ejemplares”, por demasiado arriesgado.
La misma suerte que corrió la historieta sobre toros (“Sin título”), por sufrir un idéntico veredicto la serie de la que formaba parte, con diferentes autores y textos siempre de Felipe, llamada Aves de prensa, que se ofreció al suplemento dominical del mismo periódico. Ambos trabajos, los mencionados “Sin título” y “Niños ejemplares”, aparecerían luego en Medios Revueltos.
O Tatanka, cuya historia inicial estaba destinada al número uno de Complot, que no llegaría a editarse. En el cero habíamos publicado “El rey del Congo”.
O “Una carrera de conspiradores”, a tres manos, con guion de Felipe, rotulación de Federico del Barrio y dibujos míos, para el libro Terra nostra. Donde disfruté excepcionalmente, pues el disparatado universo de la Alicia de Carroll me permitió, al hilo del relato de Felipe, idear una buena porción de juegos y fintas narrativas de las que siempre he estado contento.
Y es que tengo que decir que existía una prebenda, una ventaja que, por la generosidad de Felipe Hernández, me ha posibilitado, desde la primera historieta que llevamos a cabo como equipo, “…Y el latido del mar en la garganta”, trabajar sobre sus guiones con una complicidad y libertad comparable a la que pudiera desarrollar en cualquiera de mis realizaciones en solitario.
Dicha prerrogativa consistía en que, salvo en los lugares del argumento cuya descripción era absolutamente necesaria, en los guiones que Felipe me facilitaba figuraban escuetamente los diálogos y textos de apoyo que debían aparecer en las páginas para desarrollar la historia. Quedando a mi libre elección el resto: el estilo gráfico, naturalmente, pero también toda la puesta en escena, elección de planos, o aportaciones narrativas que me pudieran surgir. Una bicoca que en muchas ocasiones me ha llevado a pensar si sus trabajos no se han visto lastrados por mis tantas veces peculiares resoluciones. En todo caso habla de una confianza que agradezco de veras.
Pero, a un tiempo, de igual manera abordaba otros compromisos a partir de guiones propios. La historieta que dibujé para el catálogo y exposición Museo vivo; otra, realizada tiempo después para un libro en homenaje a las víctimas del 11M, o las páginas de “Nada te vence, Murad”, destinadas a un álbum colectivo francés sobre Argelia, son algunos casos.
Cuando nos decidimos a realizar un libro completo juntos, los previos “El rey del Congo” y “Todo sueños” fueron el punto de partida de la siguiente y más ambiciosa historia, “Vendrán por Swinemünde”.
Sin embargo, esa opción por narrar el Berlín de los años treinta conjuntamente vino en sustitución de un primer proyecto, del que Felipe llegó a escribir casi un capítulo, y que se iba a titular “Noche de Baader”.
Ambientada en el Nueva York de la primera década del siglo pasado, tuvimos que abandonarla por la escasísima documentación fotográfica que fuimos capaces de reunir. Algo que de haber contado ya con este nuestro internet de ahora no habría sucedido, claro.
Con un par de páginas de aquel “Vendrán por Swinemünde” y el guion al completo, viajé a París y me recorrí las redacciones de bastantes revistas de cómic ofreciendo la publicación del libro y otros trabajos míos. Pero en todas encontraba la misma y conocida coletilla: “Trop d´avant-garde”.
Muchas veces he bromeado comentando la juventud de los responsables de las tres ediciones francesas consecutivas de Berlín 1931 que años después terminaron publicándose, imaginando que, en aquella época parisina de peregrinación de una redacción a otra, en alguna ocasión me debí cruzar con ellos, nuestros futuros editores, cuando, irreconocibles, se dirigían al instituto.
El otro álbum que Felipe y yo armamos en común, Ventanas a Occidente, vino a raíz de que coincidiera un viaje mío a la URSS, enviado por El País como corresponsal gráfico, junto al periodista Ignacio Carrión, con otro que, por aquella misma época, realizó Felipe a Rusia, y de los que ambos, cada uno por su lado, volvimos tan impactados que decidimos emprender un libro.
Por no ser este, al igual que Berlín 1931, fruto de ningún encargo, lo fui dibujando robando tiempo a mi actividad diaria; siendo que una vez concluido aún aguardaría dos años en un cajón, hasta que por la oportunidad de exponer los originales en unas de las jornadas del Actual de Logroño y luego en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, el catálogo de aquella última exposición se convirtiera en la primera edición del álbum.
Se observa en tu labor historietística, desde los tiempos de Madriz, un proceso de estilización diagramática que alcanza su mayor expresión gráfica en Tatanka, aunque ya habías dado pruebas de su virtud narrativa en Ventanas a Occidente (1994). ¿Puedes describir un poco ese proceso?
Me fascina que el tiempo de atención lectora dedicado a un tebeo desenvuelva la historia que se oculta en esas imágenes estáticas dispuestas en un papel.
Como en una especial grafía en la que cualquier representación o dibujo pudiera sustituir a nuestro sistematizado alfabeto, disparando exponencialmente su horizonte de sentido.
La decantación del tiempo narrativo a través de la gestión de símbolos y formas en el espacio impreso es la herramienta.
Por ejemplo: cuando realizo una ilustración, puedo reducir o estirar el tiempo de lectura necesario para su comprensión, minimizándolo por la contundencia de la forma o, en cambio, dilatándolo por la prolijidad de lo representado. Pero el ojo y la percepción del lector, finalmente, deambularán por los detalles de esa imagen única de manera difícil de prever.
Sin embargo, en una historieta se me permite ir indicando qué debe observarse primero y qué consecutivamente después, para hacer comprensible el discurso o narración que quiero transmitir por medio de la distribución en el espacio de viñetas, formas o signos, o su ausencia, que, a la manera de aquellas miguitas de pan de Pulgarcito, señalarían el camino.
De tal forma que en las aguas de una historieta puedes emerger, si observas la doble página que el tebeo te ofrece, haciendo “vagar” tu interpretación por lo que se te muestra, como si de desentrañar una ilustración se tratara, o puedes zambullirte, siguiendo el orden de lectura propuesto que, aprovechando la sumisión de tu mirada, despliega la narración o mensaje al que la disposición y tratamiento de las “miguitas” conducen.
Intuitiva o conscientemente me he aplicado a este juego. Sin miedo a los tumbos y tomándome muy en serio que el estilo gráfico era una de las más esenciales de aquellas miguitas de significado, y que no debía utilizar el mismo tipo de dibujo para señalar diferentes senderos o historias, pues cada vereda exigía el suyo: cada canción, una música acorde a su letra.
(Llamo “efecto Casablanca” al utilizar siempre las mismas soluciones gráficas sea cual fuere el proyecto. Como si el editor, tu agente, tus fans o tú mismo, cual Bogart, te dijeran en cuanto te ven al piano: “Tócala otra vez, Sam”).
Así que, respondiendo a tu pregunta, aunque de existir un proceso en mi forma de trabajar no pudo ser lineal, por esas idas y venidas gráficas o estilísticas, sí hubo un primer afán de deconstrucción, de deformación del dibujo.
Distorsiones que, en unas pocas entregas para el Madriz, desembocarían en su versión más radical, la de los despreocupados trazos gestuales y aniñados de “La fascinación”, “La huida” o “Mi batalla”, que, de igual manera, alternaba en otros trabajos con propuestas formales más realistas, en cuanto la narración lo requería, o imbricaba ambas estéticas en la misma historieta.
Hasta el punto que la mencionada “El rey del Congo” luego recogida en el álbum Berlín 1931, y las desenfadadas ceras de “Macandé” fueron realizadas unas tras otra, sin solución de continuidad y casi al tiempo de que en mi historieta “El camino” prescindiera, finalmente, de la figuración; pues solo me serví allí de unos collages de tipografías y pictóricos signos para simbolizar el concepto abstracto de un cualitativo espacio a recorrer en las dos planchas.
No obstante, son dos las claves que rescataría para fundamentar mi propio y posterior razonamiento gráfico o diagramático, ese que mencionas.
Uno: atenuar la importancia narrativa del dibujo al uso en la historieta, equiparándolo a cualquier otro símbolo gráfico susceptible de significar; algo que, definitivamente, comparte con la ilustración de prensa.
Y dos: como ya he apuntado, la esencialidad de la gestión del espacio físico de la página de cómic… que en realidad es tiempo, el necesario para descifrarlo.
