Resulta natural que, cada vez con mayor frecuencia, los estudios sobre el origen de la narración gráfica se esfuercen en señalar el importante papel que desempeñó en la historia de este medio el pintor y grabador inglés William Hogarth (1697-1764).[1]Aunque Hogarth no fue el primero en iniciar el relato en imágenes, sí que le corresponde el mérito de haber sentado las bases de una serie de técnicas narrativas que, con el tiempo, permitieron que este tipo de relato evolucionara hasta convertirse en lo que hoy conocemos por el nombre de historieta o cómic.
La relación entre narración gráfica y medios de masas, igual que la del periodismo, se remonta a los orígenes de la imprenta. Desde mediados del siglo XV empezaron a circular por Europa hojas volanderas con relatos en viñetas, abordando temas de carácter esencialmente popular: vidas de santos, ejecuciones públicas, complots contra la corona, propaganda luterana, propaganda antisemita, milagros, asesinatos célebres, disputas maritales, etc.[2] La estructura de estos relatos puede parecernos tosca hoy en día ya que en ellos se afirma una total dependencia de la imagen con respecto del texto, similar a la que sufrían las aucas levantinas y catalanas tan populares durante el siglo XIX. Estas narraciones gráficas presentaban secuencias de imágenes que a duras penas resultaban comprensibles para el “lector” analfabeto, pues las claves para entender de qué modo estaba relacionada una imagen con la siguiente se encontraba en las leyendas que figuraban debajo de las viñetas. Hay casos en que las imágenes no iban acompañadas de textos explicativos, pero en ellos, la ausencia de la palabras no se debía a que el artista hubiera encontrado el modo de hacerse entender mediante el uso exclusivo de la imagen, sino a que la historia que relataban era ya de sobras conocida por su público, bien porque formaba parte del acervo popular (como es el caso de la secuencia de las torturas de San Erasmo citada por Scott McCloud en Entender el cómic)[3], bien porque estaba basada en un texto preexistente (caso de Boerenverdriet, una serie de cuatro estampas de B.A. Bolswert y David Vinckboons inspiradas en una obra de teatro).[4]
«Lo que quería era componer pinturas sobre el lienzo igual que se construye una representación escénica; y lo que es más: que a éstas se las juzgara por el mismo rasero que se le aplica al teatro… Me he propuesto tratar mis temas igual que lo hace el escritor dramático; mi cuadro es mi escenario, los hombres y las mujeres son mis actores, los cuales, con sus gestos y acciones, representan una suerte de pantomima muda.»[5]
A Rake`s Progress, obra de 1735, traducida como La carrera de un lascivo o, también, La carrera de un libertino. |
A pesar de todo esto, las innovaciones de Hogarth no se limitaron al terreno de lo formal, sino también a su postura ideológica sobre el tema que abordaba. Para entender la importancia histórica de La carrera de una prostituta es conveniente recordar que el tema de la prostitución no suponía ninguna novedad para la narración gráfica. La prostitución era uno de los asuntos más recurridos por los relatos en imágenes a lo largo y ancho de Europa, llegando incluso a constituir un curioso precedente del género pornográfico. Ni que decir tiene que una considerable cantidad de los grabados sobre prostitutas provenían de Venecia, donde se editaba todo tipo de publicaciones relacionadas con este tema, incluido el Catalogo di tutte le principal et piu honorate cortigiane (finales del s. XVII), que todo visitante debía poseer si quería sacar provecho de la mayor atracción turística de la ciudad.[6]
Dentro de este género de relatos gráficos sobre la prostitución existían dos modelos bien diferenciados: uno basado en las vicisitudes de la prostituta y otro dedicado a las aventuras de sus clientes, a los que se alude en las tiras gráficas italianas por el término “lascivos” (lascivi), y que Hogarth trató en su siguiente narración: A Rake’s Progress (La carrera de un lascivo, 1735). Las historias que obedecen al primer modelo tenían siempre el mismo patrón: el aburrimiento lleva a una chica virtuosa de orígenes humildes a tener una aventura; la aventura le invita a tener más romances, sobre todo si sus nuevos amantes financian su manutención; y a partir de estos romances va cayendo paulatinamente en las formas más precarias de prostitución, bajo condiciones cada vez más degradantes que provocan, al final del relato, bien su arrepentimiento y la consiguiente redención, bien su muerte por enfermedad venérea o por simple desnutrición.[7] Los relatos dedicados al lascivo tenían una estructura similar, también basada en la degradación física y moral, pero diferenciándose en algunos detalles con respecto a las narraciones sobre prostitutas. Al contrario que ellas, el lascivo pertenece, por lo general, a una buena familia y lo reprobable de sus acciones no reside tanto en su lujurioso comportamiento como en su forma de malgastar la fortuna de sus padres. En cierto modo, se trata de una estructura narrativa heredada de la parábola del hijo pródigo, la cual fue muy popular en las narraciones gráficas del Renacimiento y el Barroco.
