“Cuando ganemos seremos al
fin más respetados”
(Héctor Germán Oesterheld)
Lirismo y compromiso.
En la historia de los tebeos existe un buen número de obras que se
caracterizan por una voluntad estética: su actitud lírica. No se trata
de historietas que se sustenten en la imitación de lo poético, ni
tampoco que se valgan de un carácter estrictamente “autobiográfico”. Por
lírica hemos de entender aquel conjunto de creaciones que se estructuran
en torno al reflejo consciente de una actitud vital. Ni es exclusivo de
un género en concreto, aunque sea el género poético el que por
naturaleza ha ofrecido mayor espacio y cantidad de recursos a dicha
actitud, ni trata de ofrecer un informe detallado de la vida y milagros
del creador. Tan sólo es el canal adecuado por el que encauzar la
expresión cierta y directa de nuestra verdad interior.
En el caso concreto de la historieta encontramos una diversidad
manifiesta de formas y presentaciones de lo lírico que suelen oscilar
por regla general entre la parodia ácida y mordaz de la personalidad
(como muchas historietas adscritas al movimiento underground
entre las que destacan las de Robert Crumb) y el pausado ritmo de las
vivencias que conforman la rutina de nuestra existencia diaria (género
en el que autores como Will Eisner o Carlos Giménez se erigen como
maestros). Aunque el eje es amplio y diverso, las coincidencias en
cuanto a su estructura y puesta en escena son evidentes: presencia
expresa del autor como personaje protagonista de la trama,
representación gráfica atendiendo a los sentimientos del autor /
narrador, recurrencia constante a textos de apoyo en los que reflejar
estados de ánimo que den testimonio de confidencialidad, de intimidad
abierta al lector.
La extensa producción del guionista argentino Héctor Germán Oesterheld
responde a la lenta formación de un aliento lírico. Desde sus primeros
escritos, Truila y Miltar, sus primeras historietas, “Alan y
Crazy” o “Lord Commando”, y sobre todo su primer serial, Bull Rocket,
y hasta su abrupta desaparición, todo en Oesterheld se subordina a
la consecución de un mismo fin: labrar un espacio narrativo propio en el
que desarrollar su voz, real o imaginaria. Oesterheld va abriendo un
hueco dentro de su propia narrativa en el que deposita un sin fin de
sentimientos despiertos, que no despertados, en su conciencia
individual. La suya más que a una evolución paulatina responde a una
inclusión progresiva de los distintos fundamentos líricos anteriormente
señalados; unos elementos presentes desde las primeras muestras de su
trabajo hasta sus realizaciones finales. Fieles testamentos literarios
de unos momentos de dolor y pesadumbre en los que Oesterheld halla
cierto refugio y consuelo en la dura lucha sostenida contra una sociedad
desigual e injusta. Objetivo al que consagró la vida y obra de sus
últimos años.
Testimonio.
En 1957 Oesterheld inició junto a Hugo Pratt la publicación de Ernie
Pike, uno de los más relevantes cómics bélicos de la historieta
mundial por mostrar la humanización de personajes y ambientes épicos a
diferencia de otras obras del mismo género. Los autores rompieron con
diversos patrones de la época: el maniqueísmo a ultranza (Oesterheld,
aventajado discípulo de Conrad, parte de la máxima que ni los héroes
tienen por qué ser buenos, ni los cobardes ruines y malvados); la visión
desnaturalizada de la guerra y sus consecuencias (con toda la carga
zolesca que pueda tener dicho término siempre y cuando tengamos en
cuenta que en el relato épico lo “natural” es ensalzar heroicidades no
describir la destrucción resultante); y la exaltación del combate (los
héroes de Oesterheld nunca se entregan ciegos a la lucha, tienen miedo
de acabar sus días sin el calor de los suyos...)