Repito algunos ejemplos de la relación entre el espacio y el tiempo narrativo y su administración, que figuran en el prólogo de mi catálogo Aquel que viaja, aquel que pasea:
En el epílogo, aún inacabado, al ciclo de Tatanka, titulado “¡Que todos estén atentos y miren!”, cada viñeta está tomada desde un punto cardinal diferente, consecutivamente y siguiendo el sentido de las agujas del reloj.
En círculo, de un plano a otro, se irán mostrando los elementos necesarios para la continuidad del relato, y es el pulso de cada giro, la cadencia de su tiempo, la que desgrana el espacio en el que acontecen los sucesos.
El caso contrario, es decir, el que el espacio sea el que mida o mensure el tiempo, se muestra en el breve cuento sobre el poeta Sologug y su mujer, de Ventanas a Occidente, donde los personajes están representados por unas figuritas que se repiten, idénticas, en el interior de cada viñeta, recorriéndola en ocasiones charlando y otras callando.
Siendo que la mayor o menor distancia física entre la plática de una y la siguiente dramatiza su respuesta según los centímetros de papel y la cantidad de figuras que han quedado en silencio hasta el próximo diálogo.
Esta solución de modular el ritmo del relato dibujando la secuencia de los movimientos de los personajes como si de los pasos de una animación se tratara ha sido utilizada por distintos autores y siempre de forma muy interesante.
De ella me he servido igualmente para abordar “El asombro”, una serie de interpretaciones de textos evangélicos de la que actualmente cuento con los primeros capítulos y que, sin editor a la vista, acometo con cuentagotas.
Tenía pensado darle un tono pausado a su desarrollo, dispuesto a reflejar matices, a mi juicio interesantes, de los textos bíblicos. Proyecté también que, al igual que con Berlín 1931, podía ser la prensa un buen soporte para su publicación. Pero pronto me advirtieron desde algún medio al que trasladé la propuesta que, como bien sabía, el espacio era caro y restringido, de manera que, a lo sumo, podrían ofrecerme media página de periódico para cada episodio.
Descartado, pues, realzar la narración por medio de secuencias y silencios que demandarían un preciado espacio con el que no contaba, decidí apostar por ralentizarla dentro de las escasas viñetas que podía permitirme, acortando o alargando la percepción de lo narrado al incluir más o menos figuras de cada personaje y sus movimientos.
Así que cuando el texto evangélico nos explica que Juan llegó primero al sepulcro abierto tras la resurrección de Jesús pues, por su juventud, corría más que Pedro, hice que pudiéramos seguir la secuencia, con sus gestos y matices, de la carrera de ocho “Pedros” diferentes, que terminaban alcanzando la entrada de la cueva, donde Juan, al que le habían sido suficientes solo tres de sus figuras para alcanzarla, ya se encontraba.
De esa forma, el espacio físico otorgado a la acción de cada personaje calibraba la percepción de lo relatado.
Cuando en la historieta Tatanka dibujas primero el guion original de Cava y luego, por tu cuenta, dibujas dos variaciones más sobre la misma historia, das a entender la importancia que le otorgas a la música en la concepción de tus obras, que aquí se manifiesta a la manera barroca de las variaciones sobre un mismo tema. ¿Es así?
No sé muy bien por qué me pone las pilas y me empuja mucho más a crear tebeos el oír a Béla Bartók utilizar el teclado de un piano como un instrumento de percusión que el trazo con que Egon Schiele resuelve sus personajes, la línea, que define todo un mundo, de Saul Steinberg o las portentosas viñetas de José Muñoz, pero así es.
O por qué hay tantos aspectos gráficos que me aclaran su sentido a la luz del lenguaje musical antes que de la mano de elucubraciones estrictamente plásticas.
Por ejemplo, el que el término “repentizar”, es decir, leer a primera vista una partitura, se ajuste como un guante a lo que, según pienso, la ilustración de prensa debe pretender: que el texto al que acompaña se descifre, enriquecido o críticamente glosado, de una primera mirada.
Así que parece que mis historietas e ilustraciones cuentan con una salida de audio por algún lado.
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Felipe Hernández escribió para mí el primer guion de Tatanka contando con que se publicaría en aquel número uno de la revista Complot, que nunca llego a ver la luz, como he explicado más arriba.
La historia del viejo indio inmerso en una cultura y sociedad tan ajena a sus valores y, sobre todo, la escueta teatralidad con que encontraba que Felipe desgranaba los sucesos me sedujo.
Y si es cierto que me demoré en realizarla, al no contar ya con una fecha de entrega presionando, fue por el grado de involucración con el que abordé aquellas ocho páginas: originales a gouache de más de un metro de alto y unas aportaciones narrativas perfiladas con detenimiento.
De un lado, el cine de Andréi Tarkovski me inspiró planos distantes, algo que ahondaba en la teatralidad que comento y que me permitía, por así decirlo, darle al lector una perspectiva similar a la que concedería un imaginario patio de butacas.
De otra parte, para reflejar la sociedad norteamericana, donde transcurre la narración, tan espiritualmente decadente a los ojos del protagonista, apliqué un sesgo estético muy “pop”.
No solo utilizando colores vivos, deudores de esa tendencia artística, sino, secundando el discurso de un Warhol, valorando la repetición industrial, hasta el punto de fotocopiar, malamente, cada viñeta; considerando como resultado final esas copias y no el original; utilizando directamente imágenes de transferibles de Letraset, a las que cualquier persona tenía acceso entonces, para solucionar ciertos dibujos, o congelando a los personajes en unas mismas y reiterativas poses y gestos.
Mientras el trabajo, ya concluido, dormía el sueño de los justos en ese “cajón-purgatorio” con el que cuento, yo seguía empeñado en jugar a la contra de las propias querencias estilísticas para sacrificarlas al discurso con que cada nuevo guion podía desafiarme (de ahí el título del álbum que recoge tantos de estos trabajos, Contra Raúl).
Pero me interesaba sobremanera, no ya ir desgranando diferentes estéticas que singularizaran cada historia, sino, desde más abajo, replantearme gráficamente la propia estructura que sostendría el guion.
Lo más fácil era plantear esta aspiración como las variaciones musicales a partir de un mismo tema, guion en este caso.
La sencillez de elementos que conformaban el guion de Tatanka era perfecta para utilizarlo como el argumento sobre el que variar, y desde el que mostrar cómo una misma historia podía acoger esas “diferencias”, definidoras cada vez de una nueva forma o estructura.
En el referido Contra Raúl comento más pormenorizadamente en qué consisten dichas variaciones. Aquí solo lo resumo.
En la primera transformé los personajes o elementos de la historia en diferentes e indeterminados iconos disgregados a modo de plantilla, la misma que después se repetirá en las ocho páginas de la historieta.
Cuando correspondía, en medio de aquella sopa de formas, completaba el dibujo de alguno de los iconitos para hacer reconocible a qué personaje representaba, pues un diálogo figuraba sobre él o era necesario que en él reparara el lector.
Todos dispuestos de tal manera en esa plantilla común, que aunque los sucesos de cada página fueran distintos, su colocación se ajustara perfectamente a lo relatado en cada una.
De tal manera que en esa primera plantilla-patrón se encontraría, en potencia, toda la historieta, su invisible estructura.
En la segunda variación invertí el planteamiento: esos elementos y personajes fundantes, en lugar de disgregarse, aparecen concentrados en una sola forma o estructura madre.
Aquí es esa primera forma-patrón, que irá abriéndose o rotando según deba surgir el fragmento de ella que representa a un protagonista u otro, la que contendrá, como posibilidad, toda la narración.
Me referí antes, cuando comenté la esencial gestión del espacio y el tiempo narrativo, al epílogo que, con el título “¡Que todos estén atentos y miren!”, permanece inacabado.
En realidad, fue una especie de coda. Buscaba cerrar el proyecto de manera circular, y se me ocurrió proponer a Felipe que escribiera un nuevo guion que relatara los sucesos anteriores al primero, concluyendo justo donde comenzaba aquel inicial, ese que me estaba sirviendo como tema de aquel par de variaciones.
Para ello, adopté de nuevo un estilo realista y de vivos colores, que ahora abordaba con bastantes años más, con lo que eso pudiera significar, y que, también por ahí, pretendía cerrar en círculo el proyecto.
Quizá en un futuro, aunque de nuevo sería desde una edad más provecta y la enigmática aportación que eso supusiera, me surja la oportunidad de finalizar esa historieta epilogal y dar a la imprenta de una vez las “Variaciones y coda sobre un guion de Felipe Hernández Cava”. Quizá.
