La búsqueda de una identidad gráfica
Luego de un fecunda experiencia en distintas editoriales y distintos
personajes, algunos de ellos de gran repercusión (Vito Nervio, con
argumentos de Leonardo Wadel), la verdadera obra de Alberto Breccia
comienza en 1957, cuando la editorial Frontera lo convoca para ilustrar
los guiones de quien sería uno de sus argumentistas predilectos:
Oesterheld. Breccia se desprende de las influencias de Caniff y empieza
a insinuar una peculiar habilidad para transmitir atmósferas de realismo
fantástico, tortuosas y agobiantes en su serie Sherlock Time, situadas
en un Buenos Aires de leal reproducción, deparador de sorpresas
pavorosas. Resuelve el guión de Oesterheld otorgándole luz y color a la
oscuridad, preanunciando ya signos expresionistas que definirán su obra
posterior.
En l964, Mort Cinder, siempre con guión de Oesterheld, marca una ruptura
desde las páginas de Misterix. Breccia
es un diestro conocedor de climas góticos, un compositor de caracteres
de inolvidable carnadura, que siente como necesidad acuciante plantar
héroes atormentados y reales.
Sobre un guión conmovedor por su solidario mensaje, Breccia nos pasea
por la asfixia de la prisión, el espanto de la guerra o los recovecos
brumosos del Londres de Conan Doyle.
Tras un paréntesis en que se dedica a la docencia, vuelve a la
historieta con Richard Long, un episodio unitario que edita Karina,
interpretando otro guión de Oesterheld, bella y puntillosamente narrado,
apelando a técnicas no usuales al género, como el collage. Esta
recurrencia a nuevos elementos plásticos se incentivará en la remake de
El Eternauta, que se lanza en 1969 en un semanario de actualidad. Esta
segunda versión de un clásico de la ciencia ficción vernácula (antes
rodada por el dibujante Solano López), tropieza con la resistencia a su
no convencionalismo por parte de la editorial, que solicita a sus
autores un abrupto final.
La dignidad de un lenguaje asumido
1973 es un año clave en su producción. Sobre adaptaciones de Norberto
Buscaglia, emprende una riesgosa experiencia: trasladar a imágenes Los
Mitos de Chtulhu, del escritor americano Howard P. Lovecraft. El primer
obstáculo que se plantea al encarar a este autor consiste en la casi
irreductibilidad a imágenes de sus descripciones, articuladas con el
lenguaje particularmente lírico, que remite al lector a medios tan
ancestrales como intangibles. El segundo obstáculo es cómo estructurar
una narración sin someterla a contaminaciones literarias, en sintetizar
y condensar el horror lovecraftiano en una ilustración que albergue las
manieristas elaboraciones de sus fantasmas y pesadillas.
Breccia corona esta ardua faena con fulgurante intuición. Se aleja con
violencia de la adaptación clásica y ahonda el manejo de técnicas que
había probado en Richard Long y El Eternauta (tramados mecánicos,
collages, efectos ópticos) y plasma con tendencia gravemente
expresionista los delirios del escritor. Sin descartar el dibujo a lápiz
logra un contraste entre zonas de realidad (claras, transparentes,
oníricas) confrontando el trazado usual con monocopias. De este modo se
aparta de la adaptación tradicional, aquella que subordina el discurso
de imágenes al literario, imprimiéndole a cada viñeta la autonomía
precisa para que un recorrido visual permita la captación del argumento,
prescindiendo del socorro textual de explicativos y verticales, como en
El Corazón delator (adaptación de E. A. Poe).
No es tarea fácil para un narrador gráfico obtener que el simple
itinerario de sus cuadros permita la legibilidad de una trama en toda su
intensidad. Para los conocedores del cuento de Poe esta es una práctica
cargada de sugestión. Una vez concluida su lectura, uno no puede suponer
otra adaptación posible. Aquí Breccia da un paso más: descompone el
relato historietístico y lo lleva, exasperadamente, hasta el límite de
sus potencialidades expresivas, enfrentándolo a los códigos de
compaginación fílmica, transportándolo a ese territorio incestuoso donde
la historieta y el cine se emparentan nutriéndose recíprocamente.
