En torno a Maus
Pocas obras han hecho
tanto daño al cómic como Maus. Si calculásemos el peso de este
título en el medio, nos veríamos obligados a recurrir tanto a criterios
que circunscriben el fenómeno artístico como a la candidez de sus
bienintencionados delfines. Aquellos que se han acomodado en el goce
estético sin trabas del cómic han aprendido a convivir con un arte
denostado. Por encima de ellos, están los que en su diálogo no osan
pedirle a una plancha aquello que nunca le exigirían a un verso o a una
partitura. Para los últimos es una cuestión de ósmosis. La disputa es
larga y desagradecida y nosotros no tenemos el ánimo ni la capacidad
para solventarla de un plumazo. No nos interesa cuestionar la necesidad
de un arte comprometido o de un realismo social, ni tampoco la
viabilidad de un proyecto como ese más allá de las ideologías. Nosotros
nos quedamos en este lado del abismo y legamos las cuestiones
metafísicas a los cineastas de filmoteca. Como grandes metódicos que
somos, que no metodistas, procederemos en fila y de la mano como en
tiempos de la construcción de nuestra gloriosa muralla.
El premio Pulitzer
es la carta de presentación de Maus que nos roba los corazones de
antemano. Nosotros ofrecemos la réplica con Sandman, mal que nos
pese y a riesgo de que las carcajadas desencajen más de una mandíbula, y
el mejor Otomo de Pesadillas (Domu para los pusilánimes
que puedan ofenderse). Parece que el cómic se revaloriza entre los
propios lectores cuando consigue asomar la cabeza por el selecto mundo
de la alta cultura, identificada aquí con la literatura. No sólo no
hemos sido capaces de liberarnos de nuestro complejo de inferioridad
(pensamos que en esto tuvo buena culpa la producción europea de los
setenta, tan cara a nosotros), sino que parece que una oscura obsesión
con aspiraciones intelectuales nos empuja a desplazar al cómic hacia un
ámbito que no le corresponde. El cómic debe evitar cualquier recorrido
paralelo al de la literatura por la simple razón de que no puede
comparase con ella; porque una producción de treinta siglos la respalda;
porque la palabra ha sido y es el refugio y la coraza de la sabiduría, y
el libro el instrumento educador por excelencia desde la edad moderna;
porque ha sido la gran oferta del ocio hasta el siglo pasado; porque el
debate sobre alta cultura y cultura popular que la postmodernidad ha
abierto la ha sumido en la esquizofrenia; y porque, en fin, tiene una
bala alojada en el estómago. El cómic es un medio popular, bastardo y
promiscuo como todo hijo digno de los tiempos que lo vieron nacer, y
como tal hemos de aceptarlo y amarlo. Su insignificancia le permite
evadirse con mayor facilidad de la maquinaria represiva y, en este
sentido, sus límites los fija nuestra condición. Distinto, y lamentable
a la vez, es que en su propio seno haya quien se obnubile por una
equiparación que nosotros rechazamos, y que lo haga mediante la adopción
de una filosofía y unos procedimientos que no sólo devalúan el cómic
sino que ignoran su esencia. Esos son la otra trinchera.
El segundo escollo en
el camino hacia una mirada sin prejuicios es la solemnidad. Definimos
solemnidad como la elección de un tema, que no tratamiento, adulto;
adúltero, según nuestra ladina opinión. Un acercamiento a la guerra a
través de la viñeta es motivo de orgullo para todos aquellos que piden
disculpas por la banalidad del cómic. La exaltación es más sentida si la
obra es interpretada como un testimonio antibélico del mayor chantaje
emocional de nuestra historia reciente: el holocausto judío.
“Mirad, aquí tenéis un cómic que trata un tema adulto con seriedad y que
no tiene nada que envidiarle a un buen libro. ¡Leedlo, por favor! ¡No
soy un tío raro!” Como si la gente saliera a la calle con Proust debajo
del brazo.
Un último velo nos
separa de la desnudez. Empresa ardua sin duda es lidiar con el
sentimentalismo porque sabemos que el nuestro es un combate perdido de
antemano. Cuando alguien argumenta que Maus es la gran obra que
se pretende porque se le hace un nudo en la garganta cada vez que ve a
esos pobres ratoncitos hacinados en los campos de concentración, no nos
queda otra opción que decir aquello de “apaga y vámonos” y hacer mutis
por el foro. Las cuestiones de fe son inefables. Los sentimientos
desarman el raciocinio; por eso no vamos a combatir el sentimentalismo.