La música está presente no solo en la concepción, sino en la propia diégesis de La tierra sin mal (2018). ¿Se puede afirmar que en esta obra sumamente expresiva pretendes que el lector contemple impresiones sonoras o escuche imágenes visuales?
Recuerdo una entrevista al magnífico pintor y escultor Francisco Leiro en la que aseguraba: “Yo, lo que no entiendo, lo pinto”.
En mi caso, yo, lo que no entiendo, lo escucho, antes de contarlo en alguno de mis tebeos, en lógico proceso.
Una especie de sinestesia narrativa particularmente presente en La tierra sin mal, como bien dices, por las cercanas referencias y vivencias personales que en esa historia ensamblo, a las que presté oído solo para poder después “pintar”, narrar, la anécdota que al final del libro refiero.
Era lógico que la cuenta atrás que llevaba a ese único objetivo fuera oída también por el lector, en una imaginaria escucha de los acontecimientos, de los instrumentos que, en el tutti de aquella adicción de experiencias, reales, literarias o soñadas, colaboraban.
Y al hilo de raras sinestesias: no descartaría (habría que probar) que si observáramos el tiempo suficiente un estático dibujo terminara sonando.
Incluso que el estilo de su ejecución contuviera un tono determinado y no otro.
De ahí, seguramente, la necesidad de aquello de que la música/dibujo de una canción/historieta sea acorde a su letra/guion.
Para muestra un botón. Bueno, tres: tres viñetas que muestran exactamente a los mismos personajes en las mismas actitudes y gestos, que representan la llegada a una aldea de una carreta repleta de cómicos disfrazados, dispuestos a interpretar un auto sacramental esa tarde en sus calles, del álbum Angulo el malo.
Cada uno de esos cómicos está dibujado con un estilo distinto, que vuelve a variar en las restantes viñetas, pero siempre inmovilizados en la misma postura, mientras un bufón brinca junto a ellos presentándolos.
Si consentimos, pues, en esta peregrina idea de que cada estilo emite un tono diferente, la vivacidad que, a pesar del estatismo de las tres viñetas, en esta escena se consigue vendría dada porque el cambio de sesgo en la realización de cada personaje sería comparable a una sonora fanfarria.
Angulo el malo es otro proyecto más que tengo en ciernes. Se trata de las ficcionadas vicisitudes de aquel autor de comedias, un personaje real de cuya compañía de teatro Cervantes da cuenta en la segunda parte del Quijote.
De su guion para álbum de tebeos, que escribí en un cierto castellano antiguo, como correspondía, solo he conseguido realizar las primeras páginas. Sin embargo, el libreto de la transcripción para teatro que hice del mismo se ha publicado en un par de editoriales.
En el álbum Berlín 1931, de 1991, y en concreto en su historieta central, “Vendrán por Swinemünde”, es donde ofrecéis Cava y tú, pese a las características formales del tebeo, una mayor sujeción a la narrativa secuencial de cariz cinematográfico. ¿Dicha sujeción estaba condicionada por el medio en que se publicó, por entregas, esta historieta?
Tiempo después del infructuoso viaje a Paris à la recherche del editor perdido, encontrándome ya colaborando con mis ilustraciones en El País, el diario consideró publicar en su dominical alguna historieta seriada.
Les presenté de nuevo aquel mismo par de páginas de “Vendrán por Swinemünde”, tantas veces rechazadas, junto al guión de Felipe y… mira por dónde, aceptaron empezar a publicar la historia.
Me emplazaron a que comenzáramos, sin más dilación, el siguiente fin de semana; en capítulos de dos páginas precedidos por una ilustración que haría de portadilla y donde se iría recordando lo sucedido en los anteriores.
Teniendo en la recámara tan solo aquellas dos planchas que utilizaba de reclamo, me vi obligado a dibujar todas las siguientes casi a la par de su edición, y en el generoso formato de página que me suelo permitir.
Pero ni en atención al medio, como señalas, ni a las perentorias entregas que afronté durante los seis meses de publicación de la serie se condicionó la pauta narrativa. Se trató sencillamente de que no siempre hay que estar dando nuevas vueltas de tuerca a las estructuras clásicas, al contrario, conviene utilizarlas sin empacho, si ayuda al resultado pretendido.
Me centré, por tanto, en procurar el tipo de dibujo que parecía reclamar la historia y dotarlo de la mayor fuerza gráfica posible.
Algo que, por desgracia, igualmente pasó factura; pues según fui trabajando, al intentar que el pictórico expresionismo que adopté fuera a la par de las deformaciones con que los mismos artistas de aquel Berlín de los años treinta retrataron su convulsa época, no gustaron en el periódico aquellas nuevas libertades gráficas. Según decían, no se correspondían con el estilo de las primeras planchas, que ellos aprobaron.
Propusieron cortar la serie cuando ya llevaba una buena tanda de capítulos publicados. Pero no se resolvieron a hacerlo por lo violento que hubiera resultado eliminar de golpe el proyecto.
Optaron por darle algo menos de visibilidad suprimiendo las portadillas. A lo que se le sumó la mala suerte de que en un par de capítulos las dos páginas enfrentadas se editaran con el orden inverso al correcto.
Por fortuna, la posterior edición española del libro; las mencionadas tres ediciones francesas (siendo elegido finalista, incluso, al mejor álbum extranjero en el Festival de Angulema) y otra edición más, alemana, remediaron los sinsabores.
¿Hasta qué punto te interesaste por los postulados estéticos del expresionismo alemán y de la Nueva Objetividad en la confección de “Todo sueños” y de “Vendrán por Swinemünde”?
Desde el comienzo tuve claro que de aquellas tres historietas en torno a los años previos a que Adolf Hitler fuera nombrado canciller de Alemania, escritas por Felipe Hernández, la más extensa y ambiciosa debía dibujarla en, humilde, diálogo con el expresionismo de un Grosz, Kirchner, Schmidt-Rottluff, Pechtein…
Coincidió, además, que por el tiempo en que comenzaba a trabajar en ella, el Museo Reina Sofía programó una muy completa exposición sobre la pintura alemana de entreguerras.
Curiosamente, allí aprecié la recurrencia en muchas de las obras expuestas a un tono gris verdoso. Un matiz con el que fantaseé que pudiera ser el denominador común tonal de aquel momento histórico.
Sin embargo, la carga expresionista en la previa “Todo sueños” era más ecléctica por deudora, además, de ciertas soluciones gráficas que ya venía ensayando en otras historietas que, como esta, asimismo realizaría para el Madriz.
Frente al pesimismo latente en Berlín 1931, y volviendo a La tierra sin mal, ¿algunas claves de interpretación de esta última obra remiten al blochiano 'principio esperanza' que confía en el mañana?
Como, a diferencia de Berlín 1931, La tierra sin mal cuenta con textos míos, es normal que, a guionistas distintos, diversos enfoques.
Permíteme un rodeo para decir alguna cosa sobre la esperanza. Si tienes ocasión de leer el libreto de Angulo el malo, verás que en él someto al personaje central a toda una serie de calamidades: una súbita ceguera, la traición de su amada, el recelo y deslealtad de sus amigos… y una progresiva y desnaturalizada hinchazón de todo su cuerpo sobre la que, brutalmente abotargado y notando cómo se le escapa la vida, inquiere a la misma Parca con este diálogo:
ANGULO – «… ¡¿Qué me llena así y, por un tanto, no rebosa?! ¡¿Qué cosa implacable amenaza reventarme todo?! ¡¿Qué palpitante morbidez se encierra en mí?!».
LA MUERTE – «La Desdicha, ella, la fiera… La Desdicha».
Finalmente, el protagonista perece y expulsa a la “fiera”, que le había estado cebando. El texto lo describe así:
Un impacto, producido desde dentro, quiebra la cabeza de nuestro Angulo y esparce sus restos en derredor. Por el agujero abierto en lo que antes fuera ojos y boca, surge un ser frágil y desnudo, cubierto totalmente de arcilla blanca, que con apenas esfuerzo sale del lacio cadáver y pasea….
Sobre la Desdicha, Cesar Vallejo calló más que explicó, para que se le entendiera mejor:
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡yo no sé!.
Simone Weil la enfrentó y, empoderándola, la desenmascaró.
En sentido inverso, Ernst Bloch empoderó a la Esperanza. Señalándola como vector de fuerza en la historia del ser humano.