El cariz renovador es manifiesto, mas Oesterheld y Pratt no propugnaban
el rechazo del canon épico tradicional sino su reforma. Para ello
Oesterheld (más que la estética a lo Caniff de Pratt) empleó su propia
voz, dotó a sus personajes de su ideario de bien social, de fe en el
prójimo, y también, de su miedo a sufrir injusticias, y todo ello con la
intención de presentar héroes humanizados, reales, dispuestos a
sacrificarse por los demás. Una voz que se integra dentro del conjunto
épico enmascarada bajo la apariencia de un personaje como Ernie Pike
(cuyo rostro era el de un joven Oesterheld, aunque estuviera también
inspirado en Ernest Pyle, uno de los más reputados corresponsales de
guerra norteamericanos), un cronista de los testimonios de los que jamás
tendrían oportunidad de ser escuchados.
Poco tiempo después, Oesterheld emprendió junto a Solano López una de
las aventuras que determinaron su estilo propio, junto con Mort
Cinder y Watami: El Eternauta, más en concreto su
primera parte publicada en Hora Cero desde su núm. 1 (de 4-IX-1957).
Es aquí dónde afloraron las primeras muestras de un Oesterheld maduro,
reconfortado por la independencia editorial que inauguró un periodo de
esplendor en sus letras y en la historieta argentina, junto a Alberto
Breccia (para Sherlock Time), Arturo del Castillo (Randall),
Solano López (Rolo), Pratt (Ticonderoga)... Todo en la
editorial de su fundación Frontera. Era un Oesterheld afable y entregado
el de esta etapa; o al menos esa sensación produce la relectura de las
primeras páginas de El Eternauta. Un Oesterheld en paz consigo
mismo que trabajaba tranquilamente en su estudio hasta bien entrada la
noche. ¿Y por qué Oesterheld se presenta como un personaje más de su
historia? No debemos pensar todavía en un proceso lírico pleno; éste no
ha hecho más que empezar a desarrollarse aunque su lactante aparición
dota ya a El Eternauta de un carácter personal que le hace
destacar sobre el resto de su producción para Frontera.
Si en Ernie Pike encontrábamos la primera manifestación de estos
elementos en pos de una reforma de los esquemas épicos, en El
Eternauta hallamos una personalización inicial del mismo. Tomando
como excusa narrativa la persecución de un verismo identificador que
acercase el tebeo a sus lectores (un guiño a la versión radiofónica de
La Guerra de los Mundos de Orson Wells), Oesterheld se ofrece a
sí mismo como enlace presto entre el mundo de la realidad y el ficticio.
Y al hacerlo muestra también sus pensamientos más profundos: la soledad
del Robinson («El Eternauta, inicialmente fue mi versión del Robinson.
La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la
muerte». Oesterheld, 1994), el miedo o más bien la inquietud ante las
sorpresas que a veces puede deparar la vida con la impotencia
consiguiente (como reza el abierto final: «¿qué hacer?, ¿qué hacer para
evitar tanto horror?»; aunque la nueva pregunta: «¿es posible evitarlo
publicando todo lo que El Eternauta me contó?», resulte demasiado
artificiosa).
Si Ernie Pike implica ponerle voz a los vencidos por parte de un
narrador que relata siempre la epopeya de aquello que le han contado,
El Eternauta la concede de pleno derecho. Es ahora el Oesterheld de
ficción quién se embelesa con las palabras de quien estuvo allí y que
siente, pegado al sillón, tan cercanas como brotadas de un mismo
espíritu: «así como hay entre los hombres, por sobre los sentimientos de
familia o de patria, un sentimiento de solidaridad hacia todos los demás
seres humanos, descubres que también existe entre todos los seres
inteligentes del universo, por más diferentes que sean, sentimientos de
solidaridad, un apego a todo lo que sea espíritu, que une a los
marcianos con los terrestres» (diálogo entre Juan Salvo y un Mano en el
continum 4, páginas 346 a 347). Este es el ideario del Oesterheld de la
época, el de «un liberal, con ideas socialistas, de izquierda, donde más
o menos todo intelectual se sitúa con una visión popular y de justicia
social, y de comprensión de los fenómenos históricos que obedecen a las
presiones de los países más ricos... Lo que hoy podría llamarse un
progresista» (Solano López: 2001), que confiaba ciegamente en el ser
humano y en su unión por encima de políticas Norte-Sur, de estados del
capital o de lo social. No son, en consecuencia, las palabras sentidas
de un personaje, el supuesto malvado que al final resulta no ser más que
otro peón movido contra su voluntad, sino las de un autor que pone en
boca de otros un pensamiento vivo que modificaría con el paso de los
años...