Segunda conversación en la catedral
Hasta donde leyeron, si es que puede creerse en la objetividad, la obra
de Alberto Breccia. Hablamos de la objetividad para justificar por qué
no comentamos la obra más reciente de el gran dibujante uruguayo. Ocurre
que, en alguna medida, los autores de este libro se encuentran
comprometidos con ella.
No obstante, eso no impide que imaginemos que Alberto Breccia es uno de
los más grandes artistas de este siglo, junto con Henry Miller, Pablo
Picasso, Ingmar Bergman, Jorge Luis Borges y unos pocos más.
Como pocos, encarna la marginalidad del creador solitario. Lo que él
hace no encaja bien en los géneros delimitados como tales con
academicismo. Como historietista, aunque lo niegue, es un artista
plástico. Como artista plástico, es un excelente narrador de imágenes.
Los críticos de arte lo relegan a la “historieta” como cultivador de un
subgénero. Los historietistas, sin entender mucho, lo entienden como un
dibujante pretencioso, complicado. A dos aguas, el dibujante uruguayo,
sin mirar demasiado a los costados, fue realizando una producción tan
vasta como rica en sugerencias. Y quizás, en ambos terrenos, la plástica
y la historieta, fue más lejos de lo que muchos imaginan, con las
contradicciones de cualquier individuo contemporáneo.
Estas contradicciones se expresan en el reportaje que van a leer a
continuación. Esa conversación con el dibujante comenzó hace un año en
Lobos, un sábado por la tarde, durante la Segunda Muestra de Humor e
Historietas de esa comuna, en un bar frente a la Municipalidad. Allí,
entre café y café, mientras anochecía, fuimos cambiando casetes hasta
quedarnos sin ellos. Algunos meses más tarde la conversación continuaba
en Haedo, en la casa del entrevistado. Ahora, al releer una parte de esa
conversación, tenemos la impresión de que aún no terminamos de conversar
con él. Tal vez esa conversación tenga una sola continuidad: la lectura
de su obra, viñeta por viñeta. Quienes recorren esta obra, con fundado
motivo, coincidirán con nosotros en que una charla, por extensa que sea,
nunca explica demasiado acerca de los resortes explícitos o íntimos de
un creador.
Hablar con Alberto Breccia, no obstante, es una experiencia importante.
Y una vez que uno horadó su caparazón huraña, uno se da cuenta que está
delante de un hombre que sabe mucho más allá de la técnica, que está
metido hasta los huesos en el duro oficio de vivir. En esas charlas
tocamos con prolija pasión de fanáticos del género cada uno de sus
personajes, cada uno de los momentos en que fueron rodados. Para la
transcripción de la charla, sin embargo, acometimos una justa como
operativa depuración. Y nos limitamos a registrar todo lo referido a la
vida de Alberto Breccia, pensando que lo anecdótico y lo estrictamente
biográfico era más importante. De ese relato, como era previsible,
surgen ciertas reflexiones del autor. El lector advertirá las
contradicciones que mencionábamos antes. Esas contradicciones, juzgamos,
son las que nos importa subrayar. Porque creemos que es en esas
contradicciones, en esa oscuridad, donde se cifra nuevamente, con
intensidad, la condición del artista de nuestro tiempo. “El arte nada
enseña como no sea la significación de la vida”, escribía en La
Sabiduría del Corazón, Henry Miller. Y también: “La gran obra ha de ser
inevitablemente oscura, excepto para un puñado de hombres, para aquellos
que, como el mismo autor, están iniciados en los misterios. La
comunicación entonces resulta secundaria; lo importante es la
perpetuación. Y para esto sólo es necesario un buen lector.”
La obra del uruguayo Alberto Breccia, lobo estepario del arte del siglo
veinte, tiene garantizada su perpetuidad.
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