Sin embargo, no lograría Bloch con ello atenuar la posterior y actual deriva al valorado y muy ponderado Desencanto; al Desánimo como verdadera prueba del nueve en estos tiempos, por lo visto, para demostrar el grado de lucidez de una persona.
De igual forma, también encontrarás un formato teatralizado en el prólogo que escribí para De la virginidad. Con un coro a la manera griega, Dionisos como primer actor y el “hipócrites”, el que responde, replicando.
En esa brevísima pieza rescato ciertas notas del escritor mexicano Alfonso Reyes sobre Electra, desde la distinta perspectiva en que Sófocles, Eurípides o Esquilo se aproximaron a la conocida tragedia.
El punto de inflexión de la obrita son las anotaciones donde Reyes resalta que, de las tres diferentes vírgenes, esas “Electras” salidas de la pluma de aquel trío de dramaturgos, solo la de Esquilo parece no tocada por los crímenes y desgracias que la rodean… Y apunta que, en su caso, es virgen por refractaria a la amargura, por conformidad con el mundo. Y más adelante: por un movimiento interno, por un proceso.
Mi intención en el prólogo era desarrollar la impactante idea de que es posible ser virgen, no únicamente por conservar aún la virtud o la inocencia dada, tan perdidiza e irrecuperable, sino fruto del personal cambio de paradigma logrado por un particular movimiento interno.
Que es factible “llegar” a ser virgen por desarrollar un determinado proceso de refracción y conformidad. Mediante el cual la virginidad se logra, se alcanza.
Se diría que María Magdalena deviene virgen al modo de la Electra de Esquilo: la refracción o sordera al infortunio que la rodea, y en proceso de conformidad con él, la coloca en el camino de “aquello” de lo que iba a ser testigo cuando acudiera a ungir el cadáver de su maestro.
Preguntan las escrituras en Isaías 33, 13-16: «¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador?, ¿quién de nosotros habitará una hoguera perpetua?».
La esperanza a la que me remito en La tierra sin mal es la cristiana.
Me resulta fascinante el sesgo autobiográfico presente en tus historietas iniciales (aquella Córdoba) y en La tierra sin mal. Sin embargo, debemos seguir.
El engarce de tu plástica en el seno de una poética con rostro humano y, por tanto, el aliento existencial y civil —o político en sentido pleno, más que ideológico— se manifiestan no solo desde tus tempranas viñetas, sino en la compleja estética que atraviesa tu obra completa. Dos espacios modernos, contemporáneos, de la práctica de esta civilidad para el dibujante son la historieta y la ilustración de prensa. Prácticas complementarias, piensa uno después de leer el prólogo de Federico del Barrio a la edición de Fe de erratas en el volumen Contra Raúl.
¿Cómo fueron tus comienzos en la ilustración de prensa[1]?
A finales de 1986, El País promocionó una especie de concurso entre diferentes dibujantes para seleccionar ilustradores de los artículos de opinión de su diario.
La prueba proponía aportar una o dos imágenes que iluminaran alguno de aquellos textos e incluso hacer una propuesta del diseño y formato que ese dibujo guardaría en relación al artículo.
La poca (ninguna) confianza que albergaba en mis posibilidades me hizo optar por trabajar con tanta osadía que presenté unos dibujos realizados con una tijera, arañando con ella en el papel y luego rellenando los trazos con cera de color mediante un trapo.
Inopinadamente, me eligieron y me encontré ilustrando a diario, alternándome con el magnífico Justo Barboza (quien ya colaboraba en el periódico desde hacía tiempo) en la página “noble”, junto al editorial, con apenas veintiséis años. Y desde entonces he seguido publicando en la prensa nacional, hace ya más de tres décadas y media.
¿Tu actividad en distintos periódicos se ha visto de algún modo afectada por las condiciones materiales e ideológicas de las diferentes cabeceras editoriales para las que has colaborado?
Pienso que el ilustrador de un periódico nunca debe traicionarse. Es coautor del resultado final e intérprete gráfico del asunto o idea que el periodista trae a colación y que él, el ilustrador, intenta enriquecer, no adornar. Procuro ser fiel a esta premisa de honestidad con mis principios.
¿Puedes describir un poco tu rutina ante el encargo de ilustrar un artículo de opinión?
Pues te llega el texto (años atrás me lo leían por teléfono) y en un par de horas debes haber pergeñado alguna solución gráfica que no te haga morirte de vergüenza torera. Así que: adrenalina a tope y desquiciada búsqueda por los bolsillos y el caletre de cualquier cosa o elemento que pueda venir en nuestra ayuda.
Lo curioso es que, ante tal premura, parecen no servir las soluciones que controlamos, los lugares comunes, y en ocasiones te encuentras realizando trabajos que nunca hubieras hecho de contar con un tiempo más… misericordioso. A veces te ves obligado a no hacer de ti mismo. Algo formidable.
Esto me recuerda lo que escribe Viviane Alary, en el artículo que te dedica en el libro Scoops en stock[2], sobre las condiciones profesionales del ilustrador de prensa en nuestro país. Retomando el asunto, ¿crees que las constricciones de tiempo que rigen la actividad del dibujante de prensa, siempre contra reloj, operan a favor —si se saben aprovechar— del mantenimiento de la profesión?
La inmediatez con que hay que trabajar en ocasiones supone, como acabo de decir, un revulsivo creativo.
De esta peculiaridad de la profesión procuro aprovechar las tantas veces inconscientes resoluciones o planteamientos que parecen proceder de un autor más audaz y resuelto: el “otro Raúl” lo he denominado a veces, bromeando.
Inesperadas grafías las de ese Raúl paralelo, a las que buscaba luego darles continuidad en siguientes ocasiones, como si de incorporar un “pessoano” heterónimo se tratara.
Pero son contados los momentos que pueden generar este “advenimiento” gráfico por medio de tal coacción temporal, con sinceridad.
En la actividad profesional habitual, demasiadas veces se pasa realmente mal cuando casi a la hora del cierre de la edición te avisan de que el formato del dibujo ha cambiado a su opuesto ortogonal, y resulta poco menos que imposible acomodar la imagen con que ya se contaba; o te anuncian que el artículo no va a llegar hasta el último momento y deberás entregar alguna imagen comodín que valga para acompañarlo sin haberlo leído, con el precario apoyo de tu conocimiento de lo que el periodista suele tratar u opina. O… lo más duro, cuando sencillamente, por una cosa u otra, el lapso con el que cuentas para trabajar es tan, tan escaso que apenas hay tiempo físico para armar nada y, encima, nada se te ocurre.
Hay que decir que desde que contamos con la herramienta del ordenador, ese fantástico simulador, es más factible solucionar papeletas que antes nos hacían sudar tinta, nunca mejor dicho.
Respecto a tu faceta como dibujante de prensa, ¿Se podría decir que la relación establecida entre tus dibujos y los artículos que ilustras es similar a la que hay entre los textos e imágenes en una viñeta, o se trata de otro tipo de relación?
No. Lo único que subyace a la interpretación de los textos o guiones de ambas actividades es, en mi caso, el convencimiento de que cada historieta o cada artículo exigen una estética particular.
Es decir, y repito, que la manera o sesgo gráfico con el que digas algo modifica lo que estás diciendo. Ya se sabe, aquello de “El medio es el mensaje”, de McLuhan.
¿Es correcto, entonces, entender que hay una poética común en tu forma de abordar el cómic y la ilustración?
Es imposible, y no sé si deseable, escapar a un cierto universo personal, que nos acompaña y formula.
Pero, más allá de ese imponderable, el único, y consciente, denominador común es la pretensión de ser lo más creativo posible, en la medida de mi capacidad, claro.
Y defiendo que la ilustración de prensa es una escuela formidable para ello.
En mis comienzos, llegadas las doce de la noche, acudía a cualquier Vips (esas cafeterías que contaban también con revistas y diarios) para ojear la primera edición de El País y poder valorar el dibujo que había realizado esa misma tarde.
El que la habitual metedura de pata o, muy a veces, el acierto de mi colaboración se evidenciara en los cuatrocientos mil ejemplares de la tirada de entonces era un verdadero acicate.
En prensa, tu mejor ilustración o la peor de tu vida dura un día, al siguiente hay que volver a empezar.
Aprendí, además, que la fuerza de una imagen es tal que, si el título del artículo es suficientemente directo, o de mucha actualidad, y nuestra ilustración es bien contundente, pocos lectores terminaban profundizando en el texto, quedándose con la idea que el binomio título/imagen proporcionaba sobre el asunto tratado por el escritor. Todo gracias a un golpe de vista; “repentizando”, como el ejemplo musical que antes comenté.
