RITMO, TRANCE E INTERVALO ALUCINATORIO:
HACIA UN PENSAR HIPNÓTICO EN EL CÓMIC
Como sucede con la danza o la música, el horizonte rítmico del cómic es el trance, la embriaguez y la liberación del tiempo. Así como la contemplación de cualquier imagen singular nos sitúa ante el tiempo, ante la huella y el testimonio del instante en el que fue producida (Didi-Huberman, 2005), frente a la secuencia de imágenes conquistamos además otra posibilidad diferente: adentrarnos en el tiempo mismo. El acuerdo entre la mirada, la respiración y la mano que convoca cualquier dibujo comporta un descubrir, un constante ir descubriendo que el cómic amplifica a través de la discontinuidad, del salto constante de un dibujo a otro, de una viñeta a la siguiente. Al fin y al cabo, al deslizarse cadencioso del lápiz o la pluma sobre la página o el puntero digital sobre la pantalla le corresponde también la lectura como un fenómeno esencialmente rítmico, en el que, por encima de cualquier otra experiencia, entre el lector y la panopsis de la doble página y el álbum se desarrolla una fenomenología del ritmo, de las rimas, tanteos, cadencias y contramoldes con los que su propia temporalidad y su mirada se vierten entre las viñetas.
«Los sabios nos dicen que hace tres millones de años que el ser humano existe en la tierra. ¿Es posible que haya sido necesario todo ese tiempo para que la música de la naturaleza entre en él? No lo sé. Pero cuando observo los paisajes siento como una música que yo conozco antes de nacer. Y cuando sobre el papel yo trazo manchas, puntos, trazos, me siento como un músico», escribe el dibujante francés Edmond Baudoin en La musique du dessin (2005), la suma de una reflexión que ha desarrollado tanto en una serie de libros específicos como en el conjunto de su obra y sus performances que aúnan música y dibujo1. Con la premisa de considerar el cómic como una más de las regiones de una forma expresiva más amplia, la narración secuencial —junto a la pintura narrativa medieval, los códices mesoamericanos, los jeroglíficos o los lenguajes pictográficos o proto-escrituras de algunas sociedades ágrafas como los pueblos árticos o los indios de las llanuras de América del norte (Blanchard, 1974; Métais-Daudré, 1973)— el presente artículo pretende esbozar una concisa reflexión sobre la condición rítmica de un fenómeno que se denominará «trance del dibujante».
El trance del dibujante
Moebius: La desviación. |
La expresión «trance del dibujante» corresponde a Thierry Smolderen, que en uno de los textos más significativos en la historia de la crítica de cómic, Bande desinée, feuilleton et cerveau droit (1986), lo acuñó para denominar algo que todo dibujante ha experimentado alguna vez: esa especie de suspensión de la percepción, de la comprensión consecutiva del tiempo que se da al dejarse llevar por el trazo, casi siempre ligado a mecanismos rítmicos de repetición y en el momento que se produce una divergencia, una liberación con respecto a cualquier guión previsto. Naturalmente es posible pensar en las intrincaciones del trazo rítmico de Moebius en La desviación (La Déviation, 1973) o El garaje hermético (Le Garage hermétique, 1979), así como en obras sobre las que Smolderen pone el acento como el álbum de Tintín Los cigarros del Faraón (Les Cigares du Pharaon, 1934), de Hergé, Cyrrus (1983), de Andreas, o L’Evasion d’Ivan Casablanca (1986), de Claude Renard, todos ellos relatos atravesados por un verdadero arte de la fuga en el que o bien las viñetas o los trazos o los signos gráficos se multiplican o bien se disuelven sobre un blanco absoluto.
En Ecrits et propos sur l'art, Henri Matisse escribió «Quand j'exécute mes dessins (...) le chemin que fait mon crayon sur la feuille de papier a, en partie, quelque chose d'analogue au geste d'un homme qui chercherait, à tâtons, son chemin dans l'obscurité. Je veux dire que ma route n'a rien de prévu: je suis conduit, je ne conduis pas»2. Con ello, sugiere que en los momentos en que el trazo y la mancha adquieren mayor libertad se produce una suspensión del control consciente y calculado del pintor o dibujante, algo que también John Berger apunta al diferenciar la libertad del dibujo frente al carácter más construido de la pintura, a la que identifica con la construcción de un edificio a partir de un plano previo, en el que cada ladrillo debe encajar: «Un dibujo es un documento autobiográfico que da cuenta del descubrimiento de un suceso, ya sea visto, recordado o imaginado. Una obra “acabada” es un intento de construir un acontecimiento en sí mismo» (Berger, 2011: 8).
Cuando Berger añade, sobre su experiencia propia con el dibujo «Entonces empecé a ver de otra manera la superficie blanca del papel en el que iba a dibujar. Dejó de ser una página limpia, lisa, para convertirse en un espacio vacío. Su blancura se transformó en una zona de luz ilimitada, opaca, por la que uno podía moverse, pero no ver a su través» (Berger, 2011: 10), describe una disposición mental receptiva semejante a la que Moebius apuntaba en una entrevista recogida por Smolderen:
Il m’arrive parfois d’arrêter de dessiner d’un seul coup parece que c’est trop! Et je me dis: il se passe quelque chose, là. Je suis au spectacle, et c’est mon papier qui est la scène... Alors j’arrête part trop-plein d’échec ou de jouissance. Il se passe une histoire incroyable, une histoire parallèle, non écrite, à peine perçue, qui est celle du trait. L’histoire de la représentation par rapport à la mémoire visuelle, aux capacités qu’on a de la retranscrire dans un champ à deux dimensions...3
Smolderen parte de la hipótesis de que dibujar exige un tipo de disposición mental especial que, en ciertos momentos, se acentúa y provoca la experiencia límite del trance, de la alucinación. Su intuición puede concebirse como un eco de las investigaciones del teórico del arte Carl Einstein (1915, 1934) cuando se preguntaba de qué modo las piezas de arte sacro y tribal africano incorporaban el ritmo. ¿Por qué ciertas tallas rituales debían realizarse de noche, en soledad, siguiendo ciertos cánticos? ¿Cómo ese ritmo, ese estado de trance se incorpora a la talla? ¿Qqué sucede, en el caso del cómic, con esos pasajes de extrema libertad en los que la noción misma de viñeta queda abolida? ¿Qué sucede en la mente del dibujante y qué efecto genera sobre el lector esa suspensión plena de las tensiones entre continuidad y discontinuidad? Acaso todos hemos conocido ese estado, incluso en su manifestación más elemental: esos dibujos rítmicos, geométricos, que hemos esbozado en la escuela, mientras el profesor hablaba o al otro lado de una conversación telefónica demasiado tediosa.
