Las raíces del
horror.
Se ha apuntado que
las bases de las emociones humanas están representadas primordialmente
en el terror y en la piedad. Ya lo había indicado Aristóteles en
Poética. Mas ya desde entonces lo trágico viene siendo admitido en
la obra literaria mientras que lo horrendo, por el contrario, lo es en
las obras de talante más vulgar (a la larga, en lo folletinesco), quizá
porque atañe a las pasiones humanas más bajas.
Desde ciertos
parámetros culturales, el terror nace como Terror Dei, como temor
a Dios, el gran poder que sojuzga. Este modelo de miedo viene a ser una
sofisticación del animismo, del temor a la adversidad natural, y que en
la mitología y desde Las Euménides de Esquilo viene representado
por Dionisos, el amedrentador, el productor de terror pánico y el
representante de la irracionalidad –frente a lo apolíneo, si se quiere
ver como antítesis-. Conviene subrayar que la hybris juvenil
obtiene placer en la violencia y en su contemplación, y por ello hay
cierta virtud moralizante en las narraciones terroríficas dirigidas a
los niños, precisamente en la opción de educar con la amenaza (que parte
del mito de Lamia, la devoradora, y de Libia, la sirénida), con el
correlato de inquietud que produce entre los educadores el hecho de que
los niños también obtienen placer de estos cuentos
Desde la
perspectiva de la etnología, el terror puede analizarse como fórmula de
poder para imponerse sobre líneas matriarcales o sobre los gobernados.
Es un hecho claro y constante que el hombre procura producir miedo de
forma multitudinaria por vía verbal, escrita y mediante imágenes. Según
diferentes etnólogos, “máscara” significa “persona” pero también “mueca
terrorífica”; de donde se extrae que el mito del doppelgänger,
el de la suplantación de la personalidad (o licuación del yo),
parece ser un hilo conductor importante en la generatriz del horror.
Existe este miedo ancestral en el saber popular desde el principio de
los tiempos, pero persiste en la mitología y en las religiones y
finalmente se perpetúa, por escrito, desde 1830.
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Horror en la
literatura
Es en la literatura
donde hallamos las claves que cercan al miedo. Lo fantástico narrado
consiste en introducir también lo inadmisible entre lo comúnmente
admitido. El pacto de ficción al que se invita al lector define un
espacio normalizado, con reglas discursivas y narrativas muy
restrictivas que, al mismo tiempo, dejan amplio campo a la creatividad.
Según Llopis,
el ambiente no determina más que la forma y el estilo del relato, pues
su meollo, que es la vivencia de lo “numinoso”, es una constante humana
que viene de antiguo, de un poso primitivo. Entonces, el cuento de miedo
es un cruce entre los planos real e imaginario, es un producto de la
desintegración de la creencia, teniendo a esta como un conocimiento de
base emocional (de ruptura de nuestra lógica). Lo numinoso, que es
término de Rudolph Otto, designa un complejo de emociones que engloban
lo terrible, lo hostil, lo misterioso, lo insólito, lo desconocido, el
vector de un posible daño acarreador del desasosiego, el dolor o la
muerte. Ese complejo de emociones que fue la base del animismo, primero,
y de las creencias mitológicas y religiosas, después. Según Llopis: «el
cuento de miedo siempre es un descensos ad inferos porque en él
se produce una inhibición temporal y voluntaria de nuestro juicio
crítico y escéptico y, en consecuencia, una liberación funcional de
estratos arcaicos de nuestra personalidad».
El miedo al retorno
del muerto y su venganza sobre los vivos implica un sentimiento de
culpabilidad sobre la que se pronunciaron también Jung y Benz. Según
ellos, las regularidades, mitos y simetrías de la naturaleza se cargan
de significados numinosos y simbólicos de los cuales es harto difícil
abstraerse. Este nivel cognoscitivo es de carácter mitopoyético y surge
de él el arquetipo, por repetición; que es vivencia, no imagen, si bien
tiene hambre de forma. La idea de “trasencarnación” (de A. Carpentier),
como reencarnación en forma de reaparición del mismo personaje cambiado,
distinto, viene a ser una variante del eterno retorno que se aplica
constantemente a estas historias.