Siendo así que, a veces, quedaba en manos del dibujante, aquel ocasional colaborador encargado, sin más, de rellenar un hueco, un espacio abierto para que el texto respirara, el aportar el parecer, la opinión que finalmente se recogía del artículo, ese mismo que un versado autor había desgranado analizando un no menos determinante asunto o noticia.
Más arriba defines la historieta como «un espacio que en realidad es tiempo». ¿Sería inconveniente describir la ilustración como «un tiempo que en realidad es espacio»?
El carácter estructural del tiempo como pieza necesaria para el despliegue de la narración en las páginas de una historieta no es trasladable a la particularidad de una ilustración.
El tiempo en la ilustración es un trasunto del tiempo vital en el que nos movemos, de la gradación temporal en que se nos presenta la percepción de los signos que nos rodean y no la materia fundante a la que hay que aplicarse para poder desentrañar la sucesión, el encadenamiento, de los estáticos dibujos de un tebeo.
Esa misma con la que la autora o autor de historietas debe bregar para poder ir explicando, mediante el subterfugio de desdoblarse y poner en la boca o en las acciones de unos inertes monigotes o signos su propio discurso, aquello que nos quiere contar.
Pero es interesante analizar, de igual manera, el tiempo cognitivo, marcado por nuestra percepción visual, con el que interpretamos una ilustración:
Un tiempo de lectura que, como ya dije comentando su fluctuación a través de la gestión de símbolos y formas, merma, mediante la rotundidad o sencillez de las líneas utilizadas en una imagen, o se estira, por la prolijidad de información o los detalles a los que es necesario atender en la misma.
Ya en mi primer libro de recopilación de ilustraciones, Cuaderno perplejo, aventuraba lo que acabo de decir en una especie de corolario, donde enumeré ciertos puntos expositivos de las peculiaridades, a mi juicio, significativas en el oficio de ilustrar.
De las seis conclusiones. En la segunda propongo: “La ilustración que no alberga tiempo es rotunda”.
Aquella compuesta por formas de fácil comprensión, significado evidente o tomadas de símbolos, signos o cualquier tipo de señalética culturalmente compartida, y por ello comprendida en un casi ausente lapso de tiempo, es directa y contundente. La pareja idónea del titular del mencionado binomio capaz de hacer pasar a un segundo plano la lectura del texto que ha sido ilustrado.
La quinta aseveración del corolario sostiene: “La ilustración que alberga tiempo es obvia o reveladora”.
Esa que, por la prolijidad de información o detalles a los que es necesario atender para deducir el significado de la imagen, precisa dedicarle un largo tiempo de contemplación, tiene el peligro de que la abundancia de datos se deba a una obvia reiteración de lo que el título o el texto describe, cayendo, entonces, en la honda sima del adorno, del ornamento; o, por el contrario, si permanece a la distancia correcta de aquello que el artículo cuenta, la profusión de elementos que contiene puede revelar algún sentido oculto del texto, enriqueciéndolo con un discurso paralelo.
Entre ambos radicales extremos: la mínima exigencia de tiempo para la comprensión de una imagen o la necesidad de una larga demora para su interpretación, se despliega toda la amplia escala temporal que la captación del mensaje puede exigir en cada ilustración.
En tus “Notas para una teoría de la incomunicación” (2011) reflexionas acerca de los elementos que han de confluir en el proceso comunicacional que practicas tú mismo. Teniendo en cuenta que Aquel que viaja, aquel que pasea (a cuyo prólogo corresponden estas “Notas…”) es el catálogo de una exposición en Sevilla que recoge obra tuya en sus diferentes facetas, podemos utilizar tu “teoría de la incomunicación” como puente de enlace hermenéutico entre tus historietas y tus ilustraciones y caricaturas. Háblanos un poco, si te parece, de ese proceso común “dialógico”.
Tengo un recuerdo en el que, encontrándome dibujando en mi estudio de la calle Valverde, de Madrid, tan estrechita, desde un balcón cercano un niño se entretenía gritando bien alto y escuetamente: “A”, con un golpe de voz que intercalaba entre silencio y silencio, lo que parecía deleitarle.
Descubrí en ese instante que el lanzar un mensaje tan concreto y definido como el que un oyente puede percibir al escuchar la pronunciación de una sola letra, tan acotado en su significación, refractario a cualquier otro concepto que estuviera fuera de una primera intención, era mi meta.
Iluso de mí, me puse manos a la obra; ajustando todo lo posible… o eso creía, el “medio al mensaje”.
Sin embargo, me resultaba perturbador comprobar que, en ocasiones, cuando presentaba mis trabajos a otros colegas de profesión, de la variedad de estilos, de medios, que empleaba para ceñirme a lo que intentaba narrar, elogiaban o percibían casi estrictamente, aquellos que tenían un cierto parecido gráfico o compartían en algo el universo de sus propias obras, mostrándose, por el contrario, del todo ajenos al resto de propuestas.
Lo que me llevó a pensar que, si sucedía así entre los comunicadores profesionales, cuál no sería la pluralidad de interpretaciones a la que se vería sometida esa acotada y definida “A” que, como aquel vecinito mío, yo creía emitir desde el particular balcón de mi tablero de dibujo, cuando fuera percibida por cada hijo de vecino de una supuesta calle Valverde, valga el metafórico símil.
Y deduje que yo mismo, por muchos juegos florales gráficos ajustables a cada tipo de mensaje que ensayara, solo redundaba en interpretar y comunicar una misma y particularísima concepción del mundo.
Y es que, fíjate: Eugenio Trías cuenta que, en su origen, un símbolo consistía en una moneda o medalla que, partida a modo de contraseña, permitía a los poseedores de una y otra parte establecer una alianza gracias a la coincidencia de aquel azaroso troquel.
De ahí que el término “Sym - Balleim” signifique “lanzar a la vez”, pues, para que surgiera el perfecto reconocimiento, se debería unir simultáneamente el fragmento simbolizante (lo que para mí vino a ser aquella “A” que el niño vociferaba tan despreocupadamente) con el otro fragmento, lo simbolizado (la interpretación que desde mi propio criterio u horizonte de sentido yo le di a ese sonido).
Luego el reconocimiento y la simultaneidad parecían necesarios para la comunicación.
Pero resulta que, sobre el reconocimiento, Max Scheller asegura que únicamente somos capaces de dar cuenta y de descifrar lo que la disposición, dimensión o color, que las ventanas de la habitación que, según Scheller, nos contiene y por ello alberga nuestros criterios, nuestro carácter, nuestro “Ethos”, nos muestran, nos permiten apreciar.
Unas ventanas moldeadas y distribuidas entre esas cuatro paredes de la estancia que nos aísla, por el personal e intransferible sistema de efectivas estimaciones y preferencias: el “Ordo amoris”, como lo calificaría el señor Scheller, formado por los tan inaprensibles factores que marcan aquello que escogemos o que relegamos.
De ahí que ese “Ordo amoris”, que de tal manera cuestiona el reconocimiento, vendría a ser también como un sistema de coordenadas con su particular percepción de los sucesos.
Y aquí aparece Einstein y nos dice que la segunda premisa imperativa para la comunicación, la simultaneidad, también es cuestionable.
Porque, afirma, la especificación de un tiempo (el del lanzamiento de un trozo de la moneda, apostillo) solo tiene sentido cuando se indica el sistema de coordenadas con el cual tiene relación.
Y lo explica con el ejemplo de la diferente percepción que dos personajes, uno que viaja en un tren y el otro que lo observa discurrir desde un terraplén cercano, tienen de la simultaneidad con que, en un mismo instante, dos rayos caen al final y al principio del convoy.
Para el viajero, imperativamente ligado a la velocidad con que el tren avanza, y según ese sistema de coordenadas, los rayos serán consecutivos: primero uno, hacia el que se aproxima su vagón, y luego el otro, del que se aleja
Para el apostado en el terraplén, por el diferente y estático sistema de coordenadas desde el que observa el hecho, ambos rayos serán simultáneos.
Y, por tanto, nuestra anhelada simultaneidad, relativa.
Al hilo de lo cual nos encontramos, entonces, con que la posibilidad de que el “señor Simbolizante” y la “señora Simbolizado” arrojen su fragmento de medalla o moneda a la vez dependerá del muy particular sistema de coordenadas —del “Ordo amoris”— que cada uno de los dos acuse o le conforme.