De acuerdo con teóricos como John Ruskin (1942, 1961, 1964) o el etnólogo Franz Boas (1927, 1966), el ritmo precede siempre a la melodía, a la palabra o al contorno del dibujo en las respectivas labores del músico, el escritor o el pintor (Frye, 1977: 364). El rhytmos, como indica el psiquiatra Allen Weiss (2001), antecede al logos, algo que en sus investigaciones clínicas acerca de las imágenes creadas por enfermos mentales, el psiquiatra Hans Prinzhorn (1922) ha respaldado, y la etología se ha atrevido incluso a desmontar el tópico platónico que asegura que la percepción del orden es un privilegio del hombre: en The Biology of Art (1961), Desmond Morris ha descrito los experimentos realizados con el chimpancé Congo. En los primeros dibujos, el primate seguía un «patrón de abanico» y dibujaba siempre los trazos hacia su propio cuerpo. Pero cuando hubo fatigado el procedimiento, empezó a aplicar otros esquemas que introducían nuevos órdenes.
En ese momento, a juicio de Morris, el producto visual había adquirido más importancia que el placer del proceso dinámico de la producción y aparecía la intencionalidad. Sin embargo, lo que interesa en este caso es precisamente lo contrario: la dimensión regresiva presente en esa suspensión rítmica. Es posible contemplar los pasajes descritos por Smolderen como muestras de un pensamiento visual liberado del anclaje intelectual que proporciona la palabra. Aunque se sabe desde el s.XIX que sólo el hemisferio izquierdo es capaz de concretar su pensamiento en palabras, las investigaciones que el neurobiólogo Roger Sperry llevó a cabo en el California Institute of Technology durante los años cincuenta revelaron que el hemisferio derecho posee su propia forma de pensar, adaptada al tratamiento de problemas como el reconocimiento de formas o la interpretación de las representaciones espaciales en dos y tres dimensiones4.
Los trabajos de Sperry (1968, 1969, 1973) permitieron determinar la autonomía de este hemisferio mudo y sirvieron a la investigadora Betty Edwards para realizar un estudio aplicado de los procesos cognitivos provocados por el dibujo en sus, en situaciones en las que quedan abolidas las polaridades entre signo e imagen o continuidad y discontinuidad: en Drawing on the Right Side of the Brain (1979) concibe que el acto de dibujar implica un estado de conciencia contemplativo semejante a los trances ligeros inducidos mediante ciertas técnicas de relajación. La metáfora de su suspensión de la lógica encuentra explicación en la teoría de Edwards, según la cual en la cultura occidental existe una marcada tendencia a someter las percepciones visuales al modo cognitivo del hemisferio cerebral izquierdo y a contemplar el dibujo como una actividad intelectual, cosa que provoca que la mayor parte de los niños, después de la edad de siete u ocho años, dibujen según un modelo verbal.
Así, si ejecutan un retrato, descompondrán instintivamente lo visto en función de elementos significantes tomados del léxico verbal: ojo, boca, nariz, oreja, etc. A cada término corresponderá automáticamente un esquema estereotipado básico. Edwards constata que en los ejercicios realizados por personas que no suelen dibujar e, incluso, por muchos dibujantes, las zonas para las que no existe una clara denominación verbal aparecen indiferenciadas. Con un criterio práctico, Edwards aconseja, precisamente, centrarse en esas zonas anómicas a los aprendices de dibujantes, para recuperar el contacto con la intuición elemental y primitiva del espacio. Esa disolución de lo verbal es lo que singulariza la construcción del espacio en las viñetas de Moebius, cuyos dibujos solapan innumerables planos sin que eso genere confusión. Los ángulos, curvas, variaciones en el grosor del trazo y los minuciosos punteados orientan las superficies y crean un campo continuo que sugiere una espacialidad envolvente y, en la sucesión de las viñetas, estereoscópica.
Pesadillas de fondue
Smolderen y Bramanti: McCay. |
En una magnífica biografía en forma de historieta consagrada a Winsor McCay, el creador de Little Nemo, con el escueto título McCay (2000-2006) y con dibujos de Jean-Philippe Bramanti, el propio Smolderen, en calidad de guionista, parece sugerir esta idea del trance. Uno de los pasajes más destacados reproduce la época en que el joven artista tomaba clases de dibujo y perspectiva y compatibilizaba los estudios con su trabajo en el establecimiento de Detroit Sackett & Wiggin's Wonderland, una mezcla de museo, circo y feria donde esbozaba rápidos retratos que vendía al público. Una noche, su maestro John Goodison le presentó al matemático Charles H. Hinton, uno de los mayores especialistas mundiales en el estudio de la cuarta dimensión. Según Smolderen y Bramanti, Hinton invitó a McCay a cenar una fondue (welsh rarebit) en su mansión, le describió cómo intentar imaginar la proyección de un cubo sobre cuatro dimensiones y le propuso ilustrar su nuevo libro.
Pero tan prometedora velada se habría truncado cuando, al parecer y durante un descuido del anfitrión, el dibujante salió corriendo de la casa, presa del pánico. Nadie sabe con exactitud qué sucedió esa noche después de que Hinton explicase en qué consiste la cuarta dimensión, pero Smolderen y Bramanti especulan que McCay habría empezado a ser asolado por sueños extraños, fantásticos e inquietantes. Atribuyen, sin especificarlo, a esa experiencia enigmática la cristalización de algunas de las constantes de su obra: la obsesión por el sueño y la manipulación de las dimensiones espaciales y temporales, el intento de vulnerar el espacio euclidiano en sus viñetas para conseguir un espacio onírico privado de leyes eficientes o el recurso narrativo de las pesadillas provocadas por una cena pesada. La especificidad con la que ese abismamiento o trance del dibujante se presenta en los cómics de Winsor McCay es siempre una desbordante intuición espacial en la que la construcción rítmica y serial resulta fundamental.