Revolución.
El 29 de mayo de 1969, 12 años más tarde, Oesterheld y Breccia
presentaron en la revista Gente la nueva versión de El
Eternauta. La reforma era ostensible, hasta en el apartado gráfico,
en el que Breccia alcanzó otra dimensión en la experimentación gráfica y
narrativa. El pensamiento de Oesterheld había variado sustancialmente,
lo cual traslució su prosa de modo evidente. Si antes la invasión
respondía a un ataque masivo contra toda la humanidad y sus miserias,
que termina por hermanarse, ahora Oesterheld muestra sus dudas al
respecto: «traición inconcebible grandes potencias. Sudamérica
entregada al invasor para salvarse. Lucharemos igual por más solos que
estemos» (Oesterheld, 1979: 88). Los “sentimientos de solidaridad” interestelares
se han convertido en guerra fría, algo que no ha sido fruto de la
casualidad.
Hay que retornar a 1959 para hallar la raíz de todo este proceso, al
triunfo de la revolución cubana, quizás el hecho más significativo de la
Latinoamérica del siglo pasado, que es cuando Oesterheld encuentra la
conversión de sus ideales marxistas. La revolución era posible, sólo era
necesario creer fervientemente en ella, con pasión, con deseo, con
necesidad ferviente... pero claro, desde un planteamiento teórico, pues
un padre de familia numerosa lo tiene más complicado, sobre todo cuando
tiene que hacer frente a una delicada situación financiera. Frontera iba
de mal en peor, la crisis en el sector era aguda tras la época dorada, y
la empresa se hundía. Finalmente, y tras un sin fin de vanos intentos
por devolverla a flote, la quiebra se hizo patente en 1960 y Oesterheld
regresó a su condición de guionista a sueldo mal pagado, renunciando así
al sueño de toda una vida. Sus ilusiones de de intelectual de izquierdas
chocaron con la más cruda realidad, y sus sentimientos fluctuantes se
encontraron y recogieron en la mejor etapa de su carrera, en Mort
Cinder, Watami..., ejemplares baladas épicas donde la fuerza
y personalidad de sus protagonistas ocultan la presencia de su autor.
Pero no estaría de más recalcar como en ellas comienza a gestarse (en
estas esencias del antihéroe, del inadaptado a los cánones sociales
vigentes), el Oesterheld combatiente.
Fue otro hecho histórico el detonante definitivo. Durante el verano de
1967, un Oesterheld de nuevo relativamente bien asentado en la
estandarizada industria, asistió conmovido a la captura y posterior
ejecución de una de las figuras por las que sentía mayor respeto nuestro
autor: el Ché Guevara. Un años después realizó Vida del Ché Guevara
en colaboración de Alberto y Enrique Breccia, una muestra de cómic
histórico, de narrador omnisciente que sólo describe la situación, pero
donde Oesterheld nos deja intuir pistas sobre su delicada situación
personal. A veces la desilusión ante los propios ideales: «Rusia esconde
imperio en su comunismo internacional. También Mao hace su juego y
siguen el ajedrez y el dividendo y entretanto el piojo y el hambre.» (Oesterheld,
1987: 68); otras, las equivocaciones no reveladas hasta ahora: «El Ché
va comprendiendo, equivocaron quienes redujeron todo a lo económico»; el
caso es que a veces las respuestas hay que sacarlas directamente del
alma: «La revolución sólo dentro del hombre, fuera el hombre lobo, el
devorador del prójimo. Es tiempo ya del hombre nuevo, el que trabaja y
se juega por el incentivo moral. Sí, la revolución empieza dentro de
cada uno (...) el revolucionario verdadero esta guiado por grandes
sentimientos de amor... todos los días hay que luchar porque ese amor a
la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en acciones que
sirvan de ejemplo, de movilización... el revolucionario se consume en
esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la muerte.» (op.