Todo esto ahogaba el enlace “sim – bálico” mismo, que permitía la alianza, la contraseña: la comunicación.
Y me hacía imaginar que al chaval del balcón la cabeza le daba un par de vueltas de tornillo, tipo “niño de El exorcista”, pues se nos condenaba a la incomunicación, nos acechaba la estéril cesura “dia – bálica”,
Mas como mi lucidez es escasa, no me instalé en el abatimiento por comprobar tamaña piedra en el zapato al hacerme entender con mi trabajo.
Pues en estas “Notas para una teoría de la incomunicación” no se declara taxativamente que no pueda darse el reconocimiento entre los troqueles de la moneda, sino que nuestro “Ordo amoris” provocará que el enlace sea parcial.
Ni que fracase por ser lanzados en el desigual tiempo al que ese mismo sistema de coordenadas, esos diferentes “órdenes o clasificaciones, de nuestros amores”, nos atan, sino que ignoramos el instante del enlace.
Vislumbré que la ineludible parcialidad en la interpretación e incontrolada recepción de nuestro discurso solo habla de la progresión geométrica que adquiere la percepción de un mensaje, gracias a las dispares lecturas y los matices que la “incomunicación” concede, enriqueciéndolo.
Esta teoría que expones complementa o amplía tu versión de la interpretación, tal y como la expresas en la introducción de Oficio de lectura (2008), donde desarrollas poderosamente una analogía con la música. ¿Es intérprete el autor, el lector o ambos?
No hay duda que lo que acabo de contarte complementa o, más bien, fundamenta que el lector, debido a lo parcial de la percepción, no hace otra cosa que interpretar, deviene en interprete, no es un mero receptor.
Pero del mismo modo interpreta el ilustrador que le ofrece la imagen al lector, porque esa imagen proviene, a su vez, de su particular lectura e interpretación del texto a ilustrar.
Y el que el ilustrador deba ser, ante todo, un esclarecido lector hace de esta profesión un “Oficio de lectura”.
Como si fuera aquel que, con el mismo nombre, realizan los monjes de madrugada, cantando a partir de los textos de sus salterios y antifonarios.
Lectura y canto en ambas tareas.
A partir de ahí me permití desarrollar esa analogía musical a la que te refieres, para concluir argumentando que:
Dado que el lector se desenvolverá ante la ilustración según los factores que conforman su albedrío, la ilustración en sí es un proceso.
Un proceso que concluye cuando el lector interprete finalmente la ilustración… según su albedrío.
Un proceso que, por la peculiar interpretación que cada individuo aportará, merced a las leyes de la incomunicación, lo constituye en coautor de la ilustración, del resultado y sentido final de la imagen.
La analogía sonora por la que llegué a esto surgió cuando mi hija, compositora en la actualidad y por entonces estudiante de musicología, me mostró la solitaria hoja de una partitura de John Cage, titulada “TV Köln”, que por entonces ella analizaba.
Me dijo que era uno de los primeros trabajos en que ese autor propuso la aleatoriedad para la ejecución de su música.
Y me explico las dos opciones por las que, en general, la música aleatoria se expresa:
1. El compositor utiliza elementos azarosos para conformar su obra, pero demanda que el intérprete se ciña exactamente a lo que ha descrito en su partitura. De tal modo, la indeterminación permanecerá solo del lado del creador. Por ejemplo: calcando las casuales imperfecciones de una hoja de papel, el autor definirá las alturas sonoras que luego exigirá interpretar.
Ya en ese primer punto me dije: ¡Anda! como cuando casualmente encontré que el pedestal y la carcasa para introducir la llave de apertura en el aparcamiento de los vecinos era la viva imagen de la infanta Margarita de Austria retratada por Velázquez. Solo me bastó agregarle la manita y el pañuelo que figuran en el cuadro para que no hubiera duda y el lector comprendiera y se ciñera a ese mismo guiño que yo le ofrecía. Empleé luego esa imagen en la ilustración de un texto de Andrés Trapiello titulado “Misteriosa realidad”.
2. El compositor propone una partitura únicamente traducible en la arbitrariedad de su ejecución y, por tanto, la aleatoriedad se desplegaría aquí del lado del intérprete. Por ejemplo: el autor indica en su partitura que un sonido dure indeterminadamente, y la elección de su duración dependerá del intérprete.
Si en la primera opción de composición aleatoria había reconocido una cierta manera de comunicación gráfica, esta segunda era, tal cual, el procedimiento de elaboración de una metáfora visual.
Era suficiente.
Habría otros y desde otras materias, desde luego, pero este ejemplo musical era perfecto para explicar ciertas reflexiones sobre la ilustración de prensa en aquella charla que tenía programada, por entonces, como apertura y presentación de los cursos de diseño e ilustración de Albarracín. Sin barruntar que poco después lo retomaría como introducción del libro que mencionas.
Mientras escuchaba a mi hija ya pergeñaba, para mis adentros, esa asociación compositor/ilustrador e intérprete/lector a partir de la que podría argumentar mis consideraciones.
Ya adivinaba que la necesidad de un proceso en ambas opciones del trabajo aleatorio (a saber: en la primera, un desarrollo del “compositor/ilustrador” abierto, pero que necesitaba el posterior cierre del “intérprete/lector”, o, en la segunda, la específica propuesta del compositor/ilustrador que dejaba en manos del intérprete/lector su resolución) era común con la ilustración.
El punto al que debía llegar y que podía aportar en mi conferencia no era otro que la inherencia de un determinado proceso en la ilustración, como antes te adelanté.
La obra de “TV Köln” pertenece al segundo de los planteamientos aleatorios a la hora de utilizar la indeterminación; a ese que corresponde tan ajustadamente con la concepción de una metáfora visual.
Precedida por una página de instrucciones, Cage pinta en una hoja atravesada por líneas horizontales, a modo de pentagrama y agrupadas en cuatro llaves, ciertos puntos que indican los sonidos a ejecutar.
A cada línea la precede una inicial que marca no cuáles deben ser dichos sonidos, pues quedan a la elección del intérprete, sino cómo, de qué manera deben ejecutarse llegado el momento.
No es lugar aquí de referir la estructura de esa aleatoria obra ni de detallar rigurosamente las concomitancias que fui haciendo entre ella y mis planteamientos ilustrativos (remito a la lectura del prólogo referido a quien esté interesado en conocerlas).
Solo enumeraré las relaciones que establecí entre la manera de ejecutar el sonido que el intérprete debía elegir, marcadas por Cage con aquellas iniciales, y una manera análoga de afrontar o realizar una ilustración… que luego el lector interpretará:
Con la K (Keyboard), Cage señala que el sonido a emitir debe ser ejecutado sobre el teclado de un piano.
A cierta ortodoxia instrumental recogida en esta inicial yo le emparento la ortodoxia gráfica del dibujo al uso o el collage. Pero, como ya he apuntado en otros lugares de esta entrevista, al igual que el teclado para Cage, considero que el dibujo tiene tanta o tan poca importancia como otras herramientas a emplear.
La I (Inside) propone crear el sonido dentro del mismo instrumento, en las cuerdas del piano.
Sin apenas movernos del clásico teclado o papel de dibujo y mirando en derredor, nos topamos con los objetos.
Aquí agrupé aquellas ilustraciones que, a modo de trampantojo, combinando las dos y las tres dimensiones, realizo todavía dibujando, pero sobre la imagen de un objeto (dibuja y completa, aconsejaba).
O, ya abandonado el lápiz, consigo al unir o relacionar dos objetos muy dispares (observa y modifica, recomiendo), para que en ambos casos surja la metáfora visual presentada al lector.
O (Outside) nos remite a emitir el sonido en el exterior de nuestro sufrido piano, arañando, besando, golpeando… su superficie.
Estimo que semejantes acciones sonoras como las propuestas con esta inicial parecen llevar inherente la narración de cómo se ha realizado la patada o la caricia por las que el intérprete pudiera optar.
Gráficamente, hablo de la posibilidad de colocar en un espacio cualquier cosa o naturaleza viva o muerta que genere un relato: una puesta en escena.
Una determinada puesta en escena que sugiera una interpretación de la ilustración, abierta al lector.
La P no la definió Cage. Muchos aseguran que sería a modo de una K: de nuevo el teclado, cerrando el círculo en torno al instrumento.