No nos queda más remedio que admitir que a nosotros también se nos hizo
un nudo en la garganta cuando vimos Titanic en el Gran Teatro de
Pekín.
Las cualidades
enumeradas hasta ahora carecen de validez como criterios estéticos. No
son más que valores añadidos que orbitan alrededor del núcleo de
cuestiones esenciales para reconocer y entender el arte.
«El centro de
este núcleo es una palpitación que fluye dentro de un bucle infinito.
Justo aquí, podemos reconocer este proceso simbiótico mediante el cual
la potencia y el acto se alimentan mutuamente y aseguran de este modo la
supervivencia del arte. Las leyes que rigen este microcosmos son la autofagia y la reversión, y sus consecuencias se expanden como un sol en
el vacío. Este núcleo es el anhelo de nuestro conocimiento, y sólo
cuando lo hayamos interiorizado estaremos en las condiciones adecuadas
para establecer un diálogo lúcido con la obra, un diálogo que nos
permita elevarnos desde el código intransferible de un lenguaje
concreto hacia la abstracción última que lo inspira.»
Pensamos que Maus
es un buen cómic y eso ya es mucho; sin embargo, no reconocemos en él la
obra maestra que todo el mundo aclama. Los que justifican su valor
alegando su dimensión de ficción histórica tienen muy poco que ofrecer
desde que Adolf cayó en nuestras manos, conscientes como somos de
que la relación entre ambas es tangencial, y de que la comparación en
este caso no sólo es odiosa, sino innecesaria y propia de oportunistas.
La gran virtud de
Maus es también su talón de Aquiles. El autor reconstruye el
holocausto a través de los recuerdos de su padre; eso es lo que parece
en principio. Una relectura más serena nos induce a pensar que el tema
central de Maus no es el holocausto sino la historia de los
padres de Spiegelman. Dos líneas temporales bien diferenciadas encauzan
la narración: la del pasado, que parece vertebrar el relato a través
recuerdos del padre; y la del presente, que nos muestra el estado de la
relación paterno filial. Si nos decantamos por la primera como eje de la
obra, tendremos que afrontar el problema de incoherencia que plantea el
juego a dos bandas propuesto por el texto: el horror de los campos de
concentración reducido a una fábula de gatos y ratones con todas las
deficiencias en términos dramáticos y de verosimilitud que esto supone.
Si reducimos Maus a un testimonio, que se apoya por completo en
el texto y que, por tanto, es perfectamente traducible a otros lenguajes
sin que el contenido se resienta un ápice, no sólo pasamos por alto la
especificidad semiótica del cómic, repetimos, intransferible, sino que
la despojamos de la mayoría de sus valores artísticos. Si así fuera, la
literatura sería la opción más correcta. Por el contrario, si entendemos
que la ambigüedad, tan necesaria para el arte,
reside
en el espíritu de la fábula que proponen las máscaras, convendremos que
este recurso visual pone el contrapunto perfecto a la dureza del relato.
El capítulo de la
entrevista con motivo del Pulitzer apunta en esta dirección.
Spiegelman da una reveladora vuelta de tuerca en el juego de cajas
chinas que está proponiendo desde el principio. El recurso de la fábula
evidencia una reflexión sobre los códigos y las posibilidades expresivas
del medio que ha capacitado al autor para manipularlos de una forma
absolutamente consciente y lúcida. La entrevista nos dice a gritos que
el texto es una reflexión, no ya sólo sobre el lenguaje que le ha dado
vida, sino también sobre los efectos de una recepción mediatizada; y es
este último plano de ficción, que frisa con el de la realidad, junto con
el que narra el proceso de elaboración de la obra, el que se interna en
el territorio del metalenguaje.
Dejando de lado estas
consideraciones, queremos reincidir en la cuestión temática. Insistimos:
el eje argumental de Maus, siempre que esto no se tome por una
afirmación categórica y excluyente, no es el holocausto, sino la
historia de su familia y, concretamente, la relación entre Spiegelman y
su padre. Spiegelman escribe sobre Spiegelman. Esta estructura, que
apuesta por una relación inversamente proporcional, es la mayor virtud
del texto pero también su peor enemigo, ya que, de entenderse así, los
motivos que lo hacen merecedor del Pulitzer
y, en consecuencia, de su recepción mediática, quedan pulverizados. Tres
razones no excluyentes se nos ocurren para justificar la elección del
holocausto como materia narrativa en este caso: porque la filantropía
del autor así se lo pedía; porque era una forma de conocer el pasado de
su familia y de entender el carácter de su padre a través de las
circunstancias que lo forjaron (y por extensión, el de los
supervivientes) y, tal vez, el suicidio de su madre; porque piensa que
un mejor conocimiento de sus padres puede ayudarle conocerse a sí mismo;
y porque, y de ésta no nos hacemos responsables, siendo crédulos,
pensaremos que Maus es el exorcismo del artista que intenta
reconciliarse con la realidad que lo asedia.