cit.). Oesterheld parece anunciar en estas líneas su conversión
plena al activismo revolucionario, el deseo acuciante de cambiar el
mundo, su mundo, el de una América que se va resquebrajando. Y no pudo
empezar con mejor pie, no pudo remover más conciencias, como Breccia
recordaba: «Vida del Ché provocó una oleada de opinión, sobre
todo en el gobierno de Onganía, incluso se publicó una editorial en el
diario la Nación vapuleándome a muerte. Eso provocó que la embajada de
los EEUU lo comprara y a partir de eso la embajada da parte al SINE
–servicio de información del estado- que fue a mi casa y me hizo una
ficha» (Martín et. al., 1973). Ironías de la vida, la embajada
acabó pidiendo una biografía de Kennedy y el SINE otra del ejército
argentino.
Ya puestos en antecedentes, quizás cueste menos entender el giro
politizante que H.G.O. imprimió a El Eternauta, a los pocos
meses, en febrero de 1969. El proyecto fue un encargo de Carlos
Fontanarrosa, editor de Atlántida, que entonces publicaba una de las
revistas de mayor tirada en el mercado: Gente. Como no le
convencían los dibujos de Solano López, encargó a Breccia una nueva
versión supervisada por Oesterheld, presuntamente animado por el éxito
que la vigorosa obra arrastraba consigo (incluso en 1962 Oesterheld
redactó una serie de pequeñas novelitas pulps en las que
continuaban las aventuras de Juan Salvo). Oesterheld comenzó a sentir la
necesidad de levantar el velo oculto que rodeaba su entorno, he aquí su
verdadero compromiso.
Sin embargo todo quedo en agua de borrajas. La respuesta del público
lector fue la de un rechazo absoluto. En el plazo de una década, la
temática de El Eternauta había pasado de moda; sumado eso al
rechazo que hizo el editor de la experimentación de Breccia, ocurrió el
corte de la historia tras apenas dos meses. No quedó inconclusa, por
obstinación de ambos autores, pero el fracaso comercial supuso un duro
revés para Oesterheld. La historia podía ser buena y estar bien hecha
que si el editor se cruzaba de brazos no había nada que hacer. El
sentimiento de impotencia de Oesterheld se acrecentó aún más cuando la
vuelta de Juan Domingo Perón al país empeoró la ya problemática
situación nacional. Este cúmulo de circunstancias dio como resultado su
militancia activa desde 1970 en el grupo Montoneros.
Se ignora si este decisivo paso tomado por Oesterheld fue previo a la
militancia de sus cuatro hijas (Estela, Diana, Beatriz y Marina ) y
yernos. Poco importa, todo esto ya es materia de la leyenda creada en
torno a su figura y que se ha visto acrecentada con el paso de los años.
El abandono del hogar, la clandestinidad, los continuos trasiegos... fue
la tónica dominante de sus días, llevada con el mayor de los secretos.
Su esposa desconocía por completo su militancia (acaso también la de las
hijas), y el ambiente editorial más todavía. Aparentemente nada parecía
haber cambiado pero en realidad todo había dado un giro de ciento
ochenta grados. Y la única pista que puede darnos a conocer el sentir de
Oesterheld está en su obra.
La primera huella la hallamos en La guerra de los antartes, su
vuelta de tuerca de la concepción política planteada tiempo atrás en su
revisión de El Eternauta. Las coincidencias son evidentes. Unas
por casualidad: Sufrió también dos versiones, la primera publicada en
1970 en la revista 2001, es decir, en un ámbito comercial, y
dibujada por León Napoo (Monguiello Ricci); la segunda, de mayor
compromiso político al igual que la versión de El Eternauta,
cuatro años después, en el diario Noticias, periódico de
afiliación montonera, junto a Gustavo Trigo. Otras de modo consciente:
la invasión extraterrestre, planteada ahora no como una imposición por
la fuerza sino como un sometimiento imperialista a imagen y semejanza de
los vividos por los seres humanos desde siempre; la traición de las
grandes potencias mundiales a Sudamérica, tanto de EEUU como de la URSS,
caras de una misma moneda; la resistencia solitaria del ciudadano de a
pie que, desorientando, sólo aguanta gracias a familia y amigos, y debe
hacer frente al invasor levantándose en armas.
