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LÁPICES DEL OTRO SIGLO. Una evocación, somera, de la actividad historietística en Montevideo, Uruguay, durante el último tercio de la pasada centuria

por Carlos M. Federici

   

Portada de "Balazo". # 6, con historietas de Barreto y Federici

Fue en 1968 cuando se me ofreció la primera oportunidad. Nacía (para vivir fugazmente) Barry Coal, el primer detective negro de las historietas.

Por esas fechas, Montevideo, Uruguay, historietísticamente hablando, era un páramo.

En los periódicos aparecían restos decadentes de pasadas glorias: Rip Kirby, Ben Bolt y El Príncipe Valiente se habían convertido en sus propios espectros, con Raymond prematuramente fallecido, Cullen Murphy más y más desinteresado y Foster ya muy en la tercera edad. Por su parte, las revistas de historietas editadas en México que llegaban a Uruguay sólo contenían anémicas versiones de sus entrañables títulos de otrora. Aunque no era suya la culpa, sino de los efectos deletéreos causados por la Comics Code (una suerte de Código Hays sui generis) en los originales de EE UU

No mejoraba el panorama en lo vernáculo: José Rivera, uno de los más brillantes autores del género a nivel local, se sumía en un retiro voluntario, luego que los originales de su obra maestra, Ismael (1960), le fueran aviesamente sustraídos. Julio Suárez (a quien en Uruguay podría llamarse “el Pope” de la narrativa secuencial), desaparecido en 1965, era más recordado por sus incursiones en el periodismo satírico/político que por sus “queridas criaturas de papel”. Las nuevas generaciones ni siquiera habían oído mencionar a El Pulga, Peloduro o La Porota. Los puntales, en esos tiempos, eran los eternos Geoffrey Fola(dori) y Angel Umpiérrez, dibujantes humorísticos de dilatada trayectoria y amplia aceptación popular, el segundo de los cuales continúa en actividad hasta hoy día.

Pero entonces el emprendedor Federico Fasano lanzó su primera —sonada— propuesta periodística con un nuevo formato: el tabloide en colores. Periodista argentino radicado en nuestro país desde principios de los años sesenta (con intervalo de exilio político interpuesto), Fasano constituyó una figura polémica y “transgresora”, al menos para nuestros parámetros. Llevó su audacia al extremo de pretender dar lugar preferente en su periódico a tiras de historietas de producción nacional. Pero se vivían tiempos difíciles en lo político, y las baterías de Fasano apuntaban primordialmente en esa dirección: “tabanizar” al oficialismo.

Tal afán crítico habría de costarles caro tanto a él como a mi malhadado debut: su diario le fue clausurado por decreto antes de que mi detective negro alcanzase la tierna edad de 25 días... Desde luego que yo ni pensaba en pronósticos tan funestos cuando apareció la primera publicación de Barry Coal (un detective negro del FBI, que deambulaba por Nueva York resolviendo asesinatos con la asistencia de dos ayudantes blancos, toda una novedad para la época, incluso a nivel mundial). Con un poco más de veintiséis años, algunos precedentes en la narrativa (publicaba en la revista Mundo Uruguayo —una verdadera institución en nuestro periodismo por espacio de varias décadas— desde 1961) y un inmoderado gusto por el cómic de corte americano, me sentí complacido al comprobar que la competencia a que me enfrentaba no parecía de temer. Las historietas que completaban la página de aquel tabloide eran todas humorísticas, de línea sencilla. En verdad, el medio local no había sido nunca propicio para la vocación de historietista serio.

Años atrás, en 1959, se había producido un intento de editar revistas nacionales de historietas. Lo hizo una agencia de publicidad aprovechando una conexión con cierto syndicate yanqui, lo cual le aseguraba una provisión (posiblemente pirateada) de las historietas clásicas: Rip Kirby, Mundos Gemelos, As Solar, Lalo Saxon y otras, cuando todas conservaban aún su tradicional calidad. Como complemento, un puñado de dibujantes autóctonos hacía sus primeras armas en lo que sin duda era (igual que en mi caso) el género de sus amores.

