A LUIS GASCA
POR TODO, QUE ES MUCHO
¿La obra de arte nace o se hace? ¿Surge del cuerpo a cuerpo, esforzado o inspirado, entre el artista y la materia con la que trabaja o necesita la admiración pública para existir, al menos para alcanzar estatus? ¿La obra es arte mientras permanece escondida en el cajón del despacho, arrumbada al fondo del taller o necesita la luz, el contraste de opiniones, la aceptación masiva, quizá elitista, de sus cualidades? En definitiva, ¡esos valores estéticos que la hacen brillar en medio del amontonamiento objetual en el que vivimos dependen de su elaboración o de su difusión? ¿Qué es más decidida o definitivamente artístico, el acto creativo o el divulgativo?
Desde una perspectiva esencialista parece evidente que la obra es hija de su autor, depende del talento, la sensibilidad, el criterio de la persona que la escribe, la pinta, la dibuja, la esculpe o la compone. Todas sus cualidades salen de ese desafío intelectual, generalmente complejo, silencioso, y poco importa que quede expuesta a los focos de la sociedad o que permanezca en un rincón oscuro cubriéndose de polvo. El valor de la obra es intrínseco y no depende en nada de la mirada de los demás. ¿O no?
Podríamos aceptar este planteamiento y aferrarnos a una consistencia establecida de una vez y para siempre por la mano creadora del autor. Sean contemplados, leídos, escuchados o sean ignorados, los ingredientes básicos de la obra están ahí, y quizá resulte atrevido sostener que solo la mirada o la escucha del otro da existencia a la creación. Pero, por otra parte, también debemos reconocer que la condena al anonimato, al polvo y al olvido priva de toda función a la obra de arte, que queda prisionera de una potencialidad continuamente, quizá definitivamente, aplazada. Esta dependencia de un público lector, oyente, observador, rendidamente admirador, ha propiciado que algunos teóricos del arte otorguen primacía al receptor sobre el autor y, llevando esta postura al extremo, afirmen que la obra se hace en mayor medida en la sensibilidad del que la ve que en la maestría del que la hace. La prueba de ello se hallaría en la evidencia de que, aunque todos leamos las mismas letras, escuchemos la misma partitura y contemplemos los mismos colores, cada uno lee un libro distinto, escucha una sinfonía diferente y disfruta de un cuadro inevitablemente subjetivo. La llamada “estética de la recepción”, también conocida como “escuela de Frankfurt”, con Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser como críticos fundadores, insiste en destacar la primacía del acto contemplativo sobre la labor creativa. Es nuestro proceso sensorial e intelectivo, con sus competencias, sus condicionantes y hasta sus limitaciones, el que realmente elabora y, en realidad, hace la obra. Las condiciones sociales, culturales, políticas de cada momento, las peculiaridades mentales de cada sujeto, influyen de tal manera en nuestra visión que determinan nuestro disfrute y el valor mismo de la obra. Y así la obra muta en función de nuestra percepción de la misma. En definitiva, una vez más, todo es del color del cristal con que se mira. Y si no hay mirada no hay nada.
No hace falta afiliarse a la “teoría de la recepción” para reconocer el importante papel del contexto cultural, social, político, en la interpretación y hasta en la cotización de la obra artística. La obra sin circunstancia es algo así como el tesoro sin mercado, objeto inane. El pasado siglo XX, con sus acelerados cambios, nos obligó a reconocer este principio básico. Y así pudimos asistir al encumbramiento de las vanguardias inaceptables en un pasado reciente, a la relegación de los clásicos de obligado cumplimiento, incluso al surgimiento de nuevas formas expresivas que, en pocas décadas, se incorporaron al selecto club del Parnaso. El cine de animación o de actores, el jazz y otras músicas populares, el cómic y otras vertientes del grafismo ilustrativo tanto mural como en papel, los videojuegos y otras propuestas tecnológicas de relación interactiva, las intervenciones performativas, las actuaciones con el cuerpo o sobre el cuerpo, han ido constituyendo en las últimas décadas un panorama más amplio y menos jerarquizado que el que, durante siglos, mantuvo como únicas e inamovibles las pautas de las “bellas artes”. Para enriquecimiento y diversificación de nuestro disfrute, el campo del “hecho artístico” se ha ampliado, ha difuminado sus límites y ha puesto en cuestión el canon.