No se trata de hechos políticos aislados. Todos se enmarcan en un
trasfondo épico, empezando por un verdadero Olimpo, una próspera
Argentina del futuro convertida en una república popular igualitaria y
justa tras “las movilizaciones del 17”. Como bien señala Pablo de Santis
(1998): «se suma así a la tradición de utopías que inicia Sarmiento en
1850 con Argirópolis y, ya en el terreno de la ficción, continúan Julio
Otto Ditrich en 1908 con su libro Buenos Aires en 1950 bajo el régimen
socialista y Pierre Quirole en 1914, con la ciudad anarquista
americana». En este paraíso desmoronado incursiona el héroe colectivo
característico de Oesterheld, que es donde quizás adquiere mayor peso y
protagonismo, si bien descrito con exceso de fervor político. Así, el
libre albedrío de los personajes (la épica por excelencia), queda
desvirtuado por la rigidez conceptual de las ideas de las que se nutre,
y la metáfora de la realidad argentina acaba por barrer de la escena
todo aquello que debería darle cuerpo y forma. Los personaje son planos,
las situaciones tópicas, pero no importa; Oesterheld, o Francisco G.
Vázquez (así firmaba en Noticias para mantener oculta su
identidad), no buscaba originalidad sino difusión, no en vano formaba
parte del comité de prensa de Montoneros, dándole a sus ideas políticas
forma de tebeo con todos los recursos aprendidos en algo más de veinte
años.
Con todo, ya comienza a traslucirse un lirismo pleno. Aparece un
personaje que inmediatamente nos recuerda a Oesterheld, Mateo, llamado
por sus amigos el viejo (el mote con el que era conocido en el mundo
editorial H.G.O.), padre también de familia numerosa (de cuatro hijos
tan implicados como él en la lucha política, en especial su hija Susi,
quien tras una refriega contra los antartes desaparece), y sobre todo,
un hombre tranquilo y sosegado que de repente ve venirse su mundo abajo
y que halla en la resistencia armada la única salida posible: «y había
gritos, había consignas. Habrá rabia, ansias de pelea, esperanzas...tan
diferente ahora... un enemigo más ajeno aún que los “marines”... ¡más
qué nunca se una lucha por la supervivencia!» (La guerra de los
Antartes, pág. 71). O sea, otro álter ego de un Oesterheld que
pronto haría acto de presencia.
Resurrección...
El 3 de agosto de 1974 la policía clausuró la redacción de Noticias
quedando inconclusa La guerra de los antartes. Curiosamente como
en su versión anterior, y desmantelando así el aparato de propaganda de
Montoneros. La trágica situación de la Argentina esta en su punto
álgido: el peso en bancarrota, inexistencia de diálogo social, paulatino
acercamiento al poder de los militares aprovechándose tanto del pánico
social despertado por los continuos ataques guerrilleros como de la
manifiesta incapacidad gobernativa demostrada por Eva Perón... No es de
extrañar que el aparato militar, aprovechándose del cada vez más vacío
de poder durante últimos días del Peronismo, gozara de impunidad para
recrudecer sus medidas disuasorias. Desde este momento comenzaron a ser
arrestados los primeros militantes políticos, y claro, Oesterheld,
integrante de la estructura de prensa de Montoneros, tenía razones para
temer su detención. Inició una etapa de huidas y venidas, de escondites
y camuflajes... Una etapa en la que este vivir oculto acrecentó su
leyenda:
Gustavo Trigo: «Eran tiempos difíciles, durísimos, impuros, y todos
caminábamos con una culpa intangible por aquella Buenos Aires. Después
todo se aceleró, clausuraron el diario, me tomé un tren a Rosario
creyendo que era un confín... A Oesterheld lo perdí de vista hasta que
me llamó y nos citamos. No lo reconocí: se había dejado crecer un
bigote, que no le cuadraba...(...) Una clandestinidad injusta, porque se
lo veía hogareño en aquella casa de Becar junto al perro que tenía, tan
despeinado como el jardín. Algunas veces, distraído, me parece verlo: me
extiende la mano en un apretón desmesurado, planeamos un final para la
historia y me invita a un paseo por esta ciudad tan cambiada» (del
prefacio a La guerra de los antartes)
Horacio Altuna: «Creo que fue en el 77, no sé. Lo vi como caracterizado,
con sombrero y bigote, ocultando su identidad. Yo estaba con Carlos
Trillo en un bar y lo vi pasar por la acera de enfrente. “¿Ese es
Oesterheld?”. Nosotros pensábamos que estaba preso, pero lo largaron, y
después desapareció. Ésa fue la última vez que lo vi, fugazmente.» (Pálmer,
2001).
