Golden Age...
¡La Edad Dorada! Todos éramos más jóvenes por entonces; y el
mundo también lo era. Más que un tiempo, un lugar. Un lugar adonde
ir. O adonde regresar. Uno de esos sitios (igual al barrio, que
decía el Gordo inmortal) adonde siempre se está llegando.
Según lo pactado
en el Ch@t anterior, me enorgullezco en presentar ante ustedes
(como diría el famoso empresario circense Barnum) las dos tiras
iniciales de una de las mejores y más logradas historietas jamás
aparecidas en los periódicos del mundo. Su título:
The Heart of Juliet Jones.
O bien, como fuera difundida en su versión para los países hispano
parlantes, El Diario de una Vida, nombre de sugestivas
resonancias, y a mi juicio superior al original (cualidad
comprobable, asimismo, en los títulos asignados a los filmes
hollywoodenses
de los años cuarenta y cincuenta). A pesar de que nunca gozó entre
nuestro público de la popularidad que conquistaran, por ejemplo,
Mandrake, El Fantasma o Rip Kirby, la
creación de Drake y Caplin no le iba en zaga en calidad a ninguna
de ellas, superándolas, incluso, en alguno de sus rubros.
En verdad King Features Syndicate había
acertado con un incomparable dream-team (en lo que a
creación y factura de melodrama historietístico se refiere), al
asignar a Stan Drake para que dotase de forma visible a las
complejas personalidades que, brotadas de la inspiración
privilegiada de Elliot Caplin, se sucederían en las distintas
alternativas de un relato como pocas veces jerarquizara al género.
Por otra parte, el aporte de Tex Blaisdell,
dibujante encargado de enriquecer la tira con un incomparable
diseño de ambientes, paisajes y decoración —cuidada hasta en el
detalle nimio del dibujo de una cortina o la apariencia de los
colgadores de un toilette— convirtió a Juliet Jones
en un producto exquisito. Alguna crítica le reprochó precisamente
dicha cualidad, advirtiendo que corría el riesgo de lindar con lo
empalagoso; pero, con el mayor respeto a su competencia, me
permito discrepar en forma absoluta con esa aseveración. El único
término que me viene a la mente con relación a Julieta Jones
es perfección. Al que añadiría, para ser un poco más
específico, profesionalismo en su nivel más elevado. Y un
gran afán por realizar una labor digna, lo que demuestra el cariño
que Drake prodigaba, tanto a su trabajo como a sus criaturas de
tinta y papel.
No menor mérito debe atribuirse a los dos otros
artífices de la tira, sólo porque la usanza de los tiempos los
redujera al anonimato. Tanto Caplin como Blaisdell deben figurar
en sitio destacado cada vez que se revise la historia de la
narrativa secuencial publicada en periódicos.
ELLIOT
CAPLIN: EL HERMANO TALENTOSO DE UNA CELEBRIDAD.
Caplin, cuyo nombre de pila aparece a veces escrito
con dos “t” finales, fue hermano del celebérrimo Al Capp, quien en
los años cuarenta tenía bien cimentada su fama, gracias a su
creación Li’l Abner (El Chiquito Abner), una aguda y
con frecuencia ácida sátira de las costumbres norteamericanas a
través de la pintura de un pueblo de hillbillies,
es decir, rústicos montañeses, llamado Dogpatch,
donde convivía la más estrambótica fauna humana que fuera dable
concebir.
Julieta Jones
constituyó una oportunidad para que Elliot Caplin demostrase su
talento, que no desmerecía del de su famoso hermano, si bien
transitaba rumbos diversos. Fue el mismo Caplin quien sugirió al KFS
la idea de una historieta romántica, que pudiera competir con
Mary Worth (María de Oro en Argentina), de Van Ernst y
Allen Saunders, otra excelente creación del mejor género de tira
dramático sentimental, que contaba con la adhesión de un abultado
sector de público, especialmente femenino.
El syndicate, demostrando gran respeto por esta
obra, había pensado oponérsele nada menos que con un argumento
escrito por Margaret Mitchell, la afamada autora de Lo que el
viento se llevó. La prematura muerte de la escritora frustró
el proyecto, lo que en definitiva vino a redundar en beneficio de
Caplin, quien pudo de esa forma llegar a participar en la
realización de una verdadera obra maestra, realzada por el arte
incomparable de Stan Drake. Nada mejor que los ocurrentes,
incisivos e inspirados bocadillos concebidos por Caplin para dotar
de alma a los magníficos personajes que retrató Drake.
Otra de las famosas tiras que libretó Caplin fue
Big Ben Bolt, que contó asimismo con insuperable gráfica,
debida al lápiz privilegiado de John Cullen Murphy, acerca del
cual versara parte de nuestro Ch@t del mes pasado. Hemos visto en
la edición previa una muestra del trabajo de este excelente
profesional para las páginas dominicales. En éstas, quizás por
formar parte de un suplemento de historietas en colores
supuestamente dirigido a audiencias juveniles, se privilegiaba el
dibujo, en tanto el argumento perdía casi toda la complejidad, y
también mucha de la sustancia, que contenía el de las tiras
diarias en blanco y negro. Por otra parte, eran más amplias, desde
el punto de vista del diseño, las posibilidades que ofrecía la
página, en contraposición a las restricciones de una tira de tres
o cuatro cuadros monocromáticos dispuestos en forma horizontal.