No somos especialmente conscientes de que el cómic ha realizado un extraordinario recorrido en esta evolución, quizá revolución, del ámbito creativo. Desde que en el siglo XVIII aparecieran las primeras series de narraciones gráficas, la valoración de esta forma de expresión ha sido oscilante, reticente y, en general, episódica. Populares y al mismo tiempo ignoradas o desconsideradas por la mirada artística, las imágenes dibujadas-seriadas iniciaron en la segunda mitad del siglo XX un progresivo reconocimiento, no exento de resistencias, que en apenas cincuenta años las han colocado en el centro de una fértil encrucijada. Hoy en día el cómic no ocupa el primer puesto del escenario artístico, pero nadie puede negar que algunas de las propuestas artísticas más interesantes pasan por él. No solo ha reforzado su presencia en el espacio creativo y la ha diversificado con productos distribuidos en un amplio abanico de géneros, calidades y cualidades, también se ha convertido en vector que irradia influencias estéticas y narrativas, polariza adaptaciones y otras relaciones intermediáticas, cuestiona conceptos arraigados en las dinámicas visuales... El cómic es hoy uno de los más importantes exportadores de tramas al mundo del cine, de la animación o de los videojuegos. Hasta en la publicidad o en el grafiti podemos percibir su destacada impronta. Y tanto o más que como exportador funciona como importador, convirtiendo en viñetas lo que en su origen fueron novelas, películas o videojuegos. La creación artística, cada vez más entreverada con la llamada “industria del entretenimiento”, no puede entenderse en la actualidad sin la estratégica posición que ocupa el cómic.
Muchos factores han contribuido a esta irresistible ascensión del arte secuencial. La cultura pop, el subsiguiente cuestionamiento de escalafones y fronteras artísticas, la ampliación del espacio multimedia, la diversificación de soportes y fórmulas creativas, el interés de museos, salas de exposiciones, casas de subastas, instituciones culturales o académicas y colecciones privadas, han configurado un ambiente favorable a su mayor y mejor valoración. Por supuesto, el creciente nivel de exigencia de los autores y la diversificación de géneros, abarcando desde el cómic infantil al cómic experimental, han cumplido un papel esencial. Pero no cabe duda de que el trabajo no se ha hecho solo y que algunos agentes, a nivel individual o colectivo, han librado una importante batalla para que el potencial de la viñeta se incorporara a las exigencias estéticas del momento. La lista de expertos, críticos, historiadores, sociólogos, semióticos, teóricos de diversa índole, así como de divulgadores, colectivos y asociaciones, se haría interminable. Con mayor o menor acierto, pero siempre con indesmayable afición, han situado al cómic en el punto en el que se encuentra, mejorable sin duda, pero ya, indiscutiblemente, imposible de ignorar.
Nadie hasta ahora ha puesto en cuestión que los franceses fueron los primeros en iniciar una ininterrumpida corriente crítica que venía a señalar el mundo de las viñetas como un rico campo de estudio, capaz de ofrecer valores plásticos y narrativos encomiables y, además, una sintomatología histórica, social y política de primer orden. En 1962, un grupo de aficionados crea el Club des Bandes Dessinées (CBD) e, inmediatamente, como órgano informativo, un boletín, posteriormente revista, titulado Giff-Wiff. A partir de este momento, la continuidad, incluso la proliferación crítica, no ha cesado. Son, por lo tanto, sesenta años de bibliografía creciente en cantidad y calidad los que nos han traído hasta aquí. Las circunstancias sociales y culturales contribuyeron, pero no podemos olvidar los numerosos dedos que señalaron de manera insistente obras de cómic para decirnos que no estábamos ante un producto desechable, para resaltar aciertos y peculiaridades expresivas, para analizar las implicaciones profundas de una trama en apariencia superficial, para poner de relieve cualidades técnicas, formulaciones expresivas o valores estéticos. No cabe duda alguna, sin el denodado trabajo investigador y divulgador de muchos nombres que tendemos a olvidar, el cómic no ocuparía el lugar que actualmente ocupa.
En España nos incorporamos rápidamente a esta corriente de interés, y en 1964 aparecieron ya los primeros artículos referidos a los entonces conocidos mayoritariamente como tebeos. Y esa corriente ha continuado y se ha multiplicado exponencialmente hasta la actualidad. Allí estaban Juan Antonio Ramírez, Antonio Lara, Terenci Moix, Antonio Martín, Salvador Vázquez de Parga, Mariano Ayuso, Javier Coma, Román Gubern, Iván Tubau, Manuel Darias, Antoni Segarra… Y también, por supuesto, de forma especialmente destacada, Luis Gasca. Su reciente fallecimiento no solo revaloriza su ingente tarea a favor del cómic, sino que viene a advertirnos del final de un ciclo. Aquellos que, por primera vez, empezaron a alertar de los valores del cómic; aquellos que supieron aquilatarlo cuando no merecía atención, mucho menos consideración artística; aquellos que propiciaron una nueva recepción del medio y que, con su señalamiento le dieron vida, al menos dignidad, se están yendo. Muchos de los arriba citados han muerto, y los que quedan tienen ya edades provectas. Se van con los deberes hechos. Desde que empezaran a recopilar, recuperar, estudiar, con recursos precarios, con dificultades técnicas, con descalificaciones intelectuales, una producción que tendía a la desaparición, los logros se antojan indudables, desde luego por encima de las expectativas originales.
