EL
EXILIO ECONÓMICO: ¿VALE LA PENA IRSE DEL PAÍS? LOS ARGENTINOS NUNCA
SE VAN DEL TODO
“La Argentina es el mejor país
del mundo: no hay guerras y no tengo que vivir casi todo el año
con los pies congelados por la nieve”,
decía mi abuelo chescoslovaco, orgulloso de haber elegido a estas
tierras como su nuevo hogar.
Este país
siempre simbolizó prosperidad para millones de personas que
vinieron en los barcos, desgarrando sus vidas en un antes y un
después de llegar aquí. Todos ellos dejaron de lado la nostalgia
por la tierra natal para intentar un futuro mejor en este destino
sureño. Para ninguno de ellos fue fácil adaptarse a un puerto
enlodado como era la Buenos Aires de los años ´20, de costumbres
extrañas e idioma desconocido. Pero una vez que tuvieron hijos y
nietos argentinos, supieron que esta era, en efecto, la tierra
prometida de paz, futuro y justicia.
Poco más de una
generación después de esta llegada masiva de inmigrantes, los
nietos de estos nuevos argentinos repiten la historia de los
abuelos, pero a la inversa: vuelven a subir a barcos y aviones
para buscar un futuro mejor en otras tierras.
La Argentina
sufrió varias emigraciones importantes en los años ´30, ´43, ´45,
´66, ´73 y otra en el ´76, mostrando a la Argentina como un país
más expulsivo que acogedor.
Los ´70 fueron
los años del exilio político motivado por la ferocidad de la
dictadura: el que no se iba para salvar su vida, era un
desaparecido más.
Los 80´ fueron
los años del exilio intelectual: se produjo una fuga de cerebros,
en la que argentinos más destacados en la cultura y las ciencias
encontraron que si no buscaban un país que valorara sus
conocimientos, sus carreras agonizaban.
En los 2000 se
produce un exilio económico: los argentinos emigran para conseguir
algo tan elemental como un trabajo cualquiera que les permita
vivir con dignidad.
Todos los
exiliados anteriores se fueron absolutamente decididos a dar un
salto al vacío, sabiendo que irse era lo único que podían hacer.
Los de ésta última camada, en cambio, no se van tan convencidos.
Ya son tercera o cuarta generación de argentinos: irse les cuesta
mucho más. El desgarro es más duro. Pero para los jóvenes que
crecieron escuchando los lamentos paternos por un país que no
avanza, tampoco hay alternativas.
Conocí
argentinos desparramados por todo el mundo. Muchos se adaptaron
bien, pero la nostalgia los carcome. En Australia hasta tienen su
diario propio.
Ernesto está en
Miami hace cuatro años. Es técnico electrónico pero trabaja como
camarero en un bar. Casi no habla inglés, porque su vida
transcurre en una especie de ghetto argentino que festeja
con fervor los 25 de Mayo y los Boca- River. Él,que amaba el rock
americano, ahí sólo escucha folklore en guitarreadas donde todos
mueren por una empanada casera. Como argentino, tampoco se
identifica con el rótulo de “ hispanics” con que allí se
engloba a los latinoamericanos.
Pedro volvió
espantado de Canadá , un país donde el sol desaparece durante tres
meses de noche eterna. Sabe que ahí tenía más futuro, pero ese
clima lo deprimía.
Oscar pasó de
la euforia del segundo año en España a sentirse un sudaca
más. “Elegí a España porque se habla mi idioma. Pero hace dos años
que no me río, porque no me entienden los chistes. Tenemos códigos
distintos.”
Malena está en
París desde hace tres años. Estudia arte en la Universidad de la
Sorbona, lugar que detesta “ porque no estimula el pensamiento, te
dan todo predigerido y el aburrimiento es atroz”. Lo poco que gana
en una galería de arte le alcanza para pagar un departamento
compartido por tunecinos que se pelean a los gritos en árabe y
donde no tiene privacidad. Cada tanto vuelve a Buenos Aires a
“cargar las pilas” y a hacer terapia para aliviar el conflicto de
sentir que “no soy de aquí ni soy de allá”.
Diego vive en
Alemania: en el país de la cerveza toma mate, se junta con
colombianos para escuchar salsa, merengue y tango. No planea
volver, pero chatea sólo con argentinas.
Alejandro
encontró trabajo al norte de Italia, pero volvió porque no quiso
que sus hijos fueran al Jardín de Infantes pisando jeringas y
agujas que dejan los junkies por la calle. Isabel volvió de
Estados Unidos, harta de ver adolescentes tan alcohólicos como sus
padres: “ Para estar mal y lejos, prefiero estar mal, pero en mi
país”.