Aunque, de acuerdo con el relato de McCay, finalmente el encargado de realizar los dibujos para el libro de Hinton habría sido su rival Silas, su muerte en una reyerta anarquista le habría permitido legar su nombre a McCay, quien lo utilizó como seudónimo para firmar Dreams of the Rarebit Fiend (1904-1911). De este modo, McCay diferenció esta obra, específicamente concebida para un público adulto, del canto a los ensueños de la infancia Little Nemo in Slumberland (1905-1914). Merced a mecanismos diferentes ambas ahondan en esa cuarta dimensión que, en el cómic, supone el encuentro entre el trance del dibujante y esa irrupción de la pérdida, lo serial y un ritmo capaz de horadar una especie de brecha o suspensión en la continuidad horizontal del relato. Dreams of the rarebit fiend repite un esquema constante: en cada nueva plancha, un adulto de clase burguesa, mujer u hombre, experimenta una situación de pesadilla, que va del ridículo al terror más extremo, a causa de una opulenta cena de rarebit fiend, un pastel de queso fundido galés.
Enterrados vivos, asediados por un elefante o un mosquito creciente, aquejados de hirsutismo o abismados a una boca ajena, los personajes de Dreams of the Rarebit Fiend siempre aparecen en situaciones opresivas sin escapatoria. La retórica onírica se pone al servicio de pesadillas donde la página se convierte en una auténtica jaula de la que no parece ser posible escapar. Sin embargo, en ocasiones se advierte la fuga provocada por un mecanismo rítmico-repetitivo abierto, como por ejemplo en una plancha fascinante, publicada el 7 de abril de 1907, en la que una mancha de tinta sobre la página va reiterándose y expandiéndose, en una ruptura del espacio convencional y el fuera de campo de las viñetas. En Little Nemo, el despliegue de una retórica onírica mucho más aérea (Bachelard, 1943) permite una liberación de otro orden con respecto al propio sueño del pequeño Nemo, en el que parece cundir el origen de los mecanismos reconocibles en autores como Moebius, François Schuiten, Didier Comès o Hugo Pratt.
En efecto, las páginas de Little Nemo in Slumberland aparecen a veces convertidas en umbrales, habitáculo y túnel a un tiempo: una baranda que surca, como una serpentina de juegos caprichosos toda la página, bosques de árboles gigantes que aparecen en una iteración rítmica infinita sólo detenida por el sfumatto, cuerpos, los de Nemo, Flip y el Imp convertidos en caleidoscopios o en anamorfosis maleables por mor de una sala de los espejos, imágenes que sólo admiten réplica cuando, en el límite de las normas y los modos tradicionales de narración (Pintor, 2017), aparecen autores en pleno nacimiento de la modernidad en el cómic como Alberto Breccia, Hugo Pratt, Moebius o Druillet, capaces de ahondar, sí, en esa grieta que se expande y se abre hacia un montaje en profundidad o «vertical» a través del cual se revela el fenómeno de «trance del dibujante» en solidaridad con una análoga reacción del lector.
Luc y François Schuiten: La desbandada. |
En una de sus historias cortas, La desbandada (La Débandade, 1979), recogida en el álbum Caparazones (Carapaces, 1982), Luc y François Schuiten se inspiran en la plástica de Dalí y en su Crucifixión (Corpus Hypercubus, 1954) para narrar una historia anodina en un mundo extraordinario. Las reglas de ese mundo determinan que la alteración o la excitación se traduzca en una visible desintegración del cuerpo humano en pequeños cubos que se separan entre sí, primero en el plano —como si fuesen viñetas—, y luego en el espacio. Un hombre, al que su pareja ha dejado plantado por dar signos visibles de exaltación en un bar, se marcha en bicicleta mientras se ve asolado por un viento huracanado que va dispersando los cubitos en los que, poco a poco, se ha ido desmenuzando. La secuencia que culmina este relato plantea una descomposición paulatina de la figura humana que constituye una manifestación, quizá mucho más controlada y menos espontánea que las de Moebius, de un ensimismamiento, de un trance silencioso.
La desbandada de cada pequeño cubo del protagonista en el horizonte parece invocar la voluntad que toda página alberga de proyectar cada forma espacial sobre una cuarta dimensión, que en este caso corresponde al propio imaginario de la historieta. Dentro de él, la percepción imaginaria del espacio que pudo acuciar a McCay en la noche de su huida de la casa de Hinton sigue ostentando el papel de matriz espacial relacionada con el sueño, en una asimilación de lo que Jean Libis (1994: 150) ha denominado «musique du silence» en el terreno de la pintura5. En el álbum Nogegon (1990), también de los hermanos Schuiten, las modelos del escultor, recubiertas de una substancia especial, dejan la huella de sus movimientos y coreografías en forma de esculturas cinéticas o «artrazos», que suponen también proyecciones en profundidad del ritmo, en un trabajo sobre la métrica, el compás y lo audible, que es esencialmente continuo, frente a la discontinuidad de las viñetas.
La cueva de los sueños olvidados
Ante la secuencia de imágenes estáticas el lector u observador queda siempre librado a una situación de reciprocidad e interacción con las figuras representadas diferente a la que se da en la relación con la imagen única, una modalidad perceptiva que hemos explorado en diferentes lugares (Pintor, 2007, 2015, 2015b, 2017, 2017b, 2018). Frente al friso de un códice iluminado, una pintura narrativa medieval o un cómic, se revela un tipo de conocimiento o «sabiduría épica» que, como ha señalado Walter Benjamin (1969), induce al lector a experimentar la sensación de aproximarse al lugar «donde se halla adormecido el “«recuerdo del origen”» que los hombres han reprimido»6. A diferencia de lo que sucede con la imagen única, que espolea el afán de poseer o dejarse poseer por su influjo, la concurrencia de diversas imágenes es una invitación a soñar, a entrar en relación dialéctica con ellas.