Ahí figuraban trabajos de Douglas Cairolis, discípulo incondicional del mejor Raymond, Celmar Poumé, que reverenciaba a Fred Harman, Oscar Abín, mucho más conocido en años posteriores por su poderoso sentido de lo cómico, y sobre todo, el ya citado Rivera, aunque de éste solo se reeditaba su primera historieta, Patricio York, el gringo de las cuchillas, originalmente publicada en el diario El Día. La aventura finalizó en desastre, con el agravante de una defraudación de los exiguos fondos de la flamante empresa editorial, perpetrada por uno de sus "socios fundadores".

Ni siquiera se me dio tiempo a gestionar mi solicitud de ingreso al plantel de dibujantes, pese a que ya entonces tenía esbozado mi Barry Coal, profanamente concebido en los márgenes de mis cuadernos de Preparatorios de Derecho.

Pero al llegar 1968, según pensaba yo,  los tiempos eran otros, confiaba más en mi capacidad y con el añadido de un concurso de “Descubra al Criminal”, organizado a mis (enfáticas) instancias en torno a la aventura inicial de Barry Coal, la cosa no podía fracasar. Recibí incluso alguna opinión halagadora  (“ritmo americano, eficaz recreación de los maestros de la historieta”), que mi experiencia, más que mi inmodestia, deglutió encantada. Me sentía digno sucesor de mis ídolos de la Golden Age, fresca en mí todavía la herencia de Stan Drake, Elliot Caplin y H.G. Oesterheld —el guionista argentino por excelencia—, de reciente consumo, y prolijamente trasvasados.

La ilusión duró poco, empero. Ya ingresaba como dibujante de la Oficina de Prensa de la Intendencia de Montevideo (artista y todo, tenía que comer igual que el resto de los mortales);  encajoné por un tiempo originales e ilusiones, y no fue sino hasta 1972 que lo intenté de nuevo.

Entre tanto, nuevas figuras iban abriéndose paso.

El matutino El Día brindó las páginas de su suplemento infantil a dos de los creadores que mayor repercusión habrían de tener en nuestro panorama. Williams Gezzio, nativo de Nueva Palmira (departamento de Colonia, 1945), tomó por asalto a la capital, Montevideo, sin otras armas que su diploma de la famosa Escuela Panamericana de Arte (con sede en la vecina orilla), y una irrefrenable vocación, avalada por su raro sentido de la profesionalidad. Muy pronto se hizo conocer como uno de los más versátiles profesionales del medio, tan hábil con la ilustración de época como con la historieta de dibujos infantiles. También producía chistes, figuritas para álbumes, cubiertas de libros y cortos de animación; todo ello a un nivel bastante más alto de lo que era común por estos lares.

En el otro extremo, y con cierta timidez, el juvenil Eduardo Barreto (Montevideo, 1954) ubicaba sus primeros trabajos junto a los de Gezzio. Pronto consiguió superar las vacilaciones del comienzo, para iniciar una brillante  —y meteórica— carrera internacional. Años más tarde irrumpiría con buen éxito en las publicaciones de la Editorial Columba, de Buenos Aires. Después, su período en los EE UU: las más famosas empresas del cómic del mercado americano, Marvel y DC (y con posterioridad Dark Horse Comics) le abrieron sus puertas por turno. Aunque virtualmente inédito a nivel local, se convirtió en figura prominente en su medio de adopción profesional. Se ha obstinado, sin embargo, en residir en el terruño, reclamado por la nostalgia, según alguna vez ha confesado.

Pero retomemos el hilo: decía que volví a intentarlo.

Aprovechando una licencia anual de mis labores burocráticas, preparé una historieta del género con el que me sentía más identificado: Dinkenstein pretendía condensar todo el bagaje acumulado en devorar revistas de horror clásicas y películas de monstruos. Ambiciosa, además, llevaba textos escritos en inglés, pues era mi cándida ilusión colocarla en Nueva York; ilusión que, lamentablemente, no llegó a cumplirse.