Solano López: «Al principio tiré la bronca, porque encima a él no se lo
veía por ningún lado. Estaba medio escondido, a veces iba y laburaba en
la editorial y a veces decían que iba pero no iba nada (...) en esa
época no tenía un contacto directo con él. Porque para él era un peligro
andar exhibiéndose mucho. Ya en la editorial, el propio Scutti una vez
me dijo “no... Oesterheld anda medio en un lío”.» (Solano López, op.
cit.)
Podemos imaginar como se sentiría Oesterheld. Solo, sin poder recurrir a
nadie por temor a implicarle; cansado de tener que ocultar sus huellas;
con miedo hasta de su sombra... Apenas alguna llamada aislada muy de
cuando en cuando a cualquiera de las editoriales para las que trabajaba,
ingeniándoselas a la hora de cobrar, de cumplir los plazos de entrega,
de hacer participe al dibujante de su trabajo. En verdad que muy sólidos
debieron ser sus principios para poder sujetarse tan firmemente como lo
hizo, sin caer ante la duda o el desánimo. A la fuerza tenían que serlo
porque eran lo único que le quedaba; así que o se convertían en parte
sustancial de su vida, como un brazo o una pierna más que le ayudara a
seguir caminando, o se trasformaban en un yugo imposible de quitar. El
esfuerzo de intentarlo, bien merecía la pena, o así nos lo daba a
entender en la principal obra de este periodo, aquella donde volcó toda
su alma: la segunda parte de El Eternauta, también junto a Solano
López.
Aquí se condensan de un modo especial todo el pensamiento y los
sentimientos del último Oesterheld, de ese Oesterheld sincero y sin nada
que perder que se retrata a sí mismo, oculto, escribiendo a ráfagas, sin
poder evitar dar rienda suelta a todo el dolor contenido en su interior.
Este y no otro es el mejor testimonio que nos podría legar: un poco su
diario de batalla, un poco el cuaderno de bitácora en el que recoger sus
impresiones, un poco el legado, la enseñanza final. Y fruto tal vez del
proceso evolutivo que hasta este mismo instante hemos venido narrando, o
tal vez sólo por simple inconsciencia, el caso es que la voz de
Oesterheld toma cuerpo y forma en una nueva epopeya de la condición
humana ahora vista a la luz del interior, de una lírica pulcra que
revisa unos contenidos épicos demasiado marcados por unos ideales
políticos. Vida y obra hermanadas. Las metáforas a este respecto son
claras, y el juego de correspondencias, fácil de ver.
El trasfondo: la lucha diaria (tanto por un ideal de justicia social, no
permitir el abuso del fuerte, como por una necesidad de supervivencia,
de mantener su pensamiento; la clandestinidad (el método de lucha
forzoso es el guerrillero); el abandono (atrás queda el pasado y su
felicidad por un presente oscuro y sinuoso al que debe enfrentarse); y,
sobre todo, un sentimiento de soledad (Oesterheld se pinta a si mismo
como un huraño) que a veces parece que se mitiga (la camaradería, el
compañerismo, la sencillez de disfrutar de los escasos descansos... Todo
ayuda un poco a recuperar fuerzas).