Sin dejar de ahondar en la pertinente puesta en escena, por guardar la estela del camino iniciado, y como Cage parece indicarnos que con la P volvamos a la ortodoxia, al dibujo, agrupo aquí las ilustraciones escenificadas gracias al trabajo actoral del dibujo de unos monigotes más o menos realistas; a la manera de una clásica viñeta de historieta, cerrando del mismo modo, conforme a las posibilidades de presentar una ilustración, el círculo gráfico.
Finalmente, con la inicial A (Anything) marca que puede utilizarse cualquier cosa, el ruido o sonido más insospechado.
En esta opción se nos permite desembarazarnos de nuestro oficio o habilidades pretendidamente artísticas y remitirnos tan solo a nuestra mirada.
Solo la mirada, pura atención.
Por medio de la cual, sin armar ni construir nada, señalo hacia la imagen que, encontrada tal cual, expresa, sugiere o propone una acertada ilustración del texto al que acompaña.
Y hasta aquí puedo leer… sobre aleatoriedades e indeterminaciones, siempre enriquecedoras.
Sí me gustaría sumarle una breve postdata a lo dicho:
En el sexto y último punto de aquel corolario del que ya enumeré un par de conclusiones sobre el oficio de ilustrar enuncio: “Todo significa, utilízalo todo”.
Esta introducción de Oficio de lectura es la transcripción de una conferencia tuya ofrecida en Albarracín en septiembre de 2007. ¿Cómo te planteas tus intervenciones de cara al público? ¿Operan a manera de feedback o retroalimentación?
Pues, como puedes comprobar, procuro ser también en mis charlas lo más creativo posible en la forma y en los enlaces con otras materias o autores que aporten un nuevo sesgo a lo que propongo.
Como las enseñanzas de mi hija, Carla, sobre John Cage, mis lecturas de María Zambrano, o incluso aquella misma carta de Alberto Breccia que antes referí, han sido igualmente punto de partida o revulsivos para estructurar con diferentes matices las ponencias desde donde presentaba mi trabajo.
Al fin y al cabo, lecturas, aprendizajes y experiencias nos moldean y conforman, y es más sincero releerse desde ellas.
Complementariamente, en mis propuestas para talleres es todo bien práctico. Planteo una plena zambullida en la actividad que corresponda, de la que imparta el curso.
Por ejemplo, resolviendo, en el de prensa, secciones reales de un periódico, con todos los condicionamientos (hasta las prisas) que esa actividad conlleva. Y de igual manera con la historieta o la caricatura.
Sin contar con que, fuese dentro de nuestro terruño, en Colombia, México o Francia, que han sido los lugares donde he tenido la oportunidad de impartirlos hasta ahora, esos workshop, la creatividad que tantas veces he encontrado allí entre los alumnos, también han constituido profundas experiencias de aprendizaje para mí, del tipo de las que más arriba mencionaba, de las que moldean.
Desde los tiempos de Cuaderno perplejo hasta llegar a De la virginidad (por no citar medios, sino recopilaciones en libro), la iluminación mediante el dibujo la amplías progresivamente con la composición de ilustraciones a partir de objetos cotidianos, de un modo que recuerda al détournement situacionista. ¿Hasta dónde extenderías el papel de las imágenes objetualizadas como metáforas no ya visuales, sino discursivas?
Cuando, machaconamente, afirmo que el dibujo es una herramienta más, lo particularizo en esa actividad por ser la más recurrente al realizar una historieta o ilustrar, pero lo que intento expresar es que, según lo veo, no existe una preeminencia de un utensilio o instrumento sobre otro a la hora de idear.
De ahí que tampoco contemple el empleo de objetos más que como otro interesante aparejo creativo, sin especial excelencia.
Es ahora, tras miles de ilustraciones publicadas, cuando comienzo a intuir que la herramienta más gratificante para mí sería la que más atrás indiqué como correspondiente gráfico a la inicial A del Anything de Cage, quiero decir: señalar. Sencillamente indicar aquello que encuentro.
Hacerme el encontradizo con la analogía o metáfora. “El perdidizo, para ser hallado”.
Aunque, si somos sinceros, tantas veces solo demos con la idea adecuada después de enfangarnos en la materia y el hacer.
Pero tengo un punto de tonto diletante, gustoso de la promenade con las manos en los bolsillos; del paseo que, de cuando en cuando, proporciona lo inesperado de una solución grafica ni imaginada.
En una ocasión, encontrándome en el amplísimo estudio, tan repleto de cosas fascinantes, del magnífico diseñador e ilustrador Peret, tuve que afrontar un perentorio encargo del periódico allí mismo. Y ya llevaba un ratito deambulando por el taller cuando alguien de por allí, que me observaba, me preguntó: “Estás trabajando, ¿verdad?”.
Otros autores recurren asimismo en sus ilustraciones a utilizar objetos o elementos de la realidad con las que confeccionan formidables y sugerentes lecturas, pero los traen a colación por medio del dibujo, los simulan, tantas veces con una conseguidísima factura.
Y, no puedo negarlo, también yo, haciendo lo que está en mi mano, he recurrido a representarlos, en ocasiones, pero siempre me puede lo encontrado: esa cosita cotidiana que anda por casa, cargada (por el diablo) de tantas posibles permutaciones y combinaciones significantes, y que no parecía anhelar otra cosa diferente a que saliera su foto en la prensa.
De ahí que disfrute mucho aprovechando los novedosos utensilios y objetos que los viajes aportan cuando me veo obligado a trabajar en distinto lugar a mi estudio.
En una ocasión, al comprobar que la neverita de mi habitación de hotel estaba absolutamente vacía, corrí a comprar una buena cantidad de pan de molde y la rellené a tope para armar la escenografía de una ilustración sobre las leyes de Murphy.
Por todo esto no puedo sino reconocer que el despliegue y futuras posibilidades de las imágenes objetualizadas que mencionas será sencillamente fruto de mi complacencia por servirme de la Oportunidad, gran consejera.
Para concluir, permíteme traer aquí otras dos conclusiones y un epílogo, aún por desvelar, del recurrente corolario, publicado en “Cuaderno perplejo”, con el que te vengo importunando:
La tercera conclusión pide: “Sencillez”.
La cuarta: “Sencillez”.
Y el epílogo afirma: “Ilustrar es una palabra como todas, si se repite muchas veces en la misma forma, pierde su sentido”.
Una importante faceta de tu actividad como dibujante de prensa es el cultivo de la caricatura. ¿Cómo la concibes? ¿Participa esta actividad de los mismos planteamientos que aplicas al resto de imágenes que produces, en cuanto a lograr una adecuada comunicación gráfica?
Como en varias ocasiones he comentado o escrito, pienso que el ejercicio de la caricatura es una actividad muy singular y que demanda gozar de una peculiar mirada… de la que yo nunca me consideré poseedor.
Por esa razón, durante casi toda la primera década de mi trabajo en prensa, el respeto que me infundía dibujar caricaturas me llevó a procurar eludir sus encargos, y son muy contadas las que me atreví a hacer.
El fin de las colaboraciones para la sección de Opinión de El País diversificó mis dibujos hacia otros apartados y suplementos del periódico, trayendo consigo serias objeciones a la libertad con que trabajaba, y que hasta entonces había sido respetada.
El diario La Razón estaba a punto de comenzar a editarse, y desde allí me hicieron una oferta que económicamente me rescataba de mi casi insostenible precariedad pero que, sobre todo, y lo más atractivo, contemplaba concederme una autonomía gráfica sin restricciones.
Doce años de colaboración casi diaria pesaban mucho, e intenté llegar a un acuerdo con El País por el que se pudiera rescatar la receptividad a apuestas formales más arriesgadas, aquella de la que los textos de opinión habían gozado.
Pero, aunque se comprometieron a mejorar mi situación laboral, incluso con la guinda de brindarme un contrato y rescatarme de la cotidiana amenaza de desempleo que, con el estatus de mero, y perpetuo, colaborador afrontaba, no pudieron asegurarme que no fueran a existir ciertos condicionamientos gráficos, a los que debería someterme de seguir trabajando con ellos.
Aposté, entonces, por publicar en el nuevo diario, y meses después obtuve de La Razón la conformidad con poder comenzar, incluso, a colaborar paralelamente en La Vanguardia.
De manera que el posterior desarrollo y maduración de mi trabajo como ilustrador fue factible gracias a aquella decisión. Otro fértil salto sin red, no ya estético como el del Madriz, sino vital, lo permitió.