De acuerdo con Benjamin, que coleccionaba libros ilustrados y proto-historietas, la lectura de secuencias visuales conlleva un cierto carácter revolucionario, por cuanto comporta una sustracción regresiva del tiempo y resulta «inherente a lo arcaico y lo marginado». Es significativo cómo al internarse en las cuevas de Chauvet con una cámara en Cave of forgotten dreams (2010), el cineasta alemán Werner Herzog acaba construyendo una película sobre lo arcaico, el trance y la participación regresiva, una suerte de danza donde cualquier hilo analítico se disuelve ante la aproximación a esas imágenes con cuyo gesto liminal se inaugura nuestra tradición visual. En un acuerdo manifiesto con Sigfried Giedeon (1992) y con Bataille en su ensayo sobre Lascaux (2003), Herzog parece identificar la creación de constelaciones de imágenes con la propia identidad del homo sapiens y con la necesidad evocativa subrayada por Salomon Reinach en L’art et la magie (1903).
Werner Herzog: La cueva de los sueños olvidados (fotograma) |
La obra de Reinach, influida por las ideas de J. G. Frazer, el autor de La rama dorada: magia y religión (The Golden Bought: A Study in Magic and Religion, 1890), apareció en un momento marcado por el acceso al conocimiento del arte rupestre de los «primitivos contemporáneos», sobre todo de las pinturas bosquímanas de África del Sur (1898), circunstancia que se añade a todas las fracturas de lo visible que se anudan en torno al tránsito entre siglos. Como ha señalado Marie-José Mondzain (2003), el momento en el que se acuña la noción «arte parietal» o prehistórico a partir del estudio de las grutas de la Mothe en Eyzies coincide con el auge de la fotografía, el nacimiento del cine, los inicios del psicoanálisis y la eclosión del cómic en la prensa de masas, a través del que la memoria visual de la humanidad se revela como una «hydre polycéphale: l’image surgit de l’inconscient, des mythes et de la théologie mais aussi de la préhistoire, de la science et de l’industrie» (Mondzain, 2003: 68).
Precisamente por eso, es frecuente que las formas visuales prehistóricas hayan sido interpretadas como arte, cuando, como recuerda Estela Ocampo en su estudio Apolo y la máscara, (1985:19) siempre fueron “prácticas estéticas imbricadas”, esto es formas pre-artísticas cohesionadoras integradas en un contexto ritual que resulta muy diferente del arte occidental emancipado y autónomo con respecto al resto de actividades humanas. Esas imágenes que Herzog imagina animadas por el parpadeo de las antorchas, de las danzas, no sólo fueron caminos hacia un conocimiento épico primordial, sino también figuras dentro de verdaderos santuarios donde se aúnan lo sobrenatural, los animales totémicos con poderes, la caza, la acción y la fascinación proyectiva. —¿Acaso es muy diferente en ese aspecto la dimensión imaginaria de los superhéroes en la cultura contemporánea?—.
La comunión entre prácticas visuales prehistóricas y de época medieval que Coomaraswamy (1944, 1977, 1990, 1987: 303) ha identificado siguiendo las tesis del antropólogo Lévy-Bruhl en La mentalité primitive (1922) se cifra en torno a la noción central de participación, que también define bien el pacto entre dibujante y lector en los fenómenos de «trance» en el cómic contemporáneo. Para Didier Comès, cuya poética de manchas e imágenes solarizadas se inscribe en una génesis que atraviesa la obra de Hugo Pratt y Alberto Breccia y se remonta a Milton Caniff o Noel Sickles, las Árdenas es el escenario en el que ensamblar la dimensión regresiva, mágica, de las pinturas parietales con el cómic. Así, la presencia de cultos ancestrales en Las lágrimas del tigre (Les larmes du tigre, 2000), Silencio (Silence, 1980) y La Belette (1983) y la condición numinosa de los seres naturales en La casa donde sueñan los árboles (La Maison ou rêvent les arbres, 1995) se conducen, de manera habitual, hacia una suerte de estallido de imágenes primordiales en el que las propias representaciones parietales prehistóricas tienen un peso fundamental, con frecuencia en un punteo tachista que prolonga la propia materia de los cuerpos de los personajes.
Didier Comès: | Iris. |
Cuando la adolescente protagonista de Iris (1990), desnuda, se tiende sobre una gran piedra durante su iniciación en el bosque, Comès hace desencadenarse una constelación de imágenes animales en torno a la idea seminal de la serpiente, que desemboca en la imagen totalizadora, alquímica, del huevo cósmico, de igual modo que la imagen que cierra El árbol-corazón (L’Arbre-coeur, 1988) entrevera en un mandala totalizador la mariposa con el árbol de los sueños, y es quizá ésta la obra en la que más se contamina el ritmo físico del regreso a casa de la reportera Ambre, tras perder un ojo en la guerra en Afganistán, con el universo de los sueños y los episodios de trance que le devuelven al mundo de los sueños de su infancia, de la leyenda del caballero atrapado en el roble que franquea su casa, a la condición primera desde la que apreciar la secuencia rítmica como catalizador regresivo.
En el ensamblaje entre la construcción rítmica, el clímax de la historia y los arquetipos animales se revela, en la obra de Comès, lo que Marius Schneider señala en su estudio El origen musical de los animales-símbolos en la mitología y la escultura antigüas (1998): «Es tan fuerte la idea de las huellas como parte esencial del individuo, que tales huellas vienen a identificarse casi por completo con el ritmo propio del mismo, por cuanto la huella viene a ser la reproducción o la imitación rítmica exacta del ritmo original. Seguramente, esta concepción, basada en la observación de las huellas, arraiga en la mentalidad de los cazadores primitivos. El individuo que imprime su ritmo y el ritmo impreso (la huella) forman una relación semejante a la del ritmo creador con el ritmo concienzudamente imitado» (Schneider, M. 1998: 125).
El sueño del marinero
Hugo Pratt: Fábula de Venecia. |
Pero es quizá en los álbumes de Corto Maltés, de Hugo Pratt, donde la presencia de esas secuencias oníricas o alucinatorias bordea, de manera más poderosa, la posibilidad de disolver las lindes entre dibujo, blanco intericónico y signo gráfico. Del sueño ambientado en la Atlántida del pequeño Tristán Bantam en Cita en Bahía (Sous le signe du Capricorne, 1970) hasta la alucinación de Corto Maltés en el álbum Fábula de Venecia (Favola di Venezia, Sirat Al-Bunduqiyyah, 1977), en la que el marino dialoga con una serie de caligrafías árabes, se constata la reiteración de un mismo fenómeno: una figura pasiva, casi siempre Corto, se adentra en un espacio visual y narrativo en el que la figuración se desvanece y se transforma en una sucesión de trazos rítmicos y formas caligráficas. Ante las grafías árabes, como ante los hexagramas del Yijing, Corto Maltés afronta la descorporeización y la transformación de los signos gráficos en una mera pauta rítmica.