Fig. 1. Hogarth, William (1731): La carrera de una prostituta, primera estampa, Londres.
Pero quizá el tipo de signo que resulta más interesante tanto en La carrera de una prostituta como en el resto de secuencias de Hogarth, es el índice. Los índices Peircianos son, propiamente dichos, las pistas que sigue el detective para entender qué ha ocurrido en la “escena del crimen”, cuáles son las motivaciones de los implicados y cuáles sus intenciones. Un buen número de índices nos permiten entender la situación que presenta la primera estampa. Moll es una campesina en busca de trabajo. Al llegar a Londres no sospecha que acabará convirtiéndose en prostituta, pues su intención es, en un principio, trabajar al servicio de una casa decente. Estos datos se deducen de diversos signos cuya presencia en escena está motivada por una relación causal. Por ejemplo, sabemos que Moll es una chica de campo porque acaba de bajar de un carruaje procedente de York, línea que era muy utilizada por los campesinos del norte para ir a Londres.[14] También son índices de su procedencia la rosa que lleva prendida del corpiño y el pañuelo que le cubre los hombros;[15] no son símbolos, sino prendas típicas que cualquier campesina de la época se hubiera puesto para causar mejor impresión en la gran ciudad. La intención de Moll es probablemente ofrecer sus servicios como doncella, motivo por el cual se ha acicalado al bajar del vagón, llevando siempre a mano, en la bolsa, unas tijeras por si en alguna casa le exigen demostrar sus dotes como costurera.
Una de las características que separan a los índices, por un lado, de los iconos y los símbolos, por el otro, es que mientras el significado de estos últimos es inequívoco ya que depende o bien del parecido objetivo, o bien de un código externo y objetivable, los índices en cambio pueden dar lugar a interpretaciones divergentes. Por ejemplo, ¿por qué tiene el futuro “chulo” de Moll, Francis Charteris, la mano en el bolsillo? Este es un detalle que suele ser pasado por alto en los principales comentarios a la obra de Hogarth publicados antes del siglo XX,[16] y sin embargo para Thierry Groensteen es un índice claro de que Charteris está anticipando el placer que le proporcionará su nueva empleada masturbándose.[17] Es una posibilidad, por supuesto; y una posibilidad más que justificable si consideramos la querencia que Hogarth tenía por los detalles escabrosos (recuérdese la estampa titulada Gin Lane, en la que aparece un niño empalado accidentalmente en un rastrillo por su propio padre; o el perro que, en medio de una lección de anatomía, devora el corazón que se acaba de caer de un cadáver en la última estampa de Las cuatro etapas de la crueldad). Y sin embargo, también es posible que aquello con lo que esté jugueteando Charteris sea simplemente un puñado de monedas en el bolsillo, en anticipación no del placer físico, sino de los beneficios económicos que sacará de Moll.