Mas por ese devenir profesional me vi en la tesitura de tener que responder y procurar solucionar, como buenamente pudiera, también los encargos de diferentes caricaturas que, como es lógico, eran demandadas, y a un ritmo creciente, por las necesidades gráficas del nuevo periódico.
De tal manera que, a día de hoy, a la carpeta digital donde las archivo la titulo “A mi pesar”.
Y todavía me asombro de cada caricatura que resuelvo, con mayor o menor pericia.
Un pasmo que, por otro lado, también experimento por cualquier mínimo resultado obtenido en una actividad artística a la que, inicialmente, no dudes de ello, mi menguada pericia para el dibujo no me destinaba, como ya referí al principio de esta entrevista, y que me lleva a vivirlo como un regalo.
Un generosísimo obsequio en absoluto limitado a ese primer empuje en mis comienzos, sino que, concedido en bucle, pareciera capacitarme en cada momento para aquello que, tan desaprensivamente, afronto casi como incrédulo espectador de eso mismo que hago. Algo válido también para algunas de las anacrónicas derivadas en mi quehacer de estos años, sean las puntuales esculturas o la anterior obrita de teatro comentada.
Al comienzo mismo de mi andadura en prensa coincidí colaborando para el mismo diario con el gran caricaturista Loredano.
Y fue estando de charla en la cafetería de El País cuando él argumentara aquello de que la semejanza en la caricatura debía restringirse a unas ciertas “pertinencias” a partir de los rasgos del personaje retratado.
Y al recuerdo de ese juicio me adherí al llegarme, tiempo después, el inevitable momento de dibujarlas.
Pues el pivotar sobre determinadas y escogidas “pertinencias” en el parecido liberaba del tedioso protocolo de adscribir a la caricatura a una mera exageración de las facciones, y permitía, más bien, indagar y mostrar las líneas que efectivamente concretizaban el reconocimiento del personaje y, desde ellas, el sesgo buscado en su realización.
La identificación del retratado y la idoneidad o aportación a su semblanza del sesgo o estilo con que está realizada es el objetivo de la caricatura.
Pero, de nuevo a vueltas con las premisas de la incomunicación, la parcialidad aparece ya en la memoria que de los rasgos del personaje real conserve quien observa la propia caricatura; y solo desde esa apropiación de sentido, desde esa toma de partido, lo reconocerá y apreciará el sesgo con que se la recrea.
Como comprenderás, era de ley que mi primer libro de recopilación de caricaturas lo titulara “Pertinencias”.
Una última cosa: valorar el estilo o sesgo utilizado al mismo nivel que la búsqueda del “pertinente” parecido, hace muy deseable que la caricatura sea, ante todo, un buen dibujo.
¿Cómo has vivido el paso de la era analógica a la era digital? ¿Ha afectado a tu trabajo esta transición?
Mucha de la divertida y del todo arbitraria “cocina” de técnicas a partir de cualquier elemento a mano que venía utilizando se, digamos, profesionalizó y adquirió más perfecta resolución con la llegada de los ordenadores; aunque una minoría de procedimientos analógicos han seguido escapando a su imitación digital.
La velocidad de ejecución, la exactitud, limpieza y capacidad de simulación del ordenador me abrieron un abanico formidable al idear o urdir mis imágenes.
No obstante, sigo prefiriendo dibujar en papel o articular yo mismo los elementos a utilizar y fotografiarlos, y solo luego, en ambos casos, someterlos a las perrerías necesarias una vez escaneados o introducidos por el agujerito USB a las tripas de la computadora.
Pero te confieso, y me vas a permitir estimar sobremanera tal obviedad, que lo que de verdad me maravilla y me ha cambiado la vida es la oportunidad de mandar mi trabajo sin necesidad de desplazarme físicamente.
Te contaré que, aunque durante una época disfruté de un amplio estudio, como no me hago a esa partición entre el tiempo de trabajo y el vital que un taller o la propia redacción del periódico plantea, siempre he procurado dibujar desde casa.
De modo que, en una primera época, debía cruzarme medio Madrid para entregar mi ilustración en el diario. Lo que en ocasiones me hacía dudar si mi trabajo consistía en realizar el dibujillo de marras o en llevarlo.
Pero la velocidad de envío y recepción también ha traído sus inconvenientes: en los años en que ilustraba los artículos diarios de opinión intercalándome con el maestro Justo Barboza, agradecía esa dilación, esa jornada de descanso interpuesto en mis dibujos para prensa, pues no me veía capaz de asumir un ritmo de, perentoria y exigente, ilustración diaria.
El advenimiento de la inmediatez entre encargo y respuesta que el orden digital supone tasó al alza mi capacidad, pues posibilitó que tuviera que dar cuenta de hasta cinco de aquellas perentorias, y exigentes, ilustraciones en un mismo día.
Sí, cinco es mi límite, luego hago ¡puf!
Para terminar, Raúl. Tu presencia activa en el medio gráfico durante varias décadas puede ser descrita como la andadura o el cabalgar de un jinete montado con una pierna en el siglo XX y la otra en el siglo XXI. ¿Es posible resumir esta experiencia y, si acaso, valorarla?
Remitiéndome de nuevo a textos de “Cuaderno perplejo”, allí figura una “Confesión” donde comparto que «en noviembre de 1986 publiqué mi primer dibujo en una tribuna de opinión, y en ese hueco (93 x 140 mm) me transformé de ilustrador en testigo».
Durante los seis meses transcurridos desde que las tropas de Sadam Husein entraron en Kuwait hasta que se le declaró la guerra a Irak, la Primera Guerra del Golfo, ilustré al pormenor las opiniones y posturas de tantas diferentes firmas que se posicionaban al respecto de la conveniencia de tomar parte en aquel conflicto, la evolución de sus encuentros y desencuentros.
A artículos sobre Chiapas, la guerra en la antigua Yugoslavia, la caída del muro de Berlín… el 11S, el 11M… la pandemia… o la Guerra de Putin (y puedes rellenar los saltos históricos que los puntos suspensivos indican con los hechos que tú mismo recuerdes), a todos estos sucesos y los pareceres desde ellos generados tuve que buscarles una imagen determinada… y aquí viene lo importante para considerarlo un verdadero testimonio: mientras todo ello sucedía.
Fui ilustrador/testigo del hecho histórico, y su debate, por ser coetáneo de ambas cosas.
Ilustrador/testigo cuando, al igual que el articulista, la ilustración que a partir de ello generé adolecía de la perspectiva que el tiempo después otorgue al acontecimiento y sus razones.
Y sostengo el particular matiz que subyace en el trabajo realizado pegado a la noticia que a nuestro presente concierne, porque también tuve la ocasión de ejecutar, y experimentar, un ejercicio muy diferente:
Un verano, el periódico La Vanguardia decidió recuperar, y que yo acompañara con mis dibujos, muchos de los antiguos artículos que sus propios corresponsales habían enviado cubriendo cruciales hechos históricos, en la época en que esos hechos sucedieron.
Siendo que me vi ilustrando el texto enviado hace un siglo por el periodista que se encontraba en Moscú en plena revolución en 1917; o el que notificaba sobre la batalla de Verdún en la Gran Guerra; u otro que daba cuenta del asesinato de Mahatma Gandhi.
El resultado fue que al testimonio directo del corresponsal de aquella época, implicado vitalmente en ello, no le acompañaba el mío gráfico porque, sin oportunidad de enriquecerlo al compartir la expectación que mi contemporaneidad con el suceso que él relataba le hubiera otorgado, le traicionaba ejecutando un simple ornamento, una ilustración inmune al hecho periodístico.
Ha escrito el diseñador Peret que mis imágenes no son meras ilustraciones sobre un texto ajeno sino opiniones propias sobre el mismo.
Y añade. “Encontramos en ellas la misma ferocidad que el Beato de Liébana recreando el Apocalipsis”.
Un piropo del que no soy merecedor, pero al que aspiro: Feroz testigo.
NOTAS
[1] Hasta la fecha han aparecido cuatro volúmenes que recogen sus ilustraciones y caricaturas para la prensa: Raúl, Cuaderno perplejo (1992); Según Raúl. Oficio de lectura (2008); Aquel que viaja, aquel que pasea (2011), y De la virginidad (2016).
[2] Viviane Alary: “L’illustration de presse selon Raúl, une métaphore visuelle du monde”, en Mitaine, B.; Rodrigues, J., y Touton, I. (dirs.) (2021): Scoops en stock. Journalisme dessiné, BD-reportage et dessin de presse. Ginebra, Georg Editeur, p. 265-279.