Así, la historia
del hombre es una historia de fracasos y aciertos según va domando lo
numinoso (con la magia, la mitología, la religión, la ciencia). Según el
tiempo pasa, hemos ido modificando la sustancia: la creencia se trueca
en estética con el Romanticismo, en la Edad Moderna se lucha contra las
creencias en pro de la razón, y ahora disponemos de un horror gozado más
que creído (convertido en un producto de consumo), o como decía Louis
Vax: «El fuego que antaño abrasaba al supersticioso, hoy sólo es un
grato calorcillo para el esteta».
Por ello, no considera Llopis relatos de miedo los narrados en torno a
la hoguera, porque eran verdad. Ni lo serían, siguiendo esta tesis, el
Beowulf, ni los fantasmas que aparecen en las tragedias
griegas de Sófocles o Esquilo, ni Os Luisíadas, ni la Divina
comedia, ni los Sueños de Quevedo, puesto que no
pretendían producir miedo con un fin estético. Sus apariciones
perseguían un fin moralizador o satírico meramente, aunque con lo
satírico lo que se pretende es una deformación del evento social a
través de lo monstruoso. Ya Walter Scott apuntaba las claves del genuino
horror cuando hablaba de la «agradable sensación de lo sobrenatural»,
que es lo que se adivina en Satiricón de Petronio, donde ya se
proponen los elementos definidores de la licantropía, o en Cartas
de Plinio el Joven, donde aparecen espectros increíbles e incrédulos que
resultan chasqueados. Luego habrá más fantasmas en Lope de Vega, en
Shakespeare, en el Decamerón, en Los cuentos de
Canterbury, y surge el personaje del Castillo, cuyo vacío no es
ausencia sino presencia muerta. Como en Frankenstein, lo
terrorífico es la vida que queda en la muerte..
Al castillo de
Otranto le sigue Radcliffe, con sus corredores secretos y espectros, y
poco después M.G. Lewis mezcla pasión con osarios en El Monje. La
novela gótica nace ahí y de ahí surgen los mitos básicos del horror
literario: el vampiro, con J.W. Polidori, en 1816, el moderno prometeo,
con M.W. Shelley, en 1817, Theck y Hoffman, y el erotismo pervertido de
Sade, que dibuja monstruos humanos... Posteriormente, Maupassant sublima
en El Horla su propia desintegración. En esta evolución de la
ficción del miedo, la truculencia alcanzó cierto extremo, siendo pronto
objeto de la censura. En los EE UU, los creadores, sobre todo los de
ficción, sustituyen el ideal plástico por el de progreso y al carecer de
una mitología tan vasta como la europea potenciaron el arte realista
popular, aunque los vestigios del Romanticismo persisten (en la casa
colonial, por ejemplo). O sea, en este ámbito geográfico y cultural
concreto se llega partiendo del sentido de lo maravilloso alemán pasando
por el sentido de lo truculento inglés, hasta la síntesis de lo
americano en Poe, que es el mayor divulgador del miedo a la muerte en
vida, a ser enterrado vivo, y a la mezcla morbosa de Eros con Tanatos,
apostando la necrofilia muy cerca de la necrofobia (también Le Fanu y el
victorianismo describían al mismo tiempo la tesis y la antitesis).