Fig. 2. Hogarth, William (1731): La carrera de una prostituta, segunda estampa, Londres.
Con toda seguridad, Hogarth era consciente de que los índices causales están mucho más condicionados por las expectativas del “lector” y por la forma en que éste proyecta su imaginación en ellos para interpretarlos. Por esa razón se valía de ellos de forma ambigua para producir equívocos deliberados como el de arriba. En el caso de la mano de Charteris el equívoco es trivial, pero en otras ocasiones la ambigüedad interpretativa que los índices arrastran consigo afecta al mensaje central de su discurso. Si la primera estampa, mediante el símbolo del sacerdote y los iconos de la celestina y el proxeneta, nos presenta a la prostituta como una víctima inequívoca de estos agentes sociales, Hogarth evita caer en el discurso paternalista, en la imagen amable de la prostituta como una “presa fácil e inocente”, cuando en la cuarta estampa de la secuencia nos muestra cómo una compañera de prisión y profesión (fig. 4), alardea de botines nuevos, que no son otros que los que Moll llevaba en una escena anterior (fig. 2). De la interpretación que hagamos de este índice, los botines, dependerá el juicio que nos merezca la amiga de Moll. ¿Cómo han ido a parar esos botines a su poder? ¿Se los habrá regalado Moll o tal vez se los habrá robado en un descuido? Mediante interrogantes como éste, Hogarth plantea un dilema básico de la condición humana; la víctima, con frecuencia, se convierte en verdugo extorsionando a sus semejantes con la misma crueldad con que la extorsionaron a ella.
La complejidad y el realismo con que Hogarth presenta este tema choca con el retrato lleno de imprecisiones sobre la carrera y el estilo de vida de la prostituta que, para algunos autores como Anthony Simpson, ofrecían las novelas de la época,[18] entre las que podemos citar Moll Flanders de Daniel Defoe (1722), Fanny Hill de John Cleland (1748) o Clarissa de Samuel Richardson (1748). La protagonista homónima de la novela de Defoe, por ejemplo, disfruta de una larga carrera, la cual se anuncia ya en el título completo de la novela: «fue prostituta durante doce años, esposa durante cinco, doce años ladrona, ocho años convicta en Virginia, hasta que por fin obtuvo una fortuna que le permitió vivir honestamente y morir arrepentida».[19] Sin embargo, la realidad de las prostitutas y de las ex prostitutas de la época era muy diferente. Datos posteriores a Hogarth y a Defoe confirman una alta tasa de mortalidad entre las prostitutas londinenses (5.000 al año, según una estadística publicada en The Times en 1785), lo cual nos indica que, al contrario de lo reflejado en Moll Flanders, «la carrera de una prostituta era bastante corta y, por lo general, acababa con una muerte temprana». La carrera típica de una prostituta durante el siglo XVIII en Inglaterra es probable que se pareciera más a la de Moll Hackabout, quien después de su llegada a Londres apenas consigue sobrevivir ocho años, a juzgar por la edad que tiene su hijo en las dos últimas estampas (fig. 5 y 6).
Para Anthony Simpson el motivo de la idealización a la que en general se sometía a la figura de la prostituta en las novelas del siglo XVIII (incluidos el triunfo social con el que culminan sus carreras, fruto de su arrepentimiento), se debe a un ejercicio de doble moral característico de la época. Mientras que, por un lado, se consideraba que la prostitución era un problema social por sus «asociaciones con la enfermedad, el crimen, el desorden público, la inmoralidad y la erosión de la vida familiar», por otro, era percibido al mismo tiempo como un mal menor «necesario para aliviar la tensión sexual masculina y proteger, de este modo, la respetabilidad de las mujeres decentes».[20] A esto se debe que los novelistas abordaran la cuestión dándole un fuerte barniz de fantasía que Hogarth intentó evitar.