«Cuando un adulto entra en el mundo de los cuentos es para siempre, ¿No lo sabías, Corto?» —susurra la voz de Boca-Dourada en la apertura de Corto Maltés en Siberia (Corte Sconta detta Arcana, 1974), mientras la punta de un pincel traza las diferentes líneas de un hexagrama del libro adivinatorio chino conocido como Yijing o I Ching, el Libro clásico de los cambios7. Además de constituir una nueva metáfora del diálogo entre la discontinuidad de las viñetas y la continuidad de la lectura, el detalle de los hexagramas reclama la atención del lector tanto sobre la opacidad del propio signo gráfico, convertido en un mero patrón rítmico, como sobre las líneas (yao) yang y yin, esto es continuas o quebradas, de cada uno de los trigramas. De igual modo que en la pintura y en la escritura tradicional china, en las viñetas de Pratt importa menos la emulación mimética de la realidad que el equilibrio sutil entre lo lleno y lo vacío, que la dinámica interna del trazo, acaso incluso que la respiración.
En uno de los álbumes de su última etapa, Las helvéticas (Les Helvetiques, 1987), Pratt relata el viaje que Corto Maltés emprende en compañía de su amigo, el profesor Steiner, hasta la mansión de Hermann Hesse en Montagnola. Lejos de hallar al escritor, Corto y Steiner son recibidos por uno de sus personajes, el pintor protagonista de El último verano de Klingsor (Klingsors letzer Sommer, 1920) a la edad de doce años, una figura presentada como psicopompo o guía de almas hacia un más allá surcado de formas iconográficas del medioevo. En la sucesión de planchas 6, 7 y 8 del álbum8, Corto es confrontado con un friso de figuras medievales. «¿Pasamos adentro?», señala Klingsor. «Da la impresión de entrar en un salón del siglo XIV con esas figuras», responde Corto, antes de que el pequeño Klingsor se miniaturice, arguyendo que es una proyección mental de Herman Hesse y del poeta medieval Wolfram von Eschenbach (1170-1220), trovador o minnesänger, autor de Parzival.
En tres viñetas, Klingsor se convierte en una figura más del fresco que decora una de las paredes de la villa, y se transforma en caballero, a imagen y semejanza del aspecto con el que fuera representado en el Codex Manesse (1305-1340)9. La tira de tres viñetas que muestra a Corto Maltés minimizándose en la plancha 2010 y le franquea la entrada en la edición iluminada del Parzival de von Eschenbach. El cuerpo del personaje no se ve inmerso en la acción sino que se convierte, como la mirada del lector, en el hilo que restituye la continuidad a las diferentes secuencias que se desarrollan conforme a la mecánica de los sueños. A diferencia de lo que resultaba más frecuente en las primeras obras de Pratt —desde Asso di Picche (1945) y Ernie Pike (1957) hasta La ballata del mare salato—, Las helvéticas no se funda en el movimiento narrativo, en la acción, sino en el carácter rítmico de las líneas y los espacios en blanco.
Hugo Pratt: Las Helvéticas. |
Por eso, se entiende que las figuras con las que dialoga el marino sean medievales, inspiradas en frescos, salterios y códices y en ilustraciones de la Vulgata. Por esa misma razón, Pratt no articula esas líneas con escrituras alfabéticas —excepto, por supuesto, en el caso de los textos de los bocadillos o filacterias—, sino con escrituras pictográficas, de igual modo que en Mû (1988) o Corto Maltés en Siberia. En la mayor parte de esas fugas de Corto Maltés, así como en la avalancha de piedras de De otros romeos y otras julietas (Les Ethiopiques, 1972) o el baile de Tango (1985), se acusa una emergencia del punteado de la línea. Los movimientos continuos sobre la hoja de papel se resuelven en una suerte de campos hipnóticos que revelan un tipo de consciencia semejante a la que persigue Hergé cuando, en los márgenes de los bocetos a lápiz de Tintín en el Tíbet (Tintin au Tibet, 1959) dibuja volutas ornamentales o cuando Moebius, en Arzach, dibuja matizando cada volumen con miles de líneas casi microscópicas, hasta que afloran las imágenes hipnóticas.
Sobre el plano de lo narrativo-visual adquiere forma un mundo que no corresponde al del lenguaje, en el que la memoria de los objetos deja de tener importancia y pasan a primer plano las percepciones holísticas del espacio y, con ellas, los fenómenos de autosimilitud y equilibrio dinámico, que adquieren su más pura expresión (Pintor, 2017). Grafías, trazos y manchas son los verdaderos protagonistas y, en el extremo de su dinamización, se confunden y entran en una fase de indiferenciación. Ambas razones hacen que esos pasajes recuerden a los logogramas de Dotremont, a la obra de artistas como Jacques Calonne, Jack Keguenne o, sobre todo, a las series de Henri Michaux inspiradas en los movimientos de la mariposa y en las formas dinámicas de los caracteres de la escritura china que estudió durante sus viajes por Asia. Esos dibujos —por ejemplo la serie Movimientos (Mouvements, 1949)— se rigen por patrones basados en el equilibrio y la asimetría dinámicos, y sus trazos, como los de los caracteres, mantienen una armonía y un orden preestablecido en el trazado, sólo que en este caso su funcionalidad es puramente expresiva, del mismo modo que los espacios en blanco, los intervalos, que el poeta perseguía en un auténtico arrebato en su Misérable miracle (1956): «Blanc fou, exaspéré, criant de blancheur. Fanatique, furieux, cribleur de rétine. Blanc électrique atroce, implacable, assassin. Blanc a rafales de blanc. Dieu du “blanc”».