En 1973 la publicó una revista argentina, Noches de Horror, aunque de esto sólo me enteré por casualidad. Más adelante, se la incluyó entre una selección de mis relatos de ciencia ficción que el editor belga Bernard Goorden, un enamorado de Latinoamérica y de su narrativa, compiló en un número especial de su magazine Ides... et Autres, con circulación europea. ¡La criatura hablaba en francés!... No terminó ahí su carrera: tuvo otras apariciones, dos de ellas en suelo oriental. Al fin y al cabo no le fue del todo mal, aunque debo confesar que en uno de los casos obró un cierto porcentaje de parcialidad. La revista Más allá de la Medianoche, que albergó al ente infernal en 1985, tenía como director a quien suscribe... En fin: también somos humanos los autores.

Montevideo, 1980... Emergíamos penosamente de un desdichado proceso dictatorial; y en esa época nacieron las revistas de humor, que lanzarían las primeras protestas bajo la forma de sátiras ilustradas, comenzando con El Dedo, dirigida por Antonio Dabezies, uno de los más dinámicos e inteligentes periodistas que hemos producido. En esas páginas, una generación de historietistas instauraría su manera de decir en la narrativa gráfica: Tabaré Gómez, Pancho Graells, Alvaro Alcuri, Fermín Hountou (“Ombú”), “Tunda” Prada, Cibils, entre varios más, todos magníficos en su género; todos, también, convincentes en sus respectivos estilos. La mayoría se perpetuó en Guambia (otra revista de humor, mucho más longeva que la anterior), siempre bajo la batuta de Dabezies, hasta la lamentada extinción de este singular órgano de prensa a fines de los 90s; pero ninguno de ellos abordó la temática del  thriller , ni la de suspenso, o de fantasía científica.

Eso habría de llegar más adelante. Entre tanto, yo aventuraba otra incursión. Había estado dedicándome con preferencia a la narrativa, y mis relatos policíacos y de ciencia ficción se vieron privilegiados con la aceptación de públicos extranjeros. Exóticamente, llegué a verme traducido al finlandés e incluso al japonés. Por otra parte, descubrí que me costaba bastante Jet Galvezmenos trabajo pergeñar, con un mínimo de decoro, un cuento de ciencia ficción o una novela de crímenes, que terminar, a mi entera satisfacción (y sin sentirme asaltado por sentimientos autodestructivos), una serie de páginas de cómic.

Pero el célebre “bichito” tiene el aguijón agudo: no podía desprenderme del todo de mi afición por los cuadritos en secuencia. De manera que en 1980 —mientras los humoristas discurseaban a su modo— lancé mi propio mensaje, esta vez dirigido a públicos juveniles. Yo sentía que tenía algo distinto que ofrecerles, a fin de llenar el vacío que en mi opinión dejaran las publicaciones extintas o corrompidas. Fue el nacimiento de "Jet" Gálvez, una historieta destinada a sobrevivir a las anteriores, aunque tampoco por demasiado tiempo.

Barry Coal había supuesto la transposición al medio de una serie de estereotipos exitosamente utilizados por la historieta americana. Dinkestein, más adelante, pretendió recrear los lineamientos clásicos del género “de horror” —desvitalizado primero por el Comics Code, desnaturalizado después por una generación prematuramente amargada —, en beneficio de toda una pléyade de nuevos lectores que no habían tenido el privilegio de conocer el trabajo de los inmensos Bob Powell, Will Eisner, Graham Ingels, o el mismo Alberto Breccia en su época de Vito Nervio.

Ahora  “Jet” Gálvez se empeñaba en ser (al menos en la optimista concepción del autor), a la par que inofensivo divertimento, compartido alegremente por creador y público, una suerte de ferviente homenaje a otros modos de pensar y de sentir, penosamente sepultados bajo la carga de dos accidentados decenios... Insté a mis jóvenes lectores a integrarse en el espíritu de mi propuesta y —¡casi un milagro en el páramo nacional!—, se me respondió.

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Nota del autor:

Este artículo se ha realizado a partir de la refundición ad hoc de un texto publicado en el número 2 de la Revista Latinoamericana de Estudios sobre la Historieta, editada en Cuba (junio de 2001), y propone una evocación de determinado período vivido por el autor, sin intentar por ahora una “puesta al día” sobre el tema, la cual bien podría ser motivo de alguna próxima colaboración para la presente publicación.


[ © 2002 C.M. Federici. Publicada en Tebeosfera 020430 ]