Introducción
El humor gráfico
y el cómic
han sido objetos de preocupación académica desde hace años. Sin embargo,
también es cierto que pocas veces se ha acometido su estudio desde la
perspectiva del Periodismo -el ámbito que les dio origen y que todavía hoy
constituye uno de sus soportes principales-. Ello es así porque confluyen
en ambas modalidades elementos que los aproximan a otras disciplinas
(Semiótica, Lingüística, Psicología, Sociología, Historia del Arte). En el
presente trabajo abordamos un recorrido por el uso de este material en
tiempos de guerra, en el que nos ceñimos, salvo alguna excepción
reseñable, al distribuido en publicaciones periodísticas.
La combinación de imagen y texto -por lo general, sencillo y breve- de
estos mensajes hizo posible desde muy pronto su empleo como instrumento de
influencia política y de configuración de la opinión pública, obviamente
con diferente incidencia según el momento histórico y las posibilidades
técnicas. Los creadores no han permanecido en modo alguno ajenos a lo que
ocurría en su entorno: ya sea reflejándolo en el contenido de obras de
entretenimiento, o bien dando su visión comprometida desde caricaturas,
viñetas o tiras “de opinión” (lo que podríamos llamar comentarios
gráficos). Lógicamente, desde el poder se aprovecharon también las
posibilidades propagandísticas de la sátira gráfica y, más tarde, de la
historieta.
Esta función se hizo aún más patente en circunstancias bélicas pero sólo
en algunos casos muy concretos se ha estudiado detenidamente la relación
entre un conflicto determinado y el género que nos ocupa.
Nos detendremos a continuación en algunos ejemplos que nos demostrarán
de qué manera el uso del humor gráfico y de la historieta como propaganda
de guerra fue in crescendo desde algunos antecedentes notables
-aunque excepcionales-, y ciertos conflictos anteriores a la Segunda
Guerra Mundial hasta dicha contienda, que señalamos como el momento
culminante de la utilización propagandista de la historieta, dada la
intensidad con la que se dio este fenómeno, en muchos casos perfectamente
orquestado desde instancias militares y gubernamentales. A partir de
entonces, comienza un declive de este uso por diversas razones: la
reducción de la preeminencia de medios impresos como instrumentos
propagandísticos (en favor de la radio, el cine o la televisión) y la
proliferación de contenidos y publicaciones claramente antibelicistas, muy
intensas desde las movilizaciones pacifistas de los sesenta y setenta.
Antecedentes
No nos arriesgamos al afirmar que toda manifestación bélica ha generado
caricaturas, chistes y relatos gráficos desde que existe la posibilidad de
producción y difusión de estos mensajes. Es más, antes incluso de emplear
la imagen como apoyo, el uso del humor como expresión de la agresividad ha
sido una constante en la historia. Los pensadores griegos, y en especial
Aristóteles, sentaron las bases de las teorías sobre el papel de la risa
en el ataque a las debilidades del otro y revelaron el placer que
proporciona reírse del enemigo para humillarlo. También en la Edad Media,
los árabes utilizaban en los combates unos versos satíricos o hidja
como instrumento ofensivo. El poeta marchaba a la batalla junto a los
guerreros pronunciando estos versos que se burlaban del enemigo y a su
vuelta era recibido con los mismos honores que el resto de sus compañeros.
Incluso es posible que el origen de la risa asociada a la victoria
sobre el enemigo provenga del combate físico del hombre primitivo. Al
terminar la lucha el vencedor reía para liberar la tensión del
enfrentamiento mientras que el perdedor permanecía deformado por las
heridas y humillado por la derrota. Más tarde, la simple visión de la
deformación causaba la risa y con ésta un sentimiento de superioridad en
el que miraba y de ridículo en el objeto de la burla. Así es como habría
nacido el sentido del ridículo, por el temor a ser considerados como
perdedores.
Resulta asimismo curioso comprobar cómo muchos de los remotos
antecedentes con los que determinados autores intentan prestigiar el
origen de la historieta -aunque no lo necesite- guardan relación con la
guerra:
la Columna de Trajano, el Arco de Constantino o el tapiz de Bayeux, por
ejemplo, representan batallas narradas en imágenes.
Acercándonos ya a un método de propaganda a través de la imagen
difundida en prensa y con una intencionalidad muy clara, podemos
referirnos al célebre grabado de Benjamin Franklin, publicado en la
Pensilvanya Gazette en mayo de 1754, que representaba a una culebra
dividida en ocho partes, cada una con las iniciales de una de las colonias
y acompañada de la sentencia “Join or die” (Unión o muerte), en referencia a la necesidad de
organizar las colonias norteamericanas contra indios y franceses.