La Tierra de las visiones
En el extraordinario estudio Jack Kirby. Una odisea psicodélica (2016), Roberto Bartual alude a los ensimismamientos del dibujante, a su capacidad de abstracción, que le permitió captar el espíritu de su época y, desde el cómic de superhéroes, de Fantastic Four a la saga del Cuarto Mundo, Thor o Los eternos, adelantarse a la psicodelia o el movimiento hippy con sus formas fractales y collages cósmicos. Ese mismo ensimismamiento visionario reaparece en un sinfín de obras de todos los tiempos, desde la concatenación cinética de rostros en el metro de Master Race (1955), de Bernard Krigstein, hasta las escenas de guerra de Pratt en Ernie Pike (1957), el viaje de La Noche (La Nuit, 1975), de Philippe Druillet, la voluptuosidad de las danzas de Magda y los espectáculos de cabaret en Keko, el mago (2009) y Los tangos de Keko (1982), de Carlos Nine, las secuencias coreográficas de Le Portrait (2002), de Edmond Baudoin o incluso el despliegue secuencial de las obras de Gianni de Luca. Sin embargo, es en la obra de Moebius dónde el fenómeno del trance en su condición rítmica adquiere una manifestación plena.
En manos de Moebius, la herencia de McCay, su experimentación con el espacio y el tiempo coloniza también las formas, las convierte en
sustancias fluidas y volátiles y cartografía territorios imaginarios antes inexplorados. De hecho, casi todos los personajes de Moebius destacan por ser figuras «ingrávidas en medio de la luz fosfórica de un limbo solar», como destacó su amigo Federico Fellini (1979). Moebius ha sido capaz de abordar por igual el relato de los paisajes globulares de su ojo izquierdo en Made in LA (1989) o la creación de figuras espaciales paradójicas como el «interior-externo» de El Incal (L’Incal, 1981-88) merced al uso de gradientes continuos e inversiones del espacio real sobre la página.Moebius: El garaje hermético. |
En El garaje hermético, de las múltiples estructuras iterativas que se desvelan, a través de líneas de relleno, vaciamientos, saturaciones y volutas que se encabalgan sobre las viñetas, destaca una de las páginas, que muestra con minucia un laberinto-intestino (p.12), un prodigio de lo que el dibujante William Hogarth (1753) llamara en su momento intrincaciones al estudiar los patrones decorativos de la pintura. Dichas intrincaciones son «aquella peculiaridad en las líneas que la componen, que guían el ojo hacia una especie de caza caprichosa»11. Esas líneas decorativas que ponen en correlación el trance del dibujante con la experiencia del lector, y que se reiteran desde las obras de McCay hasta las de Andrea Pazienza constituyen esa historia secreta del trazo a la que alude Moebius en la entrevista realizada por Smolderen.
Lo que se impone en El garaje hermético, así como en Starwatcher o La desviación no es la continuidad retórica, sino la continuidad establecida a partir del dinamismo. «La continuidad en el dinamismo suplanta las discontinuidades de los seres inmóviles (...) El movimiento tiene más homogeneidad onírica que el ser. Asocia a los seres más diversos. La imaginación dinámica pone “en el mismo movimiento”, y no “en el mismo saco”, objetos heteróclitos y he aquí un mundo que se forma y se une ante nuestros ojos» (Bachelard, 1943: 236). En esa lógica dinámica reside el camino del «trance del dibujante», que Wilhelm Busch ya abordase de manera especialmente juguetona en tan temprana fecha como 1864, entregándose al albur del humo de una pipa de tabaco en “Christian y la pipa” (Christian mit der Pfeipfe. Eine rauchphantasie, 1864).
En esa historieta, la prohibición de un padre a su hijo de usar su pipa en su ausencia, se convierte en una invitación a fumar, y a un recorrido que va cabriolando entre viñetas, marcando con libertad la direccionalidad tanto como un paisaje abstracto de auténtica «imaginación sin imágenes»12. Se hace necesario definir un espacio teórico fenomenológico donde la aproximación a esas formas dinámicas coexista con la aproximación a la idea de imaginación misma. Para ello, resulta posible acudir a la fenomenología de la imagen poética del ya mencionado Gaston Bachelard (1938, 1942, 1948, 1952, 1957, 1960) así como al método comparado de Albert Béguin (1993). Ambos cauces deben convivir con un conjunto de herramientas metodológicas capaces de definir el espacio de la condición mediadora de la imaginación. El fundamento estructural que propone Gilbert Durand en Las estructuras antropológicas de lo imaginario (1960), amparado en los estudios conductuales de autores como Betchérev, se ensambla así perfectamente con las investigaciones del islamólogo Henri Corbin.
Quizá porque, como Marshall McLuhan señala en su ensayo Del cliché al arquetipo (1998: 387 y ss.), Occidente carece de ciertas distinciones que las tradiciones místicas del Islam establecieron con respecto a la imagen y a la imaginación resulta interesante acudir, en estas reflexiones sobre el «trance del dibujante», al apoyo de un sistema interpretativo capaz de contemplar lo que la tradición occidental denominó como drôleries y grotesques bajo una óptica que permita desplazar la mirada desde el contenido iconográfico más evidente de la imagen a su naturaleza rítmica. En efecto, si la vindicación de la imaginación agente quedó asociada a lo irreal y las falsedades de la fantasía en Occidente —con las excepciones de una cadena áurea de artistas y filósofos como Plotino, William Blake, Heráclito, Pico della Mirandola, Swedenborg, Shakespeare, Coleridge, los románticos alemanes o Jung—, algunas de las categorías que propone el sufismo conciben, en primer lugar, que la imaginación creadora es el fundamento de todo pensar, crear, creer y amar.
Anticipándose al «giro teológico» de la fenomenología contemporánea y con la idea de que filosofía y revelación no tienen por qué discurrir por separado, el islamólogo Henri Corbin, alumno de Heidegger y seguidor de los trabajos del arabista Asín Palacios (1932, 1946, 1992), desarrolló un sistema interpretativo no sólo para la gnosis chií, cuyo concepto hermenéutico central es el ta’wil— literalmente: reconducir, llevar una cosa a su origen—, sino también para entender la imaginación como un auténtico órgano de la percepción transensorial (Cheetham, 2019:34). Es en su sistema de pensamiento donde cabe encontrar respuesta una pregunta fundamental ¿Pueden contribuir una hermenéutica y una fenomenología específicas, atentas a la centralidad de la imaginación, a elucidar el fenómeno del trance en el dibujo y la escritura de cómics? ¿Es posible apelar a un sistema interpretativo a priori tan ajeno como el de la los estudios de islamología sin que ello suponga un desplazamiento violento o carente del contexto adecuado?