Nuestras objeciones
pueden ser subjetivas pero no por ello son menos válidas que las que no
reconocen serlo. La narración central acusa, sobre todo a partir de la
segunda parte, la falta de ritmo que se produce inevitablemente cuando
se prolonga en exceso la tensión dramática. A esto añadiremos la
profusión de texto y la apremiante condensación de sucesos, manifiesta
en una planificación sobria tal y como exigen la economía y la
verosimilitud, que impiden definir a unos personajes que no trascienden
el embrión de marioneta; en todo momento somos conscientes de los hilos.
El verdadero interés reside en la inflexión que suponen los encuentros
entre padre e hijo; ágiles, frescos. Los personajes no sólo están bien
caracterizados mediante oportunas pinceladas, sino que además los agudos
y enérgicos diálogos nos hacen pensar que, efectivamente, existe un
sustrato real que los alimenta. En este sentido y como ya hemos
señalado, entendemos que la reconstrucción del holocausto es un método
para buscar en el pasado las causas que ayuden a comprender el presente
y, como tal, una herramienta puesta al servicio de una difícil situación
familiar, eje central de la obra, a la que actualiza y aporta nuevas
perspectivas.
A tenor de lo
expuesto, tenemos motivos para decir que Maus es una obra
desigual a pesar de que el talento de Spiegelman late en sus mejores
páginas. Recelar de un prestigio del que no es responsable no nos impide
reconocer la calidad que atesora. Finalmente, creemos que las páginas de
Prisionero del planeta infierno son las más valiosas de la obra.
En ningún otro lugar a lo largo de Maus se manifiesta el talento
de Spiegelman en semejante estado de plétora. Cuatro páginas de una
expresividad devastadora ejecutadas con una precisión insólita. Una
sinergia de excesos expresivos en forma de puñetazo. Un efecto
premeditado y medido. Atroz. Con el tiempo, Maus ha devenido
paradigma de la obra estigmatizada por la adjudicación de unos méritos
que extralimitan los propósitos de su génesis y que lo han incardinado
en un lugar que no le corresponde (a la retórica de Coma).
Palestina
Palestina
es un caso similar al reseñado por mi insigne compañero aunque no
merezca hermanarse con Maus. Las críticas de la contraportada y
la introducción de Said equivalen al recelo.
Una exposición del
conflicto nos parece adecuada. Los legos añoramos un mapa. También
añoramos una introducción sobre la obra y no sobre su temática. La que
viene de serie es prescindible y busca un prestigio que el cómic no
necesita; el autor sí. Al margen, el hombre del sacco es un
excelente dibujante. Meticuloso y preciso hasta el agotamiento; trabajo
de chinos (¡odiosa expresión donde las haya!). El equilibrio de la
composición no se resiente por la sobreabundancia de detalles. Algunas
viñetas son cuadros costumbristas. Más: la narración es eficaz y amena.
Evita la retórica. Apuesta por el rendimiento narrativo: más información
en el menor espacio posible. Palestina es buen cómic. Objeciones:
el problema de Maus crece exponencialmente. Remitimos: ¿qué
impide suprimir la parte gráfica y condensar el texto en un documento
escrito? ¿qué recursos no evidentes identifican Palestina con el
cómic? El lastre de Palestina es la palabra. Un mar de textos la
anegan. A veces, los cartuchos se adecuan a las exigencias de la
situación. La mayoría, unos textos mastodónticos se apoderan de la
página. Puede leerse atendiendo sólo al texto. Los dibujos son un
endeble matiz; incentivo en el peor de los casos. Su uso es pobre; las
viñetas ladeadas no engañan a nadie. Cede el protagonismo al texto. La
concisión más generosa encuentra en la meticulosidad de la ilustración
el realismo que demanda el tono documental de la obra.