En cualquier caso, ninguno de estos antecedentes se
corresponde exactamente con el humor gráfico propagandístico. Son más bien
aportaciones que contribuyeron al desarrollo del género, pequeños pasos
que, junto a muchos otros factores -que serían tema para un nuevo texto
sobre el desarrollo general de la sátira gráfica- hicieron el camino hasta
llegar a la eclosión que comenzó a mediados del siglo XVIII y que llegó a
su apogeo en el XIX.
El
fenómeno se hace especialmente intenso en Inglaterra, donde tiene lugar la
fusión de complicados grabados políticos
con la caricatura popular italiana proveniente de los turistas británicos,
a lo que se añade el nacimiento de una oposición oficial al gobierno.
Pronto se hará popular uno de los maestros indiscutibles
y más influyentes de la sátira, el pintor y grabador William Hogarth, cuya
obra, de estilo muy puntilloso y detallista, se caracteriza por una feroz
crítica a las costumbres sociales y la corrupción moral de su época. A
finales del XVIII, dos discípulos de Hogarth se convertirán en los
caricaturistas más importantes del momento: el ilustrador James Gillray
-abiertamente político y despiadado en la caracterización de los
personajes públicos de su tiempo, especialmente de la familia real- y el
grabador Thomas Rowlandson, que, con un estilo menos cuidado y más suelto
que Hogarth, ridiculiza el comportamiento de la aristocracia y critica la
Revolución Francesa. Asimismo, cabe mencionar a otro padre de la
caricatura, el también grabador George Cruikshank, que extendió sus
sátiras a todas las clases e instituciones de la vida inglesa y se ensañó
especialmente con la figura de Napoleón. Aunque, por supuesto, también se
reflejó en la gráfica satírica la postura contraria: “la caricatura
revolucionaria, generalmente a través de litografías de coste
relativamente poco elevado, dio lugar a un floreciente comercio. Se
representaban figuras grotescas del Antiguo Régimen tanto de la nobleza
como del clero, retratos de aristócratas y también del rey y de la familia
real. Una vez que la Francia revolucionaria se vio asediada, las
caricaturas de los extranjeros en general y de los soldados en particular,
también proliferaron".
Es obvio que la Revolución francesa y el imperio
napoleónico impulsaron enormemente el desarrollo de la caricatura en una
auténtica guerra de imágenes, “en la que se produjeron más de 6.000
grabados, ampliando de ese modo la esfera pública y extendiendo el debate
político a la población analfabeta. A partir de 1789 ya no tiene nada de
anacrónico hablar de propaganda".
Aunque dibujantes del XVIII como los ya mencionados
Gillray o Rowlandson publicaban también en periódicos mensuales como el
Westminster Magazine o el Oxford Magazine, llegado el
siglo XIX la contribución de la prensa -con el desarrollo clave de las
publicaciones de carácter humorístico- será fundamental para la difusión
de la propaganda de guerra satírica. Para ilustrar conflictos como la
Guerra de Crimea o la Guerra Civil Americana se utilizaron técnicas muy
cercanas a la propaganda aprovechando las posibilidades de la caricatura:
ridiculización del enemigo (especialmente mediante la cosificación y la
animalización a la hora de representar a los líderes) y, por supuesto, la
simplificación del mensaje a través de símbolos que la caricatura hizo
enormemente populares y que permanecen en nuestros días (por ejemplo, los
dibujos que simbolizan naciones: el oso ruso, el gallo francés, el águila
norteamericana, Tío Sam, John Bull, etcétera).
Por último, en esta relación de antecedentes hemos de
hacer referencia a dos ejemplos relacionados con el caso español. En
primer lugar, la serie Los desastres de la guerra (1810-1814) de
Francisco de Goya, obra que algunos han entroncado con la caricatura por lo
grotesco y distorsionado del mensaje y del dibujo. En segundo lugar, hay
que dejar constancia de la enorme
producción que dejó la guerra que cierra el siglo XIX. La Guerra de Cuba
de 1898, que supuso la pérdida de las últimas colonias españolas en
ultramar, cobró un amplio protagonismo en las caricaturas de periódicos de
España, Estados Unidos, Cuba, Puerto Rico, México, Venezuela o Argentina.
Primeras experiencias a principios del siglo XX
El siglo XX va a alumbrar un desarrollo sin precedentes de la propaganda,
por lo que el empleo del humor gráfico y la historieta como uno de los
métodos para ponerla en práctica a través de la prensa se hace más
evidente que nunca. Ayudados por el avance de la tecnología, los gobiernos
participan claramente en la creación de medios y de contenidos
propagandísticos en tiempos de guerra.
Cabe destacar previamente, que el modelo de cómic norteamericano se había
convertido en la referencia mundial desde la popularización de las páginas
de tiras a color en los suplementos dominicales de periódicos de
información general.