Hogarth no cae en ningún momento en el tópico de retratar a la prostituta como la simple víctima de un sistema basado en la explotación. Nos da pistas, índices suficientes para que podamos considerar hasta qué punto no intenta también ella sacar provecho de la situación (como, por otro lado, haría cualquiera en su lugar). En la segunda estampa (fig. 2), Moll recibe a su pudiente querido en la residencia que éste mismo le ha proporcionado. Nuestra protagonista tumba de una patada una mesilla de té, para estupor de su querido. ¿Por qué razón lo ha hecho? En el tocador de la izquierda hay una pista importante: una máscara que, por descuido, Moll ha dejado a la vista de todos. La máscara es un índice de lo ocurrido la noche anterior: Moll asistió a una mascarada, donde encontró un nuevo amante que ahora vemos al fondo, tratando de escapar antes de que lo vea el dueño de la casa.
Se nos presenta a Moll, por tanto, como a una pícara y, si bien las simpatías de Hogarth están de su lado, en la tercera estampa nuevos índices nos presentan el problema como una cuestión que va más allá de la oposición binaria entre víctimas y verdugos (fig. 3). Moll, expulsada de casa por su querido, vive ahora en un miserable apartamento de Drury Lane. Por la derecha entra en escena otro personaje conocido de la época, John Gonson, un magistrado que en su momento emprendió una cruzada en contra de la prostitución para obtener notoriedad política. Moll es una pieza más en su juego, pero la situación es bastante más compleja de lo que parece. Gonson difícilmente podría haber arrestado a Moll solo por ejercer la prostitución, y menos encontrándose ésta en su casa, ya que durante el siglo XVIII la prostitución en Londres era perseguida en general solo en la calle y «cuando iba a asociada a una conducta desordenada, a la indecencia pública o a algún otro crimen […] A las prostitutas no les afectaba las leyes contra el vagabundeo [Vagrancy Acts] de 1609, según las cuales no se criminalizaba el acto de abordar a un hombre en la calle».[21] Dado que el concepto de “conducta desordenada” es lo suficientemente amplio como para que un agente de la ley lo pueda interpretar del modo que quiera, en ocasiones se aplicaban estas leyes para detener a prostitutas callejeras; y sin embargo, en la mayoría de estas ocasiones el juez las absolvía por arresto indebido.[22]. Debido a la doble moral aludida anteriormente, la ley era, al contrario de lo que pueda parecer, bastante laxa a la hora de perseguir la prostitución. Cuando un magistrado, como Gonson, quería hacer carrera de ello, debía basar sus cargos en otros crímenes y esto es precisamente lo que ocurre en la tercera estampa de La carrera de una prostituta.
Es bastante probable que Moll no haya sido detenida por ejercer la prostitución sino por su complicidad en diversos robos. Mientras entra Gonson, vemos cómo ésta sostiene un reloj, probablemente una pieza valiosa a juzgar por su taimada sonrisa. El reloj es sin duda fruto del robo, puesto que Hogarth incluye en la escena un índice que deja bastante patente la admiración que Moll siente por los bandoleros. En la pared de la izquierda hay un retrato del capitán MacHeath, un célebre bandido en el que se inspiró el dramaturgo John Gay para escribir The Beggar’s Opera (1728), y en el que Bertolt Brecht y Kurt Weill basaron a su vez al protagonista de su Ópera de los tres centavos (1928), Mackie el Navaja (quien a su vez, y para cerrar el círculo, sirvió de referencia para un personaje clásico de la historieta española, el Makinavaja de Ivá). Sobre el dosel de la cama, otro índice nos confirma definitivamente el origen del reloj: una caja con el nombre de James Dalton, otro famoso bandolero de la época que se ha convertido en el amante de Moll.