El telón: la presencia expresa (Oesterheld se convierte en un personaje
de la saga. Su rol varía del narrador cervantino a una especie de Sancho
Panza que acompaña a Juan Salvo, El Eternauta, halla dónde
fuere); los textos anejos (el uso de la primera persona es la base
fundamental sobre la que se sustenta la obra, donde plasma todas las
sensaciones que ha vivido, y que pueden ser compartidas por su
contrapartida de ficción); la confidencialidad (los sentimientos puestos
en juego por nuestro autor son de una sinceridad encomiable. Plantea sus
miedos, sus defectos y sus dudas, y a la vez su sencillez, su vitalidad
y su compromiso); la identificación (al tratarse de una obra épica, para
alcanzar las máximas cotas de lirismo, el autor debe dejar claro no su
desdoblamiento sino su presencia. Así ciertos guiños ayudan a lograr
esta personificación. El que Oesterheld reciba por parte de la tribu de
las cuevas el mismo mote con que era conocido en su círculo de
amistades: el viejo; las referencias reales a su hogar mientras recorre
con Juan Salvo el Buenos Aires postnuclear...)
Pero no todo acaba aquí. Necesitamos el eje sobre el que oscila este
juego constante de metáforas. El elemento de unión expreso entre el
contenido ideológico y el sentimental, que a su vez propugne la
conjugación de elementos estéticos épicos con líricos. Éste era la
concepción realista del sacrificio desinteresado. A lo largo de la obra
los personajes deben renunciar a todo por el bien común («El Eternauta
eligió a los maduros porque somos los que ya vivimos, los que tenemos
menos que perder. ¿Un comando suicida?». Oesterheld, 1976: 142), lo cual
propicia constantes situaciones de heroísmo mártir, como por ejemplo la
muerte de Bigua ante el Ello. El dolor que supone la perdida de los
compañeros arrastra consigo un sin fin de sombras («por eso nunca quise
querer a nadie. Se sufre demasiado», op. cit.: 124) que pocas
veces las palabras pueden expresar. En este último caso el ejemplo más
evidente es la secuenciación en silencio que confirma la perdida de
todos los seres queridos de nuestros protagonistas, en página 196.
Solo en la habitación donde escribió esta historia Oesterheld se pondría
en el lugar de sí mismo. En lugar de un yo futuro que se viera en la
peor de las situaciones, que tuviera que hacer frente a la desgracia.
Lógico. Recordemos que en marzo de 1976, aún en gestación la obra, la
Junta Militar encabezada por el general Videla tomó definitivamente el
poder en Argentina por «estar agotadas todas las instancias del
mecanismo constitucional». Se inicia “por Dios, por la Patria, por la
Constitución” lo que se vino a denominar el “Proceso de Reorganización”,
es decir, la persecución, detención y desaparición de todo activista
político contrario a la dictadura. Ahora piénsese en un Oesterheld con
la certeza de saber que tenía los días contados. Es en este instante
cuando necesitaba asirse desesperadamente a sus ideas, tener la
conciencia de que había hecho lo correcto, o mejor dicho, de que había
hecho todo cuanto estaba en su mano. A nadie le agrada morir, eso esta
claro, pero «era necesario que desaparecieran (...) pero su sacrificio
no será en vano... ¡gracias a ellos todavía podemos luchar contra el
fuerte!. ¿Qué importan unas cuantas vidas?» (op. cit.: 165)...
...y muerte.
Primero fue su hija Beatriz en junio de 1976. Quince días después de su
desaparición, fue entregada por la policía. Inmediatamente, el resto de
miembros de la familia se ocultaron. Un mes más tarde, en Tucumán,
desapareció su hija Diana junto a su marido Raúl. Para más INRI estaba
embarazada de seis o siete meses. En un acto de condescendencia, el niño
no fue asesinado sino ingresado en el Hospital de Niños y luego sería
recuperado por los abuelos paternos.
«El 3 de junio de
1977, un año después de haber desaparecido la primera hija, un miembro
de los "grupos de tarea", de mala fama, vino para buscar al padre Héctor
Oesterheld. Hay numerosos testigos que hoy en día declaran que lo vieron
en el campo de concentración conocido como "Vesubio" y más tarde en el
denominado "Sheraton". Allí lo retenían junto con un grupo de
intelectuales que eran demasiado famosos para simplemente matarlos. La
señora Oesterheld no sabía nada del paradero de su marido hasta que un
año más tarde le llamó un vigilante del "Sheraton". Durante este tiempo
Héctor Oesterheld seguía vivo. amnesty international y colegas de
Francia y Belga, famosos dibujantes de comic como él, desarrollaron una
campaña intensa en favor de Héctor Oesterheld pero no pudieron salvarle»
(Informe de la Coalición contra la Impunidad en Argentina).