Para muchos es Poe
el padre de la ghost story contemporánea, pero partiendo de la
historia de fantasmas victoriana (que procede en gran medida del
folclore irlandés) donde están recreados el caserón, el viejo malvado,
el ama de llaves, la huérfana... Le Fanu ya clamaba contra el gris y
mecánico presente y en sus imágenes macabras se adivinaba una relación
con la culpa inconsciente. Mas, entre los siglos XIX y XX las creencias
populares que daban lugar a estructuras terroríficas exigían un apoyo en
teorías filosóficas y racionalistas, para obtener de este modo la
liberación irreversible de que provee el terror. A esta altura acuden
también las teorías de Freud, donde la amenaza se asimila a lo masculino
y lo inquietante surge de lo que un día fue familiar (o entrañable,
heimlich), mientras que lo terrorífico es lo que antiguamente fue
deseado, lo siniestro (das unheimlich). O sea, produce miedo el
extrañamiento provocado por un acto cotidiano que nos resulta a priori
cercano y tranquilizador
En 1911, Stoker
aporta un personaje de interés capital para el desarrollo del género en
El cubil del dragón blanco: la remota forma de vida prehumana que
sobrevive hasta nuestros tiempos de un modo regresivo y maligno, símbolo
arquetípico que se hallaba en consonancia con las nuevas teorías del
evolucionismo. Con todo, lo que importa en el relato no es ahora tanto
el monstruo como el protagonista humano, al cual M.R. James y Maupassant
convierten en víctima desorientada que sabe del monstruo menos que el
lector. Es en los primeros años del siglo XX, con la crisis del
racionalismo, cuando se produce la muerte del fantasma. Lovecraft no
solamente lo novela, también lo teoriza,
afirmando que las imágenes y métodos para transmitir horror son
repeticiones congeladas, rutinarias. Él es consciente de que en su
tiempo ya no amedrenta la presencia del muerto dado que se ha producido
una mutación del relato, consistente en la racionalización de la forma
frente a la arcaización del contenido; es lo que Jacques Bergier
denominó «cuento materialista de terror». Es decir, habrá en el nuevo
horror literario del s. XX contenidos arquetípicos mezclados con formas
seudocientíficas, lo cual facilita la “voluntaria suspensión de la
credulidad” a la que se había referido con fruición Coleridge.
La ruta seguida
hasta llegar aquí parte de James, pasa por Stoker, Arthur Machen,
Algernon Blackwood y llega a Lovecraft. Machen ejercita una vuelta de
tuerca a los cuentos de hadas que consiste en una huida de la urbe hacia
mitos paganos fabulísticos, y también hacia los horrores del alma que
había subrayado Poe. Blackwood, por su parte, halla un mundo irreal que
gravita sobre el nuestro, acaso porque el fin del colonialismo empuja a
los imaginadotes a escarbar en otras esferas espirituales, y es entonces
que cristalizan los dos horrores primordiales que conducen todo los
relatos en el siglo XX: el pavor primitivo anidado en nosotros, y el
miedo moderno a la disolución del yo. Las fórmulas para mostrar esos
horrores las renueva Ambrose Bierce, el amargado escritor americano
influido por el sarcasmo de Twain y la melancolía de Hawthorne, que
cuenta historias imposibles (el alma contempla las ruinas de sus
recuerdos), odiosos (monstruos humanos posibles que practican hechos
atroces) y violentas (repletas de carroña y estertores). Las
aportaciones de otros (el grimorio de Robert W. Chambers, las
dimensiones múltiples de W.H. Hodgson) conducen al horror lovecraftiano,
que constituye la cima del relato materialista de terror y gozne con el
cuento de moderna ciencia ficción. Lovecraft, un escéptico radical,
elabora una obra contradictoria en la que aplica la racionalización
materialista sobre contenidos arquetípicos y numinosos. Su racionalismo
le impide creer en la creencia y por eso edifica una mitología propia,
los Mitos de Cthulhu, donde necrofobia, necrofilia, xenofobia y paranoia
se mezclan. Participa el autor del impulso de razonar con lo inexplicado
mediante una mitología ficticia, algo que también ensayaron los autores
Jones, Borges, Howard, Derleth, Ashton Smith.... siendo quizá Tolkien el
más conocido de estos demiurgos del período de entre guerras.
El cine (en el que
no nos detendremos aquí) ha evolucionado de modo más lento: en los años
treinta adaptó mitos; en los cincuenta y sesenta echó mano de chabacanas
resurrecciones para un nuevo público, adobadas con erotismo y sadismo
como fórmulas comerciales; y hubo que esperar a los años setenta para
filmar nuevos modelos de terror, si bien el camino a seguir no será el
horror sobrenatural y psicológico, sino el de la mixtura con otros
géneros rebozada con el efectismo truculento.
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