Los grandes magnates de la prensa del momento apostarán fuertemente por
este formato como reclamo comercial en su batalla por acaparar lectores y
es en este contexto donde se suele situar el nacimiento del cómic -otra
afirmación polémica que habría de debatirse con más amplitud, mas no es
este el lugar para ello-. A principios de siglo, nacen las primeras tiras
“autoconclusivas” de periodicidad diaria y quedan para las páginas del
domingo las historietas en forma de serial en las que se desarrollaba el
argumento semana a semana.
Mientras tanto, el modelo europeo, fiel a su
tradición, seguirá en muchos casos caracterizándose por la edición de
publicaciones especializadas de contenido satírico. Así, al llegar la
Primera Guerra Mundial se extiende en todos los frentes la práctica de
difundir entre las tropas publicaciones de índole humorística e
informativa. Pese a que algunos intentos fueron únicos u ocasionales,
otros gozaron de cierta permanencia, como La Trincea o San Marco,
pertenecientes al frente italiano.
Durante la Guerra Civil, en España se toma ejemplo de esta experiencia
y la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda publica La Trinchera
en 1937. Poco después, esta revista destinada a los combatientes del bando
nacional se convertiría en La Ametralladora bajo la dirección de
Miguel Mihura, constituyendo el germen de la celebérrima La Codorniz.
Asimismo, en la Guerra Civil se ensayó también el uso propagandístico de
revistas de tebeos para el público infantil y juvenil. Tal es el caso de
Flechas y Pelayos, que se publicó entre 1938 y 1949. La revista
surge de la fusión de dos publicaciones, Flecha (falangista) y
Pelayos (carlista), ambas nacidas durante la contienda.
En cualquier caso, las posibilidades de introducción del mensaje fascista
entre la juventud a través del tebeo se habían experimentado ya en la
Italia de Mussolini con el suplemento El Corriere dei Piccoli
distribuido con el Corriere de la Sera.
Un uso especial del humor gráfico durante la Guerra Civil Española,
además de como propaganda interna, fue el que se le dio en el extranjero a
través de caricaturas en las que se representaba algún aspecto de la lucha
en España con dos funciones principales: por un lado, en países donde
existía la censura, se aprovechaba el conflicto internacional para
realizar una crítica oculta a la política nacional. Por otro, se fomentó
un uso propagandístico a favor de ciertos gobiernos autoritarios que
intentaron mostrar al pueblo las consecuencias desastrosas de una guerra
fraticida de la que culpaban al bando republicano.
Segunda
Guerra Mundial: el binomio cómic / propaganda llega a su máximo apogeo
El punto culminante de todo el proceso que hemos ido siguiendo lo
constituye sin duda la Segunda Guerra Mundial, conflicto en el que va a
darse un desarrollo sin precedentes de la propaganda a través de la
historieta. Esto es así, tanto por la gran cantidad de iniciativas que los
gobiernos, especialmente el de Estados Unidos, llevaron a cabo en este
sentido -y de las que sólo nos detendremos en los ejemplos más reseñables-
como por la difusión que estos mensajes alcanzaron, no sólo en
Norteamérica sino en todo el mundo, facilitada además por la aparición de
las poderosas agencias de distribución.
Aproximadamente hacia los años 30, los gags de las tiras cómicas
y el estilo caricaturesco, que tan buen resultado habían dado hasta
entonces, comienzan a verse sustituidos en el favor del público por las
historias “realistas” en serie centradas en el género de la aventura. Al
estallar la Segunda Guerra Mundial, las características de estos cómics
-siempre protagonizados por un personaje heroico- las hicieron ideales
para trasladar un mensaje patriótico y para deformar la imagen del
enemigo, por lo que un gran número de personajes ve trastocadas sus
aventuras al comenzar la contienda.
Así encontramos, por ejemplo, a un aluvión de pilotos que se alistan en
las Fuerzas Aéreas como Buz Sawyer, Johnny Hazard,
Scorchy Smith o Barney Baxter in the Air. El primero de ellos,
creado en 1943 por Roy Crane para King Features Syndicate es un piloto
destinado en un portaaviones, que luchará en el Pacífico junto a su
compañero Rosco Sweeny, personaje que da el toque cómico a la serie. La
Marina colaboró estrechamente con Crane, que les acompañó por todo el
mundo para poder documentarse y dotar a su obra del mayor realismo posible
a la hora de reflejar tanto los exóticos parajes que visitó Buzz como los
cruceros, portaaviones, submarinos y bombarderos que aparecen en la serie.
Al acabar la guerra, el personaje secundario Rosco Sweeny desarrolla su
propia historia, en la que se nos presentan las dificultades que, como
veterano de guerra, sufre al reincorporarse a la vida civil.