Craig Thompson: Habibi. |
Corbin (1996) sostiene que «algunas tradiciones (...) afirman que los animales ven cosas que, entre los seres humanos, sólo los místicos visionarios son capaces de ver». Entiende, además, que la facultad simbólica permite que, a los ojos de un individuo, un determinado objeto pueda ser otra cosa totalmente diferente y ese «ser» no constituya únicamente un compromiso de suspensión de incredulidad sino también una experiencia real y sensible13 de la cualidad «otra» de las formas, aserto que coincide con la definición de imaginación que ofrece Gaston Bachelard (1943: 9): «la facultad de librarnos de las imágenes primeras, de cambiar las imágenes. Si no hay cambio de imágenes, unión inesperada de imágenes, no hay imaginación, no hay acción imaginante».
“Le he visto tal y como estaba en condiciones de percibirlo (Talem eum vidi qualem capere potui)”, tal y como señala Corbin (1960: 92-93) es lo único que el Apóstol Pablo es capaz de comentar sobre la Transfiguraci ón de Cristo. Esa podría ser la apostilla empleada para la aproximación a todo tipo de Visiones, tanto en la historia del arte como de la religión. «Salir del donde» (Corbin, 1981: 82) añade Corbin, cuya obra admite ser leída no sólo como una teología sino como un programa fenomenológico desde el que revitalizar una noción de imaginación cuyas categorías interrogan a la tradición de la filosofía occidental ¿Qué vemos? ¿Cómo vemos lo que imaginamos? ¿Cómo llegamos a ver lo que imaginamos?
De acuerdo con Corbin (1964), las categorías que el misticismo sufí y la gnosis chií14 proponen en sus diferentes vías (turuq) aceptan, en primer lugar, que la imaginación creadora (‘âlam mitâlî)15 ejerce como facultad cognoscitiva; media entre la percepción sensible y el entendimiento y da pie a un mundo «tan real ontológicamente» como el de los sentidos y el del intelecto. Además de estudiosos de la imaginación como Gilbert Durand y Gaston Bachelard, algunos pensadores occidentales del siglo XX como Sartre o Foucault han intentado subrayar ese valor de la imaginación al señalar que existe «en la sutura entre el cuerpo y el alma» (Foucault 1973: 70), pero no han alcanzado a delimitar su función cognoscitiva, que en Occidente empezó a ser reducida a partir de la Edad Media16.
En el contexto de la gnosis islámica, se considera que ese mundo intermedio guarda una correspondencia entre lo interno y lo externo. En él se percibe el sentido espiritual de los textos y los seres. Constituye un «intermundo» (Corbin 1971-1973) y no una mera alegoría, ya que asume una función noética o cognitiva propia: permite acceder a una región del ser que sin él resultaría inaccesible. Henry Corbin ha encontrado en la expresión latina mundus imaginalis el equivalente literal del vocablo árabe que designa la función mediadora de la imaginación, ‘âlam mitâlî. Además, dentro de la filosofía de la luz irania, la Xvarna17, la imaginación creadora se resuelve en la configuración de un verdadero «paisaje imaginal», visualizado de manera plena y detallada y cartografiado con fidelidad por algunos místicos como Ibn ‘Arabî18 (1165-1240).
En vista de estos matices, el término «imaginal» permite distinguir una parcela muy específica dentro de las categorías más amplias de la imaginación y lo imaginario y, si bien tiene su origen en el estudio de la mística sufí, puede tomarse gracias a su naturaleza mediadora, como categoría hermenéutica y fenomenológica a la hora de analizar fenómenos relativos a la imaginación y, sobre todo, a una concepción de ésta como sujeto agente y mediador, capaz de crear un intermundo. En el ta’wil, la hermenéutica de esa gnosis, podemos ver la raíz de un corpus teórico desde el que observar, con otros ojos, la preeminencia de esa imaginación liberada de trabas lingüísticas a la que aluden Springer, Betty Edwards y Smolderen. Al fin y al cabo, la narración secuencial a través de imágenes estáticas apela, ante todo, a la dimensión agente de la imaginación, al imaginal.
El reclamo hacia el tiempo propio del lector que lleva a cabo el cómic, junto con la suspensión de las ataduras lingüísticas en el «trance del dibujante» posibilitan la percepción de espacios perfectamente cartografiables, maleables, a los que es posible regresar, como ese Desierto-B al que Moebius regresó en sus últimos álbumes, Inside Moebius (2009-2011). No resulta nada casual que, en su libro El bailaor de soledades (Le danseur des solitudes, 2006), Georges Didi-Huberman hable del ritmo y la danza como formas de posesión y creación de espacio vitual. Ciertas categorías sobre el ritmo y la temporalidad del flamenco, indica, como la jondura, el rematar o el templar soean fundamentales para entender la experiencia de las imágenes, y resulta imposible no advertir la coincidencia del vocabulario del flamenco y la tauromaquia con el de los místicos, por cuanto en los tres casos se alcanza a hablar del deseo como exceso y no como carencia, como ha analizado también Michel de Certeau.
Esa misma dinámica de la posesión y el exceso, la «carencia de nada» y la suspensión de la percepción sucesiva del tiempo que se opera durante el trance del dibujante establecen un paradigma de regresión. Como la que Carl Einstein (1915, 1934) subraya como condición perceptiva esencial para la producción de piezas tribales. Tal como indica Gino Frezza (1987), durante la lectura de cómic se opera lo que el psicoanalista D. W. Winnicott denomina un fenómeno transicional, sobre el cual es posible desplegar una mecánica de regresión19. Pero esta regresión no sólo debe ser concebida en el plano perceptivo o incluso lingüístico, sino como retorno, casi hipnótico y por la vía del ritmo, a ese enclave al que Benjamin aludía como fundamento de un conocimiento épico, instintivo, en muchos sentidos ritual.
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Notas
1 Baudoin, Questions du dessin (2002), Taches de jazz (2002).
2 Apud. Rosset, Christian, "Sensibles familiarités" (1986: 96).
3 Entrevista publicada en Synopsis. Apud., Smolderen, 1986.
4 Véase: Springer, Sally P. y Georg Deutsch, Left brain, right brain (1981) y Changeux, J.-P., L'Homme neuronal (1983).
5 Término que Libis (1994) ha acuñado para la plástica visual a partir del estudio de la obra Música callada de Frederic Mompou y de la aplicación de categorías procedentes de la obra La musique et l'ineffable (1983) de Vladimir Jankélevitch.