Al incluir estos índices en escena, Hogarth no está culpabilizando a Moll de sus infortunios; se trata simplemente de un intento de presentar el problema de la prostitución en toda su complejidad, introduciendo un elemento de ambigüedad ética. Aparentemente La carrera de una prostituta se ciñe a la estructura clásica de las tiras italianas citadas anteriormente, incluyendo como coda final el “castigo” de la prostituta, que asume casi siempre la forma de muerte por enfermedad venérea. El hecho de que Hogarth dedique nada menos que dos estampas, las últimas de la secuencia, a plasmar los pormenores de la muerte de Moll, permite que el relato conserve una apariencia de cuento moral. Sin embargo, Hogarth ha sembrado dudas suficientes a lo largo de la narración con el fin de subvertir la típica moraleja burguesa de las tiras italianas, la cual podríamos resumir en que una vida de vicio conduce inevitablemente a la muerte. Moll, efectivamente, fallece después de haber contraído la sífilis o una enfermedad similar, así lo demuestran los lunares postizos con los que cubre las marcas que su dolencia le ha dejado en la cara (figs. 2, 3, 4 y 5). Sin embargo, y una vez más, numerosos signos gráficos diluyen la responsabilidad personal de Moll, repartiéndola entre varias instituciones sociales: la institución carcelaria (es evidente que el empeoramiento de su salud se debe, a juzgar por la expresión de su cara en la fig. 4, a la insalubridad de la prisión de Blackwell) y la profesión médica (dos médicos se pelean en la fig. 5, discutiendo sobre cuál es mejor tratamiento para el mal que padece Moll, sin que al parecer les importe mucho el desmayo que ella sufre mientras tanto). También estos datos quedan expresados mediante índices: hay una relación causa-efecto entre la enfermedad de Moll y su gesto doliente en la escena de la prisión; mientras que, en la siguiente estampa, los objetos que los doctores sostienen en la mano, medicamento en forma de píldora uno, y una solución embotellada el otro, nos aclaran la causa de su discusión.
Figs. 5 y 6. Hogarth, William (1731): La carrera de una prostituta, quinta y sexta estampas, Londres.
«Dada la fuerza de la imaginería popular [presente en novelas como Clarissa y Moll Flanders] resulta quizá innecesario profundizar en la psique masculina del siglo XVIII para explicar la simpatía que se ofrecía a la prostituta en los tribunales y de una manera más tangible en otros sectores de la sociedad. La existencia de una clase de mujeres cuyas vidas parecían ser verdaderamente horribles, y que además estaban a merced de personajes viciosos, no puede ser ignorada por ningún sistema de valores esencialmente masculino. Esto es así tanto dentro de un sistema de clase media que defiende la contención y la moralidad, como en un sistema de clase alta o baja que celebre los valores masculinos de la valentía y el honor. Los valores patriarcales que sirven de cimiento al ego masculino, sustentan también la protección de estos seres débiles e indefensos.»[24]
La carrera de una prostituta no se adscribe a esta corriente bienpensante en cierto modo motivada por un sentimiento de culpabilidad masculina, pero tampoco a la anterior. La escena de la tercera estampa (fig. 3) es muy significativa al respecto. Moll no es detenida injustamente por ejercer una profesión que no ha elegido; es detenida por su asociación con un conocido criminal. Pero aunque podamos culpar en cierto modo a Moll por esto, Hogarth tampoco esconde que sus decisiones personales quedan siempre subordinadas a la voluntad y a los deseos de los personajes masculinos que tiene a su alrededor. ¿Hasta qué punto es ella responsable de los robos de su amante? Y por otro lado, ¿no es Moll al fin y al cabo una simple pieza dentro del juego político del magistrado Gonson? Al negarse a introducir comentarios en forma de texto Hogarth evita emitir un juicio personal sobre las decisiones que toma Moll, limitándose a presentar los hechos en forma de índices para que sea el propio lector quien juzgue. Es tarea del lector, ante la situación que se presenta, decidir si Moll es realmente responsable de sus propias decisiones o no.
[26] Altarriba, Antonio. “Los inicios del relato en imágenes. Los grabados de William Hogarth”.