Con todo, no sólo
entendemos, sino que creemos necesaria la existencia de obras como
Palestina en virtud de la diversidad de propuestas conceptuales
sobre un fenómeno tan dinámico y proteico como es el cómic.
La guerra de las
trincheras
El último título de
nuestra selección, tan interesada como arbitraria,
es La guerra de las trincheras.
La magnitud de los
aciertos de esta obra relega sus debilidades a un segundo plano. La
guerra de las trincheras triunfa allí donde Palestina y
Maus han fracasado. Tardi ha sabido elaborar una obra verdaderamente
adulta, cualidad que identificamos con un tratamiento maduro enraizado
en la reflexión, y no con un catálogo de sucesos luctuosos al que
alientan reflexiones seudo intelectuales tan evidentes como superfluas.
Renunciar a la
pedagogía ha sido el gran acierto de Tardi. Situándose, que no
posicionándose, en el bando francés, el autor nos muestra los matices de
la guerra a través de las más diversas situaciones; desde aquellas que
se hunden en el fango de las trincheras hasta las que sólo alcanza el
rumor de la guerra. Tardi bosqueja una visión global del conflicto cuyos
efectos se hacen patentes en el individuo, y demuestra así que la morada
del sufrimiento no está en el mundo de la abstracción, sino en el de la
carne. Más allá de la evidencia de que el sufrimiento es consustancial a
la guerra, lo que late en cada página es una visión desmitificadora de
la muerte. En la guerra, la muerte es tan habitual que pierde el
carácter extraordinario y remoto que tiene para quien todavía no la
espera, hasta el punto de abolir la distancia que impone el temor
reverencial a lo sagrado, y de hacerse tan palpable como un fusil, tan
probable como la lluvia.
La
guerra de las trincheras es una obra reconocible por su
antibelicismo; esto es lo que menos debe importarnos. Lo que de verdad
nos interesa es la variedad de los medios de los que se vale para este
fin y su grado de eficacia. Tardi ha sopesado la presencia de un texto
tan amplio como el de La guerra de las trincheras. Lejos de
concederle un protagonismo que lo independice del grafismo como en
Palestina, o de reducirlo a una fábula ilustrada similar a Maus,
ha optado por una conjunción equilibrada, coherente con el medio en el
que está trabajando. Para empezar, prescinde de los cartuchos de texto
para evitar el distanciamiento con respecto al dibujo que ya de por sí
imponen. El segundo acierto es el texto en sí: por un lado, por su nivel
literario nada desdeñable; por otro, por su utilidad, que estriba en un
uso inteligente de datos concretos (nombres, fechas) que refuerzan el
armazón de realidad sobre el que se erige la ficción. Al contrario que
en los casos anteriores, la sintonía entre el dibujo y el texto descarta
cualquier tipo de servilismo. El apartado gráfico y el literario son
partícipes de un mismo discurso a pesar de que las posibilidades
discursivas de cada lenguaje los conducen por derroteros diferentes en
busca de las competencias más rentables para cada uno. Esta búsqueda no
supone un alejamiento sino más bien un ensanchamiento de los márgenes
semánticos. La viñeta es el espacio donde la ejecución compartida del
discurso se hace evidente. Este nexo es el vórtice a partir del cual se
proyectan las convergencias y las divergencias de los lenguajes. El
texto condensa la información de la forma más breve y eficaz y permite
una penetración sicológica que, de hacerse de otro modo, requeriría un
espacio mayor que no garantiza los mismos resultados. Por su parte,
las ilustraciones revisten la página de un velo de sugerencia. Más allá
de su labor contextual y del marco físico que ofrecen, su
valor
sugestivo enriquece la univocidad referencial del texto y la dimensión
representativa del dibujo.
Unas últimas
consideraciones sobre la planificación. La secuencia ágil y breve está
presente allí donde aparece la acción y, por norma, en cualquier
anécdota fugaz que acelere el ritmo narrativo. Por el contrario, cuando
el texto aparece, suele hacerlo en viñetas apaisadas que se aposentan en
la página de tres en tres. Aquí, el tiempo duerme en un dulce remanso y
se abre como una plácida flor de reflexión que nos invita a contemplar
la página, a desmenuzar el espacio, a alcanzar el conocimiento íntimo de
su lengua para, a voluntad, internarnos en la oscuridad de las
trincheras, experimentar la soledad del centinela, imbuirnos de la
desolación del campo de batalla.
Contemplar es
reflexionar.
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