6 Walter Benjamin: Über Kinder, Jugend und Erziehung, Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag., 1969; Giulio Schiavoni: “Frente a un mundo de sueño. Walter Benjamin y la enciclopedia mágica de la infancia”, en Walter Benjamin: Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes, Buenos Aires: Nueva visión, 1989, pp. 11-15.
7 El origen de este libro oracular se remonta al inicio de la dinastía de los Chou (1122-221 a.C.) y, según la tradición, los autores fueron cuatro santos: Fu Hi, el rey Zhu Wenwang, el duque de Zhougang y Confucio, en diferentes periodos, desde el s.XI al V a.C.
8 13, 14 y 15 de la edición española. Hugo Pratt, Las helvéticas. Madrid: Totem Cómics, 1990.
9 Codex Manesse o Grosse Heidelberger Liederhandschrift (1305-1340, Heidelberg, Biblioteca de la Universidad, Cod. Pal. Germ. 848), fol. 149v.
10 28 de la edición española, cit.
11 W. Hogarth, The Análisis of Beauty (1753). Apud, Gombrich, 1999: 96.
12 En otros lugares, hemos abordado la existencia de una estética bática análoga a la vía negativa o apofática de la mística (Pintor, 2018b; 2019).
13 Corbin parte, para ello, de la experiencia que G.-T. Fechner relata en su libro Sobre el problema del alma (1861: 170-171). Fechner relata que en el curso de un paseo se sintió dominado por la experiencia concreta de que La Tierra era un Ángel, y luego analiza la naturaleza de esa experiencia que, en unas tradiciones se entendería como momento de intuición mística y en otras como apertura de conciencia, sincronicidad o integración de la actividad de los hemisferios cerebrales.
14 La situación del creyente en el mundo en el Islam es, fundamentalmente, hermenéutica. El término haqîqat designa la Verdad Espiritual, a la que el misticismo aspira a acceder a través de la experiencia y la gnosis. Según algunos autores, el término sufismo procede del árabe sûf, que significa ‘lana’ y alude al manto o khirqa blanca de los sufíes. Ibn’Arabi lo hace derivar de la raiz safâ (‘blanquear’), y una explicación menos aceptada lo relaciona con el griego sophos, ‘sabio’. En cualquier caso, dicho término designa el misticismo islámico, que nació en los márgenes de la religiosidad oficial, y cuya esencia se cifra en ligar la áscesis a ese principio de exégesis y revelación, llamado ta'wil —literalmente: reconducir, llevar una cosa a su origen— y aplicado no ya a un texto sino al alma. Para una aproximación general, véanse Martin Lings, ¿Qué es el sufismo? (1981); Henry Corbin, Historia de la filosofía islámica, 1994, pp. 175 y ss., y C. Bonaud, Introducción al sufismo (1994). Por otra parte, Annemarie Schimmel ha desarrollado una monografía de referencia en Le Soufisme ou les dimensions mystiques de l’Islam (1996) a partir de la obra Corbin y Paul Nwyia.
15 Literalmente «mundo del espejo», que corresponde al llamado mundo imaginal de la teología islamo-persa.
16 Si bien, como Durand (1963, 1996, 2000), Culianu (1999) o Patrick Harpur (2006) han estudiado, existe una “cadena áurea” de filósofos y artistas que —de Plotino a Blake, Yeats o Jung—salvaguardan en Occidente esa defensa de la imaginación como instrumento gnoseológico en los siglos ulteriores y hasta llegar a la actualidad (Pintor 2001).
17 En el Irán islamizado del siglo XII, el místico o shaykh Suhrawardî restauró la teosofía de la antigua Persia sasánida: el mazdeísmo zoroástrico, que había sido la religión de Estado hasta la conquista árabe. Apoyándose en ella, quiso establecer una filosofía de la Luz (Xvarnah) que otorgase particular importancia a la angelología avéstica, muy diferente de la occidental y que sólo entiende al ángel como presencia visualizable bajo los rasgos concretos de un individuo real. Véase Suhrawardî, L’Archange empourpré. Quinze traités et récits mystiques (1976). Véase además la exhaustiva investigación que Mehdi Amin Razavi (1997) ha desarrollado al respecto
18 Ibn ‘Arabi subraya que el saber de los teósofos tal y como aparece formulado con respecto al imaginal es de naturaleza diferente que el de la religión positiva (sharî’at): mientras que ésta está basada en la Ley de Mohammad, aquél se basa en la ley de Idrîs, dice. En tanto que tras la figura de Idrîs en la tradición islámica se transparentan las de Seth, Henoch y Hermes, es posible afirmar que remonta la tradición de los filósofos a la hermética. Hermes es, para las corrientes místicas y filosóficas del Islam, el padre de los Sabios, de modo que Ibn ‘Arabi inscribe la tarea de los teósofos y su aproximación al mundus imaginalis dentro de la tradición gnóstica, concebida no como fenómeno particular de una religión sino como Welt-Religion. No es ocioso, por esa razón, destacar que los gnósticos buscaron en Irán a sus primeros antepasados (Quispel 1951: 7, Corbin 1995: 28). En sus textos principales, El libro de las revelaciones recibidas en la Meca, Las contemplaciones de los misterios, El tratado de la unidad y en su testamento espiritual Los engarces de la sabiduría (Fusûs al-Hikmâ), el esquema de los mundos descansa sobre el eje de la percepción, la consciencia y el conocimiento imaginativos. Véanse Asín Palacios 1931, Corbin 1977 y Chittick 1994: 67 y ss.
19 Frezza, 1999: 45. Se refiere a Juego y realidad (1974) de Winnicott, argumentando "Questa situazione è tipica dei fenomeni transizionali che riguardano un'area intermedia di esperienza del soggetto, di fusione e indistinzione tra l'interiore soggettività dell'individuo e il mondo oggettivamente condiviso. Tale area intermedia di esperienza è la sede stessa del gioco, in ciu si fa uso dello 'spazio potenziale tra individuo e ambiente (e originariamente l'oggetto)' (Winnicott, 1974: 173)".