La deuda del cómic con Luis Gasca y con esta primera generación de investigadores es, desde todos los puntos de vista, impagable. No solo clasificaron y analizaron una ingente cantidad de material. Siguiendo los valores de la “teoría de la recepción”, conectando una producción tenida por “popular”, incluso “carente de interés”, con un discurso serio, meticuloso, conceptualmente innovador, hicieron que el cómic fuera arte. Lo colocaron en el radar de las valencias estéticas y pusieron en marcha una dinámica de estimulación recíproca. La consideración artística del cómic por parte de la crítica hizo que una parte del público empezara a verlo como tal, abandonando complejos y prejuicios e internándose en propuestas más osadas. También hizo que los propios autores subieran el listón de sus exigencias y se esforzaran por alcanzar, a ser posible superar, la nueva valoración que les atribuían.
Tenemos constancia de la primera aportación bibliográfica de Luis Gasca en una publicación de la Diputación Provincial de Zaragoza datada en 1965. Llevaba por título Historia y anécdota del tebeo en España, y recogía la conferencia previamente pronunciada en esta ciudad. En los años sucesivos, Gasca supo encontrar soportes editoriales muy destacados para la época, y no tardaron en aparecer Tebeo y cultura de masas (1966), Los cómics en España (1969), Los héroes de papel (1969), Mujeres fantásticas (1969). En 1967 lanza Cuto, un hito importante, pues se trata de la primera revista española especializada en el estudio del cómic, que, aunque sólo dura seis números, logra aglutinar en torno a ella un primer grupo de aficionados que, paulatinamente y a pesar de las dificultades, se inician como críticos.
A diferencia de otros nombres de su generación, más asentados en el ámbito historietístico hispano, Luis Gasca muestra en seguida una actitud cosmopolita, abierta a las corrientes similares que también empezaban a organizarse en otros países. En ese sentido mantuvo estrechos contactos con críticos franceses, italianos, portugueses y norteamericanos como Claude Moliterni, Rinaldo Traini, Henri Filippini, Francis Groux, Vasco Granja, Francis Lacassin, David Pascal, Pierre Couperie, Maurice Horn… Y no se trata de una red de intercambio meramente personal, con planteamientos coleccionistas o vagamente compiladores. A partir de estos encuentros empiezan a surgir festivales, salones, exposiciones, congresos, editoriales, revistas especializadas, que propician la difusión de esa nueva mirada sobre el cómic. El simposio universitario organizado en Bordighera en febrero de 1965, bautizado como “Primer Salón Internacional de Cómic”, tiene un carácter claramente fundacional. No solo queda de manifiesto el éxito del evento, sino que se comprueba la necesidad de continuarlo. En septiembre de 1966, el mismo espíritu y los mismos organizadores proseguirán la tarea en la ciudad de Lucca con lo que, como indicio de continuidad, llamaron “Segundo Salón Internacional del Cómic”. Y ya todos conocemos la brillante carrera del Salón de Lucca, desde 1966 hasta la actualidad. Luis Gasca no solo participó en la organización de este encuentro pionero sino que en 1974 también formó parte del comité organizador del Primer Festival de Cómic de Angulema. De esa manera, nuestro recordado Luis contribuía, en menos de una década, al establecimiento de las dos reuniones más importantes, todavía hoy, sobre cómic en el ámbito europeo.
El espíritu inquieto de Gasca le llevó en esos mismos años a dar un paso más arriesgado, también más comprometido, en su labor como difusor de las viñetas. En 1970 crea en San Sebastián, su ciudad natal, Buru Lan de Ediciones, S. A. Desde esta plataforma pretendía publicar estudios y creaciones que reunieran sus dos grandes aficiones, el cine y el cómic. Los fascículos de la enciclopedia El Cine supusieron una aportación de primer orden al estudio del séptimo arte desde una perspectiva eminentemente hispana. Pero su devoción por las viñetas acabó adquiriendo mayor relevancia en su trabajo editorial. En 1971 lanza la revista Drácula, dedicada al cómic de fantasía y terror, y en 1973, Zeppelin y El Globo, dos cabeceras que, siguiendo el ejemplo de la italiana Linus y la francesa Charlie, incorporaban una selección del mejor cómic norteamericano y europeo.