Según recogieron Levenson y Jauretche (1998: 116), Oesterheld fue visto
en el campo de concentración sito entre la Avenida Ricchieri y el Camino
de Cintura,
«hasta que un día
apareció en el Regimiento Militar Viejobueno, en Monte Chingolo,
provincia de Buenos Aires. Se supo de las torturas que hasta entonces
había sufrido y de su firmeza frente a los represores. Aún llevaba un
brazo en cabestrillo, como secuela de una fractura.
»Por esas volteretas
del destino, resultó que el jefe de ese Regimiento era un aficionado a
la historia y conocía la trayectoria literaria de Oesterheld. Por eso,
cuando lo tuvo adelante [sic.], le expuso un proyecto que venía
acariciando desde antes. Le hizo conocer a Germán su deseo de contarlo
como guionista de una aventura histórica sobre el cruce de los Andes por
el General San Martín. Le aseguró absoluta libertad creativa.
»Oesterheld no
encontró ninguna contradicción entre esa actividad y su militancia, y se
dice que aceptó la propuesta. Así fue que lo instalaron en un pequeño
aposento dentro del cuartel, proveyéndolo de la literatura y de todos
los elementos técnicos necesarios para la tarea.»
Eso no significó que cambiase su régimen de vida. Fue trasladado varias
veces y sometido a nuevos interrogatorios, pues aunque se presume que
mostró interés por colaborar con el militar interesado en sus historias
eso no implicaba acceder a colaborar con los represores.
Nunca negoció.
Una mañana, fue sacado de aquel cuartel en el que aún escribía y llevado
a otro ignoto lugar.
En diciembre de ese mismo año otro grupo de tarea ingresó en la casa de
su hija mayor Estela. La asesinaron junto a su marido, a quemarropa,
delante de su hijo de tres años. El niño fue entregado a un orfanato
días después.
«Amigos avisaron a la
madre. A través de otros amigos llego al mismo tiempo el mensaje, de que
la última hija, Marina, la más joven, ya había "desaparecido" a
principios de diciembre, y que estaba embarazada en el octavo mes.
Últimamente Elsa no tenía contacto con ella por que Marina se ocultaba.
Elsa ni siquiera sabía si su hija estaba casada o no.
»Al recibir el
mensaje casi estaba aliviada, aliviada de que todo había pasado. La
perenne espera a un mensaje de horror. Ahora no queda ninguna", dijo
Elsa.
»Al venir algunos días
más tarde, un "grupo de tareas" a buscar a Elsa para "un breve
interrogatorio", ella ya no tenía miedo a nada. Dijo a los agresores que
podrían matarla inmediatamente, que a ella le daba igual pero que no
iría a ningún sitio. ¿Qué más dijo esta mujer que había pasado todo? Los
soldados salieron de la casa con las cabezas bajas» (Informe...
op. cit.)
Hoy en día,
Oesterheld continúa desaparecido. Según algunos informes, ninguno
concluyente, muerto ya.
La bibliografía sobre Oesterheld coincide en señalar el 27 de abril de
1977 como el día de su secuestro. Diversas fuentes dicen que fue en La
Plata, pero no hay unanimidad. También se ha concluido que estuvo preso
al menos hasta enero de 1978, según testificó Eduardo Arias, el último
argentino vivo en verle, en un «estado terrible» (García y Ostuni, 2002:
140). Se cree que murió en Mercedes, población bonaerense cercana a la
capital porteña, en el primer trimestre de 1978.
Sólo le sobrevivieron su esposa Elsa Sánchez de Oesterheld y sus dos
nietos, Fernando y Martín Mórtola Oesterheld.
Aún hoy los asesinos de su familia siguen sin haber pagado por sus
crímenes. En casos así sobran las palabras pero más aún los silencios.
Descansen en paz.
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