Por regla general, y salvo raras excepciones como Steve Canyon
(Luis Ciclón), de Milton Caniff, se llevaban historias
independientes para cada una de las dos modalidades, siendo más
sencillas y breves las de aparición semanal, mientras que las de
continuidad diaria podían prolongarse por varios meses, al menos
durante la época de auge del género.
Precisamente en las postrimerías de ese período, o
sea en los años cincuenta, las empresas periodísticas solían
promover a los creadores de historietas, publicando sus semblanzas
en clave de estimulante panegírico, de atractiva lectura para los
aficionados. Acerca de John Cullen Murphy se informaba al lector
que el dibujante de Big Ben Bolt no había sido muy
afortunado en su niñez. Vástago de un matrimonio muy humilde,
debió salir a trabajar en edad muy temprana, con el consiguiente
detrimento para sus estudios.
UNA VOCACIÓN FRUCTÍFERA.
A los 12 años John vendía diarios en las calles,
durante las mañanas y las tardes. Pero por las noches se recluía
en su pequeña habitación y luchaba contra el sueño para poder
dedicarse a dibujar, dibujar y dibujar, hasta que su progenitor le
obligaba a apagar la luz y lo metía en la cama a viva fuerza. Era
evidente que los familiares de John no tenían muy buena opinión
del dibujo como profesión de futuro para el jovencito.
Les disgustaba que robase tantas horas al precioso
sueño, en pos de un afán nada redituable. Lo reprendían por perder
tiempo con “garabatos” en vez de ocuparse en tareas de provecho.
Sin embargo, como la vocación de John se asentaba en firmes
raíces, él perseveró en sus esfuerzos, hasta que obtuvo los logros
que ameritaba por su dedicación.
Según consigna la fuente de la que extraigo la
mayoría de estos datos biográficos, la carrera de John Cullen
Murphy —que habría de culminar en la consagración de su historieta
boxística— se inició en el año 1941, cuando contaba 19 años. Una
providencial entrevista con el ya famoso Alex Raymond —a quien
muchos han tenido por el mejor historietista de todos los
tiempos—, lo estimuló del modo que más necesitaba para lanzarse de
lleno a la conquista de sus sueños.
«La
conversación que mantuvimos en esa oportunidad forma parte de
los recuerdos de mi vida que más atesoro” —diría el dibujante—.
Las indicaciones y críticas que me hizo Raymond, su indiscutible
jerarquía profesional, lo mismo que su gentileza hacia el
principiante que llegaba para quitarle su valioso tiempo, me
convirtieron desde entonces en su primer admirador.
»Gracias
a su apoyo y aliento, sentí que se acrecentaba mi coraje, y no
demoré gran cosa en animarme a solicitar un puesto en la famosa
revista Collier’s... Sin duda un paso importante para un novato
en el oficio...»
Obtuvo cierto éxito. Se le encargó la realización
de viñetas y pequeñas ilustraciones; pero él ambicionaba trabajos
de mayor envergadura, por lo que al cabo de un tiempo renunció,
para probar suerte en el campo de la ilustración publicitaria.
La II Guerra Mundial interrumpió entonces el
desarrollo de su carrera. Debió ir al frente de batalla, y le tocó
estar en las célebres contiendas de Okinawa e Iwo-Jima. A
principios de 1945 tuvo la fortuna de encontrarse con Raymond,
quien tenía grado de Capitán, y éste lo designó como su asistente
para la actividades de propaganda que le encomendara la Marina de
Guerra. Ambos se trasladaron a Borneo, y allí tomaron crudos
apuntes de los campos de batalla, que luego conmoverían al público
norteamericano desde las páginas del magazín Newsweek.
A fines de 1945,
luego de la rendición del Japón, Alex y John fueron dados de baja.
Murphy volvió a Nueva York, donde, cimentado su prestigio por las
ilustraciones bélicas, no se le hizo difícil encontrar trabajo en
las mejores revistas. Por aquel entonces, cuando la televisión no
había llegado a imponerse, la popularidad de Collier’s,
Holiday o Esquire era inmensa, entre un público ávido
de emocionarse con las novelas de romance, aventura y exóticos
ambientes que solían poblar sus páginas.
Los dibujos de
John concitaron la admiración de los lectores, aparte de llamar la
atención del King Features Syndicate, que poco después lo contrató
para que crease una historieta deportiva, habida cuenta de su
experiencia como ilustrador de esos temas. Murphy eligió como
protagonista a un joven boxeador, Ben Bolt, pecoso,
bonachón e «incapaz
de toda picardía».
De la peripecia argumental habría de encargarse un promisorio
escritor a quien el mismo John, que lo conoció durante la guerra,
recomendara al Sindicato. Este escritor no era otro que Elliot
Caplin.
El resto es Histori(et)a. Duró 25 años.
Hoy día, fenecido Ben Bolt (ver
Golden Ch@t 4), Murphy se encarga
de continuar El Príncipe Valiente. Su labor le ha
conquistado el aplauso de público y colegas.
Como puede comprobarse, los sueños de John se
realizaron.
Fiat Lux! |