El cine, la otra gran afición de Gasca, le lleva a dirigir a partir de 1970 el Festival de Cine de San Sebastián. En los catorce años que está al frente de este evento, el festival cinematográfico español por excelencia conoce un período de notable esplendor. Sin embargo, Gasca no abandona en ningún momento su pasión por los tebeos. Aprovecha su puesto al frente del festival para incrementar su colección de documentos relacionados con el cine. Viajes y nuevos contactos le llevan a adquirir material importante de los clásicos del cómic americano en los años treinta, cuarenta y cincuenta y, sobre todo, a incrementar una colección de riquísimas y muy peculiares relaciones entre el cine y el cómic.
Este arraigo permanente de su afición por la viñeta le llevará, una vez terminada su trayectoria como director del Festival de San Sebastián, a incorporarse con renovado entusiasmo a la investigación y divulgación de cómic. Son años caracterizados por su colaboración con Román Gubern, con quien firmará algunos de los títulos más importantes de la bibliografía especializada. En 1988 aparece El discurso del cómic; en 2008, Enciclopedia de onomatopeyas del cómic; en 2012, Enciclopedia erótica del cómic; en 2015, El Universo fantástico del cómic. El tándem Gasca-Gubern colabora con unos engranajes perfectamente engrasados ofreciendo en estos títulos un combinado de reflexión, ubicación histórica y riqueza documental que los dota de un gran atractivo. Y aún habría que añadir a este listado bibliográfico la colaboración de Gasca con Asier Mensuro para el excelente recopilatorio La pintura en el cómic (2014).
No solo a través de los libros. El trabajo de Gasca en torno a las viñetas se concreta en numerosas exposiciones (llegó a comisariar más de cincuenta), muchas de las cuales dejaron profunda huella: Angulema (1979), Tokio (1981), Roma (1993), Madrid (1994)… Y a todo ello habría que añadir las incontables intervenciones como conferenciante, miembro de jurados y comités organizadores y, sobre todo, como asistente inevitable, siempre entusiasta, de los eventos historietísticos que tenían lugar en todo el mundo. Aunque quizá lo que más haya que resaltar en este indesmayable activismo sea su talante colaborativo, su permanente disposición a mostrar, aconsejar, asesorar o facilitar material a estudiosos o simples aficionados que se acercaban a él para la realización de trabajos de investigación o para saciar alguna curiosidad. Luis Gasca no solo fue un gran estudioso del cómic, animador de múltiples iniciativas, Luis Gasca fue, ante todo, una gran persona.
Pero en este caso el obituario no puede cerrarse con una lista de referencias al pasado, con el balance más o menos rico de lo hecho. Luis Gasca ha dejado un importantísimo legado para el futuro. Su riquísima colección pone a disposición de los interesados miles de referencias del más diverso tipo. No solo contiene publicaciones de cómic de todas épocas y formatos (tiras, cuadernillos, revistas, álbumes…), también un repertorio muy completo de bibliografía teórica, fotografías y recuerdos personales de numerosos dibujantes, artículos de merchandising o de promoción editorial, originales, dibujos y dedicatorias… Cedido en los últimos años a la Diputación de Guipúzcoa y custodiado en la Biblioteca Koldo Mitxelena, su patrimonio como coleccionista o, quizá mejor, como miembro decididamente impulsor del cómic y amigo de los más importantes autores de la época, nos deja un abundante y muy valioso material en su mayor parte sin explorar.
Luis Gasca nos abrió los ojos y, junto con otros pioneros de la crítica, nos hizo ver la viñeta de otra manera, como ventana con vistas a múltiples realidades y también a las mil maravillas. Ensanchó el campo de nuestros goces estéticos y promovió aventuras editoriales que nos han hecho apreciar más y mejor los valores del cómic. Como decíamos al principio, dándolo a conocer, ayudando a apreciarlo, hizo que el cómic fuera arte con igual o mayor eficacia que los autores que dibujaban las viñetas. Pero lo más importante es que, a pesar de su desaparición, Luis Gasca no es pasado. Es y seguirá siendo futuro por muchos años. Acostumbraba a decir que en su colección había material para hacer al menos cincuenta tesis doctorales. Y no exageraba. Porque no solo contiene numerosos objetos y documentos sino múltiples posibilidades de establecer relaciones y dilucidadoras interconexiones entre ellos. Así que Luis Gasca no se va. Gracias al patrimonio acumulado durante los años de sus andanzas nos lega un largo y prometedor recorrido de aportaciones, datos, quizá descubrimientos, un filón que tardará en agotarse y permanecerá siempre como referencia ineludible. Querido Luis, gracias por todo lo que hiciste y por todo lo que nos dejas por hacer. Es más que suficiente para que permanezcas siempre con nosotros.