El caso de Barney Baxter in the Air de Frank Miller (1935)
también resulta significativo, pues causó una gran conmoción al
adelantarse a la entrada de Estados Unidos en combate alistándose, junto a
su partner cómico, Gopher Gus, en la RAF.
Otros títulos y personajes que no tenían en principio relación con
ninguna temática bélica comienzan a incorporarla por distintos motivos:
Joe Palooka de Ham Fisher (1930) es un boxeador que acaba ingresando
en el Ejército y trasladando sus peripecias a la guerra desde 1941, año en
que su autor acuerda con el departamento de Guerra promover la
intervención de Estados Unidos desde la serie. El paso contrario lo da
Private Breger, (1941) tira cómica semiautobiográfica de Dave Breger
que ingresó en filas al tiempo que su personaje.
Pasó del Saturday
Evening Post a la agencia King Features Syndicate que lo
distribuyó masivamente entre 1942 y 1945. Apareció también bajo el nombre
de G.I. Joe en dos publicaciones militares: el semanario Yank
y el diario Stars and Stripes. Tras el fin de la guerra siguió
publicándose como Mr. Breger.
El
impacto de la guerra en los cómics fue evidente, y es de sobra conocido
que incluso en clásicos como Tarzán y El Príncipe Valiente
hay alusiones más o menos veladas a la lucha contra los nazis.
¿Cuál
fue en cambio la postura de estos últimos? Curiosamente, la Alemania nazi,
que tan amplio uso hizo de la maquinaria propagandista, apenas aprovechó
las posibilidades de la historieta, género que, al parecer, Hitler
despreciaba. Incluso Goebbles escribe furioso tras una “victoria” de
Superman sobre los alemanes: “Dieser Ubermensch ist ein Jude” (ese
Superman es un judío).
En cualquier caso, el humor es también un mecanismo de defensa y una
válvula de escape en situaciones tensas (sobre todo el humor negro, tan
ligado como la guerra a la muerte, la miseria y la desesperación) y hace
acto de presencia en los momentos más críticos tal y como refleja un
chiste alemán de 1944: “mejor que disfrutemos de la guerra, porque la paz
será terrible".
Pero,
volviendo al uso del cómic con fines propagandísticos en Estados Unidos,
no podemos olvidarnos de un dibujante y guionista que ejemplifica
perfectamente la evolución progresiva que, desde la Segunda Guerra Mundial
hasta los siguientes enfrentamientos en los que se implicó el país, supuso
la temática bélica para el mundo de la historieta. Esta figura fundamental
fue Milton Caniff, autor de tres títulos estrechamente relacionados por
unas razones u otras al mundo militar. El primero de ellos, creado en 1934
para el Chicago Tribune / N.Y. News Syndicate, es Terry and the Pirates.
La historia da un giro en 1937 cuando pasa de contar la aventuras de Terry
y su amigo Pat en busca de un tesoro en China a narrar la invasión
japonesa del país, prácticamente de manera simultánea al transcurso de los
hechos. Terry ya toma parte en contra de los japoneses, a los que
sutilmente se les van atribuyendo los rasgos más negativos, incluso antes
del ataque a Pearl Harbor, momento en el que el protagonista ingresa en
una escuela de aviadores. La actividad de
Terry
y sus compañeros de aventuras en el frente llegaba a unos 30 millones de
norteamericanos a través de periódicos de todo el país, así como al
extranjero. Variar la acción casi al mismo tiempo en que se sucedían los
avatares de la contienda en la realidad fue todo un ejercicio de maestría
por parte del autor.
En
1942 Caniff lanza una versión especial de Terry and the Pirates
para las publicaciones del frente, pero ante la queja de su syndicate,
se ve obligado a crear una nueva tira que se llamará Male Call. Se
trata de la clásica tira pícara, con pin-ups, dirigida
exclusivamente a las tropas.
El Camp Newspaper Service, una especie de agencia de distribución en el
ámbito castrense, fue el encargado de publicarla junto a otras historietas
como Sad Sack, Hubert, The Wolf o Up front.
Aunque Male Call nunca fue publicada en los diarios civiles gozó de
una gran difusión, se calcula que el Camp Newspaper Service la distribuyó
por todo el mundo en más de tres mil revistas y boletines de las Fuerzas
Armadas.
Pese a
su estrecha colaboración con el Pentágono, Caniff nunca se dejó llevar por
el ciego sentimiento patriota que otros compañeros reflejaban y así se
deja ver en su producción un cierto desencanto con los resultados del paso
por una guerra y la vuelta al mundo civil de los veteranos. Así queda
patente en la última etapa de las dos obras ya mencionadas y en Steve
Canyon (1947) protagonizada, cómo no, por un ex piloto de guerra
(cuyos datos, curiosamente, se encuentran en las fichas de las Fuerzas
Aéreas norteamericanas como si se tratase de una persona real).
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