“El retorno es
imprescindible si uno quiere seguir siendo uno.” , dice Horacio
Salas.” Porque, además, los argentinos somos muy malos
inmigrantes, somos demasiados nostálgicos”.Marilú Marini me contó
en una entrevista que Cortázar estaba obsesionado recolectando
expresiones argentinas en París: “ Siempre quería saber cómo se
hablaba en ese momento en Buenos Aires, no quería perder la jerga
porteña”. Cada uno vive el exilio a su modo, que nunca es fácil.
Porque los argentinos nunca se van del todo.
El libro
“Por qué se fueron“ (Emecé, 1995), recoge las entrevistas que
tres periodistas hicieron a 37 argentinos triunfadores en el
exterior . Todos reconocen que nunca hubieran llegado al actual
nivel de vida si no hubieran salido del país. La mayoría de ellos,
mucho más que haberse ido, lamentan no haber podido volver. Héctor
Tizón opina que en el exterior la gran dificultad reside en que
“hay que explicarlo todo, porque no hay referencias pasadas
comunes. Entonces uno termina retrayéndose, con la consiguiente
soledad.” El filósofo Mario Bunge afirma que cerca de dos millones
de argentinos se fueron debido a la inestabilidad y la
incertidumbre “Tanto el científico como el comerciante no pueden
trabajar en un clima de inseguridad en que no sabe si el día de
mañana va a quedar desocupado o lo van a matar”.
Los nuevos
exiliados sienten que si pudieran llevarse consigo a todos los
seres queridos, no les quedarían motivos para volver a lo que
Enrique Pinti define como un “país-hotel”...” donde parece que
todos están de paso...y encima se roban las toallas y los
jaboncitos.”
La historia se
cierra en un círculo tan perfecto como una serpiente que se come
la cola: los nietos están volviendo al lugar de origen de los
abuelos, o a sitios aún más lejanos. Los que se van no lo deciden
triunfantes, sino con un tono de derrota, dándose por vencidos.
Después de todo, irse de este país equivale a pensar que el abuelo
se equivocó al abordar el barco que viajaba a Buenos Aires en
lugar del que iba a Santos o Nueva York. Pero así como nuestros
abuelos abandonaron a su patria, buscando un lugar donde ser más
felices, seguramente hubieran querido que nosotros hiciéramos lo
mismo si el lugar elegido no resultó el adecuado. Tampoco es bueno
solazarse en una vocación de perdedores, en un país que– como
decía Jacobo Timerman- se destruye sin que nadie lo pueda parar.
Los que mejor
se adaptaron a un nuevo país, cerraron la cortina del regreso
posible, no miran para atrás: comen lo que hay y hablan la lengua
local. Sus hijos no quieren ni oír hablar de la Argentina, así
como nosotros le decíamos a nuestros abuelos: “¿Cuarenta años acá
y todavía te comés las eses, nona?”
Los más
nostálgicos se fueron como quien se desangra, como dijo Güiraldes.
Bautizan a sus hijos con nombres mapuches y tangueros y pagan ocho
dólares por un pote de dulce de leche y quince por un kilo de
yerba .
Aplaudo a los
primeros, que pudieron comenzar de nuevo en una patria nueva, más
acogedora y hospitalaria.
Comprendo a los
segundos, que saben que un regreso equivaldría a una reinserción
más dura aún. Muchos más quisieran imitar a los valientes que se
van con tantos miedos como esperanzas... pero ni pueden soñar con
hacerlo. No tienen ni plata para pagar un pasaje...a la embajada.
Conocer a
tantos exiliados me permitió saber que yo misma no lograría vivir
en un país donde tenga que explicar cada broma y juego de
palabras, donde no encuentre códigos comunes y miradas cómplices,
donde no exista una reunión sin borracheras y donde cada chacarera
me produzca escalofríos de emoción. No soy patriota: sólo sé que
aunque ningún lugar es perfecto, el beduino extraña su desierto
natal y el esquimal añora la tundra helada. Uno no está en ninguna
parte tan cómodo como donde nació. Y al fin y al cabo, adonde una
vaya, carga consigo misma. Aunque vivamos en un “país- Tren
Fantasma” que nos dá un susto tras otro, acá tenemos algunas cosas
que hacen que valga la pena quedarse: el abuso de las drogas y
alcohol aún no están socialmente aceptados, y tampoco impera la
xenofobia evidente en otros lugares. Tampoco vivo con los pies
congelados por la nieve de interminables inviernos y, por mal que
estemos, no suenan sirenas anunciando bombardeos.
Nuestros
abuelos eligieron bien su destino. Lástima que no supimos elegir a
los gobernantes. |